Notas
NOTAS
[1]. Es Novato, hermano de Séneca, que, al ser adoptado por Lucio Junio Galión (amigo de su padre y rétor como él), tomó su nombre. Esta circunstancia ayuda a precisar la fecha del diálogo, pues, aunque no se sabe cuándo tuvo lugar, es seguro que en el año 52 Novato ya era conocido por su nuevo nombre, puesto que con él aparece mencionado cuando en Corinto fue conducido ante su tribunal Pablo de Tarso (cf. Hechos de los apóstoles 18, 12-17).
[2]. Los comicios son las asambleas ejecutivas del pueblo, donde vota lo que se ha discutido en las deliberativas (contiones). Había tres clases, según por qué adscripción eran convocados los ciudadanos: por tribus (comitia tributa), por curias (curiata) o por centurias (centuriata); estos eran los más decisivos y concurridos, por lo que se celebraban en el Campo de Marte.
[3]. No es Séneca el único en advertir el fallo fundamental del sistema democrático, que deja las decisiones a la voluntad variable de la inconstante multitud: consideraciones muy parecidas se hallan en Cicerón, Defensa de Murena 35-36, con tres ejemplos concretos de candidatos perdedores, inexplicablemente, ante rivales a todas luces inferiores.
[4]. En las sesiones del senado las votaciones se realizaban según el sistema de la discessio (en el original; propiamente, «separación»): los senadores se dividían en grupos alrededor del proponente al que apoyaban y la parte más numerosa era declarada ganadora.
[5]. El texto de los manuscritos es dudoso, cf. Reynolds, L. Annaei..., pág. 168.
[6]. El filósofo declara sin rodeos su independencia ideológica: en esta ocasión no se manifiesta en un sincretismo con otras corrientes de pensamiento (Ira I 6, 5) sino que, sin salirse de los límites del estoicismo, su propósito es no aceptar a ciegas y sin discutir las doctrinas de sus predecesores (cf. Epístolas 80, 1; 95, 4; y también P. Grimal, «Sénèque et la pensée grecque», Bul. Asso. G. Budé (1966), 317-330).
[7]. Frase hecha con la que los senadores manifestaban su conformidad con una opinión ajena anterior y al tiempo su deseo de hacer algún añadido (cf. Cicerón, Filípicas XII 50).
[8]. Séneca deja bien claro cómo se consigue alcanzar la conformidad con la naturaleza; una de las condiciones es la aceptación serena de todas sus manifestaciones, la athaumasía («falta de asombro») que recomendaba especialmente Zenón (cf. Diógenes Laercio, VII 123) y puede verse también en Horacio, Epístolas I 6, 1-6: para ser feliz el único medio es no extrañarse de nada.
[9]. Hay una pequeña laguna de una o dos palabras de extensión, que podrían ser, por ejemplo, doloribus spretis («los dolores dejados de lado»), cf. Reynolds, L. Annaei..., pág. 170.
[10]. Séneca rechaza, casi con las mismas palabras que Cicerón, Del supremo bien y del supremo mal II 114, la titillatio («cosquilleo») permanente de la escuela cirenaica, básicamente sensual, aceptada con reparos por los epicúreos: al placer en movimiento, único admisible para Aristipo, que provocan las sensaciones agradables, oponían el placer estático, causado por la mera ausencia del dolor.
[11]. Máxima de Epicuro (frag. 506 en la ed. Usener) que de nuevo encontramos casi en idénticos términos en el tratado de Cicerón citado en n. anterior (por tres veces: I 57, 11 51 y 70). Es el epicureísmo el que sitúa en el vientre el asiento de los placeres, teoría absurda a los ojos de Séneca (cf. más abajo, 9, 4).
[12]. Sudatoria en latín, una clara referencia a la función a la que estaban destinados estos departamentos de alta temperatura; en su interior, gracias a una estufa, el aire era caliente y seco (cf. Epístolas 51, 6).
[13]. Entre otras misiones, los aediles tenían a su cargo la policía de la ciudad.
[14]. La insistencia de Séneca se justifica por la trascendencia del precepto; es, sin duda, la regla de oro de la moral estoica: el hombre, para ser feliz, debe ajustarse a su naturaleza racional, que no es más que una parte de la naturaleza universal, la razón cósmica, identificada con ciertas vacilaciones (cf. n. 16) con el dios mismo (cf. Sobre los beneficios IV 7, 1; Diógenes Laercio, VII 135-136).
[15]. Virgilio, Eneida II 61, con una ligera variación (animo por animi). Séneca da el verso incompleto (a partir de la trihemímeres), para adaptarlo a su propósito mejor, dándole un sentido distinto al que tiene en el original, como suele hacer (cf. A. Setaioli, «Esegesi virgiliana in Seneca», Stud. Ital. Filol. Class. 37 (1965), 133-156).
[16]. La doctrina estoica sobre el dios es un tanto vaga; básicamente es panteísta, pero la divinidad no es exactamente todo el mundo, sino una parte, aunque esté en todas: es la mente del universo, el soplo vital, la razón que lo rige, gobernante integrado en lo gobernado, por más que a las veces parezca desgajarse y personalizarse, como aquí; no es de extrañar que Séneca tenga sus oscilaciones dentro de esta ambigua teología, cf. A. Rodríguez Bachiller, «El problema de Dios en la filosofía de Séneca», Rev. Filos. 24 (1965), 295-315; J. Riesco, «Dios en la moral de Séneca», Helmántica 17 (1966), 49-75.
[17]. Para refutar la afirmación de Epicuro (frag. 504 en la ed. cit.), Séneca acude una vez más a un argumento de otra escuela, en este caso la aristotélica: el placer no es el fin en sí de la actividad, sino que se da de más cuando esta alcanza su verdadero objetivo (cf. Aristóteles, Ética a Nicómaco 1174b, 33).
[18]. Esta aclaración la hacía Epicuro en una carta a Meneceo, cf. Diógenes Lae rcio X 132 (frag. cit. en n. 11).
[19]. Esta actitud altanera e intransigente con el adversario, cuyas críticas no se toleran y se contrarrestan en cambio con insultos y ataques personales, era muy característica de Epicuro y sus discípulos, pero no exclusiva: a ellos pueden añadirse nombres ilustres de otras escuelas (cf. Cicerón, Sobre la naturaleza de los dioses I 93).
[20]. Con lo que la virtud resulta esclava sumisa de los hombres: prueba, a riesgo de perderse, los placeres que se les procuran, lo mismo que los esclavos catadores degustan, a riesgo de morir, los manjares que se sirven a sus dueños. Estos praegustatores eran corrientes en los turbios tiempos de Séneca, cuando también lo eran las muertes por envenenamiento y los antídotos preventivos, sobre todo si uno era comensal o pariente del emperador (cf. Firmeza 7, 4; Suetonio, Calígula 23, 3; 29, 1; Nerón, 33-34, 2).
