La Tía Tula

VII

VII

Ahora, ahora que se había quedado viudo, era

cuando Ramiro sentía todo lo que sin él siquiera sospecharlo había

querido a Rosa, su mujer. Uno de sus consuelos, el mayor, era

recogerse en aquella alcoba en que tanto habían vivido amándose y

repasar su vida de matrimonio.

Primero el noviazgo, aquel noviazgo, aunque no

muy prolongado, de lento reposo, en que Rosa parecía como que le

hurtaba el fondo del alma siempre, y como si por acaso no la

tuviese o haciéndole pensar que no la conocería hasta que fuese

suya del todo y por entero; aquel noviazgo de recato y de reserva,

bajo la mirada de Gertrudis, que era todo alma. Repasaba en su

mente Ramiro, lo recordaba bien, cómo la presencia de Gertrudis, la tía Tula de sus hijos, le contenía y desasosegaba, cómo ante ella

no se atrevía a soltar ninguna de esas obligadas bromas entre

novios, sino a medir sus palabras.

Vino luego la boda y la embriaguez de los

primeros meses, de las lunas de miel; Rosa iba abriéndole el

espíritu, pero era este tan sencillo, tan transparente, que cayó en la cuenta Ramiro de que no le había velado ni recatado nada. Porque su mujer vivía con el corazón en la mano y extendía esta en aesto

de oferta. v con las entrañas espirituales al aire del mundo,

entregada por entero al cuidado del momento, como viven las rosas

del campo y las alondras del cielo. Y era a la vez el espíritu de

Rosa como un reflejo del de su hermana, como el agua corriente al

sol de que aquel era el manantial cerrado.

Llegó, por fin, una mañana en que se le

desprendieron a Ramiro las escamas de la vista y, purificada esta,

vio claro con el corazón. Rosa no era una hermosura cual él se

había creído y antojado, sino una figura vulgar, pero con todo el

más dulce encanto de la vulgaridad recogida y mansa; era como el

pan de cada día, como el pan casero y cotidiano, y no un raro

manjar de turbadores jugos. Su mirada, que sembraba paz, su

sonrisa, su aire de vida, eran encarnación de un ánimo sedante,

sosegado y doméstico. Tenía su pobre mujer algo de planta en la

silenciosa mansedumbre, en la callada tarea de beber y atesorar luz con los ojos y derramarla luego convertida en paz; tenía algo de

planta en aquella fuerza velada y a la vez poderosa con que de

continuo, momento tras momento, chupaba jugos de las entrañas de la vida común ordinaria y en la dulce naturalidad con que abría sus

perfumadas corolas.

¡Qué de recuerdos! Aquellos juegos cuando la

pobre se le escapaba y la perseguía él por la casa toda fingiendo

un triunfo para cobrar como botín besos largos y apretados, boca a

boca; aquel cogerle la cara con ambas manos y estarse en silencio

mirándole el alma por los ojos y, sobre todo, cuando apoyaba el

oído sobre el pecho de ella, ciñéndole con los brazos el talle, y

escuchándole la marcha tranquila del corazón le decía: «¡Calla,

déjale que hable!»

Y las visitas de Gertrudis, que con su cara

grave y sus grandes ojazos de luto a que se asomaba un espíritu

embozado, parecía decirles: «Sois unos chiquillos que cuando no os

veo estáis jugando a marido y mujer; no es esa la manera de

prepararse a criar hijos, pues el matrimonio se instituyó para

casar, dar gracia a los casados y que críen hijos para el

cielo.»

¡Los hijos! Ellos fueron sus primeras grandes

meditaciones. Porque pasó un mes y otro y algunos más, y al no

notar señal ni indicio de que hubiese fructificado aquel amor,

«¿tendría razón —decíase entonces— Gertrudis? ¿Sería verdad que

no estaban sino jugando a marido y mujer y sin querer, con la

fuerza toda de la fe en el deber, el fruto de la bendición del amor justo?». Pero lo que más le molestaba entonces, recordábalo bien

ahora, era lo que pensarían los demás, pues acaso hubiese quien le

creyera a él, por eso de no haber podido hacer hijos, menos hombre

que otros. ¿Por qué no había de hacer él, y mejor, lo que cualquier mentecato, enclenque y apocado hace? Heríale en su amor propio;

