Las aventuras de Tom Sawyer

Capítulo 2

Capítulo 2

Jim

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en blanco

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MANECIÓ el sábado por la mañana y todo el mundo estival relucía lozano, rebosante de vida. En cada corazón resonaba una melodía y, si el corazón era joven, la música salía de los labios. Se veía ánimo y alegría en cada cara y ligereza en cada paso. Las acacias estaban en flor y su aroma llenaba el aire. La colina Cardiff, más allá y por encima de la aldea, verdeaba de vegetación y quedaba a suficiente distancia como para semejar una Tierra Deleitosa encantada, serena y tentadora.

Apareció Tom en la acera con un cubo de cal y una brocha de mango largo. Contempló la valla y se esfumó toda su alegría, y una profunda melancolía se apoderó de su espíritu. Treinta metros de valla de madera, de tres metros de alto. La vida le parecía hueca, y la existencia nada más que una carga pesada. Suspirando, mojó la brocha y la pasó por la tabla más alta; repitió la operación; lo hizo otra vez; comparó la insignificante raya encalada con el enorme continente de valla sin encalar, y se sentó descorazonado sobre una pequeña cerca que protegía un árbol. Jim salió dando saltos por el portalón con un cubo de cinc en la mano y cantando . Acarrear agua de la fuente del pueblo había sido hasta entonces un trabajo odioso a juicio de Tom; pero ahora no se lo parecía. Se acordaba de que siempre había gente alrededor de la bomba. Chicos y chicas, blancos, mulatos y negros, se juntaban allí esperando su turno; descansaban, se cambiaban juguetes, discutían, se peleaban y se lo pasaban en grande. Y recordaba que, aunque la fuente quedaba solo a una distancia de ciento cincuenta metros, Jim nunca regresaba con un cubo de agua en menos de una hora… y con todo y con eso normalmente alguien tenía que ir a buscarle. Tom dijo: —Oye, Jim, yo traeré el agua si tú encalas un rato.

Jim se negó, meneando la cabeza, y dijo:

—No puedo, amito Tom. La vieja señora me dijo que fuera a buscar el agua y sin entretenerme con nadie. Que ya se suponía ella que el amito Tom me iba a pedir que encalara, y me dijo que no le hiciera caso y que yo fuera a lo mío… que ella se cuidaría de lo del .

—Oh, no hagas caso de lo que te dijo, Jim. Siempre dice lo mismo. Dame el cubo… no tardo más que un minuto y ella ni se entera.

—Ay, no me atrevo, amito Tom. Si la vieja señora me coge, me arranca la cabeza. Ya lo creo que lo hace.

—¡Ella! Pero si nunca pega a nadie… Te da un golpe con el dedal… y eso qué es, digo yo. Sí que dice cosas terribles, pero las palabras no duelen… bueno, no duelen con tal que ella no llore. Jim, te daré una canica. ¡Te daré una blanca!

Jim empezó a vacilar.

—¡Una grande y blanca, Jim! Con esta se gana siempre.

—¡Huy! ¡Sí que es buena, sí, ya lo creo! Pero, amito Tom, le tengo muchísimo miedo a la vieja señora…

—Y además, si me dejas traer el agua, te enseño el dedo del pie que tengo magullado.

Jim era un simple mortal… y la tentación demasiado fuerte para él. Dejó el cubo en el suelo, cogió la canica blanca y se agachó a mirar el dedo con gran interés mientras Tom se quitaba la venda. Un segundo después, Jim iba volando calle abajo con el cubo en la mano y el trasero caliente, Tom encalaba con todas sus ganas y la tía Polly se retiraba del campo de batalla con una zapatilla en la mano y una mirada de triunfo en los ojos.

