La Muerte de Iván Ilich

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Así vivió Ivan Ilich durante diecisiete años desde su casamiento. Era

ya un fiscal veterano. Esperando un puesto más atrayente, había

rehusado ya varios traslados cuando surgió de improviso una

circunstancia desagradable que perturbó por completo el curso apacible

de su vida. Esperaba que le ofrecieran el cargo de presidente de

tribunal en una ciudad universitaria, pero Hoppe de algún modo se le

había adelantado y había obtenido el puesto. Ivan Ilich se irritó y

empezó a quejarse y a reñir con Hoppe y sus superiores inmediatos,

quienes comenzaron a tratarle con frialdad y le pasaron por alto en los

nombramientos siguientes.

Eso ocurrió en 1880, año que fue el más duro en la vida de Ivan

Ilich. Por una parte, en ese año quedó claro que su sueldo no les

bastaba para vivir, y, por otra, que todos le habían olvidado; peor

todavía, que lo que para él era la mayor y más cruel injusticia a otros

les parecía una cosa común y corriente. Incluso su padre no se

consideraba obligado a ayudarle. Ivan Ilich se sentía abandonado de

todos, ya que juzgaban que un cargo con un sueldo de tres mil quinientos rublos era absolutamente normal y hasta privilegiado. Sólo él sabía que con el conocimiento de las injusticias de que era víctima, con el

sempiterno refunfuño de su mujer y con las deudas que había empezado a

contraer por vivir por encima de sus posibilidades, su posición andaba

lejos de ser normal.

Con el fin de ahorrar dinero, pidió licencia y fue con su mujer a

pasar el verano de ese año a la casa de campo del hermano de ella.

En el campo, Ivan Ilich, alejado de su trabajo, sintió por primera

vez en su vida no sólo aburrimiento, sino insoportable congoja. Decidió

que era imposible vivir de ese modo y que era indispensable tomar una

determinación.

Después de una noche de insomnio, que pasó entera en la terraza,

decidió ir a Petersburgo y hacer gestiones encaminadas a escarmentar a

aquellos que no habían sabido apreciarle y a obtener un traslado a otro

ministerio.

Al día siguiente, no obstante las objeciones de su mujer y su cuñado,

salió para Petersburgo. Su único propósito era solicitar un cargo con

un sueldo de cinco mil rublos. Ya no pensaba en tal o cual ministerio,

ni en una determinada clase de trabajo o actividad concreta. Todo lo que ahora necesitaba era otro cargo, un cargo con cinco mil rublos de

sueldo, bien en la administración pública, o en un banco, o en los

ferrocarriles, o en una de las instituciones creadas por la emperatriz

María, o incluso en aduanas, pero con la condición indispensable de

cinco mil rublos de sueldo y de salir de un ministerio en el que no se

le había apreciado.

Y he aquí que ese viaje de Ivan Ilich se vio coronado con notable e

inesperado éxito. En la estación de Kursk subió al vagón de primera

clase un conocido suyo, F. S. Ilin, quien le habló de un telegrama que

hacía poco acababa de recibir el gobernador de Kursk anunciando un

cambio importante que en breve se iba a producir en el ministerio: para

el puesto de Pyotr Ivanovich se nombraría a Ivan Semyonovich. El cambio

propuesto, además de su significado para Rusia, tenía un significado

especial para Ivan Ilich, ya que el ascenso de un nuevo funcionario,

Pyotr Petrovich, y, por consiguiente, el de su amigo Zahar Ivanovich,

eran sumamente favorables para Ivan Ilich, dado que Zahar Ivanovich era

colega y amigo de Ivan Ilich.

En Moscú se confirmó la noticia, y al llegar a Petersburgo Ivan Ilich

buscó a Zahar Ivanovich y recibió la firme promesa de un nombramiento

en su antiguo departamento de justicia.

Al cabo de una semana mandó un telegrama a su mujer: «Zahar en puesto de Miller. Recibiré nombramiento en primer informe.»

Gracias a este cambio de personal, Ivan Ilich recibió inesperadamente

un nombramiento en su antiguo ministerio que le colocaba a dos grados

del escalafón por encima de sus antiguos colegas, con un sueldo de cinco mil rublos, más tres mil quinientos de remuneración por traslado. Ivan

Ilich olvidó todo el enojo que sentía contra sus antiguos enemigos y

contra el ministerio y quedó plenamente satisfecho.

