El misterioso Sr Brown

Capítulo II - La oferta del señor Whittington

Capítulo II La oferta del señor Whittington

Tuppence se volvió airada, pero las palabras que estaba a punto de pronunciar se le quedaron en la punta de la lengua, ya que el aspecto y modales de aquel hombre no correspondían al tipo que esperaba encontrar. Como si le hubiese leído el pensamiento, él se apresuró a decir: —Le aseguro que no tengo intención de molestarla.

Tuppence le creyó. A pesar del desagrado y la desconfianza instintiva, se sintió inclinada a excusarle del motivo que le había atribuido en principio. Lo miró de arriba abajo. Era un hombre corpulento, bien afeitado y con una considerable papada. Los ojos, pequeños y astutos, rehuían mirar directamente.

—Bien, ¿qué desea?

El hombre sonrió.

—Por casualidad escuché parte de su conversación con el joven caballero en Lyons.

—Bueno, ¿y qué?

—Nada, excepto que creo poder serle útil.

Otra deducción cruzó la mente de Tuppence.

—¿Me ha seguido hasta aquí?

—Me tomé esa libertad.

—¿En qué forma cree que podría serme de utilidad?

El hombre sacó una tarjeta y se la ofreció con cortesía.

La joven la estudió cuidadosamente. En ella se leía su nombre, «Edward Whittington» y después: «Esthonia Glassware Co.» y su dirección en la ciudad.

—Si quiere pasar por mi despacho mañana por la mañana a las once, le expondré los detalles de mi proposición —dijo Whittington.

—¿A las once? —dijo Tuppence, vacilando.

—A las once.

Tuppence se decidió.

—Muy bien. Allí estaré.

—Gracias. Buenas noches.

Se quitó el sombrero con ademán cortés y se alejó. La joven lo siguió con la mirada durante unos momentos. Luego sacudió los hombros con un movimiento muy particular, como el de los perros cuando salen del agua.

Empieza la aventura, comentó para sus adentros. Quisiera saber qué pretende. Hay algo en usted, señor Whittington, que no me gusta nada. Pero, por otro lado, no soy una miedosa y, como ya he dicho antes y sin duda repetiré, la pequeña Tuppence sabe cuidar de sí misma, ¡gracias a Dios!

Con un breve asentimiento de cabeza echó a andar con decisión. Sin embargo, como resultado de posteriores reflexiones, se desvió de su ruta para entrar en una oficina de correos, donde estuvo meditando algunos momentos con un formulario de telegrama en la mano. Al pensar en el gasto innecesario de cinco chelines se decidió a arriesgarse a malgastar nueve peniques.

Desdeñó la pluma despuntada y la tinta negra y espesa que ponía a su disposición el gobierno benefactor, sacó el lápiz de Tommy, que aún conservaba en su poder, y escribió a toda prisa:

No pongas el anuncio. Mañana te lo explicaré.

Lo dirigió a Tommy, a su club, al cual tendría que renunciar a final de mes, a menos que la fortuna le permitiera pagar la cuota.

—Quizá le llegue a tiempo —murmuró—. De todas formas vale la pena probarlo.

Después de entregarlo al empleado, emprendió a toda prisa el camino de su casa, deteniéndose en una panadería para comprar unos bollos.

Más tarde, en su diminuta habitación, en el último piso de la casa, se comió los bollos mientras meditaba sobre el futuro. ¿Qué sería aquella empresa Esthonia Glassware Co. y para qué diablos necesitarían de sus servicios? Una agradable excitación la hizo estremecer. Por lo menos, el regreso a la vicaría rural quedaba postergado de momento. El mañana le ofrecía nuevas posibilidades.

Aquella noche Tuppence tardó mucho en dormirse y, cuando al fin lo hubo conseguido, soñó que Whittington le mandaba lavar un enorme montón de vajilla de la compañía Esthonia Glassware Co. que se parecía extraordinariamente a los platos del hospital.

Faltaban aún cinco minutos para las once cuando Tuppence llegó ante el edificio donde se encontraban las oficinas de la compañía. Pero llegar antes de la hora señalada podría demostrar demasiada ansiedad; por ello decidió pasear hasta el final de la calle y luego regresar. A las once en punto entraba en el edificio. La Esthonia Glassware Co. se encontraba en el último piso. Había ascensor, pero prefirió subir a pie.

Algo exhausta, se detuvo ante la puerta. El rótulo en el cristal esmerilado rezaba: ESTHONIA GLASSWARE CO.

Tuppence llamó y, en respuesta a una voz que desde el interior la invitó a pasar, abrió la puerta y entró en una oficina reducida y bastante sucia.

Un empleado de mediana edad abandonó su taburete delante de un escritorio junto a la ventana y se acercó.

—Tengo una cita con el señor Whittington —dijo Tuppence.

—Por aquí, por favor.

Se dirigió a una puerta en la que se leía PRIVADO, llamó, abrió la puerta y se hizo a un lado para cederle el paso.