[21]. Libertino y glotón de la época de Augusto, paradigma para Horacio del dilapidador (hasta cinco veces lo menciona en sus Sátiras): buscando satisfacerse gula y lujuria, derrochó una fortuna.
[22]. Contemporáneo del anterior, mucho más célebre y rico (en Helvia 10, 8, Séneca cifra su fortuna en 110 millones de sestercios), Marco Gavio Apicio se dedicó casi en exclusiva a la gastronomía más exquisita y caprichosa (cf. Tácito, Anales IV 1, 3; Plinio, IX 66; X 3); revolucionó la sobria cocina romana con nuevas técnicas (cf. Plinio, VIII 209), que dejó recogidas en su Libro de cocina.
[23]. En busca de nuevas sensaciones los refinados de la época habían dado en celebrar falsos funerales, fingiendo que sus cenas eran banquetes fúnebres en honor del anfitrión, cuyas exequias se simulaban (cf. Epístolas 12, 8).
[24]. Si no se malinterpretan los preceptos de Epicuro (cf. más arriba, 10, 1, y Firmeza 15, 4), se echa de ver que, en el fondo, la moral estoica y la epicúrea tienden a idéntico fin, salvo que lo llaman de distinta forma. Así lo defiende Séneca, ecléctico una vez más.
[25]. Instrumento característico de los sacerdotes de Cibeles, la Gran Madre oriental, cuyo culto se introdujo bien temprano en Roma. En su honor estos iniciados (llamados galli «galos») usaban vestidos femeninos, como la túnica, y solían castrarse voluntariamente en un rapto de frenesí ritual, recordando a Atis, amado de Cibeles, que se emasculó en un acceso de locura (cf. Catulo, 63, 4-5; Suetonio, Augusto 69, 2).
[26]. Una expresión idéntica (magnitudine sua laborare) emplea Tito Livio pref. 4; quizá, pues, fuera una frase hecha.
[27]. Peligrosos bajíos en la costa africana, entre Cartago y Cirene. El plural se explica porque se distinguían dos: la Gran Sirte al Este (correspondiente al actual golfo de Sidra) y la Pequeña Sirte al Oeste (conocida hoy como golfo de Gabes).
[28]. En otra ocasión afirma Séneca exactamente lo contrario, cf. Ira II 31, 6.
[29]. Cita parcial (Virgilio, Geórgicas I 139-140) e inexacta («con los lazos» y «grandes boscajes» en los versos respectivos del original; cf. Epístolas 90, 11, donde la cita es exacta y completa). Otro poeta ha recordado Séneca, no tan directamente, un poco más arriba: el poliptoton con el verbo capio («capturados/han capturado») y la consiguiente paradoja están calcados del conocido verso de Horacio, Epístolas II 1, 156: Graecia capta ferum uictorem cepit.
[30]. Glosa aquí Séneca el último de los versos de Cleantes que él mismo traduce de los originales griegos, transmitidos por Arriano, Enquiridión 52, en Epístolas 107, 11, imitando una versión anterior, perdida, de Cicerón (lo que le valdrá de excusa si los versos no gustan): «Guían los hados a quien lo desea, a quien no, lo arrastran». El estoicismo es determinista y fatalista: no hay que resistirse al destino, sino seguirlo, pues es lo mismo que seguir al dios, una antigua recomendación atribuida a alguno de los siete sabios (cf. Cicerón, Del supremo bien y del supremo mal III 73), a Pitágoras en particular (cf. Boecio, Consolación a la filosofía 1 140); esto significa, ya se sabe, someterse a la naturaleza, única vía para ser libres.
[31]. Símil militar: el juramento es el sacramentum con el que los soldados aseguraban su fidelidad al general.
[32]. La adquisición de los atributos divinos es un viejo anhelo de la filosofía grecorromana, común a todas las corrientes, salvando las diferencias de conceptos y medios propuestos. En rigor, esta equiparación del hombre con la divinidad no deja de ser un acto de hýbris: contra ella toma precauciones el filósofo con una fórmula casi idéntica a la de Catulo, 51, 2.
[33]. Del todo solo lo será el sabio tras su muerte; en vida no ha roto aún todos los vínculos que lo atan a la miseria mortal. Nadie hay verdaderamente libre, siempre queda un resto de cadena (cf. la misma imagen en Persio, 5, 159-160).
[34]. Aquí inicia Séneca su larga defensa (hasta el final del diálogo) de los filósofos acusados de incoherencia entre sus teorías y sus hechos, en general (cf. 18, 1; 19, 3; 20, 1); pero Séneca inmediatamente se centra casi de forma exclusiva en defender el derecho de los filósofos a poseer las riquezas, por cuantiosas que sean, que hayan adquirido honradamente. Los pormenores del lujo que da, los ejemplos ilustres que aduce, la insistencia en los argumentos, el tono a las veces violento, dejan bien claro que Séneca, sobre todo, se está defendiendo a sí mismo: como se sabe, fue uno de los hombres más ricos de su tiempo.
[35]. Metonimia evidente: el nombre del local, paedagogium, designa a los esclavos jóvenes que aprendían sus oficios en esta escuela especial, incluso dormían en ella (cf. Plinio el Joven, Epístolas VII 27, 13).
[36]. Esta delicada tarea la realizaba un esclavo especializado (cf. Epístolas 47, 6), pues el trinchado correcto de las viandas estaba entre los detalles más cuidados de un banquete (cf. Brevedad 12, 5). Por ello, al scissor (de scindo, «cortar») se exigían no solo habilidad y precisión, sino también el dominio de las numerosas normas que regulaban su arte, cf. Don Enrique de Villena, Arte cisoria 18.
[37]. Era el caso de Séneca, que poseía extensas fincas en Egipto (cf. M. Rostovtzeff, Historia social y económica del Imperio romano I, Madrid, 19723, págs. 144 y 214), por las que no se preocupaba en exceso, dice él (cf. Epístolas 77, 3).
[38]. Sobre Rutilio, cf. Providencia, n. 15; sobre Catón, ibid., nn. 7 y 10 en el volumen 276 de la Biblioteca Clásica Gredos.
[39]. Cf. Providencia, n. 12 en el volumen 276 de la Biblioteca Clásica Gredos.
[40]. Solo sabemos de él lo que aquí relata Séneca sobre su suicidio, que no casa mucho con su militancia epicúrea: para esta escuela, que niega la vida ultraterrena, estar vivo es un bien precioso e irrepetible.
