La Muerte de Iván Ilich

6

6

Ivan Ilich vio que se moría y su desesperación era continua. En el

fondo de su ser sabía que se estaba muriendo, pero no sólo no se

habituaba a esa idea, sino que sencillamente no la comprendía ni podía

comprenderla.

El silogismo aprendido en la Lógica de Kiezewetter: «Cayo es un ser

humano, los seres humanos son mortales, por consiguiente Cayo es

mortal», le había parecido legítimo únicamente con relación a Cayo, pero

de ninguna manera con relación a sí mismo. Que Cayo —ser humano en

abstracto fuese mortal le parecía enteramente justo; pero él no era

Cayo, ni era un hombre abstracto, sino un hombre concreto, una criatura

distinta de todas las demás: él había sido el pequeño Vanya para su papá

y su mamá, para Mitya y Volodya, para sus juguetes, para el cochero y

la niñera, y más tarde para Katenka, con todas las alegrías y tristezas y todos los entusiasmos de la infancia, la adolescencia y la juventud.

¿Acaso Cayo sabía algo del olor de la pelota de cuero de rayas que tanto

gustaba a Vanya? ¿Acaso Cayo besaba de esa manera la mano de su madre?

¿Acaso el frufrú del vestido de seda de ella le sonaba a Cayo de ese

modo? ¿Acaso se había rebelado éste contra las empanadillas que servían

en la facultad? ¿Acaso Cayo se había enamorado así?

¿Acaso Cayo podía presidir una sesión como él la presidía?

Cayo era efectivamente mortal y era justo que muriese, pero «en mi

caso —se decía—, en el caso de Vanya, de Ivan Ilich, con todas mis ideas

y emociones, la cosa es bien distinta. y no es posible que tenga que

morirme. Eso sería demasiado horrible».

Así se lo figuraba. «Si tuviera que morir como Cayo, habría sabido

que así sería; una voz interior me lo habría dicho; pero nada de eso me

ha ocurrido. Y tanto yo como mis amigos entendimos que nuestro caso no

tenía nada que ver con el de Cayo. ¡Y ahora se presenta esto! —se dijo—.

¡No puede ser! ¡No puede ser, pero es! ¿Cómo es posible? ¿Cómo

entenderlo?»

Y no podía entenderlo. Trató de ahuyentar aquel pensamiento falso,

inicuo, morboso, y poner en su lugar otros pensamientos saludables y

correctos. Pero aquel pensamiento —y más que pensamiento la realidad

misma volvía una vez tras otra y se encaraba con él.

Y para desplazar ese pensamiento convocó toda una serie de otros, con

la esperanza de encontrar apoyo en ellos. Intentó volver al curso de

pensamientos que anteriormente le habían protegido contra la idea de la

muero t e. Pero —cosa rara— todo lo que antes le había servido de

escudo, todo cuanto le había ocultado, suprimido, la conciencia de la

muerte, no producía ahora efecto alguno. Últimamente Ivan Ilich pasaba

gran parte del tiempo en estas tentativas de reconstituir el curso

previo de los pensamientos que le protegían de la muerte. A veces se

decía: «Volveré a mi trabajo, porque al fin y al cabo vivía de él.» Y

apartando de sí toda duda, iba al juzgado, entablaba conversación con

sus colegas y, según costumbre, se sentaba distraído, contemplaba

meditabundo a la multitud, apoyaba los enflaquecidos brazos en los del

sillón de roble, y, recogiendo algunos papeles, se inclinaba hacia un

colega, también según costumbre, murmuraba algunas palabras con él, y

luego, levantando los ojos e irguiéndose en el sillón, pronunciaba las

consabidas palabras y daba por abierta la sesión. Pero de pronto, en

medio de ésta, su dolor de costado, sin hacer caso en qué punto se

hallaba la sesión, iniciaba su propia labor corrosiva. Ivan Ilich

concentraba su atención en ese dolor y trataba de apartarlo de sí, pero

el dolor proseguía su labor, aparecía, se levantaba ante él y le miraba.

Y él quedaba petrificado, se le nublaba la luz de los ojos, y comenzaba

de nuevo a preguntarse:

«¿Pero es que sólo este dolor es verdad?» y sus colegas y

subordinados veían con sorpresa y amargura que él, juez brillante y

sutil, se embrollaba y equivocaba. Él se estremecía, procuraba volver en

su acuerdo,

llegar de algún modo al final de la sesión y volverse a casa con la

triste convicción de que sus funciones judiciales ya no podían

ocultarle, como antes ocurría, lo que él quería ocultar; que esas

labores no podían librarle de aquello. y lo peor de todo era que aquello

atraía su atención hacia sí, no para que él tomase alguna medida, sino

sólo para que él lo mirase fijamente, cara a cara, lo mirase sin hacer

nada y sufriese lo indecible.

Y para librarse de esa situación, Ivan Ilich buscaba consuelo

ocultándose tras otras pantallas, y, en efecto, halló nuevas pantallas

que durante breve tiempo parecían salvarle, pero que muy pronto se

vinieron abajo o, mejor dicho, se tomaron transparentes, como si aquello

las penetrase y nada pudiese ponerle coto.

En estos últimos tiempos solía entrar en la sala que él mismo había

arreglado —la sala en que había tenido la caída y a cuyo

acondicionamiento—, ¡qué amargamente ridículo era pensarlo! —había

sacrificado su vida, porque él sabía que su dolencia había empezado con

aquel golpe. Entraba y veía que algo había hecho un rasguño en la

superficie barnizada de la mesa. Buscó la causa y encontró que era el

borde retorcido del adorno de bronce de un álbum. Cogía el costoso

álbum, que él mismo había ordenado pulcramente, y se enojaba por .la

negligencia de su hija y los amigos de ésta —bien porque el álbum estaba

roto por varios sitios o bien porque las fotografías estaban del revés.

Volvía a arreglarlas debidamente y a enderezar el borde del adorno.

Luego se le ocurría colocar todas esas cosas en otro rincón de la

habitación, junto a las plantas. Llamaba a un criado, pero quienes

venían en su ayuda eran su hija o su esposa. Éstas no estaban de

acuerdo, le contradecían, y él discutía con ellas y se enfadaba. Pero

eso estaba bien, porque mientras tanto no se acordaba de aquello,

aquello era invisible.

Pero cuando él mismo movía algo su mujer le decía: «Deja que lo hagan

los criados. Te vas a hacer daño otra vez.» y de pronto aquello

aparecía a través de la pantalla y él lo veía. Era una aparición

momentánea y él esperaba que se esfumara, pero sin querer prestaba

atención a su costado. «Está ahí continuamente, royendo como siempre.» y

ya no podía olvidarse de aquello, que le miraba abiertamente desde

detrás de las plantas. ¿A qué venía todo eso? «y es cierto que fue aquí,

por causa de esta cortina, donde perdí la vida, como en el asalto a una

fortaleza.

¿De veras? ¡Qué horrible y qué estúpido! ¡No puede ser verdad! ¡No

puede serlo, pero lo es!» Fue a su despacho, se acostó y una vez más se

quedó solo con aquello: de cara a cara con aquello. Y no había nada que

hacer, salvo mirado y temblar.

Download Newt

Take La Muerte de Iván Ilich with you