Capítulo III. Las facultades mentales del hombre y de los animales inferiores (continuación)
Capítulo III. Las facultades mentales del hombre y de los animales inferiores (continuación)
Participo enteramente de la opinion de los autores que admiten que,
de todas las diferencias existentes entre el hombre y los animales más
inferiores, la más importante es el sentido moral ó la conciencia. Este
sentido, como observa Mackintosh, «tiene una justa supremacía sobre
todos los demás principios que determinan las acciones humanas» y se
resume en esta palabra, breve é imperiosa, el deber, cuya
significacion es tan elevada. Constituye el atributo más noble del
hombre; él hace que arriesgue sin vacilar su vida por la de uno de sus
semejantes, ó que la sacrifique tras una breve reflexion en aras de una
gran causa, obedeciendo al solo impulso de un profundo sentimiento del
derecho ó del deber. Kant exclamaba; «¡Deber! pensamiento maravilloso
que no obras ni por insinuacion, ni por lisonja, ni por amenaza, sino
sólo haciendo que impere en el alma tu ley desnuda, obligándola á
respetarte y obedecerte; ante tí se adormecen todos los apetitos
groseros, por rebeldes que sean en secreto; ¿dónde se halla tu orígen?»
Muchos autores de gran mérito han discutido este gran problema, y si
sólo me ocupo aquí de él someramente, puede servirme de disculpa el que
nadie, que yo sepa, lo ha considerado exclusivamente bajo el punto de
vista de la historia natural. Pero, por otra parte, su investigacion
ofrece algun interés como tentativa para saber hasta qué punto puede
arrojar alguna luz el estudio de los animales inferiores sobre una de
las más privilegiadas facultades psíquicas del hombre.
La proposicion siguiente reune en mi concepto muchos grados de
probabilidad: un animal cualquiera, dotado de marcados instintos
sociales, adquiriria inevitablemente un sentido moral ó una conciencia,
desde el momento en que sus facultades intelectuales se hubiesen
desarrollado tan bien, ó casi tan bien, como en el hombre. En efecto, primero:
los instintos sociales hacen que el animal encuentre grata la sociedad
de sus compañeros, que experimente cierta simpatía hácia ellos, y les
preste diversos servicios. Pueden ser estos de una clase definida y
evidentemente institutiva, ó presentarse sólo como una disposicion ó
deseo de ayudarles de una manera genera!, como sucede en los animales
sociales superiores. Estos sentimientos y servicios no se extienden de
ningun modo á todos los individuos de una misma especie, sino tan sólo á
los que componen la misma asociacion. Segundo: una vez
desarrolladas en gran manera las facultades intelectuales, cruzan
constantemente por el cerebro de cada individuo las imágenes de todas
las acciones y causas pasadas, y este sentimiento de disgusto que
resulta de la no satisfaccion de un instinto se produciria tan á menudo
como el instinto social cediese á algun otro instinto, momentáneamente
más poderoso, pero ni permanente por su naturaleza, ni susceptible de
dejar una impresion muy viva. Es evidente que gran número de deseos
instintivos, tales como el del hambre, son de corta duracion por su
naturaleza, y no pueden avivarse, ni voluntaria ni forzosamente, una vez
satisfechos. Tercero: adquirida ya la facultad del lenguaje, y
pudiendo expresar claramente sus deseos los miembros de una misma
asociacion, la opinion comun sobre el modo como cada individuo debe
contribuir al bien público convertiríase en el principal guia de todas
las acciones. Pero aun entonces los instintos sociales impulsarian la
realizacion de actos que redundasen en beneficio de la comunidad, la
cual seria fortalecida, dirigida y muchas veces desviada por la opinion
pública, cuya fuerza reposa sobre la simpatía instintiva. Finalmente:
la costumbre, en el individuo, tomaria definitivamente una parte
importante en la direccion de la conducta de cada miembro, porque los
impulsos é instintos sociales y todos los demás instintos, como tambien
la obediencia á los deseos y á las decisiones de la comunidad, se
fortalecerian mucho por el hábito. Pasemos á discutir estas diversas
proposiciones subordinadas unas á otras, estudiando detalladamente
algunas de ellas.