Whittington estaba sentado detrás de un gran escritorio cubierto de papeles. Tuppence confirmó su primer juicio. Había algo raro en su persona. La combinación de su aspecto próspero y su mirada huidiza no resultaba atractiva.

—¿De modo que ha venido? —exclamó al verla—. Bien. Siéntese, por favor.

Tuppence se sentó en la silla que le ofrecían. Aquella mañana parecía más menuda y tímida que de costumbre. Se sentó modestamente y permaneció con la mirada baja mientras Whittington revolvía entre sus papeles. Al fin los dejó a un lado y se inclinó sobre el escritorio.

—Ahora, mi querida señorita, hablemos de negocios —Su rostro alargado se ensanchó con una sonrisa—. ¿Quiere usted trabajar? Bien, yo tengo un trabajo que ofrecerle. ¿Qué le parecerían cien libras y todos los gastos pagados?

Whittington se echó hacia atrás introduciendo sus pulgares en las sisas del chaleco.

Tuppence le miró, atenta.

—¿Cuál es la naturaleza del trabajo?

—Nominal, puramente nominal. Un viaje de placer, eso es todo.

—¿Adonde?

Whittington volvió a sonreír.

—A París.

—¡Oh! —exclamó Tuppence, pensativa, al tiempo que se decía para sus adentros: Si papá le escuchara le daría un síncope. Pero, de todas maneras, no puedo imaginarme al señor Whittington en el papel de alegre seductor.

—Sí —continuó Whittington—. ¿Qué podría haber más agradable? Retrasar el reloj unos pocos años... muy pocos, estoy seguro, y volver a uno de esos encantadores pensionnats de jeunes filles que tanto abundan en París.

Tuppence le interrumpió:

—Un pensionnat?

—Exacto. El de madame Colombier, en la avenida de Neuilly.

Tuppence lo conocía bien de nombre. Era de lo más selecto. Varias amigas suyas norteamericanas habían estado allí. Se sintió más intrigada que nunca.

—¿Quiere que vaya al pensionado de madame Colombier? ¿Por cuánto tiempo?

—Eso depende. Posiblemente unos tres meses.

—¿Eso es todo? ¿No existen condiciones?

—No. Desde luego, irá usted como si fuera mi pupila y no podrá comunicarse con sus amistades. Tengo que exigirle el secreto más absoluto desde el principio. A propósito, es usted inglesa, ¿verdad?

—Sí.

—No obstante habla con un ligero acento norteamericano.

—Mi compañera en el hospital era de esa nacionalidad; creo que se me pegó un poco. Pero puedo hablar con un acento inglés perfecto cuando quiera.

—Al contrario. Le será más sencillo hacerse pasar por norteamericana. Resultará más difícil comprobar los detalles de su vida pasada en Inglaterra. Sí, creo que será mucho mejor. Entonces...

—¡Un momento, señor Whittington! ¡Es como si usted diera por sentado que voy a aceptar!

Whittington pareció sorprendido.

—¡No pensará usted negarse! Puedo asegurarle que el pensionado de madame Colombier es uno de los colegios de más seriedad y categoría. Y las condiciones son muy generosas.

—Exacto. Precisamente por eso. Son demasiado generosas. No sé qué servicio de mi parte justifica el pago de todo ese dinero.

—¿No? Bien, se lo diré. Podría encontrar cualquier otra por menos. Pero estoy dispuesto a pagar por una joven con la suficiente inteligencia y presencia para representar bien su papel y que, al mismo tiempo, tenga la discreción de no hacer demasiadas preguntas.

Tuppence sonrió. Comprendió que Whittington había acertado.

—Hay otra cosa. Hasta ahora no ha mencionado usted al señor Beresford. ¿Cuándo interviene él?

—¿El señor Beresford?

—Mi socio —repuso Tuppence con dignidad—. Ayer nos vio usted juntos.

—¡Ah, sí! Pero me temo que no precisaré de sus servicios.

—¡Entonces, asunto liquidado! —Tuppence se puso en pie—. Los dos o ninguno. Lo siento, pero es así. Buenos días, señor Whittington.

—Espere un momento. Veamos cómo arreglarlo. Vuelva a sentarse, señorita... —Hizo una pausa, mirándola interrogativamente—. ¿Cuál es su nombre?

A Tuppence le dio un vuelco el corazón al recordar a su padre, el arcediano, y se apresuró a pronunciar el primer nombre que le vino a la memoria.

—Jane Finn —dijo sin vacilar; y se quedó boquiabierta al ver el efecto producido por aquellas dos sencillas palabras.

La cordialidad desapareció del rostro de Whittington; ahora estaba rojo de ira y las venas se le marcaban en la frente. Se inclinó hacia ella siseando salvajemente:

—De modo que ese es el juego que se trae, ¿verdad, jovencita?

Tuppence, aunque cogida por sorpresa, conservó la calma. No tenía la menor idea del significado de todo aquello, pero poseía una mentalidad rápida y sintió la necesidad imperiosa de «mantenerse alerta», como ella decía.

