Meditación cuarta
MEDITACIÓN CUARTA
De lo verdadero y de lo falso
Tanto me he acostumbrado, durante los días pasados, a separar mi espíritu de los sentidos; tan exactamente he notado que es bien poco lo que sabemos con certeza de las cosas corporales, y que mucho más conocemos acerca del espíritu humano, y más aún del mismo Dios, que será para mí fácil ahora el apartar mi pensamiento de la consideración de lo sensible o imaginable, para dirigirlo a la de aquellas cosas que, por estar desprovistas de toda materia, son puramente inteligibles. Y, por cierto, la idea que tengo del espíritu humano, en cuanto es una cosa que piensa y no tiene extensión en longitud, anchura ni profundidad, y no participa en nada de lo que al cuerpo pertenece es, sin comparación, más distinta que la idea de una cosa corporal. Y cuando considero que dudo, es decir, que soy cosa incompleta y dependiente, es decir, de Dios, con tanta distinción y claridad; y tanta es también la evidencia con que concluyo que Dios existe y que mi existencia propia depende de Él enteramente, en todos los momentos de mi vida, derivando estas conclusiones de que la idea de Dios está en mí o también de que yo soy o existo, que no pienso que el espíritu humano pueda conocer cosa alguna con mayor evidencia y certeza. Y ya me parece que descubro un camino que nos llevará de esta contemplación del Dios verdadero, en quien se hallan encerrados todos los tesoros de la ciencia y de la sabiduría, al conocimiento de las otras cosas del universo.
Porque, primero, reconoce que es imposible que me engañe Dios nunca, puesto que en el engaño y en el fraude hay una especie de imperfección; y aunque parezca que poder burlar es señal de sutileza o potencia, sin embargo, querer burlar es, sin duda alguna, un signo de debilidad o malicia, por lo cual no puede estar en Dios. Reconozco, además, por propia experiencia, que hay en mí cierta facultad de juzgar o discernir lo verdadero de lo falso, que sin duda he recibido de Dios, como todo cuanto hay en mi y yo poseo; y puesto que es imposible que Dios quiera engañarme, es también cierto que no me ha dado tal facultad para que me conduzca al error, si uso bien de ella.
Y de esto no cabría duda alguna, si no fuera porque, al parecer, puede derivarse de aquí la consecuencia de que nunca puedo equivocarme; pues si todo lo que hay en mí viene de Dios y si Dios no me ha dado ninguna facultad de errar, parece que nunca deberé engañarme. Y es cierto, en efecto, que cuando me considero sólo como oriundo de Dios y me vuelvo todo hacia Él, no descubro en mí ninguna causa de error o de falsedad, pero tan pronto como vengo a mirarme a mí mismo, declárame la experiencia que cometo, sin embargo, infinidad de errores y, al buscar la causa de ellos, advierto que no sólo se presenta a mi pensamiento una idea real y positiva de Dios, o sea de un ser sumamente perfecto, sino también, por decirlo así, cierta idea negativa de la nada, es decir, de lo que se halla infinitamente lejos de toda suerte de perfección; y me veo como en un término medio entre Dios y la nada, esto es, colocado de tal suerte entre el Ser Supremo y el no ser que, ciertamente, en cuanto que soy un producto del Ser Supremo, nada hay en mí que pueda inducirme a error, pero si me considero como partícipe, en cierto modo, de la nada o del no ser, es decir, si me considero como no siendo yo mismo el Ser Supremo y careciendo de varías cosas, veóme expuesto a infinidad de defectos, de tal suerte que no es extraño que me equivoque mucho. Y así vengo a reconocer que el error, como tal, no es nada real y derivado de Dios, sino un defecto, y por lo tanto que, para errar, no necesito una facultad que Dios me diera particularmente para ello, sino que, si me engaño, es porque la potencia que Dios me ha dado de discernir lo verdadero de lo falso no es infinita en mí.
Sin embargo, esto aún no me satisface por completo, pues el error no es una pura negación, es decir, simple falta o carencia de una perfección, que no me es debida, sino la privación de un conocimiento que parece que yo debiera tener. Ahora bien: si consideramos la naturaleza de Dios, no parece posible que haya puesto en mí una facultad que no sea perfecta en su género, es decir, que carezca de alguna perfección que le sea debida; pues si es verdad que, cuanto más experto es el artífice, tanto más perfectas y cumplidas son las obras que salen de sus manos, ¿qué puede haber producido el Supremo Creador del universo que no sea perfecto y del todo acabado en todas sus partes? Y ciertamente no cabe duda de que Dios pudo crearme tal que no me equivocase nunca; cierto es también que Dios quiere siempre lo mejor; ¿es, pues, mejor poder que no poder errar.