Sociabilidad.—Existen muchas especies de animales sociables;
no faltando especies distintas que viven asociadas, como algunos monos
americanos, y las bandadas reunidas de cornejas y estorninos. Todos
sabemos cuán tristes se quedan los caballos, perros, carneros, etc.,
cuando se les separa de sus compañeros, y cuántas pruebas se dan de
afecto las dos primeras especies cuando vuelven á estar reunidas. Seria
curioso reflexionar sobre los sentimientos que experimentará un perro,
que, mientras en la habitacion en que se encuentra está su dueño ó algun
individuo de la familia, reposa tranquilamente sin llamar la atencion,
pero que prorumpe en ladridos ó aullidos tristes cuando le dejan solo
por un momento. El servicio que con más frecuencia se prestan mutuamente
los animales superiores consiste en avisarse el peligro, uniendo todos
para ello sus sentidos. Los conejos golpean el suelo con sus patas
posteriores cuando les amenaza un riesgo; los carneros y los gamos hacen
lo mismo, pero con las delanteras, lanzando á la par una especie de
silbido. Muchas aves y algunos mamíferos colocan centinelas, que entre
las focas son las hembras, segun se asegura. El jefe de un grupo de
monos es su vigilante, é indica con gritos el peligro ó la seguridad.
Los animales sociables se prestan recíprocamente una infinidad de
pequeños servicios; los caballos se mordiscan y las vacas se lamen unas á
otras en los sitios donde experimentan alguna comezon; los monos
persiguen sobre los cuerpos de otros monos los parásitos externos.
Tambien se prestan auxilios mutuamente los animales más importantes;
los lobos cazan en manadas y se ayudan para atacar á sus victimas. Los
pelícanos pescan juntos. Los monos hamadrias derriban las piedras
buscando insectos, y cuando encuentran una demasiado grande, pónense en
su alrededor todos los que se necesitan para levantarla, la vuelcan, y
se reparten el botin. Los animales sociables se defienden
recíprocamente. Los machos de algunos rumiantes, cuando hay peligro, se
colocan al frente del rebaño, y lo defienden con sus astas. Brehm
encontró en Abisinia una gran manada de babuinos que atravesaba un
valle; parte de ellos habia trepado ya por la montaña, los restantes
estaban aun en la llanura. Estos últimos fueron atacados por los perros,
pero los machos viejos se precipitaron inmediatamente en socorro de sus
compañeros, presentando á los perros un aspecto tan feroz que estos
huyeron. Se les azuzó de nuevo contra los monos, pero en el intervalo
trascurrido todos los babuinos habian subido ya á la montaña,
exceptuando uno solo que apenas tendria seis meses, y que habiéndose
encaramado á una roca aislada, estaba sitiado por los perros, y lanzaba
lastimeros chillidos. Uno de los mayores machos, verdadero héroe, volvió
á descender de la montaña, se encaminó lentamente á donde estaba el
otro, lo tranquilizó con su presencia, y se lo llevó triunfalmente.—Los
perros estaban demasiado sorprendidos para decidirse á emprender el
ataque.
Es evidente que los animales asociados tienen un sentimiento de
afeccion mútua que no existe en los animales adultos insociables.
Difícil es á menudo juzgar si los animales se afligen por los
sufrimientos de sus semejantes. ¿Quién puede decir lo que sienten las
ovejas cuando rodean y fijan la mirada en una de sus compañeras
moribunda ó muerta? La carencia de todo sentimiento de esta clase en los
animales es algunas veces indudable, porque se las vé expulsar del
rebaño un compañero herido, ó á veces perseguirle hasta darle muerte.
Este seria el rasgo más triste de la historia natural, á no ser que
resultase cierta la explicacion que dan algunos de este caso, diciendo
que el instinto y la raza obliga á los animales á abandonar un individuo
herido, por miedo de que las fieras y el hombre vengan en deseos de
seguir al rebaño. En tal caso, su conducta no seria mucho más culpable
que la de los indios de la América del Norte, los cuales dejan perecer
en el campo á sus camaradas débiles, ó los de la Tierra del Fuego que
entierran vivos á sus padres ancianos ó enfermos.
