La Muerte de Iván Ilich

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Todos disfrutaban de buena salud, porque no podía llamarse

indisposición el que Ivan Ilich dijera a veces que tenía un raro sabor

de boca y un ligero malestar en el lado izquierdo del estómago.

Pero aconteció que ese malestar fue en aumento y, aunque todavía no

era dolor, sí era una continua sensación de pesadez en ese lado,

acompañada de mal humor. El mal humor, a su vez, fue creciendo y empezó a

menoscabar la existencia agradable, cómoda y decorosa de la familia

Golovin. Las disputas entre marido y mujer iban siendo cada vez más

frecuentes, y pronto dieron al traste con el desahogo y deleite de esa

vida. Aun el decoro mismo sólo a duras penas pudo mantenerse. Menudearon

de nuevo los dimes y diretes. Sólo quedaban, aunque cada vez más raros,

algunos islotes en que marido y mujer podían juntarse sin dar ocasión a

un estallido.

Y Praskovya Fyodorovna se quejaba ahora, y no sin fundamento, de que su marido tenía muy mal genio.

Con su típica propensión a exagerar las cosas decía que él había

tenido siempre ese genio horrible y que sólo la buena índole de ella

había podido aguantado veinte años. Cierto que quien iniciaba ahora las

disputas era él, siempre al comienzo de la comida, a menudo cuando

empezaba a tomar la sopa. A veces notaba que algún plato estaba

descantillado, o que un manjar no estaba en su punto, o que su hijo

ponía los codos en la mesa, o que el peinado de su hija no estaba como

debía. y de todo ello echaba la culpa a Praskovya Fyodorovna. Al

principio ella le contradecía y le contestaba con acritud, pero una o

dos veces, al principio de la comida, Ivan Ilich se encolerizó a tal

punto que ella, comprendiendo que se trataba de un estado morboso

provocado por la toma de alimentos, se contuvo; no contestó, sino que se

apresuró a terminar de comer, considerando que su moderación tenía

muchísimo mérito. Habiendo llegado a la conclusión de que Ivan Ilich

tenía un genio atroz y era la causa de su infortunio, empezó a

compadecerse de sí misma; y cuanto más se compadecía, más odiaba a su

marido. Empezó a desear que muriera, a la vez que no quería su muerte

porque en tal caso cesaría su sueldo; y ello aumentaba su irritación

contra él. Se consideraba terriblemente desgraciada porque ni siquiera

la muerte de él podía salvada, y aunque disimulaba su irritación, ese

disimulo acentuaba aún más la irritación de él.

Después de una escena en la que Ivan Ilich se mostró sobremanera

injusto y tras la cual, por vía de explicación, dijo que, en efecto,

estaba irritado, pero que ello se debía a que estaba enfermo, ella le

dijo que, puesto que era así, tenía que ponerse en tratamiento, e

insistió en que fuera a ver a un médico famoso.

Y él así lo hizo. Todo sucedió como lo había esperado; todo sucedió

como siempre sucede. La espera, los aires de importancia que se daba el

médico —que le eran conocidos por parecerse tanto a los que él se daba

en el juzgado—, la palpación, la auscultación, las preguntas que exigían

respuestas conocidas de antemano y evidentemente innecesarias, el

semblante expresivo que parecía decir que «si usted, veamos, se somete a

nuestro tratamiento, lo arreglaremos todo; sabemos perfecta e

indudablemente cómo arreglarlo todo, siempre y del mismo modo para

cualquier persona». Lo mismísimo que en el juzgado. El médico famoso se

daba ante él los mismos aires que él, en el tribunal, se daba ante un

acusado.

El médico dijo que tal—y—cual mostraba que el enfermo tenía

tal—y—cual; pero que si el reconocimiento de tal—y—cual no lo

confirmaba, entonces habría que suponer talo—cual. y que si se suponía

tal —o—cual, entonces..., etc. Para Ivan Ilich había sólo una pregunta

importante, a saber: ¿era grave su estado o no lo era? Pero el médico

esquivó esa indiscreta pregunta. Desde su punto de vista era una

pregunta ociosa que no admitía discusión; lo importante era decidir qué

era lo más probable: si riñón flotante, o catarro crónico o apendicitis.