Pero la energía de Tom no duró. Empezó a pensar en lo que tenía planeado para pasarlo bien ese día, y sus penas se multiplicaron. Pronto vería pasar a los chicos libres, camino de toda clase de expediciones apetecibles, y se burlarían de él un montón porque tenía que trabajar… Solo el pensarlo le quemaba como el fuego. Sacó sus bienes mundanales y los examinó: trozos de juguetes, canicas y objetos inútiles; lo bastante para comprar un cambio de trabajo, quizá, pero ni la mitad de lo necesario para comprar media hora de libertad total. Así que volvió a guardar sus pobres recursos en el bolsillo y renunció a la idea de intentar sobornar a los muchachos. En aquel momento oscuro y desesperanzado, ¡de repente tuvo una inspiración! ¡Nada menos que una inspiración enorme, magnífica!

Tomó la brocha y se puso a trabajar tan tranquilo. Al poco apareció ante su vista Ben Rogers… aquel cuyas burlas temía más que las de cualquier otro chico. Ben venía dando saltos y brincos… prueba suficiente de que tenía el corazón ligero y grandes esperanzas. Venía comiéndose una manzana, y a ratos lanzaba un largo grito melodioso, seguido de un profundo , porque imitaba a un barco de vapor. Al acercarse redujo la velocidad, enfiló por el centro de la calle, se inclinó a estribor y fue girando lentamente y con trabajosa pomposidad y ceremonia… porque representaba al Gran Missouri, y se suponía que tenía un calado de nueve pies. Era al mismo tiempo barco y capitán y campanas de la sala de máquinas, así que allí estaba de pie sobre la cubierta superior dando órdenes y ejecutándolas: —¡Párela, señor! ¡Tilín-tilín!

Aminoró la marcha y fue acercándose lentamente a la acera.

—¡Marcha atrás! ¡Tilín-tilín!

Tenía los brazos rígidos, pegados a los costados.

—¡Hacia atrás a estribor! ¡Tilín-tilín! ¡Chau! ¡Chau-au-chau!

La mano derecha, mientras tanto, giraba en majestuosos círculos, porque representaba una rueda de trece metros.

—¡Atrás a babor! ¡Tilín-tilín! ¡Chau-ch-chau-chau!

—¡Alto a estribor! ¡Tilín-tilín! ¡Alto a babor! ¡Adelante a estribor! ¡Párela! ¡Despacio esa rueda! ¡Tilín-tilin! ¡Chau-au-au! ¡Preparen la amarra! ¡Aprisa! Venga ese cabo de muelle… ¿qué hacen ahí? ¡Pasen una gaza alrededor de ese tocón! Alto ahí… ¡ahora, suelten! ¡Parados los motores, señor! ¡Tilín-tilín! ¡Chis-chiss-chiss! (probando las llaves de presión).

Tom siguió encalando… no hizo caso del barco de vapor. Ben le miró fijamente un momento y luego dijo:

—¡Hola! Te la has , ¿eh?

No hubo respuesta. Tom observó el último toque con ojo de artista, luego volvió a pasar la brocha delicadamente y contempló el resultado, como antes. Ben atracó a su lado. A Tom se le hacía la boca agua pensando en la manzana, pero siguió pintando. Ben dijo:

—¡Hola, viejo! Tienes que trabajar, ¿eh?

De repente Tom giró sobre los talones y dijo:

—¡Anda, pero si eres tú, Ben! ¡No me había dado cuenta!

—Oye, me voy a nadar. ¿No te gustaría ir también? Pero claro, prefieres trabajar, ¿verdad? ¡Claro que sí!

Tom contempló al muchacho un momento y dijo:

—¿A qué llamas tú trabajar?

—Pues a eso que estás haciendo, ¿no?

Tom continuó pintando y le contestó con indiferencia:

—Bueno, puede que lo sea y puede que no. Lo que sí sé es que a Tom Sawyer le va bien.

—¡Venga ya! ¿No irás a decirme que te gusta?

La brocha siguió moviéndose.

—¿Que si me gusta? Bueno, no veo por qué no me va a gustar. ¿Es que le dejan a uno encalar la valla todos los días?

Estas palabras arrojaron una nueva luz sobre el asunto. Ben dejó de mordisquear la manzana. Tom pasó la brocha de un lado a otro con delicadeza… dio un paso atrás para estudiar el efecto… añadió un toque acá y allá… criticó el efecto otra vez… Ben observaba cada movimiento, cada vez con más interés, cada vez más absorto. Al rato, dijo:

—Oye, Tom, déjame pintar un poco.