A pesar de todo, muchos animales dan pruebas de simpatías recíprocas
en circunstancias peligrosas ó apuradas. El capitán Stansbury halló, en
un lago salado del Utah, un pelícano viejo y completamente ciego que
estaba muy gordo, y que, por lo tanto, debia haber sido, desde hacia
mucho tiempo, alimentado perfectamente por sus compañeros. M. Blyth nos
informa de que ha visto cuervos indios nutriendo á dos ó tres compañeros
ciegos, y ha llegado tambien á mis oidos un hecho análogo ocurrido en
un gallo doméstico. Podríamos, á preferirlo así, considerar estos actos
como instintivos, pero son demasiado raros los casos citados para que se
pueda admitir cualquier desarrollo de instinto especial.
Puede calificarse de demostracion de simpatía hácia su dueño, el
furor con que el perro se echa encima del que le acomete. He visto una
persona que fingia dar golpes á una señora que tenia en sus rodillas un
perrito faldero sumamente tímido. El animalejo se levantó airado, y,
acabados los simulados golpes, persistia de una manera conmovedora en
lamer la cara de su dueña, como para consolarla. Brehm asegura que
cuando se persigue á un babuino cautivo para castigarle, los demás
procuran de mil modos protegerle.
Además de la amistad y la simpatía, los animales presentan otras
cualidades que en nosotros llamaríamos morales; estoy completamente de
acuerdo con Agassiz en reconocer que el perro tiene algo que se parece
mucho á la conciencia. Posee ciertamente este animal alguna fuerza de
voluntad para mandar sobre sí mismo, que no es en ningún modo resultado
del miedo. Como nota Branbach, el perro se abstiene de robar la comida
en ausencia de su dueño. Todos los animales que viven en comunidad y se
defienden mutuamente ó atacan reunidos á sus enemigos, han de ser fieles
uno á otro de algun modo; los que siguen á un jefe deben tambien ser
obedientes en cierto grado. Cuando los babuinos van á saquear un jardin
en Abisinia, siguen silenciosos á su jefe. Si algun mono jóven é
imprudente hace ruido, le dan sus compañeros más próximos una manotada
para enseñarle á callar y obedecer; pero tan pronto como están seguros
de que no hay peligro alguno, manifiestan ruidosamente su alegria.
Con respecto al impulso que mueve á ciertos animales á asociarse
entre sí y á auxiliarse de diversos modos, podemos inferir que en la
mayoría de los casos obedece á los mismos sentimientos de satisfaccion ó
de placer que experimentan cuando realizan otras acciones instintivas.
¡Cuál no debe ser la energía de satisfaccion necesaria para que el ave,
tan llena de actividad, pase dias enteros sin moverse del nido
empollando los huevos! Las aves emigrantes quedan afligidas cuando se
les impide emprender su viaje anual, y en cambio sin duda sienten gran
alegría cuando lo realizan.
La impresion del placer de la sociedad es probablemente una extension
de los afectos de familia, que se puede atribuir principalmente á la
seleccion natural, y en parte al hábito. Entre los animales para quienes
la vida social era ventajosa, los individuos que encontraban mayor
placer en estar juntos, podian escapar mejor de diversos peligros;
mientras que aquellos que descuidaban más á sus camaradas, y vivian
solitarios, debian perecer en mayor número. Es inútil tratar de
investigar el orígen de las afecciones paternales y filiales que forman
en apariencia la base de las afecciones sociales; pero podemos admitir
que han sido adquiridas de una manera importante por seleccion natural.
Entre el amor y la simpatía hay bastante diferencia. La amistad que
siente el hombre hácia su perro, como la que éste siente hácia su dueño,
se diferencia de la simpatía. Sea cual fuere el modo complejo como ha
nacido la simpatía en los primitivos tiempos, ofrece una verdadera
importancia para todos los animales que se defienden con reciprocidad;
por seleccion natural ha de haberse aumentado precisamente, ya que las
comunidades que contuvieran el mayor número de individuos en que hubo de
desarrollarse la simpatía, debian vivir mejor y tener una prole más
numerosa.
En muchos casos es imposible decidir si ciertos instintos sociales
han sido adquiridos por seleccion natural; si resultan indirectamente de
otros instintos y facultades, tales como la simpatía, la razon, la
experiencia, y una tendencia á la imitación; ó si son simplemente efecto
de un hábito continuado mucho tiempo. El notable instinto de apostar
centinelas para advertir la comunidad del peligro, apenas puede ser
resultado indirecto de ninguna otra facultad: es preciso, por lo tanto,
que haya sido adquirido directamente. Por otra parte, la costumbre que
tienen los machos de algunos animales sociales de defender la comunidad,
y atacar unidos á sus enemigos y á su presa, puede haber nacido de
alguna simpatía mútua; pero el valor y, en muchos casos, la fuerza, han
debido adquirirse de antemano, y probablemente por seleccion natural.