[41]. Virgilio, Eneida IV 653. Séneca se complace en citar este verso, cf. Sobre los beneficios V 17, 5; Epístolas 12, 9.
[42]. Es el conocido argumento de la paja en ojo ajeno, simbolizado otras veces en las alforjas, otras con unas metáforas mucho menos amables (cf. en este mismo diálogo 27, 4): contra el filósofo, que tiene este solo defecto (una sola cruz) lanzan sus críticas (los clavos) quienes por propia voluntad tienen multitud de vicios (otras tantas cruces) y, a pesar de ello, se atreven a injuriar al prójimo.
[43]. Con un vómito provocado para poder llenarlo otra vez; Séneca tiene, a propósito de este hábito desagradable de los glotones empedernidos, una sententia que refleja lo antinatural del proceso: «vomitan para comer, comen para vomitar» (Helvia 10, 3).
[44]. El cosmopolitismo estoico permite hablar de dos patrias, la particular de cada individuo y la universal y común a todos los hombres (cf. Marco Aurelio, VI 44).
[45]. La postura de los maestros estoicos frente al politeísmo universalmente aceptado es bastante ambigua, incluso contradictoria (cf. Cicerón, Sobre la naturaleza de los dioses I 36-41, donde expone y critica lo que él llama «delirios de los estoicos»). En general, puede decirse que el estoicismo tiende a la desmitificación y despersonalización de los dioses, que solo son símbolos de cualidades humanas.
[46]. Ovidio, Metamorfosis II 328 (a partir de la pentemímeres).
[47]. Estas palabras podrían ponerse en boca de Séneca mismo cuando, desterrado, escribió Helvia, tres de cuyos capítulos (del sexto al octavo) están dedicados específicamente a demostrar que en sí el cambio de lugares no es una desgracia. Y, sin embargo, para sus contemporáneos era notorio que, a pesar de todos los argumentos acumulados para dulcificarse el exilio, el filósofo se había rebajado suplicando abyectamente el perdón del emperador Claudio (cf. Polibio).
[48]. Célebre por su vida austera (cf. Valerio Máximo, IV 3, 5), Manio Curio Dentato fue varias veces cónsul y muchas general victorioso contra samnitas, lucanios, sabinos y Pirro, a principios del siglo III a. C.).
[49]. Tiberio Coruncanio, contemporáneo del anterior, participó igualmente en la guerra contra Pirro (juntos los menciona también Cicerón, Bruto 55); de origen plebeyo, se hizo muy célebre como jurisconsulto y alcanzó el consulado, siendo además el primero de su clase en ser elegido Pontífice Máximo (año 254).
[50]. Los censores tenían diversas funciones: establecían el presupuesto anual, adjudicaban el cobro de impuestos y la realización de obras públicas, vigilaban el comportamiento de los ciudadanos (cf. Tranquilidad 11, 9); pero su nombre les venía porque estaban en principio encargados de levantar cada cinco años el censo, en el que se incluía un inventario de los bienes de cada ciudadano. En la sociedad romana primitiva el patrimonio particular no estaba limitado más que por la austeridad de sus costumbres; pero con la progresiva entrada de riquezas producto de las guerras de conquista y los crecientes gastos que estas ocasionaban, se procuró impedir el dispendio y el lujo excesivos por medio de las leyes llamadas suntuarias (posteriores a la época de Curio y Coruncanio: la primera, la ley Opia, data del año 215 a. C., y la última, del 142 o 141, la Licinia), que regulaban minuciosamente las posesiones permitidas, hasta el extremo de detallar, por ejemplo, cuántos vestidos o cuántas joyas podían tenerse sin incurrir en delito.
[51]. El triunviro Craso fue dueño de unas riquezas proverbiales, amasadas especulando durante las proscripciones de Sila, de quien fue partidario.
[52]. Marco Porcio Catón (234-149 a. C.), llamado, para distinguirlo de su homónimo biznieto, el Viejo o el Censor, por el severo celo que puso en el desempeño de esta magistratura, en constante oposición a cualquier moda o lujo helenizante (a él se deben unas leyes suntuarias, las Porcias del año 198) y exaltando en sus obras (Sobre la agricultura y Orígenes) la tradicional austeridad de la primera Roma, viva aún en medios rurales. Se distinguió también por su obsesivo deseo de que Cartago fuera aniquilada y expresaba esta necesidad («Cartago debe ser destruida») al remate de sus discursos, versaran sobre lo que versaran (cf. Floro, I 31, 4).
[53]. Según el estoicismo, todas las cosas salvo la virtud son adiáphora, indiferentes, aunque en tres categorías distintas: las proegména, preferibles (tenerlas es mejor que carecer de ellas), las apoproegména, rechazables (pues con ellas sucede lo contrario: por ejemplo, el dolor, cf. Cicerón, Tusculanas II 29) y las kathápax adiáphora, totalmente indiferentes. Para Cicerón esta teoría no es más que un juego con las palabras y así la critica o ridiculiza abiertamente (cf. loc. cit. y Del supremo bien y del supremo mal IV 69-73; en este último, concretamente en 72, incluye, citando a Zenón, las riquezas entre las preferibles).
[54]. Precisamente a Séneca le echaron en cara los medios con los que, valiéndose de su posición de privilegio, había acumulado una inmensa fortuna: apropiación indebida, captación de herencias y préstamo con usura (cf. Dion Casio, LXI 10, 2-3; Tácito, Anales XIII 18, 1; 42, 4); si bien es cierto que el autor más conspicuo de estas y otras acusaciones era Publio Suilio, que había sido delator a sueldo de Claudio, no lo es menos que Séneca instigó contra él un proceso de resultas del cual acabó confinado en las Baleares (cf. Tácito, ibid. 43).
[55]. Moneda de plata así llamada porque equivalía a diez ases cuando empezó a acuñarse a finales del s. III a. C. Posteriormente varió su valor y su peso, pero no su nombre, que ha sobrevivido hasta hoy (cat. diner, cast. dinero, etc.).
[56]. No es esta la actitud de Séneca: al menos en teoría criticaba el do ut des (cf. Sobre los beneficios I 1, 9).
[57]. Cf. Firmeza, n. 16, en el volumen 276 de la Biblioteca Clásica Gredos.
[58]. Los libertos eran antiguos esclavos cuyo dueño les había otorgado la libertad. Esta manumisión podía estar rodeada de garantías legales (per uindictam, ante el juez; censu, ante el censor), o ser más informal (testamento, ante los testigos de las últimas voluntades del dueño).
[59]. Como parece que era el caso de Séneca, generoso con sus amigos (cf. Tácito, Anales XV 42; Juvenal, 5, 108-109).