No era cuestión de la vida o la muerte de Ivan Ilich, sino de si

aquello era un riñón flotante o una apendicitis. y esa cuestión la

decidió el médico de modo brillante —o así le pareció a Ivan Ilich a

favor de la apendicitis, a reserva de que si el examen de la orina daba

otros indicios habría que volver a considerar el caso. Todo ello era

cabalmente lo que el propio Ivan Ilich había hecho mil veces, y de modo

igualmente brillante, con los procesados ante el tribunal. El médico

resumió el caso de forma asimismo brillante, mirando al procesado

triunfalmente, incluso gozosamente, por encima de los lentes. Del

resumen del médico Ivan Ilich sacó la conclusión de que las cosas iban

mal, pero que al médico, y quizá a los demás, aquello les traía sin

cuidado, aunque para él era un asunto funesto. y tal conclusión afectó a

Ivan Ilich lamentablemente, suscitando en él un profundo sentimiento de

lástima hacia sí mismo y de profundo rencor por la indiferencia del

médico ante cuestión tan importante. Pero no dijo nada. Se levantó, puso

los honorarios del médico en la mesa y comentó suspirando:

—Probablemente nosotros los enfermos hacemos a menudo preguntas

indiscretas. Pero dígame: ¿esta enfermedad es, en general, peligrosa o

no?

El médico le miró severamente por encima de los lentes como para

decirle: «Procesado, si no se atiene usted a las preguntas que se le

hacen me veré obligado a expulsarle de la sala.»

—Ya le he dicho lo que considero necesario y conveniente. Veremos qué resulta de un análisis posterior — y el médico se inclinó.

Ivan Ilich salió despacio, se sentó angustiado en su trineo y volvió a

casa. Durante todo el camino no cesó de repasar mentalmente lo que

había dicho el médico, tratando de traducir esas palabras complicadas,

oscuras y científicas a un lenguaje sencillo y encontrar en ellas la

respuesta a la pregunta: ¿Es grave lo que tengo? ¿Es muy grave o no lo

es todavía? y le parecía que el sentido de lo dicho por el médico era

que la dolencia era muy grave. Todo lo que veía en las calles se le

antojaba triste: tristes eran los coches de punto, tristes las casas,

tristes los transeúntes, tristes las tiendas. El malestar que sentía,

ese malestar sordo que no cesaba un momento, le parecía haber cobrado un

nuevo y más grave significado a consecuencia de las oscuras palabras

del médico. Ivan Ilich lo observaba ahora con una nueva y opresiva

atención.

Llegó a casa y empezó a contar a su mujer lo ocurrido. Ella le

escuchaba, pero en medio del relato entró la hija con el sombrero

puesto, lista para salir con su madre. La chica se sentó a regañadientes

para oír la fastidiosa historia, pero no aguantó mucho. Su madre

tampoco le escuchó hasta el final.

—Pues bien, me alegro mucho —dijo la mujer—. Ahora pon mucho cuidado

en tomar la medicina con regularidad. Dame la receta y mandaré a Gerasim

a la botica —y fue a vestirse para salir.

«Bueno —se dijo él—. Quizá no sea nada al fin y al cabo.»

Comenzó a tomar la medicina y a seguir las instrucciones del médico,

que habían sido alteradas después del análisis de la orina. Pero he aquí

que surgió una confusión entre ese análisis y lo que debía seguir a

continuación. Fue imposible llegar hasta el médico y resultó, por

consiguiente, que no se hizo lo que le había dicho éste. O lo había

olvidado, o le había mentido u ocultado algo. Pero, en todo caso, Ivan

Ilich siguió cumpliendo las instrucciones y al principio obtuvo algún

alivio de ello.

La principal ocupación de Ivan Ilich desde su visita al médico fue el

cumplimiento puntual de las instrucciones de éste en lo tocante a

higiene y la toma de la medicina, así como la observación de su dolencia

y de todas las funciones de su organismo. Su interés principal se

centró en los padecimientos y la salud de otras personas. Cuando alguien

hablaba en su presencia de enfermedades, muertes, o curaciones,

especialmente cuando la enfermedad se asemejaba a la suya, escuchaba con

una atención que procuraba disimular, hacía preguntas y aplicaba lo que

oía a su propio caso.