Entre los diversos instintos y hábitos, hay unos que obran con mucha
más fuerza que otros. Nosotros mismos tenemos conciencia de que ciertas
costumbres son más difíciles de extirpar ó de desechar que otras. Con
frecuencia se pueden observar en los animales luchas entre variados
instintos, ó entre un instinto y alguna tendencia habitual; así cuando
se llama á un perro que persigue una liebre, se detiene, vacila, y ó
prosigue en su empeño, ó vuelve lleno de vergüenza á su dueño: el amor
maternal de una perra por sus cachorros, pugna con el cariño á su dueño,
cuando se vé á la perra esconderse para ir á ver á aquellos,
presentándose como avergonzada de no acompañar al segundo. Uno de los
casos más curiosos que conozco de un instinto sobreponiéndose á otro, es
el del instinto de emigrar venciendo al maternal. El primero está
profundamente arraigado; un pájaro enjaulado, en la época de su
emigracion anual, hace tan desesperados esfuerzos por recobrar la
libertad, que se arranca las plumas del pecho contra los hierros de la
jaula, llenándoselo de sangre. La fuerza del instinto maternal impulsa,
con no menos vigor, á las aves tímidas á desafiar grandes peligros,
aunque no sin vacilaciones y contrariando los impulsos del instinto de
conservacion. Con todo, es tan poderoso el de emigrar, que entrado ya el
otoño, suelen verse golondrinas que emprenden el viaje abandonando sus
polluelos, los cuales mueren miserablemente en sus nidos.
Es posible que un impulso instintivo más ventajoso, en algun modo, á
una especie, que un instinto diverso ó contrario, llegue á ser el más
poderoso de los dos por seleccion natural, á causa de que los individuos
que lo posean en mayor grado deben sobrevivir en más número. Pero esto
no podria aplicarse al caso del instinto emigrador comparado con el
instinto maternal. La persistencia y la accion sostenida del primero
durante todo el dia en ciertas estaciones del año, pueden darle una
fuerza preponderante por cierto espacio de tiempo.
El hombre animal sociable.—Es cosa admitida generalmente que
el hombre es un sér sociable. Échase de ver en su aversion al
aislamiento y en su inclinacion á la sociedad, además de su aficion á la
de su propia familia. La reclusion solitaria es uno de los castigos más
duros que pueden imponérsele. Algunos autores suponen que el hombre ha
vivido en otras épocas en familias separadas; pero en la actualidad
aunque hay familias aisladas ó reunidas en pequeños grupos, que recorren
las inmensas soledades de algunos países salvajes, viven, segun mis
informes, manteniendo relaciones con otras familias que habitan las
mismas regiones. Estas familias se reúnen á veces en consejo,
asociándose para la defensa comun. Contra el hecho de que el salvaje sea
un sér sociable, no se puede invocar el argumento de que las tribus
vecinas estén continuamente en guerra, porque los instintos sociales no
se extienden jamás á todos los individuos de una misma especie. A juzgar
por la analogía con la mayor parte de los cuadrumanos, es probable que
fuesen sociales los antecesores primitivos, de apariencia simia, del
hombre; pero esto no ofrece para nosotros gran importancia. Aunque el
hombre, tal como hoy existe, tiene muy pocos instintos especiales, por
haber perdido los que sus primeros ascendientes hubieron de poseer, no
hay ningun motivo para dudar que haya conservado, de una época sumamente
remota, algun grado de amistad instintiva y de simpatía para con sus
semejantes. Hasta nosotros mismos tenemos conciencia de que poseemos
efectivamente sentimientos simpáticos de esta naturaleza, pero no
sabemos apreciar si son instintivos (ya que su orígen se remonta á una
gran antigüedad, como los de los animales inferiores), ó si los hemos
adquirido cada uno en particular, en el trascurso de nuestra infancia.
