Capítulo III - Un paso atrás
Capítulo III Un paso atrás
El momento no fue tan triunfal como se esperaba. Para empezar, los recursos de los bolsillos de Tommy eran algo limitados. Al fin consiguieron reunir el importe. El taxista, con un surtido de monedas en la mano, fue invitado a marcharse, cosa que hizo después de preguntar, indignado, qué creía que le estaba dando el caballero.
—Me parece que le has dado demasiado, Tommy —opinó Tuppence, con falsa inocencia—. Creo que quiere devolverte algo.
Fue posiblemente aquel comentario lo que indujo al conductor a emprender de nuevo la marcha.
—Bueno —dijo Tommy cuando al fin pudo expresar sus sentimientos—, ¿por qué diablos has tenido que tomar un taxi?
—Temía llegar tarde y hacerte esperar —replicó Tuppence amablemente.
—¡Temías... llegar... tarde! ¡Oh, Dios, eres un caso perdido!
—Es cierto —continuó Tuppence, con los ojos muy abiertos—. El billete más pequeño que tengo es de cinco libras.
—Has representado muy bien la comedia, pequeña, pero de todas maneras el tipo no se la ha creído ni por un momento.
—No —repuso Tuppence pensativa—, no se la ha creído. Eso es lo curioso cuando dices la verdad. Nadie te cree. Lo he descubierto esta mañana. Ahora vamos a comer. ¿Qué te parece el Savoy?
Tommy sonrió.
—¿Por qué no el Ritz?
—Pensándolo mejor, prefiero ir a Piccadilly. Está más cerca. No tendremos que tomar otro taxi. Vamos.
—¿Es este un nuevo tipo de humor? ¿O es que has perdido el juicio?
—Tu segunda suposición es la acertada. He conseguido dinero y ha sido una impresión demasiado fuerte para mí. Para este desequilibrio mental los médicos recomiendan cantidades ilimitadas de hors d'oeuvre, langouste a l'américaine, pollo Newberg y peche Melba. ¡Vamos!
—Tuppence, muchacha, ¿qué te ha dado?
—¡Oh, algo increíble! —Tuppence abrió su bolso—. ¡Mira esto, y esto, y esto!
—¡Querida, no agites las libras de esa manera!
—No son libras, sino cinco veces mejor que eso, y este es diez veces mejor.
Tommy lanzó un gemido.
—¡Debo de haber estado bebiendo sin darme cuenta! ¿Estoy soñando, o es verdad que veo una multitud de billetes de cinco libras agitadas de un modo peligroso?
—Es bien cierto. Ahora, ¿quieres que vayamos a comer?
—Iré donde quieras. Pero ¿qué has hecho? ¿Asaltar un banco?
—Todo a su debido tiempo. Qué lugar tan odioso es Piccadilly Circus. Ahí viene un autobús enorme dispuesto a atropellarnos. ¡Sería terrible que aplastara los billetes!
—¿Vamos al grill? —preguntó el muchacho cuando llegaron sanos y salvos a la otra acera.
—El otro es más caro —protestó Tuppence.
—Eso no es más que una perversa extravagancia. Vamos abajo.
—¿Estás seguro de que me darán todo lo que deseo?
—¿Ese menú tan nocivo que acabas de mencionar? Claro que sí, o al menos todo lo que puedas comer.
Entraron y se sentaron a una mesa.
—Ahora cuéntame —dijo Tommy incapaz de dominar su curiosidad por más tiempo, mientras eran rodeados por los muchos hors d'oeuvre soñados por Tuppence.
La señorita Cowley se lo contó todo.
—¡Y lo curioso del caso —concluyó—, es que en realidad me inventé el nombre de Jane Finn! No quise dar el de mi pobre padre, por temor a que se viera envuelto en algo vergonzoso.
—Tal vez tú lo creas así —dijo Tommy, lentamente—. Pero no lo inventaste tú.
—¿Qué?
—No. Yo te lo dije. ¿No lo recuerdas? Ayer te conté que había oído a dos personas que hablaban de una tal Jane Finn. Por eso te vino tan pronto a la memoria.
—De modo que fuiste tú. Ahora lo recuerdo. ¡Qué extraordinario! —Tuppence se dedicó a comer hasta que de pronto exclamó—: ¡Tommy!
—¿Sí?
—¿Qué aspecto tenían aquellos dos hombres?
Tommy frunció el entrecejo en su esfuerzo por recordar.
—Uno era grueso, bien afeitado y creo que moreno.
—Ese es él. ¡Es Whittington! ¿Cómo era el otro?
—No consigo acordarme. Apenas me fijé en él. En realidad solo fue ese nombre lo que me llamó la atención.
—¡Y después dicen que no existen las coincidencias! —Tuppence atacó el peche Melba alegremente.
Pero Tommy se había puesto serio.
—Escucha, Tuppence, ¿a qué nos llevará todo esto?
—A conseguir más dinero.
—Lo sé. Solo tienes esa idea en la cabeza. Lo que quiero decir es: ¿cuál será el próximo paso? ¿Cómo vas a continuar el juego?
—¡Oh! —Tuppence dejó la cucharilla—. Tienes razón, Tommy. Es un problema.
—No podrás mantener el engaño. Tarde o temprano cometerás un error. En cualquier caso, no estoy seguro de que no sea punible: chantaje, ya sabes.
—Tonterías. El chantaje consiste en afirmar que dirás lo que sea si no te dan un dinero. Pues bien, yo no podría decir nada, porque en realidad no sé nada.