habría querido que su mujer hubiese dado a luz a los nueve meses

justos y cabales de haberse ellos casado. Además, eso de tener

hijos o no tenerlos debía de depender —decíase entonces— de la

mayor o menor fuerza de cariño que los casados se tengan, aunque

los hay enamoradísimos uno de otro y que no dan fruto, y otros,

ayuntados por conveniencias de fortuna y ventura, que se cargan de

críos. Pero —y esto sí que lo recordaba bien ahora— para

explicárselo había fraguado su teoría, y era que hay un amor

aparente y consciente, de cabeza, que puede mostrarse muy grande y

ser, sin embargo, infecundo, y otro sustancial y oculto, recatado

aun al propio conocimiento de los mismos que lo alimentan, un amor

del alma y el cuerpo enteros y justos, amor fecundo siempre. ¿No

querría él lo bastante a Rosa o no le querría lo bastante Rosa a

él? Y recordaba ahora cómo había tratado de descifrar el misterio

mientras la envolvía en besos, a solas, en el silencio y oscuro de

la noche y susurrándola una y otra vez al oído, en letanía, un

rosario de: «¿Me quieres, me quieres, Rosa?» , mientras a ella se

la escapaban síes desfallecidos. Aquello fue una locura, una necia

locura, de la que se avergonzaba apenas veía entrar a Gertrudis

derramando serena seriedad en torno, y de aquello le curó la sazón

del amor cuando le fue anunciado el hijo. Fue un transporte loco…

¡había vencido! Y entonces fue cuando vino, con su primer fruto, el verdadero amor.

El amor, sí. ¿Amor? ¿Amor dicen? ¿Qué saben de

él todos esos escritos amatorios, que no amorosos, que de él hablan y quieren excitarlo en quien los lee? ¿Qué saben de él los galeotos de las letras? ¿Amor? No amor, sino mejor cariño. Eso de amor

—decíase Ramiro ahora— sabe a libro; sólo en el teatro y en las

novelas se oye el yo te amo; en la vida de carne y sangre y hueso

el entrañable ¡te quiero! y el más entrañable aún callárselo.

¿Amor? No, ni cariño siquiera, sino algo sin nombre y que no se

dice por confundirse ello con la vida misma. Los más de los

cantores amatorios saben de amor lo que de oración los

masculla-jaculatorias, traga-novenas y engulle-rosarios. No, la

oración no es tanto algo que haya de cumplirse a tales o cuales

horas, en sitio apartado y recogido y en postura compuesta, cuanto

es un modo de hacerlo todo votivamente, con toda el alma y viviendo en Dios. Oración ha de ser el comer, y el beber, y el pasearse, y

el jugar, y el leer, y el escribir, y el conversar, y hasta el

dormir, y rezo todo, y nuestra vida un continuo y mudo «¡hágase tu

voluntad!», y un incesante «¡venga a nos el tu reino!» , no ya

pronunciados, mas ni aun pensados siquiera, sino vividos. Así oyó

la oración una vez Ramiro a un santo varón religioso que pasaba por maestro de ella, y así lo aplicó él al amor luego. Pues el que

profesara a su mujer y a ella le apegaba veía bien ahora en que

ella se le fue, que se le llegó a fundir con el rutinero andar de

la vida diaria, que lo había respirado en las mil naderías y

frioleras del vivir doméstico, que le fue como el hire que se

respira y al que no se le siente sino en momentos de angustioso

ahogo, cuando nos falta. Y ahora ahogábase Ramiro, y la congoja de

su viudez reciente le revelaba todo el poderío del amor pasado y

vivido.

Al principio de su matrimonio fue, sí, el

imperio del deseo; no podía juntar carne con carne sin que la suya

se le encendiese y alborotase y empezara a martillarle el corazón,

pero era porque la otra no era aún de veras y por entero suya

también; pero luego, cuando ponía su mano sobre la carne desnuda de ella, era como si en la propia la hubiese puesto, tan tranquilo se

quedaba; mas también si se la hubiesen cortado habríale dolido como si se la cortaran a él. ¿No sintió acaso en sus entrañas los

dolores de los partos de su Rosa?

Cuando la vio gozar, sufriendo al darle su

primer hijo, es cuando comprendió cómo es el amor más fuerte que la vida y que la muerte, y domina la discordia de estas; cómo el amor

hace morirse a la vida y vivir la muerte; cómo él vivía ahora la

muerte de su Rosa y se moría en su propia vida. Luego, al ver al

niño dormido y sereno, con los labios en flor entreabiertos, vio al amor hecho carne que vive. Y allí, sobre la cuna, contemplando a su fruto, traía a sí a la madre, y mientras el niño sonreía en sueños

palpitando sus labios, besaba él a Rosa en la corola de sus labios

frescos y en la fuente de paz de sus ojos. Y le decía mostrándole

dos dedos de la mano: «¡Otra vez, dos, dos… !» Y ella: «¡No, no, ya no más, uno y no más!» Y se reía. Y él: «¡Dos, dos, me ha entrado

el capricho de que tengamos dos mellizos, una parejita, niño y

niña!» Y cuando ella volvió a quedarse encinta, a cada paso y

tropezón, él: «¡Qué cargado viene eso! ¡Qué granazón! ¡Me voy a

salir con la mía; por lo menos dos!» «¡Uno, el último, y

basta!», replicaba ella riendo. Y vino el segundo, la niña, Tulita, y luego que salió con vida, cuando descansaba la madre, la besó

larga y apretadamente en la boca, como en premio, diciéndose:

«¡Bien has trabajado, pobrecilla!»; mientras Rosa, vencedora de la

muerte y de la vida, sonreía con los domésticos ojos

apacibles.