[60]. El Puente Sublicio fue el primero tendido sobre el Tíber (era de madera, pero tuvo que ser reconstruido en piedra tras una riada). Posteriormente se le fueron añadiendo otros, todos ellos refugio habitual de mendigos (cf. Marcial, X 5, 3-5; Juvenal, 4, 116; 5, 8-9; 14, 134).
[61]. Una especie de colchoneta muy barata por su ínfima calidad: estaba hecha a base de juncos cortados (cf. Marcial, XIV 160); el calificativo circense se explica porque, como dice Marcial, las usaban los espectadores pobres para mullir mínimamente el asiento de piedra, o bien porque sobre ellas dormían los gladiadores.
[62]. Tebas, en Beocia, fue la patria de Baco (su madre Sémele era hija del fundador de la ciudad). En su carro tirado por panteras, adornado de pámpanos y hiedra, recorrió el mundo con su alegre cortejo de sátiros, bacantes y algunos dioses menores, difundiendo el secreto de la fermentación del mosto entre los hombres, que lo aclamaban como libertador por la desinhibición que produce el vino. De ahí que en Roma fuera pronto identificado con el antiguo dios itálico Líber, una divinidad agrícola cuyo nombre («Libre») obedece quizás a la misma razón (cf. Tranquilidad 17, 8).
[63]. Los triunfos iban encabezados por el general cuya victoria se celebraba; los caudillos enemigos vencidos solían ir encadenados a su carro (cf. Marcia 13, 3) y el botín capturado se exhibía durante la procesión en unas andas.
[64]. Todos los lleva consigo el sabio (cf. Firmeza 5, 6-7), que es dueño, no esclavo de sus riquezas, como ha dicho en 22, 5 y al principio de este capítulo, reflejando una vez más una sentencia de Publilio Siro (Pecunia est ancilla, si scis uti, si nescis, era; cf. también Horacio, Epístolas I 10, 47).
[65]. El textus receptus está evidentemente alterado en los manuscritos (clamitatis en uno, calamitates en otros). Puede aceptarse como mal menor la corrección de Gertz clamitantis, entendiendo que proclaman la verdad (como más abajo, en 7, y también en Brevedad 9, 2).
[66]. Al sabio ni se le ultraja ni se le ofende, como Séneca repite una y otra vez en Firmeza (2, 1; 5, 3, 5; 7, 2; 8, 1; 13, 5), por más que sí se tenga intención de hacerlo; esta voluntad de agraviar vale por el agravio mismo (cf. Firmeza 7, 4; Ira I 3, 1).
[67]. La imaginación desatada de los poetas es la principal culpable de las ideas extravagantes que sobre los dioses se hacen los hombres. Tal es el dictamen de Séneca (cf. Marcia 19, 4, a propósito de la imaginería infernal), con quien coincide, por una vez, Cicerón, Sobre la naturaleza de los dioses I 42.
[68]. Son algunos de los hechos que el mito imputaba a Júpiter: se convirtió en cisne para unirse a Leda y en toro para raptar a Europa; hizo adúltera, sin ella saberlo, a la virtuosa Alcmena, para lo que se transfiguró en su esposo Anfitrión, y yació con ella durante una larguísima noche que él ordenó al sol prolongar; maltrató a su hermana y esposa Juno y a Vulcano, uno de los cuatro hijos legítimos que tuvo, y condenó cruelmente a su primo Prometeo; con toda justicia fulminó a los impíos reyes Salmoneo y Licaón, pero exterminó al tiempo a los inocentes súbditos del primero y a los hijos del segundo; raptó a Ganimedes, descendiente por línea directa de Dárdano, hijo del propio Júpiter, por tanto, pariente suyo; destronó a su padre Saturno, aunque no llegó a matarlo.
[69]. En latín fauete linguis, propiamente «favoreced con vuestras lenguas», esto es, «mostrad respeto (no usándolas)». Séneca niega el evidente parentesco de faueo y fauor (cf. Ernout-Meillet, Dictionnaire..., s. u.): una vez más no anda acertado en sus etimologías.
[70]. Describe Séneca algunos de los llamativos rituales del culto a Isis o a Cibeles, muy en boga en aquel entonces: los galos (cf. n. 25) se infligían cortes en los brazos; durante las ceremonias en honor de Isis (la posesa debe ser una sacerdotisa suya), los iniciados se vestían con telas de lino y hacían retañir sus sistros, un tejido y unos instrumentos típicamente egipcios; llevaban también antorchas o lamparillas (cf. Apuleyo, El asno de oro XI 9, 4; 10, 1-2).
[71]. Cf. Firmeza, n. 44, en el volumen 276 de la Biblioteca Clásica Gredos.
[72]. Diversas actitudes de los filósofos ante el dinero, en algunos ya conocida: Aristóteles lo ganó como preceptor de Alejandro, Demócrito lo menospreció (cf. Providencia 6, 2). En cuanto a Platón, parece que le pidió un préstamo a su amigo Dión para costear unos espectáculos (cf. Diógenes Laercio, III 3); la misma fuente nos informa de que Epicuro lo malgastaba en comida (cf. X 7).
[73]. Alude a la sabida acusación de corruptor de los jóvenes que acudían a oír sus enseñanzas, como Alcibíades, su discípulo predilecto (luego personaje relevante en la política ateniense de la segunda mitad del s. V a. C.), o Fedro de Mirrinunte, de quien apenas se conocen más datos que los extraídos de los diálogos platónicos en que interviene, sobre todo del que lleva su nombre.
[75]. Recuerda Séneca en esta introducción a Salustio, concretamente el comienzo también de la Guerra de Jugurta: el filósofo rinde así homenaje a un autor con quien tenía afinidades de estilo y de pensamiento (cf. E. Pasoli, «Le prefazione...», art. cit. en Introducción n. 54; A. Borgo, «Allusione e tecnica citazionale in Seneca (brev. 1, 1; Sall. Iug. 1, 1)», Vichiana 18 (1989), 45-51). Sobre Paulino, cf. Introducción, n. 46.
[76]. Cf. Hipócrates, Aforismos I 1. Al parecer, ya Anaxágoras, Empédocles y Demócrito se habían expresado de forma similar, cf. Cicerón, Segundas Académicas I 12.
[77]. Séneca adjudica a Aristóteles unas palabras que son de su discípulo Teofrasto, según testimonia Cicerón, Tusculanas III 69.
