El misterioso Sr Brown

Capítulo XVI - Más aventuras de Tommy

Capítulo XVI Más aventuras de Tommy

Tommy fue volviendo lentamente a la vida desde una oscuridad salpicada de destellos. Cuando al fin consiguió abrir los ojos, lo único de que tuvo conciencia fue de un agudo dolor en las sienes. Vislumbró apenas un ambiente desconocido. ¿Dónde estaba? ¿Qué había ocurrido?

Parpadeó. Aquella no era su habitación del Ritz. ¿Y qué diablos le pasaba a su cabeza?

—¡Maldita sea! —dijo Tommy, intentando incorporarse al recordar. Se encontraba en aquella siniestra casa del Soho y con un gemido volvió a dejarse caer como estaba.

Con un gran esfuerzo, porque apenas si podía mantener los ojos abiertos, fue inspeccionándolo todo con suma atención.

—Ya vuelve en sí —dijo una voz cerca de su oído, que reconoció enseguida como la del alemán de la barba. Procuró no moverse. Sería una pena despertar demasiado deprisa y, hasta que el dolor de cabeza no se amortiguara un poco, no sería capaz de coordinar sus ideas. Penosamente trató de recordar lo ocurrido. Sin duda, alguien debió haberse deslizado a sus espaldas para propinarle un golpe en la cabeza. Ahora sabían que era un espía y debían tenerlo bajo vigilancia. Estaba perdido. Sus amigos ignoraban su paradero y, por lo tanto, no cabía esperar ayuda exterior; solo le restaba confiar en su propia inteligencia.

Bueno, ahí va, murmuró para sus adentros y repitió su exclamación anterior.

—¡Maldita sea! —Esta vez consiguió incorporarse.

Al minuto siguiente, el alemán le acercaba un vaso a los labios.

—Beba esto.

Tommy obedeció. El brebaje le hizo toser, pero le despejó las ideas de inmediato.

Se encontraba tendido sobre un diván, en la misma habitación en que se había celebrado la reunión. A un lado estaba el alemán y, en el otro, el portero con cara de villano que le había dejado entrar. Los demás se hallaban agrupados a cierta distancia. Sin embargo, Tommy echó de menos un rostro. El hombre conocido por el Número Uno ya no estaba entre ellos.

—¿Se encuentra mejor? —le preguntó el alemán.

—Sí, gracias —respondió Tommy, en tono animoso.

—¡Mi joven amigo, ha sido una suerte que tuviera el cráneo tan duro! El bueno de Conrad le dio un buen porrazo —Señaló al siniestro portero.

El hombre sonrió.

Tommy volvió la cabeza hacia un lado con doloroso esfuerzo.

—¡Oh! De modo que usted es Conrad. A mí me parece que la dureza de mi cráneo ha sido una suerte también para usted. Al verlo, considero una lástima haberle permitido escapar del verdugo.

El aludido gruñó y el alemán de la barba dijo sin alterarse:

—No hubiera corrido ningún riesgo.

—Como guste. Sé que está de moda despistar a la policía. Yo tampoco confío mucho en ella.

Sus modales eran de lo más desenvuelto. Tommy era uno de esos jóvenes ingleses que no se distinguen por ninguna dote intelectual especial, pero que saben portarse de un modo inmejorable en un momento difícil. Tommy se daba perfecta cuenta de que la única oportunidad de escapar estaba en su ingenio y, detrás de sus maneras despreocupadas, su cerebro trabajaba a toda velocidad.

—¿Tiene usted algo que decir antes de morir por espía? —dijo el alemán, reanudando la conversación.

—Montones de cosas —replicó Tommy con la misma naturalidad de antes.

—¿Niega haber escuchado detrás de esa puerta?

—No. Debo disculparme, pero su conversación era tan interesante que venció mis escrúpulos.

—¿Cómo entró aquí?

—El amigo Conrad me abrió la puerta —Tommy le sonrió—. No quisiera sugerirles que lo despidan, pero la verdad es que deberían tener un vigilante más de fiar.

