Discurso del Método / Meditaciones metafísicas

A los señores decanos y doctores…

A los señores decanos y doctores de la Sagrada Facultad de Teología de París

SEÑORES:

Es tan justa la razón que me lleva a presentaros esta obra, y estoy seguro que, una vez que conozcáis sus propósitos, hallaréis tan justos motivos para concederle vuestra protección, que pienso que nada mejor puedo hacer, para que la tengáis por recomendable, en cierto modo, que deciros en pocas palabras lo que me he propuesto. Siempre he estimado que las dos cuestiones de Dios y del alma eran las que principalmente requieren ser demostradas, más por razones de filosofía que de teología, pues aun cuando a nosotros los fieles nos basta la fe para creer que hay un Dios y que el alma humana no muere con el cuerpo, no parece ciertamente que sea posible inculcar nunca a los infieles religión alguna, ni aun casi virtud moral alguna, si no se les da primero la prueba de esas dos cosas, por razón natural; y por cuanto a menudo en esta vida propónense mayores recompensas para los vicios que para las virtudes, pocos serían los que prefiriesen lo justo a lo útil, si no fuera porque les contiene el temor de Dios y la esperanza de otra vida: y aun cuando es absolutamente verdadero que hay que creer que hay un Dios, porque así lo enseña la Sagrada Escritura, y, por otra parte, hay que dar crédito a la Sagrada Escritura, porque viene de Dios (y la razón de esto es que, siendo la fe un don de Dios, el mismo que concede la gracia para creer en las otras cosas, puede concederla también para creer en su propia existencia), sin embargo, no se podría proponer esto a los infieles, quienes acaso imaginaran que se comete aquí la falta que los lógicos llaman círculo.

Y por cierto he notado que vosotros, señores, y todos los demás teólogos, no sólo afirmáis que la existencia de Dios puede probarse por razón natural, sino también que de la Sagrada Escritura se infiere que su conocimiento es mucho más claro que el que tenemos de varias cosas creadas, y que es, efectivamente, tan fácil, que los que carecen de él, son culpables; como aparece en estas palabras del libro de la Sabiduría, capítulo XIII, en donde se dice que su ignorancia no tiene perdón, pues si su espíritu ha penetrado tan adentro en el conocimiento de las cosas del mundo, ¿cómo es posible que no hayan reconocido tanto más fácilmente al Señor Soberano?[44]; y en los Romanos, capítulo I, se dice que son inexcusables; y en el mismo lugar dícense estas palabras: porque lo que de Dios se conoce, en ellos es manifiesto[45], las cuales parecen advertirnos que todo cuanto puede saberse de Dios es demostrable por razones, que no es preciso sacar de otra parte, sino de nosotros mismos y de la mera consideración de la naturaleza de nuestro espíritu. Por todo lo cual, he creído que no sería contrario a la obligación de un filósofo el explicar aquí cómo y por qué vía podemos, sin salir de nosotros mismos, conocer a Dios más fácilmente y más ciertamente que conocemos las cosas del mundo.

Y en lo que el alma se refiere, aunque han creído muchos que no es fácil conocer su naturaleza hasta han llegado algunos a decir que las humanas razones nos persuaden de que muere con el cuerpo y que solamente la fe nos enseña lo contrario, sin embargo, por cuanto las tales opiniones fueron condenadas en la sesión 8.a del Concilio Lateranense, bajo León X, el cual ordena expresamente a los filósofos cristianos que contesten a esos argumentos y pongan todas las fuerzas de su ingenio en declarar la verdad, me he atrevido a acometer la empresa en el presente escrito. Sabiendo, además, que la razón principal por que varios impíos no quieren creer que haya Dios y que el alma humana sea distinta del cuerpo, es porque dicen que nadie hasta ahora ha podido demostrar esas dos cosas; aunque yo no soy de su opinión, sino, por el contrario, pienso que la mayor parte de las razones aducidas por tantos grandes personajes, sobre esas cuestiones, son otras tantas demostraciones, si son bien entendidas, y que casi es imposible inventar otras nuevas; sin embargo, creo que nada más útil puede hacerse en la filosofía que buscar de una vez las mejores, con sumo cuidado, y disponerlas en un orden tan claro y exacto que, en adelante, a todo el mundo le conste que son verdaderas demostraciones. Y, por último, varias personas lo han solicitado de mí, porque han tenido conocimiento de que vengo cultivando cierto método para resolver toda suerte de dificultades en las ciencias, método que, a decir verdad, no es nuevo, pues nada hay más antiguo que la verdad, pero que ellos saben que he empleado con bastante fortuna en otras coyunturas, por lo cual he pensado que era deber mío experimentarlo aquí también en tan importante asunto.