[78]. No constituye verso esta frase; tampoco se halla nada parecido ni en Virgilio ni en Homero, únicos que pueden ser considerados cada uno el mayor poeta en su lengua (de hecho, Séneca aplica a Virgilio este calificativo luego en 9, 2). Por ello, algunos creen que Séneca parafraseó un pasaje de Homero (cf. Q. Cataudella, «Maximus poetarum», Stud. Ital. Filol. Class. 27-28 (1956), 75-82) o de Virgilio (cf. G. Mazzoli, «Maximus poetarum», Athenaeum 40 (1962), 142-156; A. Primmer, «Das Dichterzitat in Sen. dial 10, 2, 2», Wien. Stud. 19 (1985), 151-157). Pero sin duda el filósofo atribuye a uno de los dos un fragmento borrosamente recordado de algún otro poeta, que podría ser Simónides (cf. H. Dahl-Mann, «Drei Bemerkungen zu Seneca, De brevitate vitae», Hermes (1941), 100-106), Menandro (cf. A. Garzya, «Varia philologa, III, 2: Sen. Brev. vit. II, 2», Maia (1960), 47-50; A. Setaioli, «Maximus poetarum (Sen. Brev. 2, 2)», Gior. Ital. Filol. 37 (1985), 161-200) o Ennio (cf. S. Koster, «Maximus poetarum (Sen. dial. 10, 2, 2)», Rhein. Mus. 121 (1978), 303-310), que podría haber imitado incluso a Eurípides (cf. E. Bickel, «Das Ennius-Zitat aus Euripides bei Seneca, De brev. vitae II, 2, und der Topos des nekrÕj b…oj in der Antike», Rhein. Mus. 94 (1951), 242-249).
[79]. Más por estrategia que por ansia de ocio, Augusto insinuó por dos veces su intención de renunciar al poder y reimplantar la república (cf. Suetonio, Augusto 28, 1-2), lo que, evidentemente, no hizo; sí rechazó, en cambio, cargos extraordinarios, como la dictadura o el consulado vitalicio, o bien otros que se le proponían por encima de las costumbres o del derecho (cf. [Augusto], Hechos del divino Augusto 5-6; 10; Tácito, Anales I 9; Suetonio, ibid. 52).
[80]. Augusto remató la guerra civil entre su tío-abuelo y padre adoptivo, Julio César, y Pompeyo, ambos ya muertos, y entabló otra contra Marco Antonio, con quien compartía poder en el segundo triunvirato. Además, condenó al destierro a su única hija, Julia, y a Póstumo y Julia, sus nietos. De estas tribulaciones y otras hace Séneca a continuación un rápido resumen.
[81]. Distintos escenarios de la guerra civil: en la llanura de Filipos, ciudad de Macedonia, Augusto y Marco Antonio, aún aliados, deshicieron el ejército de Bruto y Casio, asesinos de César (año 42 a. C.); de Sicilia se había apoderado Sexto Pompeyo, hijo del Grande; fue reducido por el lugarteniente y yerno de Augusto, Agripa, tras larga guerra (del 42 al 36 a. C.). Por último, el enfrentamiento entre el futuro emperador y Marco Antonio culminó con la batalla naval de Accio (31 a. C.) frente a las costas de Grecia. Antonio, derrotado, se refugió en Alejandría, capital de Egipto; pasado el invierno, Augusto asedió y rindió a su antiguo aliado con una flota que se había dirigido a Egipto costeando Asia y Siria (cf. Suetonio, Augusto 17, 6). No fueron estas últimas, pues, propiamente campo de batallas civiles; en cambio, Séneca no menciona la de Módena (43 a. C.), contra Antonio antes de su alianza, ni la de Perusa (40 a. C.), contra Lucio Antonio, hermano del triunviro (cf. Suetonio, ibid. 9; 14-15).
[82]. Los Alpes centrales fueron definitivamente conquistados durante la campaña del año 14 a. C., a cargo de Tiberio y Druso, hijastros de Augusto; los Alpes marítimos, al año siguiente, con lo que los belicosos pueblos de la zona quedaron, de costa a costa, sometidos a Roma (cf. CIL V, 7817; Plinio, III 136-137, donde transcribe el texto de dicha inscripción).
[83]. Continúa Séneca refiriéndose a la política de pacificación del imperio y consolidación de sus fronteras que Augusto realizó en varias campañas dirigidas personalmente o bajo sus auspicios: en Iliria y Dalmacia del año 35 al 34 a. C., contra ástures y cántabros (27-19 a. C.), en el primer caso y que Séneca no menciona; sí otras sin intervención directa de Augusto, citando los grandes ríos fronterizos: el Rin con los germanos, el Danubio con los dacios, el Éufrates con los partos.
[84]. Augusto sofocó durante su largo gobierno numerosas conjuras contra su persona (cf. Suetonio, Augusto 19, donde, además de los cuatro conspiradores nombrados por Séneca, menciona otros cinco). En el año 22 a. C. se descubrió una confusa trama, al parecer dirigida por Murena asociado con Fabio Cepión (la identidad de este Murena ya es problemática: Suetonio, loc. cit., lo llama Varrón Murena; Veleyo Patérculo, II 91, Lucio Murena; Estrabón, XIV 670, y Dion Casio, LIV 3, 4, solo Murena). Lépido, su antiguo colega, se hizo fuerte en Sicilia y se le enfrentó por su posesión; fue derrotado y definitivamente relegado, aunque perdonado (cf. Veleyo Patérculo, II 80, 1-2; Apiano, Guerras civiles 123-126; 131). Su hijo, igualmente llamado Marco Emilio Lépido, intentó vengarlo, pero fue ejecutado (cf. Dion Casio, LIV 15, 1-3). Sobre Marco Egnacio Rufo, también conspirador ejecutado, cf. Veleyo Patérculo, II 91-92.
[85]. Julia se casó tres veces, siempre por imposición paterna; la última con Tiberio, que la odiaba por eso (cf. Suetonio, Tiberio 7); Julia escapaba de los sinsabores de su matrimonio con amores adúlteros, sin recatarse, aunque el escándalo no llegó a conocimiento de Augusto hasta el año 2 a. C. (cf. Dion Casio, LIV 10), cuando contaba él 61 años de edad.
[86]. Junto con Julia fueron condenados nueve de sus amantes, ocho de ellos al destierro y uno a muerte. No parece casual que este fuera precisamente Julo Antonio, hijo del triunviro, sino que hubo razones, por así decir, políticas (cf. Dion Casio, loc. cit. en n. anterior), a las que alude Séneca evocando a la pareja, tan peligrosa para Augusto, que formaron Cleopatra y Marco Antonio.
[87]. Catilina y Clodio, adversarios a todas luces de Cicerón; los dos triunviros, Pompeyo y Craso, mantuvieron una ambigua relación con él: el segundo fue sospechoso de complicidad en la conjuración de Catilina, aunque él afirmaba que tales acusaciones las urdía el propio Cicerón (cf. Salustio, Conjuración de Catilina 17, 7; 48, 4-9). Pompeyo, a pesar de haber recibido el apoyo del orador con su discurso Sobre la ley Manilla para que se le encomendara el mando en la guerra contra Mitridates, a su regreso triunfal y una vez triunviro consintió que Clodio desterrara a Cicerón.