Conrad gruñó y, cuando el de la barba se volvió hacia él, dijo:

—Me dio la contraseña. ¿Cómo iba a saberlo?

—Sí —intervino Tommy—. ¿Cómo iba a saberlo? No le echen la culpa al pobre. Su impulsiva acción me ha proporcionado el placer de verlos cara a cara.

Sus palabras causaron cierta inquietud en el grupo, pero el alemán los tranquilizó con un ligero ademán de la mano.

—Los muertos no hablan —dijo en tono de sentencia.

—¡Ah! —exclamó Tommy—. ¡Pero yo aún no estoy muerto!

—Pero no tardará en estarlo —afirmó el alemán, coreado por un murmullo de aprobación.

Tommy notó que el corazón le latía deprisa, pero su presencia de ánimo no lo abandonó.

—Creo que no —dijo con firmeza—. Voy a darles muchas dificultades.

Al ver el rostro del alemán, comprendió que los había intrigado.

—¿Es capaz de darme una sola razón por la que no podamos matarlo? —le preguntó.

—Varias —replicó Tommy—. Escuche, ha estado haciéndome una serie de preguntas. Ahora voy a hacerle una yo. ¿Por qué no me han matado antes de que recobrase el conocimiento?

El alemán vaciló y Beresford se aprovechó de aquella circunstancia.

—Porque ignoraban lo que yo sabía y dónde había obtenido esas informaciones. Y si me matan ahora, no lo sabrán jamás.

Pero al llegar a este punto, Boris se adelantó con las manos en alto.

—¡Condenado espía! Hay que quitarlo de en medio enseguida. ¡Matadlo! ¡Matadlo!

Hubo un coro de aplausos.

—¿Ha oído? —dijo el alemán mirando a Tommy—. ¿Qué tiene que decir a esto?

—¿Decir? —Tommy se encogió de hombros—. Hatajo de imbéciles. Dejen que les haga unas cuantas preguntas. ¿Cómo entré en este lugar? Recuerdan las palabras del amigo Conrad: «Me dio la contraseña». ¿Recuerdan? ¿Cómo me enteré? No supondrán que vine al azar y dije la primera palabra que se me ocurrió.

Tommy quedó satisfecho de su discurso. Lo único que lamentaba era que Tuppence no estuviese allí para apreciarlo en todo su valor.

—Es cierto —exclamó de pronto el obrero—. ¡Camaradas, hemos sido traicionados!

Se levantó un murmullo y Tommy les sonrió envalentonado.

—Eso está mejor. ¿Cómo piensan triunfar en alguna empresa, si no utilizan el cerebro?

—Usted va a decirnos quién nos ha traicionado —señaló el alemán—. Aunque eso no lo salvará. ¡Oh, no! Nos dirá todo lo que sepa. Boris conoce muchos medios para que la gente hable.

—¡Bah! —dijo Tommy, luchando contra la sensación desagradable que sentía en la boca del estómago—. No van a torturarme, ni me matarán.

—¿Por qué no? —preguntó Boris.

—Porque de ese modo se quedarían sin la gallina de los huevos de oro —replicó Tommy sin inmutarse.

Hubo una pausa momentánea. Parecía como si la persistente certidumbre del muchacho los hubiera convencido al fin. Ya no estaban tan seguros de sí mismos. El hombre del traje raído lo miró detenidamente.

—Se está burlando de ti, Boris —opinó con calma.

En aquel momento Tommy lo odió. ¿Es que aquel hombre había conseguido leer sus pensamientos? El alemán se volvió hacia Tommy con esfuerzo.

—¿Qué quiere decir?

—¿Qué cree que quiero decir?

De pronto Boris se adelantó para descargar un puñetazo en el rostro del muchacho.

—¡Habla, cerdo inglés, habla!

—No se excite tanto, querido amigo —dijo Tommy con calma—. Eso es lo malo de ustedes, los extranjeros. No saben conservar la calma. Ahora, dígame, ¿piensan remotamente que podrán matarme?