Ivan Ilich volvió al campo más contento y feliz de lo que lo había

estado en mucho tiempo. Praskovya Fyodorovna también se alegró y entre

ellos se concertó una tregua. Ivan Ilich contó cuánto le había festejado todo el mundo en la capital, cómo todos los que habían sido sus

enemigos quedaban avergonzados y ahora le adulaban servilmente, cuánto

le envidiaban por su nuevo nombramiento y cuánto le quería todo el mundo en Petersburgo.

Praskovya Fyodorovna escuchaba todo aquello y aparentaba creerlo. No

ponía peros a nada y se limitaba a hacer planes para la vida en la

ciudad a la que iban a mudarse. E Ivan Ilich vio regocijado que tales

planes eran los suyos propios, que marido y mujer estaban de acuerdo y

que, tras un tropiezo, su vida recobraba el legítimo y natural carácter

de proceso placentero y decoroso.

Ivan Ilich había vuelto al campo por breves días. Tenía que

incorporarse a su nuevo cargo el 10 de septiembre. Por añadidura,

necesitaba tiempo para instalarse en su nuevo domicilio, trasladar a

éste todos los enseres de la provincia anterior y comprar y encargar

otras muchas cosas; en una palabra, instalarse tal como lo tenía

pensado, lo cual coincidía casi exactamente con lo que Praskovya

Fyodorovna tenía pensado a su vez.

Y ahora, cuando todo quedaba resuelto tan felizmente, cuando su mujer

y él coincidían en sus planes y, por añadidura, se veían tan raras

veces, se llevaban más amistosamente de lo que había sido el caso desde

los primeros días de su matrimonio. Ivan Ilich había pensado en llevarse a la familia en seguida, pero la insistencia de su cuñado y la esposa

de éste, que de pronto se habían vuelto notablemente afables e íntimos

con él y su familia, le indujeron a partir solo.

Y, en efecto, partió sol o, y el jovial estado de ánimo producido por

su éxito y la buena armonía con su mujer no le abandonó un instante.

Encontró un piso exquisito, idéntico a aquel con que habían soñado él y

su mujer. Salones grandes altos de techo y decorados al estilo antiguo,

un despacho cómodo y amplio, habitaciones para su mujer y su hija, un

cuarto de estudio para su hijo —se hubiera dicho que todo aquello se

había hecho ex profeso para ellos. El propio Ivan Ilich dirigió la

instalación, atendió al empapelado y tapizado, compró muebles, sobre

todo de estilo antiguo, que él consideraba muy comme il fau!, y todo fue adelante, adelante, hasta alcanzar el ideal que se había propuesto.

Incluso cuando la instalación iba sólo por la mitad superaba ya sus

expectativas. Veía ya el carácter comme il faut, elegante y refinado que todo tendría cuando estuviera concluido. A punto de quedarse dormido se imaginaba cómo sería el salón.

Mirando la sala, todavía sin terminar, veía ya la chimenea, el

biombo, la rinconera y las sillas pequeñas colocadas al azar, los platos de adorno en las paredes y los bronces, cuando cada objeto ocupara su

lugar correspondiente. Se alegraba al pensar en la impresión que todo

ello causaría en su mujer y su hija, quienes también compartían su

propio gusto. De seguro que no se lo esperaban. En particular, había

conseguido hallar y comprar barato objetos antiguos que daban a toda la

instalación un carácter singularmente aristocrático. Ahora bien, en sus

cartas lo describía todo peor de lo que realmente era, a fin de dar a su familia una sorpresa. Todo esto cautivaba su atención a tal punto que

su nuevo trabajo oficial, aun gustándole mucho, le interesaba menos de

lo que había esperado. Durante las sesiones del tribunal había momentos

en que se quedaba abstraído, pensando en si los pabellones de las

cortinas debieran ser rectos o curvos. Tanto interés ponía en ello que a menudo él mismo hacía las cosas, cambiaba la disposición de los muebles o volvía a colgar las cortinas. Una vez, al trepar por una escalerilla

de mano para mostrar al tapicero —que no lo comprendía cómo quería

disponer los pliegues de las cortinas, perdió pie y resbaló, pero siendo hombre fuerte y ágil, se afianzó y sólo se dio con un costado contra el tirador de la ventana. La magulladura le dolió, pero el dolor se le

pasó pronto. Durante todo este tiempo se sentía sumamente alegre y

vigoroso. Escribió: «Estoy como si me hubieran quitado quince años de

encima.» Había pensado terminar en septiembre, pero esa labor se

prolongó hasta octubre. Sin embargo, el resultado fue admirable, no sólo en su opinión sino en la de todos los que lo vieron.