—Ha estado jugando todo el tiempo conmigo —continuó Whittington—, como el gato y el ratón, ¿verdad? Sabía desde el principio lo que quería de usted, pero continuó la comedia. Es eso, ¿verdad? —Se iba calmando. Su rostro perdía paulatinamente el color rojo y la miraba con fijeza—. ¿Quién se ha ido de la lengua? ¿Rita?

Tuppence meneó la cabeza. Ignoraba cuánto tiempo podría seguir engañándolo, pero comprendió la importancia de no mezclar en aquello a una Rita desconocida.

—No. Rita no sabe nada de mí.

Él siguió taladrándola con la mirada.

—¿Qué sabe usted?

—Muy poco —repuso Tuppence, complacida al ver que la inquietud de Whittington se acentuaba en vez de disminuir.

El haber alardeado de grandes conocimientos hubiera despertado sospechas.

—De todas formas —gruñó Whittington—, sabe lo suficiente para venir aquí y lanzar ese nombre.

—Podría ser el mío.

—¿Le parece probable que existan dos jóvenes con un nombre como ese?

—O podría haberlo oído por casualidad —continuó Tuppence, satisfecha del éxito de su sinceridad.

Whittington dejó caer su puño con fuerza sobre el escritorio.

—¡Basta de tonterías! ¿Qué sabe usted? ¿Cuánto quiere?

La última pregunta hizo volar la imaginación de Tuppence, sobre todo después de un parco desayuno y los bollos de la noche anterior. Su papel, ahora, era el de una aventurera y no quería renunciar a sus posibilidades. Se sentó más erguida con la sonrisa y el aire de quien domina la situación.

—Mi querido señor Whittington, pongamos las cartas sobre la mesa y le ruego que no se enfurezca. Ayer me oyó decir que me proponía vivir de mi inteligencia. ¡Me parece que ahora he demostrado que tengo la suficiente como para vivir de ella! Admito que he oído ese nombre, pero tal vez mi conocimiento termine ahí.

—Sí, pero es posible que no sea así.

—Insiste en juzgarme de forma errónea —dijo Tuppence con un suspiro.

—Como ya le dije antes —replicó Whittington, furioso—, déjese de tonterías y vamos al grano. Conmigo no puede hacerse la inocente. Sabe usted mucho más de lo que quiere admitir.

Tuppence calló un momento para admirar su propio ingenio y luego dijo suavemente:

—No quisiera contradecirlo, señor Whittington.

—De modo que llegamos a la pregunta acostumbrada. ¿Cuánto?

Tuppence se encontró ante un dilema. Hasta el momento había engañado a Whittington con éxito, pero, si ahora mencionaba una cifra imposible, podría despertar sus sospechas. Una idea cruzó rauda por su cerebro.

—¿Qué le parece si me diera algo ahora y discutimos el asunto más tarde?

Whittington le dirigió una mirada terrible.

—Chantaje, ¿verdad?

Tuppence sonrió con dulzura.

—¡Oh, no! Llamémoslo un pago adelantado por mis servicios.

Whittington lanzó un gruñido.

—Comprenda —prosiguió Tuppence en el mismo tono—. ¡Me gusta tanto el dinero!

—Es usted el colmo —protestó Whittington, con admiración—. Me ha engañado. Creía que era una mansa jovenzuela con la inteligencia justa para llevar a cabo mis propósitos.

—La vida está llena de sorpresas —sentenció Tuppence.

—De todas maneras, alguien ha debido de hablar. Usted dice que no fue Rita. ¿Fue...? ¡Oh, adelante!

Entró el empleado y dejó un papel sobre el escritorio.

—Es un mensaje telefónico para usted, señor.

Whittington cogió el papel y frunció el entrecejo.

—Está bien, Brown. Puede retirarse.

El empleado salió mientras Whittington miraba a Tuppence.

—Venga mañana a la misma hora. Ahora estoy ocupado. Aquí tiene cincuenta libras.

Rápidamente contó varios billetes y se los tendió a Tuppence. Después se levantó, impaciente por verla marchar.

La joven contó los billetes sin inmutarse, los metió en el bolso y se levantó.

—Buenos días, señor Whittington —le dijo cortésmente—. Mejor dicho, au revoir.

—Exacto. Au revoir! —Whittington volvió a su tono jovial, cosa que inquietó ligeramente a Tuppence—. Au revoir, mi encantadora y lista jovencita.

Tuppence bajó las escaleras como si flotara en una nube. La dominaba el entusiasmo. Un reloj cercano señalaba las doce menos cinco.

¡Le daremos una sorpresa a Tommy!, pensó mientras paraba un taxi.

El coche la dejó en la boca del metro, donde Tommy la esperaba. Con los ojos desorbitados por el asombro, la ayudó a descender. Ella le sonrió cariñosamente y le dijo con voz ligeramente afectada:

—Paga tú, ¿quieres? ¡El billete más pequeño que tengo es de cinco libras!

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