—¡Hum! —replicó Tommy poco convencido—. Bien, de todas maneras, ¿qué vamos a hacer? Esta mañana Whittington tenía prisa por librarse de ti, pero la próxima vez querrá saber algo más antes de separarse de su dinero. Querrá saber cuanto antes de dónde obtuviste la información y muchas cosas más a las que tú no puedes contestar. ¿Qué piensas hacer?
Tuppence frunció el entrecejo.
—Debemos pensar. Pide café turco, Tommy. Estimula el cerebro. ¡Oh, Dios mío, cuánto he comido!
—¡Eres una tragona! También yo he comido lo mío, pero me enorgullezco de que mi elección del menú ha sido mucho más juiciosa que la tuya. Dos cafés —le dijo al camarero—, uno turco y otro francés.
Tuppence bebió el café con aire pensativo y reprendió a Tommy cuando este le habló.
—Cállate. Estoy pensando.
Tommy guardó silencio.
—¡Ya está! —dijo Tuppence al fin—. Tengo un plan. Está claro que lo que tenemos que hacer es averiguar algo más de todo esto.
Tommy aplaudió.
—No te burles. Solo lograremos descubrirlo a través de Whittington. Debemos averiguar dónde vive, qué hace, en una palabra, espiarle. Yo no puedo hacerlo porque me conoce, pero a ti solo te vio un momento en Lyons y es probable que no te reconozca. Al fin y al cabo, los jóvenes sois casi todos iguales.
—Rechazo este comentario. Estoy seguro de que mis facciones agraciadas y mi aspecto distinguido me harían sobresalir incluso en medio de una multitud.
—Mi plan es este —continuó Tuppence con calma—. Mañana iré sola. Le engañaré como hice hoy. No importa que no consiga más dinero. Estas cincuenta libras nos durarán varios días.
—¡O incluso más!
—Tú esperarás fuera y, cuando yo salga, no te hablaré por si nos vigilan, pero me situaré en algún lugar cercano y, cuando él salga del edificio, dejaré caer mi pañuelo o algo por el estilo, y allá vas.
—¿Adonde voy?
—¡Detrás de él, tonto! ¿Qué te parece la idea?
—Del estilo de lo que se lee en las novelas. Sin embargo, creo que en la vida real debe uno sentirse algo estúpido si permanece durante horas en la calle sin nada que hacer. La gente se preguntará qué estoy haciendo.
—En la ciudad no. Todo el mundo tiene prisa. Lo más probable es que ni siquiera reparen en ti.
—Es la segunda vez que haces esa clase de comentarios. No importa, te perdono. De todas formas será divertido. ¿Qué vas a hacer esta tarde?
—Había pensado en sombreros, en medias de seda. O puede que...
—Frena —le aconsejó Tommy—. ¡Las cincuenta libras tienen un límite! Pero podemos ir a cenar y luego a disfrutar de algún espectáculo.
—No está mal.
El día transcurrió agradablemente y la noche todavía más. Ahora dos de los billetes de cinco libras habían desaparecido.
Se encontraron a la mañana siguiente tal como habían convenido y se dirigieron al centro. Tommy permaneció en la acera de enfrente mientras Tuppence entraba en el edificio.
El muchacho paseó hasta el extremo de la manzana y luego regresó. Cuando pasaba por delante del edificio vio que Tuppence cruzaba la calzada a la carrera.
—¡Tommy!
—Sí, ¿qué ocurre?
—La oficina está cerrada. No he conseguido que me abriera nadie.
—¡Qué extraño!
—¿Sí, verdad? Sube conmigo e intentémoslo de nuevo.
Tommy la siguió y, cuando llegaron al tercer piso, un joven empleado salió de un despacho. Vaciló un instante y al fin se dirigió a Tuppence.
—¿Buscan Esthonia Glassware Co.?
—Sí.
—Está cerrada desde ayer tarde. Dicen que ha quebrado. No es que me lo hayan dicho a mí, pero de todas formas el despacho está por alquilar.
—Gra... gracias —tartamudeó Tuppence—. Supongo que no sabrá usted la dirección del señor Whittington.
—Me temo que no. Se marcharon un tanto de improviso.
—Muchísimas gracias —dijo Tommy—. Vamos, Tuppence.
Volvieron a salir a la calle y se miraron el uno al otro, desconcertados.
—Esto ha terminado —afirmó Tommy.
—Y yo sin sospechar nada —gimió Tuppence.
—Anímate, no tiene remedio.
—¿Que no? —La joven alzó la barbilla desafiante—. ¿Tú crees que esto es el fin? Si así es, te equivocas. ¡Es solo el principio!
—¿El principio de qué?
—¡De nuestra aventura! Tommy, ¿no comprendes que si se ha asustado lo bastante como para salir corriendo, eso demuestra que debe haber mucho más de lo que imaginamos en el asunto de esa tal Jane Finn? Bien, tenemos que llegar hasta el fondo. ¡Los perseguiremos! ¡Seremos sabuesos incansables!
—Sí, pero no ha quedado nadie conocido a quien seguirle la pista.
—No, por eso tendremos que empezar de nuevo. Dame un pedazo de papel. Y tu lápiz. Gracias. Aguarda un momento y no interrumpas. ¡Ya está!
Tuppence le devolvió el lápiz y repasó satisfecha lo que había escrito.
—¿Qué es esto?
—Un anuncio.
—¿No pensarás ponerlo después de todo?
—No. Este es distinto.
Le tendió el papel y Tommy leyó en voz alta:
«Se desea cualquier información sobre Jane Finn. Escribir a Y.A.»