En realidad, resultó lo que de ordinario resulta en las viviendas de

personas que quieren hacerse pasar por ricas no siéndolo de veras, y,

por consiguiente, acaban pareciéndose a otras de su misma condición:

había damascos, caoba, plantas, alfombras y bronces brillantes y

mates... en suma, todo aquello que poseen las gentes de cierta clase a

fin de asemejarse a otras de la misma clase. y la casa de Ivan Ilich era tan semejante a las otras que no hubiera sido objeto de la menor

atención; pero a él, sin embargo, se le antojaba original.

Quedó sumamente contento cuando fue a recibir a su familia a la

estación y la llevó al nuevo piso, ya todo dispuesto e iluminado, donde

un criado con corbata blanca abrió la puerta del vestíbulo que había

sido adornado con plantas; y cuando luego, al entrar en la sala y el

despacho, la familia prorrumpió en exclamaciones de deleite. Los condujo a todas partes, absorbiendo ávidamente sus alabanzas y rebosando de

gusto. Esa misma tarde, cuando durante el té Praskovya Fyodorovna le

preguntó entre otras cosas por su caída, él rompió a reír y les mostró

en pantomima cómo había salido volando y asustado al tapicero.

—No en vano tengo algo de atleta. Otro se hubiera matado, pero yo

sólo me di un golpe aquí... mirad. Me duele cuando lo toco, pero ya va

pasando... No es más que una contusión.

Así pues, empezaron a vivir en su nuevo domicilio, en el que cuando

por fin se acomodaron hallaron, como siempre sucede, que sólo les hacía

falta una habitación más. Y aunque los nuevos ingresos, como siempre

sucede, les venían un poquitín cortos (cosa de quinientos rublos) todo

iba requetebién. Las cosas fueron especialmente bien al principio,

cuando aún no estaba todo en su punto y quedaba algo por hacer: comprar

esto, encargar esto otro, cambiar aquello de sitio, ajustar lo de más

allá. Aunque había algunas discrepancias entre marido y mujer, ambos

estaban tan satisfechos y tenían tanto que hacer que todo aquello pasó

sin broncas de consideración. Cuando ya nada quedaba por arreglar hubo

una pizca de aburrimiento, como si a ambos les faltase algo, pero ya

para entonces estaban haciendo amistades y creando rutinas, y su vida

iba adquiriendo consistencia.

Ivan Ilich pasaba la mañana en el juzgado y volvía a casa a la hora

de comer. Al principio estuvo de buen humor, aunque a veces se irritaba

un tanto a causa precisamente del nuevo alojamiento. (Cualquier mancha

en el mantel, o en la tapicería, cualquier cordón roto de persiana, le

sulfuraban; había trabajado tanto en la instalación que cualquier

desperfecto le acongojaba.) Pero, en general, su vida transcurría como,

según su parecer, la vida debía ser: cómoda, agradable y decorosa. Se

levantaba a las nueve, tomaba café, leía el periódico, luego se ponía el uniforme y se iba al juzgado. Allí ya estaba dispuesto el yugo bajo el

cual trabajaba, yugo que él se echaba de golpe encima: solicitantes,

informes de cancillería, la cancillería misma y sesiones públicas y

administrativas. En ello era preciso saber excluir todo aquello que,

siendo fresco y vital, trastorna siempre el debido curso de los asuntos

judiciales; era también preciso evitar toda relación que no fuese

oficial y, por añadidura, de índole judicial.. Por ejemplo, si llegase

un individuo buscando informes acerca de algo, Ivan Ilich, como

funcionario en cuya jurisdicción no entrara el caso, no podría entablar

relación alguna con ese individuo; ahora bien, si éste recurriese a él

en su capacidad oficial —para algo, pongamos por caso, que pudiera

expresarse en papel sellado—, Ivan Ilich haría sin duda por él cuanto

fuera posible dentro de ciertos límites, y al hacerlo mantendría con el

individuo en cuestión la apariencia de amigables relaciones humanas, o

sea, la apariencia de cortesía. Tan pronto como terminase la relación

oficial terminaría también cualquier otro género de relación. Esta

facultad de separar su vida oficial de su vida real la poseía Ivan Ilich en grado sumo y, gracias a su larga experiencia y su talento, llegó a