Miró confiado a su alrededor, alegrándose de que no oyeran el fuerte latir de su corazón, que desmentiría su actitud.

—No —admitió Boris al fin—. No da esa impresión.

Gracias a Dios que no puede leer el pensamiento, se dijo Tommy y en voz alta agregó:

—¿Por qué estoy tan confiado? Porque sé algo que me coloca en posición de proponerles un trato.

—¿Un trato? —El de la barba lo miró extrañado.

—Sí, un trato. Mi vida y mi libertad a cambio de...

Hizo una pausa, durante la que se hubiera podido oír el vuelo de una mosca.

Tommy habló despacio.

—Los papeles que Danvers trajo de Estados Unidos en el Lusitania.

El efecto que produjeron sus palabras fue semejante al de una descarga eléctrica. Todos se levantaron, pero el alemán los contuvo con un gesto al mismo tiempo que se inclinaba sobre Tommy con el rostro rojo de excitación.

—Himmel! ¡Entonces los tiene usted!

Con un gesto de superioridad, Tommy meneó la cabeza.

—¿Sabe dónde están? —insistió el alemán.

Tommy volvió a negar con un ademán.

—No tengo la menor idea.

—Entonces... entonces... —Le fallaban las palabras.

Beresford miró a su alrededor y vio el furor y el asombro reflejados en cada uno de los rostros, pero su calma y seguridad habían logrado su objetivo, y nadie dudaba de que algo se ocultaba tras sus palabras.

—No sé dónde están esos papeles, pero creo que lograré encontrarlos. Tengo una teoría.

—¡Bah!

Tommy alzó la mano para acallar las protestas.

—Yo lo llamo teoría, pero estoy bastante seguro de ciertos hechos que no conoce nadie más que yo. Y de todas formas, ¿qué pueden perder? Si yo les traigo el documento, ustedes me dan a cambio mi vida y mi libertad. ¿Les parece bien?

—¿Y si nos negamos? —dijo el alemán.

Tommy se tendió en el diván.

—Para el día veintinueve faltan menos de quince días —manifestó, pensativo.

Por un momento el alemán vaciló y al cabo hizo un gesto a Conrad.

—Llévale a la otra habitación.

Durante cinco minutos, Tommy permaneció sentado sobre la cama de la habitación contigua. El corazón le latía con violencia. Lo había arriesgado todo a una carta. ¿Qué decidirían? Mientras esta pregunta martilleaba en su interior iba charlando despreocupadamente con su guardián, provocando sus manías homicidas.

Por fin se abrió la puerta y el alemán ordenó a Conrad que regresaran.

—Esperemos que el juez no se haya puesto el capuchón negro —observó Tommy en tono indiferente—. Está bien. Conrad, llévame adentro. Caballeros, el prisionero está en el banquillo.

El alemán había vuelto a sentarse detrás de la mesa e hizo que Tommy se colocara frente a él.

—Aceptamos sus condiciones. Los papeles nos deben ser entregados antes de ponerlo en libertad.

—¡No sea tonto! —dijo Tommy en tono amistoso—. ¿Cómo cree usted que voy a hacerme con ellos si me tiene aquí atado a la pata de la mesa?

—¿Qué espera entonces?

—Debo tener libertad para llevar el asunto a mi manera.

El alemán rió.

—¿Cree que somos niños para dejarle marchar por una bonita historia de promesas?

—No. Aunque hubiera sido mucho más sencillo para mí, la verdad es que no creía que aceptaran este plan. Muy bien, haremos otro arreglo. ¿Qué les parece si me acompaña Conrad? Es fiel y muy rápido con sus puños.

—Preferimos que se quede aquí —afirmó el alemán fríamente—. Uno de los nuestros llevará a cabo sus instrucciones. Si las operaciones son complicadas, volverá a informarle y usted le aconsejará de nuevo.