Tom se lo pensó, estaba a punto de acceder, pero cambió de opinión:

—No… no, más vale dejarlo, Ben. Verás, mi tía Polly es una maniática con esta valla… Como da a la calle, ¿sabes? Si fuera la de atrás, a mí no me importaría, ni a ella tampoco. Sí, es muy exigente con esta valla; hay que encalarla con mucho cuidado; estoy seguro de que no hay ni un chico entre mil, ¡qué digo!, ni entre dos mil, que sepa hacerlo como es debido.

—No… ¿de veras? Anda, hombre, déjame intentarlo. Solo un poco… Yo te dejaría si estuvieras en mi caso, Tom.

—Ben, me gustaría dejarte, palabra de honor; pero tía Polly… Fíjate que Jim quería hacerlo, y ella no le dejó; Sid quería hacerlo, y tampoco le dejó a Sid. Conque ya ves cómo está el asunto. Si te pones a pintar la valla y pasa algo…

—¡Pamplinas! Tendré tanto cuidado como tú. Ahora, déjame probar. Oye, te daré el corazón de la manzana.

—Bueno, toma… No, Ben, déjalo. Me da miedo.

—¡Te daré la manzana entera!

Tom le entregó la brocha con gesto de mala gana, pero con el corazón alegre. Y mientras el exvapor Gran Missouri trabajaba y sudaba bajo el sol, el artista jubilado, sentado a la sombra, sobre un barril, balanceaba las piernas, masticaba la manzana y planeaba el degüello de otros inocentes. No le faltaba personal; por allí pasaban muchachos a cada rato; venían a burlarse, pero se quedaban a encalar la valla. Antes de que Ben se agotara, ya había vendido Tom el turno siguiente a Billy Fisher por una cometa en buenas condiciones, y cuando este se cansó, Johnny Miller compró los derechos a cambio de una rata muerta y un bramante para llevarla colgada… y así sucesivamente, hora tras hora. Y al llegar la media tarde, Tom, que aquella misma mañana era un pobre muchacho indigente, literalmente nadaba en la abundancia. Tenía, además de las cosas ya mencionadas, doce canicas, parte de un birimbao, un trozo de una botella azul que servía de lente, un carrete para disparar, una llave que no servía para abrir nada, un trozo de tiza, un tapón de vidrio de una garrafa, un soldado de hojalata, un par de renacuajos, seis petardos, un gatito tuerto, una perilla de bronce de una puerta, un collar de perro —sin el perro—, el mango de un cuchillo, cuatro trozos de cáscara de naranja y un viejo y destartalado marco de guillotina de una ventana.

Además había pasado un rato agradable y ocioso… y con mucha compañía… ¡y la cerca tenía tres manos de cal encima! Si no se le hubiera acabado la cal, Tom habría dejado en bancarrota a todos los muchachos de la aldea.

Tom se dijo a sí mismo que, al fin y al cabo, este mundo no era tan traidor. Había descubierto, sin darse cuenta, una de las principales leyes que rigen el comportamiento humano, a saber, que para hacer que un hombre o un muchacho codicie una cosa, solo hay que hacerla difícil de conseguir. Si Tom hubiera sido un gran filósofo, como el escritor de este libro, se hubiera dado cuenta de que el Trabajo consiste en lo que uno está obligado a hacer y de que el Juego consiste en lo que uno no está obligado a hacer. Y esto le habría ayudado a comprender por qué el confeccionar flores artificiales o darle vueltas a una noria es un trabajo, mientras que derribar bolos o escalar el Mont Blanc es solo una diversión. En Inglaterra hay caballeros adinerados que en verano conducen diligencias de cuatro caballos en un trayecto diario de veinte o treinta millas porque ese privilegio les cuesta dinero; pero, si se les ofreciera un sueldo por ese servicio, la ocupación lo transformaría en trabajo y entonces los caballeros renunciarían a él.

El muchacho meditó un rato sobre el cambio importante que habían sufrido sus circunstancias mundanas y luego se encaminó al cuartel general para dar cuenta de su actuación.

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