[88]. Por Cicerón mismo el primero, en su poema perdido Sobre su consulado (cf. Bardon, Littérature..., I, pág. 367), del que se conservan algunos versos.
[89]. Tito Pomponio Ático, amigo y banquero de Cicerón y, durante veinticuatro años, destinatario de las cartas más espontáneas y sinceras del orador. Entre las conservadas no se halla este párrafo que cita Séneca (frag. 10.6 en la ed. Watt) donde Cicerón se llama a sí mismo semiliber. La explicación, para Séneca, es clara: Cicerón no alcanzó la sabiduría ni la plena libertad porque no supo desvincularse de la política (cf. P. Grimal, «Sénèque juge de Cicéron», Mél. Écol. Fran. Rome 96 (1984), 655-670).
[90]. Tras la muerte de Gneo Pompeyo el año 48 a. C., su hijo, llamado igualmente Gneo, ocupó las Baleares y se hizo fuerte en la península, hasta que fue derrotado por César en Munda (45 a. C.) y asesinado después de la batalla; en ella intervino también su hermano Sexto, que escapó con vida.
[91]. Antigua ciudad del Lacio, en los montes Albanos. Allí tuvo Cicerón una villa (había pertenecido antes al dictador Sila) donde se refugió en noviembre del año 47, tras obtener el perdón de César. Para entretener su retiro forzoso del foro, abrió una especie de escuela de retórica y filosofía (cf. Cartas a los familiares IX 18, 1-2), de cuyos debates salieron las Disputationes Tusculanae tantas veces citadas en estas notas.
[92]. Séneca confunde a Marco Livio Druso, tribuno de la plebe en el año 91 a. C., con su padre, igual llamado y tribuno también de la plebe, en el 122 junto con Gayo Graco, a cuyas leyes reformistas se opuso con métodos demagógicos a fin de arruinar su popularidad (y lo consiguió: Gayo murió, como antes su hermano Tiberio, alzado en armas contra el senado). Curiosamente, Séneca, en otra obra (Marcia 16, 4), distingue con claridad al padre del hijo, a quien, además, juzga muy distintamente («nobilísimo joven» lo llama; cf. otra opinión favorable en Plutarco, Catón el Joven 1, 2, que lo menciona como tío y tutor que fue de Catón), alabando su afán reformador en la línea de los Gracos. En efecto, cuando Livio Druso accedió al tribunado, logró la aprobación de varias leyes; la más conflictiva, la rogatio Liuia, que otorgaba a todos los itálicos la ciudadanía romana, cumpliendo con una antigua aspiración de los pueblos aliados (socii) de Roma. Pero el senado la abolió y los decepcionados socii se revolvieron contra su antigua aliada (la Guerra Social, del 91 al 89 a. C.).
[93]. La toga característica de los magistrados era también obligatoria en los jóvenes hasta que eran declarados adultos y ciudadanos de pleno derecho, hacia los diecisiete años, en una ceremonia señalada en la que cambiaban su pretexta por la toga viril, sin adorno ninguno.
[94]. Por el contrario, Séneca, en el loc. cit. en n. 18, lamenta que su muerte, ocurrida antes de concluir el año de su tribunado, dejara truncados tantos proyectos de leyes, y tampoco se plantea la posibilidad del suicidio, sino que la achaca a un anónimo homicida. Según Cicerón, Sobre la naturaleza de los dioses III 82, el asesino fue un tal Quinto Vario, tribuno al siguiente año.
[95]. Empleados en apoyar su candidatura y colaborar en la campaña electoral (cf. n. 52).
[96]. No tan solo parientes; se refiere sobre todo a los heredipetae, cazadores profesionales de herencias que, con artimañas y lisonjas, lograban hacerse legar la fortuna de los ancianos ricos sin herederos (cf. Firmeza 6, I; 9, 2; Ira III 34, 2). Séneca, como otros, ridiculiza este despreciable oficio (cf. Sobre los beneficios VI 38, 4; Horacio, Sátiras II 5; Petronio, 140-141; Juvenal, 1, 37-41; 12, 93-130), pero no hay que olvidar que él mismo fue acusado de dirigir una extensa red de captatores testamenti.
[97]. Después de haber salido elegido magistrado con imperium, simbolizado por los haces, se le hace largo el año que dura su cargo.
[98]. Durante la república algunas magistraturas incluían entre las obligaciones propias la organización de ciertos juegos. Prácticamente todos los gastos corrían por cuenta del magistrado, que se esforzaba por ofrecer un espectáculo cuya magnificencia acrecentara su popularidad (cf. 13, 6). Aunque en el imperio la adjudicación de los juegos se hacía por sorteo, seguía siendo un encargo apetecido en principio por el prestigio que podía proporcionar.
[99]. Séneca se complace en recomendar esta norma de vida, cf. Epístolas 12, 8; 101, 10.
[100]. En latín, multum iactatus; es inevitable recordar el verso tercero de la Eneida, multum ille et terris iactatus et alto: Eneas es un ejemplo preclaro de héroe «zarandeado mucho».
[101]. Esta cita de Virgilio, Geórgicas III 66-67 en parte, la repite el filósofo, más completa, en Epístolas 108, 24 (vv. 66-68) y la glosa más prolijamente, pero, como aquí, insiste en la idea de recibir las palabras del poeta como un oráculo (cf. 2, 2, y n. 4; ahora no lo llama con el helenismo poeta, sino con la antigua palabra uates, cuyo significado incluye al poeta y al profeta).
[102]. Papirio Fabiano fue maestro muy recordado de Séneca (vuelve a hacerlo en 13, 9, y más veces en otros escritos). Sus máximas, como esta que cita Séneca, le ganaban la admiración de la gente (cf. Séneca el Viejo, Controversias II pref., 1-3), pero no su dinero: era un auténtico filósofo, sin afán de lucro, no uno de esos que hacían de la filosofía un medio de vida y alquilaban sus consejos o abrían una escuela, donde dictaban por dinero sus lecciones sentados en la silla especial del magister, la cathedra; por eso Séneca los llama despectivamente philosophi cathedrarii.
[103]. Séneca incluye en su sistema moral esta teoría epicúrea, sin contradecirla nunca ni modificarla, como otras: «Nada es seguro si no es lo que ya ha pasado» (cf. Marcia 22, 1).