Siendo el hombre un animal sociable, ha debido heredar probablemente una
tendencia á ser fiel á sus compañeros, cualidad que es comun á la mayor
parte de los animales sociables. Podia poseer á la par alguna aptitud
para mandarse á sí mismo, y tal vez para obedecer al jefe de la
comunidad. Siguiendo una tendencia hereditaria, podia estar dispuesto á
defender á sus semejantes con el concurso de los demás, y á ayudarles de
un modo que no contrariase su propio bienestar ni sus deseos.
Los animales más inferiores, y en gran parte los más elevados, se
dejan guiar exclusivamente por instintos especiales en los auxilios que
prestan á los miembros de su comunidad; con todo, tambien en parte les
impulsa á ello una amistad y una simpatía recíprocas, apoyadas
aparentemente en algun raciocinio. Aunque el hombre no posee instintos
especiales que le muevan á ayudar á sus semejantes, tiene cierta
propension á practicarlo, y con sus facultades intelectuales
perfeccionadas, puede naturalmente guiarse, para este objeto, por la
razon y la experiencia. La simpatía instintiva le hará apreciar en mucho
la aprobacion de sus semejantes, porque, como ha probado M. Bain, el
deseo de los elogios, el poderoso sentimiento de la gloria, y el temor
todavía más intenso del desprecio y de la infamia «son un resultado de
la influencia de la simpatía.» En el espíritu del hombre influirán por
consiguiente mucho el elogio y el vituperio de sus semejantes, expresado
por sus ademanes y lenguaje. Los instintos sociales adquiridos por el
hombre en un estado muy rudo, ó seguramente por sus primitivos
progenitores simios, son aun hoy el móvil de gran parte de sus mejores
acciones, pero estas obedecen principalmente á los deseos y opiniones
expresados por sus semejantes, y con más frecuencia á sus propios y
egoistas deseos. Los sentimientos de amistad y de simpatía, lo propio
que la facultad de ejercer imperio sobre sí mismo, se fortalecen á pesar
de todo por el hábito, y como la fuerza del raciocinio progresa en
lucidez y permite al hombre aquilatar la justicia de la opinion de los
demás, llegará un dia en que se verá obligado á seguir ciertas líneas de
conducta, prescindiendo del placer ó de la pena que sienta al hacerlo.
Entonces podrá decir «yo soy el juez supremo de mi propia conducta,» y
repitiendo las palabras de Kant, «no quiero violar en mi persona la
dignidad humana.»
Los instintos sociales más duraderos vencen á los ménos persistentes.—Hasta
ahora no hemos discutido el punto fundamental sobre que gira toda la
cuestion del sentido moral. ¿Por qué siente el hombre que debe obedecer á
un deseo instintivo, con preferencia á otro cualquiera? ¿Por qué se
arrepiente amargamente de haber cedido al enérgico instinto de su
conservacion, no arriesgando su vida por salvar la de un semejante? ¿Por
qué sufre remordimientos por haber robado algo con que alimentarse,
obligado por el hambre?
En primer lugar es innegable que los impulsos instintivos tienen
diversos grados de fuerza en la humanidad. Una madre jóven y tímida
arrostrará sin vacilar el mayor peligro por salvar á su hijo, pero no
por salvar á un cualquiera. Muchos hombres y aun niños, que jamás han
arriesgado su vida por otros, pero que tienen desarrollado el valor y la
simpatía, en un momento dado, y despreciando el instinto de propia
conservacion, se arrojan á las aguas de un torrente, para salvar á un
semejante suyo que se ahoga. En este caso impulsa al hombre el mismo
instinto que hemos indicado antes, al hablar de los actos de humanidad
de ciertos animales. Tales acciones parecen ser el simple resultado de
la mayor preponderancia de los instintos sociales ó materiales sobre los
demás, porque se ejecutan harto instantáneamente para que haya tiempo
de deliberar; ni tampoco las dicta un sentimiento de placer ó de pena,
aunque su no realizacion causa disgusto.