Al considerar esto con atención, me ocurre ante todo pensar que no debo extrañarme de no poder comprender por qué hace Dios lo que hace, y que no por eso hay que dudar de su existencia; porque acaso veo por experiencia muchas otras cosas que existen, sin poder comprender por qué ni cómo las ha hecho Dios; pues sabiendo, como sé, que mi naturaleza es en extremo endeble y limitada y que la de Dios, por el contrario, es inmensa, incomprensible e infinita, ya no me es difícil desconocer que hay infinitas cosas en su poder cuyas causas exceden al alcance de mi espíritu; y basta esta razón para persuadirme de que todas esas causas, que suelen sacarse de los fines, no tienen aplicación alguna en las cosas físicas o naturales; pues no me parece que se pueda, sin temeridad, indagar y tratar de descubrir los fines impenetrables de Dios.
Además, ocúrreseme también pensar que no debe considerarse una sola criatura por separado, cuando se examina si las obras de Dios son perfectas, sino en general todas las criaturas juntas; pues una cosa que pudiera parecer, con cierta especie de razón, muy imperfecta si estuviese sola en el mundo, no deja de ser muy perfecta si se considera como una parte del universo todo; y aun cuando, desde que concebí el propósito de dudar de todo, no he conocido con certeza nada, sino mi propia existencia y la de Dios, sin embargo, habiendo también reconocido el poder infinito de Dios, no puedo negar que haya producido otras muchas cosas o, por lo menos, que pueda producirlas de tal suerte que yo exista y me vea situado en el mundo, como parte de la universalidad de los seres.
Después de esto, mirándome más de cerca y considerando cuáles son mis errores, que por sí solos demuestran que hay en mí imperfección, encuentro que dependen del concurso de dos causas, a saber: facultad de conocer, que hay en mí, y la facultad de elegir, o sea mi libre albedrío; esto es, mi entendimiento y mi voluntad. Pues yo, por medio del entendimiento no afirmo ni niego cosa alguna, sino que concibo solamente las ideas de las cosas que puedo afirmar o negar. Y considerándolo precisamente así, puede decirse que no se encuentra nunca en él error alguno, con tal de que se tome la palabra error en su significación propia. Y aun cuando hay quizá en el mundo una infinidad de cosas, de que mi entendimiento no tiene idea alguna, no por eso puede decirse que esté privado de esas ideas, como si ellas fuesen debidas a la naturaleza del entendimiento, sino sólo que no las tiene, porque, en efecto, no hay nin guna razón que pueda demostrar que Dios debió darme una facultad de conocer más amplia y grande que la que me ha dado; y por muy diestro y sabio que me represente al divino artífice, no he de pensar por eso que debió poner en todas y cada una de sus obras las perfecciones todas que puede poner en algunas. No puedo quejarme tampoco de que Dios no me haya dado un libre albedrío o una voluntad bastante amplia y perfecta, puesto que la siento tan amplia y extensa, que no la veo encerrada en ningunos límites. Y lo que me parece muy notable en este punto, es que de entre todas las otras cosas que hay en mí, no hay ninguna que sea tan perfecta y grande que no reconozca yo que podría muy bien ser aún más perfecta y grande. Pues por ejemplo, si considero la facultad de concebir, encuentro que es muy pequeña en extensión y sumamente limitada, y me represento al mismo tiempo la idea de otra facultad mucho más amplia y hasta infinita; y porque puedo representarme esta idea, conozco sin dificultad que esa facultad infinita pertenece a la naturaleza divina. De igual modo, si examino la memoria o la imaginación o alguna otra facultad que esté en mí, ninguna encuentro que no sea pequeñísima y limitadísima, mientras que en Dios es inmensa e infinita. Sólo la voluntad o libertad del albedrío la siento en mí tan grande, que no concibo idea de otra más amplia y extensa: de suerte que es ella principalmente la que me hace saber que estoy hecho a imagen y semejanza de Dios. Pues aun cuando es, sin comparación, mayor en Dios que en mí, tanto por razón del conocimiento y de la potencia que con ella se juntan y la hacen más firme y eficaz, cuanto también por razón del objeto, pues refiere y extiende a una infinidad de cosas más, sin embargo no me parece muy grande si la considero formal y precisamente en sí misma. Pues consiste tan sólo en que podemos hacer una cosa o no hacerla, es decir, afirmar o negar, buscar o evitar una misma cosa; o, mejor dicho, consiste sólo en que, para afirmar o negar, buscar o evitar las cosas que el entendimiento nos propone, obramos de suerte que no nos sentimos constreñidos por ninguna fuerza exterior. Pues para ser libre, no es necesario ser indiferente a la elección de uno u otro de los dos contrarios, sino que, cuanto más propendo a uno de ellos, sea porque conozco con evidencia que el bien y la verdad están en él, o porque Dios dispone así el interior de mi pensamiento, tanto más libremente lo elijo y abrazo; y, ciertamente, la gracia divina y el conocimiento natural, lejos de disminuir mi libertad, la aumentan y fortifican; de suerte que esa indiferencia que siento, cuando ninguna razón me arrastra, por su peso, hacia uno u otro lado, es el grado inferior de la libertad y más denota defecto en el conocimiento que perfección en la voluntad; pues si siempre tuviéramos un conocimiento claro de lo que es verdadero y bueno, nunca sería laboriosa la deliberación acerca del juicio o elección que habríamos de tomar, y por ende, seríamos del todo libres, sin ser nunca indiferentes.
