La Tía Tula

XVI

XVI

Apenas, fuera de la soberana, hubo abatimiento

en aquel hogar, pues los niños eran incapaces de darse cuenta de lo que había pasado, y Manuela, la viuda casi sin saberlo, concentraba su vida y su ánimo todos en luchar, al modo de una planta, por la

otra vida que llevaba en su seno y aun repitiendo, como un gemido

de res herida, que se quería morir. Gertrudis proveía a

todo.

Cerró los ojos al muerto, no sin decirse: «¿Me

estará mirando todavía… ?» Le amortajó como lo había hecho con su

tío, cubriéndole con un hábito sobre la ropa con que murió, y sin

quitarle esta, y luego, quebrantada pór un largo cansancio, por

fatiga de años, juntó un momento su boca a la boca fría de Ramiro,

y repasó sus vidas, que era su vida. Cuando el llanto de uno de los niños, del pequeñito, del hijo de la hospiciana, le hizo

desprenderse del muerto a ir a coger y acallar y mimar al que

vivía.

Manuela iba

hundiéndose.

—Yo, señora, me muero; no voy a poder

resistir esta vez; este parto me cuesta la

vida.

Y así fue. Dio a luz una niña, pero se iba en

sangre. La niña misma nació envuelta en sangre. Y Gertrudis tuvo

que vencer la repugnancia que la sangre, sobre todo la negra

cuajada, le producía. Siempre le costó una terrible brega consigo

misma el vencer este asco. Cuando una vez, poco antes de morir, su

hermana Rosa tuvo un vómito, Gertrudis huyó despavorida. Y no era

miedo, no; era, sobre todo, asco.

Murió Manuela, clavados en los ojos de

Gertrudis sus ojos, donde vagaban figuras de niebla sobre las

sombras del hospicio.

—Por tus hijos no pases cuidado —le había

dicho Gertrudis—, que yo he de vivir hasta dejarlos colocados y

que se puedan valer por sí en el mundo, y si no les dejaré sus

hermanos. Cuidaré sobre todo de esta última, ¡pobrecilla!, la que

te cuesta la vida. Yo seré su madre y su

padre.

—¡Gracias! ¡Gracias! ¡Gracias ¡Dios se lo

pagará! ¡Es una santa!

Y quiso besarle la mano, pero Gertrudis se

inclinó a ella, la besó en la frente y le puso su mejilla a que se

la besase. Y esas expresiones de gratitud repetíalas la hospiciana

como quien recita una lección aprendida desde niña. Y murió como

había vivido, como una res sumisa y paciente, más bien como un

enser.

Y fue esta muerte, tan natural, la que más

ahondó en el ánimo de Gertrudis, que había asistido a otras tres

ya. En esta creyó sentir mejor el sentido del enigma. Ni la de su

tío, ni la de su hermana, ni la de Ramiro horadaron tan hondo el

agujero que se iba abriendo en el centro de su alma. Era como si

esta muerte confirmara las otras tres, como si las iluminara a la

vez.

En sus solitarias cavilaciones se decía: «Los

otros se murieron; ¡a esta la han matado… !, ¡la ha matado… !, ¡la

hemos matado! ¿No la he matado yo más que nadie? ¿No la he traído

yo a este trance? ¿Pero es que la pobre ha vivido? ¿Es que pudo

vivir? ¿Es que nació acaso? Si fue expósita, ¿no ha sido exposición su muerte? ¿No lo fue su casamiento? ¿No la hemos echado en el

torno de la eternidad para que entre al hospicio de la Gloria? ¿No

será allí hospiciana también?» Y lo que más le acongojaba era el

pensamiento tenaz que le perseguía de lo que sentiría Rosa al

recibirla al lado suyo, al lado de Ramiro, y conocerla en el otro

mundo. Su tío, el buen sacerdote que les crió, cumplió su misión de este mundo, protegió con su presencia la crianza de ellas; su

hermana Rosa logró su deseo y gozó y dejó los hijos que había

querido tener; Ramiro… ¿Ramiro? Sí, también Ramiro hizo su

travesía, aunque a remo y de espaldas a la estrella que le marcaba

rumbo, y sufrió, pero con noble sufrir, y pecó y purgó su pecado;

pero, ¡y esta pobre que ni sufrió siquiera, que no pecó, sino se

pecó en ella y murió huérfana!… «Huérfana también murió Eva… » ,

pensaba Gertrudis. Y luego: «¡No; tuvo a Dios padre! ¿Y madre? Eva

no conoció madre… ¡Así se explica el pecado original… ! ¡Eva murió

huérfana de humanidad!» Y Eva le trajo el recuerdo del relato del

Génesis, que había leído poco antes, y cómo el Señor alentó al

hombre por la nariz soplo de vida, y se imaginó que se la quitase

por manera análoga. Y luego se figuraba que a aquella pobre

hospiciana, cuyo sentido de vida no comprendía, le quitó Dios la

vida de un beso posando sus infinitos labios invisibles, los que se cierran formando el cielo azul, sobre los labios, azulados por la

muerte, de la pobre muchacha, y sorbiéndole el aliento

así.

Y ahora quedábase Gertrudis con sus cinco

crías, y bregando, para la última, con

amas.

El mayor, Ramirín, era la viva imagen de su

padre, en figura y en gestos, y su tía proponíase combatir en él

desde entonces, desde pequeño, aquellos rasgos a inclinaciones de

aquel que, observando a este, había visto que más le perjudicaban.

«Tengo que estar alerta —se decía

Gertrudis— para cuando en él se despierte el

hombre, el macho más bien, y educarle a que haga su elección con

reposo y tiento.» Lo malo era que su salud no fuese del todo buena

y su desarrollo difícil y hasta doliente.

Y a todos había que sacarlos adelante en la

vida y educarlos en el culto a sus padres

perdidos.

¿Y los pobres niños de la hospiciana? «Esos

también son míos —pensaba Gertrudis—; tan míos como los otros,

como los de mi hermana, más míos aún. Porque estos son hijos de mi

pecado. ¿Del mío? ¿No más bien el de él? ¡No, de mi pecado! ¡Son

los hijos de mi pecado! ¡Sí, de mi pecado! ¡Pobre chica!» Y le

preocupaba sobre todo la pequeñita.

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