No menguaba el dolor, pero Ivan Ilich se esforzaba por creer que

estaba mejor. y podía engañarse mientras no tuviera motivo de agitación.

Pero tan pronto como surgía un lance desagradable con su mujer o algún

fracaso en su trabajo oficial, o bien recibía malas cartas en el vint,

sentía al momento el peso entero de su dolencia. Anteriormente podía

sobrellevar esos reveses, esperando que pronto enderezaría lo torcido,

vencería los obstáculos, obtendría el éxito y ganaría todas las bazas en

la partida de cartas. Ahora, sin embargo, cada tropiezo le trastornaba y

le sumía en la desesperación. Se decía: «Hay que ver: ya iba

sintiéndome mejor, la medicina empezaba a surtir efecto, y ahora surge

este maldito infortunio, o este incidente desagradable...» y se

enfurecía contra ese infortunio o contra las personas que habían causado

el incidente desagradable y que le estaban matando, porque pensaba que

esa furia le mataba, pero no podía frenarla. Hubiérase podido creer que

se daría cuenta de que esa irritación contra las circunstancias y las

personas agravaría su enfermedad y que por lo tanto no debería hacer

caso de los incidentes desagradables; pero sacaba una conclusión

enteramente contraria: decía que necesitaba sosiego, vigilaba todo

cuanto pudiera estorbarlo y se irritaba ante la menor violación de ello.

Su estado empeoraba con la lectura de libros de medicina y la consulta

de médicos. Pero el empeoramiento era tan gradual que podía engañarse

cuando comparaba un día con otro, ya que la diferencia era muy leve.

Pero cuando consultaba a los médicos le parecía que empeoraba, e incluso

muy rápidamente. Y, ello no obstante, los consultaba continuamente.

Ese mes fue a ver a otro médico famoso, quien le dijo casi lo mismo

que el primero, pero a quien hizo preguntas de modo diferente. y la

consulta con ese otro célebre facultativo sólo aumentó la duda y el

espanto de Ivan Ilich. El amigo de un amigo suyo —un médico muy bueno

facilitó por su parte un diagnóstico totalmente diferente del de los

otros, y si bien pronosticó la curación, sus preguntas y suposiciones

desconcertaron aún más a Ivan Ilich e incrementaron sus dudas. Un

homeópata, a su vez, diagnosticó la enfermedad de otro modo y recetó un

medicamento que Ivan Ilich estuvo tomando en secreto durante ocho días,

al cabo de los cuales, sin experimentar mejoría alguna y habiendo

perdido la confianza en los tratamientos anteriores y en éste, se sintió

aún más deprimido. Un día una señora conocida suya le habló de la

eficacia curativa de unas imágenes sagradas. Ivan Ilich notó con

sorpresa que estaba escuchando atentamente y empezaba a creer en ello.

Ese incidente le amedrentó. «¿Pero es posible que esté ya tan débil de

la cabeza?» —se preguntó—. «jTonterías! Eso no es más que una bobada. No

debo ser tan aprensivo, y ya que he escogido a un médico tengo que

ajustarme estrictamente a su tratamiento. Eso es lo que haré. Punto

final. No volveré a pensar en ello y seguiré rigurosamente ese

tratamiento hasta el verano.

Luego ya veremos. De ahora en adelante nada de vacilaciones...» Fácil

era decirlo, pero imposible llevarlo a cabo. El dolor del costado le

atormentaba, parecía agravarse y llegó a ser incesante, el sabor de boca

se hizo cada vez más extraño. Le parecía que su aliento tenía un olor

repulsivo, a la vez que notaba pérdida de apetito y debilidad física.

Era imposible engañarse: algo terrible le estaba ocurriendo, algo nuevo y

más importante que lo más importante que hasta entonces había conocido

en su vida. Y él era el único que lo sabía; los que le rodeaban no lo

comprendían o no querían comprenderlo y creían que todo en este mundo

iba como de costumbre. Eso era lo que más atormentaba a Ivan Ilich. Veía

que las gentes de casa, especialmente su mujer y su hija —quienes se

movían en un verdadero torbellino de visitas no entendían nada de lo que

le pasaba y se enfadaban porque se mostraba tan deprimido y exigente,

como si él tuviera la culpa de ello. Aunque trataban de disimularlo, él

se daba cuenta de que era un estorbo para ellas y que su mujer había

adoptado una concreta actitud ante su enfermedad y la mantenía a

despecho de lo que él dijera o hiciese. Esa actitud era la siguiente:

