El misterioso Sr Brown

Capítulo XXVI - El señor Brown

Capítulo XXVI El señor Brown

Las palabras de sir James produjeron el efecto de una bomba. Las dos jóvenes se miraron extrañadísimas. El abogado se dirigió a su escritorio y regresó con un recorte de periódico que entregó a Jane; Tuppence lo leyó por encima de su hombro. Carter lo hubiera reconocido. Se hablaba de un hombre misterioso que había aparecido muerto en Nueva York.

—Como le decía a la señorita Tuppence —resumió el abogado— me puse a trabajar para probar lo que parecía imposible. El muro más difícil de franquear era el hecho innegable de que Julius Hersheimmer no era un nombre supuesto. Cuando llegó a mis manos este recorte, mi problema quedó resuelto. Julius Hersheimmer había salido en busca del paradero de su prima. Fue al Oeste, donde le dieron noticias y una fotografía que le ayudara a encontrarla. La tarde de su partida de Nueva York fue asaltado y asesinado. Vistieron su cadáver con ropas humildes y le desfiguraron el rostro para evitar que fuera identificado.

»El señor Brown ocupó su puesto y salió inmediatamente para Inglaterra. Ninguno de los verdaderos amigos o parientes del auténtico Hersheimmer le vieron antes de partir, aunque en realidad poco hubiera importado, puesto que la suplantación era perfecta. Desde entonces ha sido carne y uña de los que nos habíamos conjurado para echarle abajo. Todos nuestros secretos estaban a su alcance. Solo una vez estuvo a punto de fracasar. La señora Vandemeyer conocía su secreto. No entraba en sus cálculos que alguien ofreciera una cantidad tan elevada para sobornarla. A no ser por el afortunado cambió de plan de la señorita Tuppence, ella hubiera estado lejos del piso cuando nosotros llegamos. Sabiéndose descubierto, dio un paso desesperado, confiando en su supuesta personalidad. Casi lo consiguió, aunque no del todo.

—No puedo creerlo —murmuró Jane—. Parecía tan espléndido.

—¡El verdadero Julius Hersheimmer era muy espléndido! Y el señor Brown es un actor consumado. Pero le pregunté a la señorita Tuppence si no tenía también sus sospechas.

Jane se volvió hacia Tuppence sin articular palabra.

—No quería decirlo, Jane. Sabía que iba a dolerte. Después de todo, no estaba segura. Todavía sigo sin comprender por qué nos rescató, si era el señor Brown.

—¿Fue Julius Hersheimmer quien las ayudó a escapar?

Tuppence relató a sir James los emocionantes acontecimientos de la última noche, concluyendo:

—¡Pero no comprendo por qué!

—¿No? Pues yo sí. Y también el joven Beresford, por lo que me ha contado. Como última esperanza había que dejar escapar a Jane Finn y debía organizarse de modo que no sospechara que era una farsa. No les importó que el joven Beresford estuviera en el vecindario y que de ser preciso se comunicara con usted. Ya procurarían quitarle de en medio en el momento oportuno. Entonces Julius Hersheimmer las rescata de un modo melodramático. Llueven las balas, pero no hieren a nadie. ¿Qué hubiera ocurrido luego? Que las hubieran llevado directamente a la casa del Soho para recobrar el documento que la señorita Finn sin duda hubiera confiado a la custodia de su primo. De ser él quien dirigiera la búsqueda, simularía encontrar el escondite vacío. Hubiera tenido una docena de salidas para resolver la situación, pero el resultado hubiese sido el mismo. Imagino que después ustedes dos hubieran sufrido algún accidente. Sabían demasiado. Confieso que me han pescado dormido, pero alguien estaba muy alerta.

—Tommy —dijo Tuppence en voz baja.

—Sí. Sin duda, cuando llegó el momento de librarse de él, fue más listo que ellos. De todas formas, no estoy demasiado tranquilo, por lo que puede haberle ocurrido a ese muchacho.

—¿Por qué?

—Porque Julius Hersheimmer es el señor Brown —replicó sir James secamente—. Y es preciso más de un hombre y más de un revólver para detener al señor Brown.

Tuppence palideció.

—¿Qué podemos hacer?

—Nada. Hasta que hayamos ido a la casa del Soho. Si Beresford aún les lleva ventaja no hay que temer. ¡Por otra parte, si el enemigo viene a buscarnos, no nos encontrará desprevenidos!

Sacó un revólver de uno de los cajones de su escritorio y lo guardó en el bolsillo de su americana.

—Ya estamos listos. Sé que ahora, menos que nunca, no puedo pedirle que me acompañe, señorita Tuppence.

—¡Por supuesto!

—Pero sugiero que la señorita Finn se quede aquí. Estará a salvo y me parece que está extenuada por todo lo que ha tenido que soportar.

Pero ante la sorpresa de Tuppence, Jane movió la cabeza.

—No, yo voy con ustedes. Esos papeles fueron entregados a mi custodia. Debo seguir este asunto hasta el final y ahora me encuentro mucho mejor.

Sir James mandó traer su coche y, durante el breve trayecto, el corazón de Tuppence latió apresuradamente.

A pesar de sus momentáneas dudas e inquietudes con respecto a Tommy, no podía dejar de sentirse contenta.

¡Iban a conseguirlo!

El coche dobló la esquina de la plaza y se apearon.

Sir James se aproximó a un hombre vestido de paisano que estaba de servicio con otros y, después de dirigirle unas palabras, volvió a reunirse con las dos jóvenes.

—Nadie ha entrado en la casa hasta ahora. Está vigilada también por la parte de atrás de modo que están seguros. Cualquiera que lo intente, después de que entremos nosotros, será detenido inmediatamente. ¿Vamos?