Algunos afirman que los actos realizados bajo la influencia de causas
impulsivas como las precedentes, no entran en el dominio del sentido
moral, ni pueden por lo tanto llamarse morales. Los que tal dicen
limitan esta calificacion á los actos realizados con propósito
deliberado, después de un triunfo sobre los deseos contrarios, ó
determinados por elevados motivos. Pero es imposible trazar una línea
divisoria de este género, por mas que pueda ser real la distincion. Si
se trata de motivos de exaltacion, se pueden citar numerosos ejemplos de
bárbaros, privados de todo sentimiento amistoso hácia la humanidad, que
sin dejarse guiar tampoco por ninguna pasion religiosa, han preferido
sacrificar heróicamente su vida á hacer traicion á sus compañeros; esta
conducta debe considerarse indudablemente moral. En lo que respecta á la
deliberacion, y á la victoria sobre los deseos contrarios, podemos ver
cómo fluctúan muchos animales entre instintos opuestos, como cuando
acuden al socorro de su progenie ó al de sus semejantes en peligro; y,
con todo, sus acciones, aunque practicadas en beneficio de otros
individuos, no son nunca calificadas de morales. Más aun; todo acto
repetido con frecuencia acaba por realizarse sin dudas ni
deliberaciones, y entonces no se diferencia de un instinto; y á pesar de
esto nadie se atreverá á decir que el acto deja entonces de ser moral.
Xo pudiendo distinguir los motivos que para ellas median, nosotros
consideramos todas las acciones de cierta clase como morales, cuando las
lleva á cabo un sér moral, dado que este puede comparar sus actos y
móviles pasados y futuros, y aprobarlos ó desaprobarlos. No nos asiste
ninguna razon para suponer que los animales inferiores posean esta
facultad; por consiguiente, cuando un mono desprecia el peligro por
salvar á su compañero, ó ampara al que ha quedado huérfano, no llamamos
su conducta moral. Pero ciertas acciones del hombre, único sér que puede
considerarse ciertamente como moral, llevan la calificacion de morales,
ya sean ejecutadas con deliberacion y en lucha con opuestas tendencias,
ya dimanen de costumbres adquiridas paulatinamente, ya, en fin, se
realicen de una manera impulsiva, por el instinto.
Volviendo á nuestro principal asunto, debemos decir que, aunque
algunos instintos sean más poderosos que otros, dando orígen á actos
correspondientes, no basta esto para afirmar que los instintos sociales
sean ordinariamente más profundos en el hombre ó lo hayan llegado á ser
por un hábito continuado, que los instintos por ejemplo, de la
conservacion, del hambre, del deseo, de la venganza, etc. ¿Por qué el
hombre se arrepiente (aun hallándose en aptitud de ahuyentar los
remordimientos) de haber cedido á un impulso con preferencia á otro, y
porqué siente al mismo tiempo tener que arrepentirse de su conducta?
Bajo este punto de vista, el hombre difiere profundamente de los
animales inferiores; sin embargo, creo que podemos hallar una razon que
explique esta diferencia.
El hombre no podia eximirse de reflexionar á causa de la actividad de
sus facultades mentales; las impresiones é imágenes pasadas surgen de
nuevo distintamente, sin cesar, en su imaginacion. Nunca abandonan los
instintos sociales á los animales que viven permanentemente asociados, y
son persistentes. Hállanse siempre dispuestos á dar la señal de peligro
para defender á sus compañeros, y á ayudarlos segun sus costumbres, sin
que á ello les estimule ninguna pasion ni deseo especial; experimentan
en todo tiempo por sus camaradas algun grado de amistad y simpatía; se
quedan afligidos cuando de ellos se les separa, y muéstranse siempre
contentos en su compañía. Lo mismo sucede entre nosotros, y el hombre
que no presentara asomos de sentimientos parecidos seria considerado
como un monstruo. Por otra parte el deseo de satisfacer el hambre, ó una
pasion como la venganza, es, por su naturaleza, pasajero, y puede
saciarse por algun tiempo. No es tan fácil, mejor dicho, es punto ménos
que imposible, evocar en toda su fuerza la sensacion del hambre, por
ejemplo, ni, como con frecuencia se ha observado, la de un sufrimiento.
Sólo en presencia del peligro se siente el instinto de conservacion, y
más de un cobarde se ha creido valiente hasta que se ha encontrado al
frente de un enemigo. El deseo de la posesion es tal vez tan persistente
como el que más; pero, aun en este caso, la satisfaccion de la posesion
real es generalmente una sensacion más débil que la del deseo. Muchos
ladrones, que no son de oficio, despues de realizado el robo se quedan
sorprendidos de haberlo cometido.