Por todo esto, reconozco que ni la potencia de querer, que he recibido de Dios, es por sí misma la causa de mis errores, pues que es amplísima y perfectísima en su género, ni tampoco la potencia de entender o concebir, pues como nada concibo si no es mediante esta potencia que Dios me ha dado para concebir, sin duda que todo cuanto concibo lo concibo como es debido, y no es posible que en esto me engañe. ¿De dónde nacen, pues, mis errores? Nacen de que la voluntad, siendo mucho más amplia y extensa que el entendimiento, no se contiene dentro de los mismos límites, sino que se extiende también a las cosas que no comprendo; y, como de suyo es indiferente, se extravía con mucha facilidad y elige lo falso en vez de lo verdadero, el mal en vez del bien: por todo lo cual sucede que me engaño y peco.
Por ejemplo: días pasados examinaba yo si existía verdaderamente algo en el mundo; y conociendo que, puesto que examinaba esta cuestión, se seguía, muy evidentemente, que yo mismo existía, no pude por menos de juzgar que una cosa, tan claramente concebida, era verdadera, no porque me forzaran a ello causas exteriores, sino sólo porque, de la gran claridad que en mi entendimiento había, se siguió una gran inclinación en mi voluntad: y con tanta mayor libertad di en creerlo, cuanto menor fue la indiferencia. Por el contrario, ahora no sólo conozco que existo como una cosa que piensa, sino que también se presenta a mi espíritu cierta idea de la naturaleza corporal, por la cual dudo si esta naturaleza pensante que hay en mí, o más bien, que soy yo, es diferente de la naturaleza corporal, o si ambas no serán una misma cosa; y supongo aquí, ahora, que no conozco aún razón alguna que me decida por esto mejor que por lo otro; de donde se sigue que soy indiferente por completo a afirmarlo o negarlo, o hasta abstenerme de formular juicio.
Y esta indiferencia no se extiende sólo a las cosas de que el entendimiento no tiene conocimiento, sino en general, también a todas cuantas no descubre con perfecta claridad, en el momento en que delibera la voluntad: pues por probables que sean las conjeturas que me inclinan a juzgar de algo, basta el conocimiento que tengo de que sólo son conjeturas y no ciertas e indudables razones, para darme ocasión de juzgar lo contrario, y esto lo he experimentado suficientemente días pasados, cuando supuse falso todo lo que había considerado antes como verdadero, por sólo haber notado que podía, en cierto modo, ponerse en duda. Pues bien: si me abstengo de dar mi juicio sobre una cosa, cuando no la concibo con bastante claridad y distinción, es evidente que hago bien y no me engaño; pero si me dedico a afirmarlo o negarlo, entonces no hago el uso que debo de mi libre albedrío; y si afirmo lo que no es verdadero, es evidente que me equivoco; y aun cuando resulte que juzgo según la verdad, ello será debido a la casualidad, y no dejaré de haber faltado y usado mal de mi libre albedrío, pues enséñanos la luz natural que el conocimiento del entendimiento ha de preceder siempre a la determinación de la voluntad.
En este mal uso del libre albedrío está, pues, la privación que constituye la forma del error. La privación, digo, se encuentra en la operación, en cuanto que procede de mí, mas no se encuentra en la facultad que he recibido de Dios; ni siquiera en la operación, en cuanto que depende de él; porque no tengo ciertamente motivo ninguno para quejarme de que Dios no me haya dado una inteligencia más amplia y una luz más perfecta que las que me ha dado, puesto que es propio de la naturaleza de un entendimiento finito el no entender varias cosas, y de la naturaleza de un entendimiento creado al ser finito; motivos muchos tengo, en cambio, para darle las gracias porque, no debiéndome nada, me ha dado, sin embargo, las pocas perfecciones que están en mí, en lugar de concebir tan injustos sentimientos como serian imaginar que me ha quitado o sustraído injustamente las demás perfecciones que no me ha dado.