[104]. Según algunos hay aquí una alusión al tonel agujereado que las cuarenta y nueve Danaides están en los infiernos intentando llenar eternamente: el agua que echan dentro se escapa al instante por las grietas. Esta condena les fue impuesta por haber matado en la noche de bodas a sus maridos, primos suyos; Dánao había casado a sus cincuenta hijas con los cincuenta hijos de su hermano Egipto pero, temeroso de sus parientes, había regalado a cada una una daga para que degollara a su esposo. Solo Hipermestra lo desobedeció y Linceo, que se salvó, vengó a sus hermanos quitando la vida a Dánao y a sus hijas.
[105]. El lugar donde se iban a vender al mejor postor los bienes confiscados a deudores morosos, condenados y proscritos quedaba marcado con una lanza (hasta) hincada en tierra, símbolo de la propiedad del pueblo romano. Los licitantes en estas ventas sub hasta estaban muy mal considerados (cf. Cicerón, Filípicas II 64).
[106]. Del griego k¯érōma, una pasta de cera y aceite (cf. Plinio, XXIX 26) que se untaban los luchadores para dificultar la presa del adversario; designaba también el lugar destinado a la práctica de la lucha y otras actividades similares (cf. Plinio, XXX 5). En época de Séneca era un helenismo muy reciente; empleándolo, el filósofo hace más evidente la influencia griega en la difusión de ciertas prácticas homosexuales en Roma; no habría conseguido este efecto si se hubiera servido de otros términos, también griegos, pero ya de tiempo arraigados en latín, como palaestra o gymnasium (de gymnós, «desnudo»: así se practicaban la lucha y el ejercicio físico en general).
[107]. Séneca la emprende ahora con los homosexuales, pero solo en cuanto que malgastan su tiempo mirando a los atletas jóvenes y cuidando exageradamente su aspecto y el de sus esclavos de placer (los exoleti, con frecuencia eunucos, cf. Providencia 3, 13; Ira 121, 3), a los que agrupan, además, por edades y razas (por no mezclar, sobre todo, tipos distintos de cabellos, cf. Epístolas 92, 24). No critica aquí las prácticas pederásticas (aunque insinúa su opinión: «desdichados muchachitos» dice más abajo) ni la homosexualidad en sí misma, como hace en otras ocasiones (cf. E. Conde Guerri, La sociedad romana en Séneca, Murcia, 1979, págs. 316-333).
[108]. Para aliviar la tarea o las preocupaciones musitando una canción, como dice con palabras muy parecidas a las de Séneca el astrólogo Manilio, V 335-336; sobre la costumbre de chasquear los dedos para medir el ritmo de versos y canciones, cf. Quintiliano, IX 4, 51.
[109]. La ironía es evidente: los mimos, piezas teatrales al principio llenos de comicidad crítica, habían degenerado en farsas esperpénticas y obscenas; pero a pesar de su crudo y exagerado realismo, dice Séneca, se han descuidado y no están a la altura de la realidad del día.
[110]. Estaba ciertamente extendida la obsesión por conocer minucias intrascendentes hasta extremos ridículos, sobre todo pormenores perdidos en los mitos o en los comentaristas (cf. Suetonio, Tiberio 70, 3; Juvenal, 7, 229-236; Aulo Gelio, XIV 6), aunque los romanos, siempre más realistas y prácticos, al menos se afanaban, como se va a ver, mucho también por la historia en sus detalles microscópicos.
[111]. Sobre las dos epopeyas a Séneca le parecían tan banales como la cuestión de los remeros de Ulises, otras que modernamente consideran fundamentales los especialistas, a saber, la cronología y el problema de la autoría, tan esencial que constituye la cuestión homérica por excelencia.
[112]. En el año 260 a. C., frente a las costas de Sicilia y contra los cartagineses (cf. CIL I2 25) Duilio logró la primera victoria de la flota romana gracias a convertir la batalla naval en una prácticamente terrestre mediante unos artilugios llamados «cuervos» que inmovilizaban las naves enemigas (cf. Polibio, I 22-23).
[113]. En el año 275 a. C. Manio Curio Dentato (cf. Vida feliz, n. 48) hizo desfilar en su triunfo sobre Pirro los elefantes que le había arrebatado en combate. Plinio, VII 139, sin embargo, afirma que fue Lucio Cecilio Metelo el primero en exhibir elefantes en un triunfo.
[114]. Hijo de Apio Claudio el Ciego (cf. Providencia, n. 30). Fue cónsul en el año 264 a. C. y como tal comandó una escuadra con la que expulsó a los cartagineses de Sicilia (cf. Suetonio, Tiberio 2, 1). Es de notar cómo Séneca pone también de su propia cosecha, ni siquiera bajo capa de discurso ajeno, unos detalles etimológicos e históricos dignos de esos eruditos en nimiedades que critica.
[115]. Manio Valerio Corvino Máximo añadió a sus dos cognomina un tercero, Mesala, corrupción según Séneca (y Macrobio, Saturnales I 6, 26), de Mesana, el nombre de la ciudad siciliana (hoy Mesina) tomada por él durante la campaña de Claudio Cáudex; fue cónsul al año siguiente y aparece en las listas con el nombre de M. Máximo Mesala.
[116]. Sila presentó este novedoso espectáculo durante su pretura en el año 93 a. C. (cf. Plinio, VIII 53); participaron arqueros mauritanos, habituados a cazar leones, mandados por su rey, Boco, que conocía a Sila desde que este era lugarteniente de Mario y había tratado largamente con él el destino de su yerno Jugurta, al que finalmente capturó a traición y entregó a Mario (cf. Salustio, Guerra de Jugurta 102-113).
[117]. Esta contienda entre elefantes y lanceros originarios de Getulia tuvo lugar durante el segundo consulado de Pompeyo (año 55 a. C.), pero no fue del agrado del público (cf. Cicerón, Cartas a los familiares VII 1, 3; Plinio, VIII 20-21).
[118]. Mediada la primera guerra púnica, en el año 250 a. C., el cónsul Lucio Cecilio Metelo obtuvo en Panormo una aplastante victoria sobre los cartagineses, capturándoles además una enorme cantidad de elefantes (casi un centenar, según Floro, I 18, 29-30; cf. Plinio, loc. cit. en n. 39).
[119]. El pomerium es una franja de terreno sagrado a ambos lados de la muralla de una ciudad y marca sus límites; todo ello según el ritual etrusco de la fundación (cf. Varrón, Sobre la lengua latina V 143) observado en numerosos asentamientos en el Lacio, Roma entre ellos. Ensanchar el pomerio de la ciudad era prerrogativa de quienes con sus conquistas habían extendido los límites del imperio; Sila hizo uso de este derecho, pero después de él Julio César (cf. Aulo Gelio, XIII 14) y también Augusto (cf. Tácito, Anales XII 23, 2).
[120]. Para la cronología de este diálogo sí es útil el detalle, cf. Introducción II 1.