Así he trabajado cuanto he podido para poner en este tratado todo lo que he conseguido descubrir mediante ese método. No es que haya recogido aquí todas las razones varias que podrían adelantarse en prueba de tan grande asunto; pues siempre he creído que tal abundancia no es necesaria, sino cuando ninguna de las razones es cierta. He tratado, pues, solamente las primeras y principales, de tal suerte que me atrevo a proponerlas como muy evidentes y muy ciertas demostraciones. Y diré, además, que son tales, que no creo que haya ningún otro camino por donde el ingenio humano pueda descubrir mejores pruebas; que la importancia del tema y la gloría de Dios, a que todo esto se refiere, me obligan a hablar aquí de mí mismo, con alguna mayor libertad de lo que suelo usar. Sin embargo, por muy ciertas y evidentes que me parezcan mis razones, no estoy persuadido de que todo el mundo sea capaz de entenderlas. Así como en la geometría hay algunas que nos han legado Arquímedes, Apolonio, Pappus y otros, las cuales son admitidas por todo el mundo como muy ciertas y evidentes, porque nada contienen que, considerado aparte, no sea muy fácil conocer, y además todas se siguen unas de otras en exacto enlace y dependencia con las anteriores; y, sin embargo, por ser algo largas y exigir un ingenio muy entero, no son comprendidas y entendidas sino por poquísimas personas, así también, aunque yo estimo que las razones de que hago uso aquí igualan y hasta superan en certeza y evidencia a las demostraciones de la geometría, sin embargo, temo que no puedan ser suficientemente entendidas por algunos, no sólo porque son también algo largas y enlazadas unas con otras, sino principalmente porque requieren un ingenio por completo exento de prejuicios y que sea capaz de librarse con facilidad del comercio de los sentidos. Y, a decir verdad, no son tantos en el mundo los que sirven para las especulaciones de la metafísica, como para las de la geometría. Y además, hay esta diferencia: que en la geometría, como todos están hechos a la opinión de que nada se propone sin una demostración cierta, resulta que los que no están del todo versados en esa ciencia, cometen con más frecuencia el pecado de aprobar falsas demostraciones, para dar a entender que las comprenden, que el de refutar las verdaderas. No ocurre otro tanto en la filosofía, pues aquí creen todos que todo es problemático y pocas personas se dedican a investigar la verdad; y aun muchos, deseando adquirir fama de espíritus fuertes, se empeñan en combatir con arrogancia las verdades más aparentes.

Por todo lo cual, señores, a pesar de la fuerza que puedan tener mis razones, como pertenecen a la filosofía, no espero que produzcan gran efecto en los espíritus, si vosotros no les concedéis vuestra protección. Pero siendo tanta la estimación que todo el mundo siente por vuestra sociedad y gozando el nombre de la Sorbona de tan grande autoridad, que en lo tocante a la fe ninguna otra compañía, después de los sagrados concilios, ha visto nunca tan respetados sus fallos, y no sólo en cosas de fe, sino también en lo que se refiere a la humana filosofía, pues nadie cree que sea posible hallar mayor solidez y más conocimientos que los que vosotros tenéis, ni más prudencia e integridad en la emisión de los juicios, no dudo que si os dignáis acoger este escrito con el cuidado de favorecerlo corrigiéndolo (pues conozco, no sólo mi flaqueza, sino también mi ignorancia, y no me atrevo a asegurar que no contenga error alguno), y después añadiendo lo que le falte, acabando lo que esté imperfecto, y tomándoos el trabajo de dar más amplia explicación de las cosas que lo necesiten, o al menos de advertírmelas para que yo lo haga; y, por último, cuando las razones con que pruebo que hay un Dios y que el alma humana difiere del cuerpo, hayan llegado a tal punto de claridad y de evidencia, a que estoy seguro pueden llegar que deban ser tenidas por muy exactas demostraciones, si entonces os dignáis autorizarlas con vuestra aprobación y dar testimonio público de su verdad y certidumbre, no dudo, repito, que después de esto, todos los errores y falsas opiniones que han existido tocante a estas dos cuestiones, queden pronto borrados del espíritu de los hombres. Pues la verdad será tal, que los doctos y los hombres de ingenio acatarán vuestro juicio y vuestra autoridad; los ateos, que suelen ser más arrogantes que doctos y juiciosos, renunciarán a su espíritu de contradicción, o hasta quizá lleguen a defender las razones que vean admitidas como demostrativas por todos los hombres de buen ingenio, temiendo que se crea que no las entienden; y, por último, todos los demás se rendirán fácilmente ante tantos y tales testimonios y no habrá nadie que se atreva a poner en duda la existencia de Dios y la distinción real y verdadera del alma humana y del cuerpo.

A vosotros toca ahora apreciar las ventajas que proporcionaría el sólido establecimiento de esta creencia, ya que vosotros conocéis bien los desórdenes que produce el dudar de su verdad; pero sería desconsiderado, por mi parte, seguir recomendando la causa de Dios y de la religión a quienes han sido siempre sus más firmes columnas.

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