—Me ata usted las manos —se quejó Tommy—. Es un asunto muy delicado y ese individuo puede cometer una torpeza. ¿En qué situación quedaré yo entonces? No creo que ninguno de ustedes tenga un ápice de tacto.

El alemán golpeó la mesa.

—Estas son nuestras condiciones. ¡Si no, la muerte!

Tommy volvió a reclinarse.

—Me gusta su estilo. Breve, pero atractivo. Bien, sea. Pero hay una cosa esencial: tengo que ver a la muchacha.

—¿Qué muchacha?

—Jane Finn, por supuesto.

El otro lo miró con curiosidad durante algún tiempo y, finalmente, como si escogiera las palabras con gran cuidado, manifestó:

—¿Acaso no sabe que no puede decirle nada?

A Tommy el corazón le latió más deprisa. ¿Conseguiría ver cara a cara a la joven que buscaba?

—No voy a pedirle que me diga nada —dijo sin inmutarse—. Es decir, que me lo diga con palabras.

—Entonces, ¿para qué quiere verla?

—Para poder observar su rostro cuando le haga cierta pregunta.

De nuevo apareció una expresión en los ojos del alemán que Tommy no supo interpretar.

—No podrá responder a su pregunta.

—Eso no importa. Veré su rostro cuando se la haga.

—¡Y cree que eso va a decirle algo? —Soltó una risa desagradable y Tommy sintió más que nunca que había algo que no comprendía. El alemán lo miraba fijamente—. Me pregunto si después de todo sabrá tanto como pensamos.

El muchacho se sintió menos seguro que antes. ¿Qué habría dicho? Estaba intrigado y habló siguiendo el impulso del momento.

—Puede haber cosas que usted sepa y yo no. No pretendo conocer todos los detalles de su organización, pero yo a mi vez sé algo que usted ignora y esa es mi ventaja. Danvers era un individuo extremadamente inteligente...

Se interrumpió como si hubiera hablado más de la cuenta; el rostro del alemán se iluminó un tanto.

—Danvers —musitó—. Ya comprendo. —Hizo una pausa y luego agregó dirigiéndose a Conrad—: Llévale arriba. Arriba, ya sabes.

—Espere un minuto —dijo Tommy—. ¿Qué hay de la chica?

—Quizá lo arreglemos.

—Así tendrá que ser.

—Veremos. Solo puede decidirlo una persona.

—¿Quién? —preguntó el muchacho, aunque imaginaba la respuesta.

—El señor Brown...

—¿Lo veré?

—Tal vez.

—Vamos —ordenó Conrad con voz ronca.

Tommy se puso en pie, obediente. Una vez en el piso superior, Conrad abrió la puerta y lo hizo entrar en un cuartucho. Encendió un mechero de gas y salió. Tommy oyó el ruido de la llave al girar en la cerradura.

Se dispuso a examinar el lugar. Era una habitación más pequeña que la de abajo y su atmósfera un tanto peculiar. Entonces comprobó que no tenía ventanas. Las paredes estaban muy sucias, como todo lo demás, y de ellas colgaban cuatro grabados representando escenas de Fausto. Margarita con su joyero, la escena de la iglesia, Siebel y sus flores, Fausto y Mefistófeles... Este último le trajo de nuevo el recuerdo del señor Brown. En aquella estancia cerrada, con su puerta hermética y pesada, se sentía apartado del mundo y le parecía mucho más real el siniestro poder de aquel archicriminal. Allí, encerrado, nadie conseguiría oírle. Aquel lugar era una tumba.

Se rehizo con un esfuerzo. Se sentó en la cama para entregarse a la reflexión. Le dolía mucho la cabeza y además estaba hambriento. El silencio de aquel lugar era desesperante.

De todas formas, se dijo, tratando de animarse, veré al jefe, al misterioso señor Brown, y con un poco de suerte, para poder continuar la farsa, incluso a Jane Finn. Después...

Después Tommy se vio obligado a admitir que el porvenir se presentaba muy negro.

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