[121]. Comúnmente se creía que la retirada había sido al Monte Sacro, una colina al otro lado del Anio, y no al Aventino, como quería una variante mucho más minoritaria de la tradición (cf. Tito Livio, II 32, 2-3).
[122]. Rómulo y Remo porfiaban por ser el que fundara ritualmente la ciudad y reinara sobre ella; para decidir la cuestión resolvieron recibir por separado los auspicios: Remo, en el Aventino, vio pasar seis buitres, pero por el Palatino, donde estaba Rómulo, pasaron al poco doce; a pesar de las protestas de los partidarios de Remo, los auspicios eran claramente favorables a su hermano (cf. Tito Livio, I 6, 3-7, 2). Quizá por esto el Aventino no se incluyó en el perímetro hasta Claudio, cf. Aulo Gelio, XII 14.
[123]. El cinismo, renuente a las convenciones sociales, y el estoicismo, moralista y práctico, los presenta Séneca sin personalizar, al contrario de lo que hace con Epicuro y su ataraxía, con Carnéades y su escepticismo (ponía en duda la posibilidad de la certidumbre, e incluso la existencia misma de los dioses), con Sócrates y la mayéutica.
[124]. Porque el patronus solía corresponder al saludo matinal de sus clientes con un obsequio en especie o en metálico, llamado sportula, «cestilla», pues se distribuía en pequeñas canastas.
[125]. Fue Jerjes quien, antes de cruzar el Helesponto y a la vista de sus inmensas tropas desplegadas por tierra y por mar (Séneca olvida mencionar la flota persa), se entristeció, sin embargo, y lloró por la razón que dice Séneca (cf. Heródoto, VII 44-46, 2).
[126]. En latín el término suffragator tiene un significado más restringido que el castellano «elector»; quizá «partidario» fuera mejor traducción, pero seguiría faltando el matiz esencial: no se trata de un votante que meramente ha tomado partido por uno de los candidatos, sino, sobre todo, que hace campaña activa a su favor.
[127]. La sandalia que menciona Séneca es la militar, caliga, que calzaban principalmente los soldados sin posibles (cf. Plinio, VIII 135). No parece que con esto Séneca pretenda aludir a los orígenes humildes de Gayo Mario (cf. Plutarco, Mario 3, 1; Salustio, Guerra de Jugurta 63, 2-3), sino simplemente a su condición de militar, que lo fue prestigioso, como reformador del ejército y como estratega: acabó con Jugurta (cf. n. 45), con los teutones y los cimbrios; intervino en la Guerra Social (cf. n. 18 al final) y por último emprendió una civil contra Sila. Fue elegido por el pueblo romano cónsul en cinco ocasiones, incluso alguna que otra en contra de la ley, para que pudiera comandar las legiones; en su sexto consulado se dedicó solo a la política, para la que se demostró incapaz, dejándose manejar por los demagogos (cf. Plutarco, loc. cit. 28-30, 1). Aún fue cónsul una séptima vez, pero murió a los pocos días de su elección.
[128]. Lucio Quincio Cincinato fue designado dictador en el año 458 a. C., para dirigir la guerra contra los sabinos aliados con los ecuos y los volscos. Cuando le notificaron el nombramiento estaba arando su campo (cf. Tito Livio, III 26). La anécdota, embellecida con detalles legendarios, es muy citada en cada ocasión en que quieren los autores moralistas resaltar la austeridad de las costumbres en la primitiva Roma (cf. p. ej. Persio, 1 73-75).
[129]. En esta breve biografía de Publio Cornelio Escipión Africano alude Séneca al hecho de que inició su cursus honorum antes de la edad requerida, fue nombrado procónsul en contra de las normas y, finalmente, cónsul el año 205 a. C., a los treinta de edad. Su consulado se prorrogó hasta la batalla de Zama (año 202), pero rehusó ser nombrado cónsul vitalicio y otros honores que se le proponían, tan extraordinarios como poner su busto en el interior del templo de Júpiter (cf. Tito Livio, XXXVII 12, 12-13). Su hermano Lucio Cornelio Escipión fue cónsul en el 190 y se ganó el cognomen de Asiático por su campaña en Asia; pero fue en realidad el Africano, que lo había acompañado como legado, el artífice de la demoledora victoria sobre Antíoco 111 el Grande en Magnesia (año 189). Ya de vuelta a Roma, los dos Escipiones fueron acusados por sus enemigos de apropiación indebida: Lucio, pese a la resuelta oposición de su hermano, fue condenado (cf. Tito Livio, XXXVIII 54-56; también Polibio 14, 4); Publio, despechado, se retiró a sus posesiones de Liternum, en la Campania, y no regresó más a Roma, donde ni siquiera quiso ser enterrado (cf. Valerio Máximo, V 3, 2).
[130]. Esto es, el trigo que envían como impuesto en especie las provincias llamadas frumentarias y se proporciona gratuitamente a la plebe. Paulino, como prefecto de la anona (cf. Introducción, n. 47), no ha de cuadrar cuentas solo: sus demás deberes los desglosa Séneca más abajo (19, I).
[131]. De nuevo saca Séneca a escena a Calígula: bien por emular la desmesura de Jerjes, rey de los persas, bien por cumplir el imposible de atravesar el golfo de Bayas a caballo, unió esta ciudad con Putéolos (actual Puzzoli) mediante un puente tendido sobre naves de carga ancladas en doble hilera (cf. Suetonio, Calígula 19). Séneca da a entender que el abastecimiento de trigo quedó interrumpido, con el consiguiente descontento popular, a pique de la revuelta.
[132]. Gradación con remate duramente irónico: lo peor que podían esperar los prefectos era enfrentarse a Calígula (la mera visión de su rostro constituía el más terrible tormento, cf. la gradación similar de Ira III 19, I).
[133]. Tanto la anécdota como su protagonista nos son desconocidos; ahora bien, cabe sospechar un error en la transcripción del nombre, bien por parte del propio Séneca (caso que no es impensable), bien de los copistas, con lo que el personaje podría identificarse con Gayo Turanio o Turranio (cf. Castillo, Onomasticon..., pág. 94), como Paulino y antes que él, prefecto de la anona, lo que hace más oportuno el ejemplo (cf. Dahlmann «Drei Bemerkungen...», art. cit. en n. 4); es mencionado, sin más, por Tácito, Anales I 7; XI 31.
[74]. Sin solución de continuidad los manuscritos prosiguen con el texto de Ocio; la división correcta quedó establecida ya desde la primera edición de Lipsio; es irrelevante la polémica un tanto bizantina sobre a cuál de los dos diálogos pertenecía la palabra cuya sílaba inicial (cir) está conservada entre ambos, cf. Reynolds, L. Annaei..., pág. 197.