—¿Saben ustedes? —decía a sus amistades—. Ivan Ilich no hace lo que

hacen otras personas, o sea, atenerse rigurosamente al tratamiento que

le han impuesto. Un día toma sus gotas, come lo que le conviene y se

acuesta a la hora debida; pero al día siguiente, si yo no estoy a la

mira, se olvida de tomar la medicina, come esturión —que le está

prohibido y se sienta a jugar a las cartas hasta las tantas.

—¡Vamos, anda! ¿Y eso cuándo fue? —decía Ivan Ilich enfadado—. Sólo una vez, en casa de Pyotr Ivanovich.

—Y ayer en casa de Shebek. —Bueno, en todo caso el dolor no me hubiera dejado dormir.

—Di lo que quieras, pero así no te pondrás nunca bien y seguirás fastidiándonos.

La actitud evidente de Praskovya Fyodorovna, según la manifestaba a

otros y al mismo Ivan Ilich, era la de que éste tenía la culpa de su

propia enfermedad, con la cual imponía una molestia más a su esposa. Él

opinaba que esa actitud era involuntaria, pero no por eso era menor su

aflicción.

En los tribunales Ivan Ilich notó, o creyó notar, la misma extraña

actitud hacia él: a veces le parecía que la gente le observaba como a

quien pronto dejaría vacante su cargo. A veces también sus amigos se

burlaban amistosamente de su aprensión, como si la cosa atroz, horrible,

inaudita, que llevaba dentro, la cosa que le roía sin cesar y le

arrastraba irremisiblemente hacia Dios sabe dónde, fuera tema propicio a

la broma. Schwartz, en particular, le irritaba con su jocosidad,

desenvoltura y agudeza, cualidades que le recordaban lo que él mismo

había sido diez años antes.

Llegaron los amigos a echar una partida y tomaron asiento. Dieron las

cartas, sobándolas un poco porque la baraja era nueva, él apartó los

oros y vio que tenía siete. Su compañero de juego declaró «sin—triunfos»

y le apoyó con otros dos oros. ¿Qué más se podía pedir? La cosa iba a

las mil maravillas. Darían capote. Pero de pronto Ivan Ilich sintió ese

dolor agudo, ese mal sabor de boca, y le pareció un tanto ridículo

alegrarse de dar capote en tales condiciones.

Miró a su compañero de juego Mihail Mihailovich. Éste dio un fuerte

golpe en la mesa con la mano y, en lugar de recoger la baza, empujó

cortés y compasivamente las cartas hacia Ivan Ilich para que éste

pudiera recogerlas sin alargar la mano. «¿Es que se cree que estoy

demasiado débil para estirar el brazo?», pensó Ivan Ilich. y olvidando

lo que hacía sobrepujó los triunfos de su compañero y falló dar capote

por tres bazas. Lo peor fue que notó lo molesto que quedó Mihail

Mihailovich y lo poco que a él le importaba. Y era atroz darse cuenta de

por qué no le importaba.

Todos vieron que se sentía mal y le dijeron: «Podemos suspender el juego si está usted cansado.

Descanse.» ¿Descansar? No, no estaba cansado en lo más mínimo;

terminarían la mano. Todos estaban sombríos y callados. Ivan Ilich tenía

la sensación de que era él la causa de esa tristeza y mutismo y de que

no podía despejadas. Cenaron y se fueron. Ivan Ilich se quedó solo, con

la conciencia de que su vida estaba emponzoñada y emponzoñaba la vida de

otros, y de que esa ponzoña no disminuía, sino que penetraba cada vez

más en sus entrañas.

Y con esa conciencia, junto con el sufrimiento físico y el terror,

tenía que meterse en la cama, permaneciendo a menudo despierto la mayor

parte de la noche. Y al día siguiente tenía que levantarse, vestirse, ir

a los tribunales, hablar, escribir; o si no salía, quedarse en casa

esas veinticuatro horas del día, cada una de las cuales era una tortura.

Y vivir así, solo, al borde de un abismo, sin nadie que le comprendiese

ni se apiadase de él.

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