Tampoco tengo por qué quejarme de que me haya dado una voluntad más amplia que el entendimiento, puesto que la voluntad, no consistiendo sino en una sola cosa y, por decirlo así, en un indivisible, parece que por naturaleza es tal, que nada podría quitársela, sin destruirla: y ciertamente cuanta más extensión tenga, más obligado estaré a gratitud, por la bondad de quien me la ha dado.
Por último, no debo tampoco quejarme de que Dios concurra conmigo a formar los actos de esa voluntad, es decir, los juicios engañosos que yo hago, pues los tales actos son por completo verdaderos y absolutamente buenos, en cuanto que dependen de Dios; y, en cierto modo, hay en mi naturaleza más perfección por poderlos formar, que si no pudiera hacerlo. En lo que toca a la privación, que es lo único en que consiste la razón formal del error y del pecado, no necesita ningún concurso de Dios, porque no es una cosa o un ser; y si es referida a Dios como causa, no debe llamarse privación, sino sólo negación, según el significado que estas palabras tienen en la escuela. Pues en efecto, no es en Dios imperfección el haberme dado la libertad de fallar un juicio o de no fallarlo, sobre cosas de las que no he puesto en mi entendimiento un conocimiento claro y distinto; pero es en mí, sin duda, una imperfección el no usar bien de esa libertad y fallar juicios temerarios sobre cosas que concibo oscuras y confusas.
Sin embargo, veo que hubiera sido fácil a Dios el hacer de manera que nunca me equivocase, aun permaneciendo libre y siendo limitado mi conocimiento; bastábale haber dado a mi entendimiento una inteligencia clara y distinta de todas aquellas cosas que hubieran de ser objeto de mis deliberaciones, o bien sólo haber impreso tan profundamente en mi memoria la resolución de no juzgar nunca una cosa sin concebirla clara y distinta, que no pudiera nunca olvidarla. Y bien advierto que, considerándome solo y aislado en el mundo, hubiera sido yo mucho más perfecto de lo que soy si Dios me hubiera creado incapaz de equivocarme; pero no por eso puedo negar que, en el universo, es más perfección, en cierto modo, el que algunas partes no carezcan de defecto y otras sí, que si fuesen todas iguales.
Y no tengo ningún derecho a quejarme de que Dios, al ponerme en el mundo, no me haya colocado entre las cosas más nobles y perfectas; y aun tengo motivos para estar contento, porque si bien no me ha dado la perfección de no errar, empleando el primero de los medios citados más arriba, que es el de dar a mi entendimiento un conocimiento claro y evidente de todas aquellas cosas de que pueda deliberar, en cambio ha dejado, por lo menos, en mi poder el otro medio, que es mantenerme firme en la resolución de no dar nunca mi juicio sobre cosas cuya verdad no conozca claramente; pues aunque experimento en mí mismo la debilidad de no poder adherir continuamente mi espíritu a un mismo pensamiento, puedo, sin embargo, por medio de una meditación atenta y reiterada, imprimirlo hondamente en la memoria, hasta el punto de no dejar nunca de recordarlo, cuando lo necesite, adquiriendo así la costumbre de no errar; y por cuanto en esto consiste la más grande y principal perfección del hombre, estimo que no ha sido de poco provecho la meditación de hoy, que me ha descubierto la causa del error y la falsedad.
Y, por cierto, no puede haber otra que la que he explicado, pues mientras contengo mi voluntad dentro de los límites de mi conocimiento, sin juzgar más que de aquellas cosas que el entendimiento representa claras y distintas, no puede suceder que me equivoque, porque toda la concepción clara y distinta es, sin duda, algo y, por lo tanto, no puede provenir de la nada, y debe necesariamente ser obra de Dios, quien siendo sumamente perfecto, no puede ser causa de error; y, por consiguiente, hay que concluir que esa concepción o ese juicio es verdadero. Por lo demás, no sólo he aprendido hoy lo que debo evitar para no errar, sino también lo que debo hacer para llegar al conocimiento de la verdad. Pues de seguro que llegaré a alcanzarlo, si detengo bastante mi atención sobre las cosas que concibo perfectamente, separándolas de las que concibo confusas y oscuras: de todo lo cual me cuidaré mucho en adelante.