Un policía trajo una llave. Todos conocían a sir James y también habían recibido órdenes con respecto a Tuppence.

Solo el tercer miembro de la expedición les era desconocido. Entraron los tres y lentamente subieron la desvencijada escalera.

Arriba vieron la cortina raída que ocultaba el rincón donde Tommy había estado escondido aquel día. Tuppence había oído contárselo a Jane cuando para ella era solo Annette. Contempló el terciopelo descolorido con interés. Incluso podía imaginar el contorno de una figura que se movía como si hubiera alguien oculto tras ella. Tan fuerte era la impresión que no dudó en convencerse de que el señor Brown... Julius, estaba allí esperándolos.

¡Imposible! No obstante apartó la cortina para asegurarse. Estaban llegando a la habitación del encierro. Allí no había sitio donde ocultarse, pensó Tuppence mientras suspiraba de alivio al tiempo que se reprendía severamente. No debía dejarse llevar de sus tontas imaginaciones de aquella persistente sensación de que el señor Brown estaba allí. ¡Eh! ¿Qué era aquello? ¿Unas fuertes pisadas en la escalera? Debía haber alguien en la casa. ¡Era absurdo!

Se estaba poniendo nerviosa. Jane fue directamente a descolgar el cuadro de Margarita con su joyero. Estaba cubierto de una espesa capa de polvo y los festones de telarañas colgaban entre el cuadro y la pared. Sir James le tendió su cortaplumas y ella rasgó el papel castaño de la parte de atrás del cuadro. Una página de anuncio de una revista cayó al suelo y Jane la recogió y, al separar sus extremos, extrajo dos hojas de papel fino.

¡Esta vez no era el falso, sino el verdadero documento!

—Lo hemos conseguido —dijo Tuppence—. Al fin...

El momento era de gran emoción y olvidaron los ligeros crujidos y ruidos imaginarios de minutos antes. Ninguno de ellos tenía ojos más que para lo que Jane tenía en sus manos.

Sir James cogió los dos folios y los examinó con atención.

—Sí —dijo con calma—, este es el maldito documento.

—Hemos triunfado —exclamó Tuppence, maravillada.

Sir James repitió sus palabras mientras doblaba los dos folios con sumo cuidado y los guardaba entre las hojas de su agenda. Luego contempló la habitación con curiosidad.

—Aquí es donde estuvo encerrado su joven amigo, ¿verdad? —dijo—. Es un lugar siniestro. Fíjense en la ausencia de ventanas y el grosor de la puerta que cierra herméticamente. Lo que aquí ocurra no puede ser oído en el exterior.

Tuppence se estremeció; aquellas palabras la alarmaron.

¿Podía haber alguien oculto en la casa? ¿Alguien que cerrara aquella puerta y los dejara presos en aquella ratonera? Comprendió enseguida lo absurdo de sus pensamientos. La casa estaba rodeada por la policía. Si no les veían salir, no vacilarían en entrar para efectuar un registro. Se rió de sus temores y, al alzar la mirada, se sobresaltó al ver cómo sir James la observaba.

—Tiene usted razón, señorita Tuppence. Usted olfatea el peligro, igual que yo y que la señorita Finn.

—Sí—admitió Jane—. Es absurdo, pero no puedo evitarlo.

Sir James volvió a asentir.

—Ustedes la perciben... todos la presentimos... la presencia del señor Brown. Sí, no existe la menor duda, el señor Brown está aquí.

—¿En la casa?

—En esta habitación. ¿No lo comprenden? Yo soy el señor Brown.

Estupefactas, lo miraron sin dar crédito a sus oídos. Las líneas de su rostro habían cambiado. Tenían ante ellas a un hombre distinto, que sonreía de un modo cruel.

—¡Ninguna de las dos saldrá con vida de esta habitación! Acaban de decir que hemos triunfado. ¡Yo he triunfado! El documento es mío —Su sonrisa se ensanchó al mirar a Tuppence—. ¿Quiere saber lo que ocurrirá? Tarde o temprano entrará la policía y encontrará a las víctimas del señor Brown: tres, ¿comprende? No dos, pero por fortuna la tercera no estará muerta, solo herida y podré describir el ataque con toda suerte de detalles. ¿Y el documento? Está en manos del señor Brown. ¡De modo que a nadie se le ocurrirá registrar los bolsillos de sir James Peel Edgerton!

Se volvió hacia Jane.

—Usted supo engañarme. Lo reconozco, pero no volverá a ocurrir.

Se oyó un ligero ruido a sus espaldas, pero embebido en su éxito no giró la cabeza. Se llevó la mano al bolsillo.

—Jaque mate a los Jóvenes Aventureros —dijo alzando lentamente el revólver.

Pero al hacerlo, se sintió aprisionado por una garra de hierro. El revólver cayó de su mano y la voz de Julius Hersheimmer dijo despacio:

—Lo hemos cogido con las manos en la masa.

La sangre desapareció del rostro del abogado, pero el dominio que tenía de sí mismo era maravilloso y se puso en evidencia al mirar a sus dos opresores. Contempló a Tommy largo rato.

—Usted —dijo entre dientes—. ¡Usted! Debí figurármelo.

Al ver que no ofrecía resistencia, aflojaron la presión y, rápido como el rayo, se llevó la mano izquierda, en la que llevaba un gran anillo, a los labios.

—Ave, Caesar, morituri te salutant! —dijo sin dejar de mirar a Tommy. Luego su rostro cambió y, con un estremecimiento convulsivo, cayó hacia delante como un saco, mientras se esparcía por el aire un extraño olor a almendras amargas.

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