¡Y murió!; aunque pareciese mentira, se murió.

Vino la tarde terrible del combate último. Allí estuvo Gertrudis,

mientras el cuidado de la pobrecita niña que desfallecía de hambre

se lo permitió, sirviendo medicinas inútiles, componiendo la cama,

animando a la enferma, encorazonando a todos. Tendida en el lecho

que había sido campo de donde brotaron tres vidas, llegó a faltarle el habla y las fuerzas, y cogida de la mano a la mano de su hombre, del padre de sus hijos, mirábale como el navegante, al ir a

perderse en el mar sin orillas, mira al lejano promontorio, lengua

de la tierra nativa, que se va desvaneciendo en la lontananza y

junto al cielo; en los trances del ahogo miraban sus ojos, desde el borde la eternidad, a los ojos de su Ramiro. Y parecía aquella

mirada una pregunta desesperada y suprema, como si a punto de

partirse para nunca más volver a tierra, preguntase por el oculto

sentido de la vida. Aquellas miradas de congoja reposada, de

acongojado reposo, decían: «Tú, tú que eres mi vida, tú que conmigo has traído al mundo nuevos mortales, tú que me has sacado tres

vidas, tú, mi hombre, dime, ¿esto qué es?» Fue una tarde

abismática. En momentos de tregua, teniendo Rosa entre sus manos,

húmedas y febriles, las manos temblorosas de Ramiro, clavados en

los ojos de este sus ojos henchidos de cansancio de vida, sonreía

tristemente, volviéndolos luego al niño, que dormía allí cerca, en

su cunita, y decía con los ojos, y alguna vez con un hilito de voz: «¡No despertarle, no! ¡Que duerma, pobrecillo! ¡Que duerma… ,

que duerma hasta hartarse, que duerma!» Llególe por último el

supremo trance, el del tránsito, y fue como si en el brocal de las

eternas tinieblas, suspendida sobre el abismo, se aferrara a él, a

su hombre, que vacilaba sintiéndose arrastrado. Quería abrirse con

las uñas la garganta la pobre, mirábale despavorida, pidiéndole con los ojos aire; luego, con ellos le sondó el fondo del alma, y

soltando su mano cayó en la cama donde había concebido y parido sus tres hijos. Descansaron los dos; Ramiro, aturdido, con el corazón

acorchado, sumergido como en un sueño sin fondo y sin despertar,

muerta el alma, mientras dormía el niño. Gertrudis fue quien,

viniendo con la pequeñita al pecho, cerró luego los ojos a su

hermana, la compuso un poco y fuese después a cubrir y arropar

mejor al niño dormido, y trasladarle en un beso la tibieza que con

otro recogió de la vida que aún tendía sus últimos jirones sobre la frente de la rendida madre.

Pero, ¿murió acaso Rosa? ¿Se murió de veras?

¿Podía haberse muerto viviendo él, Ramiro? No; en sus noches, ahora solitarias, mientras se dormía solo en aquella cama de la muerte y

de la vida y del amor, sentía a su lado el ritmo de su respiración, su calor tibio, aunque con una congojosa sensación de vacío. Y

tendía la mano, recorriendo con ella la otra mitad de la cama,

apretándola algunas veces. Y era lo peor que, cuando recogiéndose

se ponía a meditar en ella, no se le ocurrieran sino cosas de

libro, cosas de amor de libro y no de cariño de vida, y le escocía

que aquel robusto sentimiento, vida de su vida y aire de su

espíritu, no se le cuajara más que en abstractas lucubraciones. El

dolor se le espiritualizaba, vale decir que se intelectualizaba, y

sólo cobraba carne, aunque fuera vaporosa, cuando entraba

Gertrudis. Y de todo esto sacábale una de aquellas vocecitas

frescas que piaba: «¡Papá!» Ya estaba, pues, allí, ella, la muerta

inmortal. Y luego, la misma vocecita: «¡Mamá!» Y la de Gertrudis,

gravemente dulce, respondía:

«¡Hijo!»

No, Rosa, su Rosa, no se había muerto, no era

posible que se le hubiese muerto; la mujer estaba allí, tan viva

como antes, y derramando vida en torno; la mujer no podía

morir.

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