refinarla hasta el punto de que a veces, a la manera de un virtuoso, se

permitía, casi como jugando, fundir la una con la otra. Se permitía tal

cosa porque, de ser preciso, se sentía capaz de volver a separar lo

oficial de lo humano. y hacía todo eso no sólo con facilidad, agrado y

decoro, sino con virtuosismo. En los intervalos entre las sesiones del

tribunal fumaba, tomaba té, charlaba un poco de política, un poco de

temas generales, un poco de juegos de naipes, pero más que nada de

nombramientos. y cansado, pero con las sensaciones de un virtuoso —uno

de los primeros violines que ha ejecutado con precisión su parte en la

orquesta volvía a su casa, donde encontraba que su mujer y su hija

habían salido a visitar a alguien, o que allí había algún visitante, y

que su hijo había asistido a sus clases, preparaba sus lecciones con

ayuda de sus tutores y estudiaba con ahínco lo que se enseña en los

institutos. Todo iba a pedir de boca. Después de la comida, si no tenían visitantes, Ivan Ilich leía a veces algún libro del que a la sazón se

hablase mucho, y al anochecer se sentaba a trabajar, esto es, a leer

documentos oficiales, consultar códigos, cotejar declaraciones de

testigos y aplicarles la ley correspondiente. Ese trabajo no era ni abEn cierta ocasión dieron un baile. Ivan Ilich disfrutó de él y todo

resultó bien, salvo que tuvo una áspera disputa con su mujer con motivo

de las tartas y los dulces. Praskovya Fyodorovna había hecho sus propios preparativos, pero Ivan Ilich insistió en pedirlo todo a un confitero

de los caros y había encargado demasiadas tartas; y la disputa surgió

cuando quedaron sin consumir algunas tartas y la cuenta del confitero

ascendió a cuarenta y cinco rublos. La querella fue violenta y

desagradable, tanto así que Praskovya Fyodorovna le llamó «imbécil y

mentecato»; y él se agarró la cabeza con las manos y en un arranque de

cólera hizo alusión al divorcio. Pero el baile había estado muy

divertido. Había asistido gente de postín e Ivan Ilich había bailado con la princesa Trufonova, hermana de la fundadora de la conocida sociedad

«Comparte mi aflicción». Los deleites de su trabajo oficial eran

deleites de la ambición; los deleites de su vida social eran deleites de la vanidad. Pero el mayor deleite de Ivan Ilich era jugar al vint.

Confesaba que al fin y al cabo, por desagrad able que fuese cualquier

incidente en su vida, el deleite que como un rayo de luz superaba a

todos los demás era sentarse a jugar al vint con buenos jugadores que no fueran chillones, y en partida de cuatro, por supuesto (porque en la de cinco era molesto quedar fuera, aunque fingiendo que a uno no le

importaba), y enzarzarse en una partida seria e inteligente (si las

cartas lo permitían); y luego cenar y beberse un vaso de Vino. Después

de la partida, Ivan Ilich, sobre todo si había ganado un poco (porque

ganar mucho era desagradable), se iba a la cama con muy buena

disposición de ánimo.

Así vivían. Se habían rodeado de un grupo social de alto nivel al que

asistían personajes importantes y gente joven. En lo tocante a la

opinión que tenían de esas amistades, marido, mujer e hija estaban de

perfecto acuerdo y, sin disentir en lo más mínimo, se quitaban de encima a aquellos amigos y parientes de medio pelo que, con un sinfín de

carantoñas, se metían volando en la sala de los platos japoneses en las

paredes. Pronto esos amigos insignificantes cesaron de importunarles;

sólo la gente más distinguida permaneció en el círculo de los Golovin.

Los jóvenes hacían la rueda a Liza, y el fiscal Petrischev, hijo de

Dmitri Ivanovich Petrischev y heredero único de la fortuna de éste,

empezó a cortejarla, al punto que Ivan Ilich había hablado ya de ello

con Praskovya Fyodorovna para decidir si convendría organizarles una'

excursión o una función teatral de aficionados.

Así vivían, pues. Y todo iba como una seda, agradablemente y sin cambios.

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