No pudiendo el hombre evitar que las antiguas impresiones despierten
continuamente en su espíritu, vese obligado á comparar las del hambre
saciada, las de la venganza satisfecha, las del peligro esquivado con el
auxilio de los demás, con sus instintos de simpatía ó de benevolencia
para con sus semejantes; instintos que tambien están siempre presentes é
influyen en algun modo en su pensamiento. Sentirá en su imaginacion que
un instinto más fuerte ha cedido á otro que actualmente le parecerá en
comparacion más débil, y entonces experimentará sin remedio ese
sentimiento de disgusto de que el hombre, como todos los demás animales,
está dotado, por obedecer á sus instintos. El caso que antes hemos
citado de la golondrina, nos ofrece un ejemplo de diversa índole: el de
un instinto pasajero, pero que en un momendo dado persiste
enérgicamente, triunfando de otro instinto que habitualmente es el que
predomina sobre todos. Cuando ha llegado la estacion, estas aves parecen
preocupadas á todas horas por el deseo de emigrar; cambian sus
costumbres, muéstranse más agitadas, y se reúnen en bandadas. Mientras
la hembra empolla ó alimenta sus polluelos, el instinto maternal tiene
probablemente más fuerza que el de la emigración; pero el más tenaz de
los dos acaba por triunfar, y, al fin, en un momento en que no ve á sus
polluelos, emprende la golondrina el vuelo y los abandona. Llegada al
término de su largo viaje ¡cuántos remordimientos no sentiria el ave,
si, dotada de una gran actividad mental, estuviese obligada forzosamente
á ver pasar sin cesar por su mente la imágen de los pequeños polluelos
que ha dejado en el Norte pereciendo de frio y de hambre en el nido!
En el preciso momento de la accion, el hombre puede obedecer al móvil
más poderoso, y, aunque está circunstancia le estimule á veces á
realizar los más nobles actos, le encaminará más comunmente á satisfacer
sus propios deseos, á costa de sus semejantes. Pero trascurrido el
goce, cuando compare las impresiones pasadas y ya débiles, con los
instintos sociales y duraderos, encontrará su compensacion. Se sentirá
disgustado de sí mismo, y tomará la resolucion, con más ó ménos vigor,
de portarse de otro modo en lo venidero. Tal es la conciencia, que mira
atrás juzgando los hechos consumados, y produce esa especie de
descontento interior, que, al sentirlo débilmente, llamamos
arrepentimiento, y si con más fuerza y severidad, remordimiento.
Estas sensaciones no se parecen sin duda á las que dimanan de no
poder saciar otros instintos ó deseos; pero todo instinto no satisfecho
tiene su propia sensacion determinante, lo cual vemos claramente en el
hambre, la sed, etc. Atraido el hombre por opuestas tendencias, después
de habituarse mucho á ello, podrá llegar á adquirir bastante imperio
sobre sí mismo para que sus pasiones y deseos cedan ante sus simpatías
sociales, poniendo fin á tanta lucha interna; aun teniendo hambre, no
pensará ya en robar el alimento, ni el que sea rencoroso tratará de
saciar su venganza. Es posible, y más adelante veremos que hasta es
probable, que la costumbre de dominarse á sí mismo sea hereditaria como
las otras. De este modo el hombre llega á comprender, por costumbre
adquirida ó hereditaria, que le conviene obedecer con preferencia á sus
instintos más persistentes. La imperiosa palabra deber parece
implicar tan sólo la conciencia de la existencia de un instinto
persistente, innato ó adquirido en parte, que sirve de guia, por más que
pueda ser ignorado, y por lo tanto, no atendido. Nosotros nos servimos
de la palabra deber en un sentido apenas metafórico, cuando
decimos que los galgos corredores deben correr, que los perros
cobradores deben traer la caza. Si no lo hacen así, incurren en culpa, y
faltan á su deber.
Si acomete al hombre un deseo ó instinto que le conduce á atentar
contra el bienestar ajeno, cuando lo recuerda en su imaginacion, con
tanta ó más fuerza que su instinto social, no experimentará ningún
arrepentimiento de haberlo seguido; pero comprenderá que si sus
semejantes llegasen á conocer su conducta la desaprobarian altamente, y
hay pocos hombres tan faltos de sentimientos simpáticos, que no se
afecten desagradablemente ante este resultado. Si el individuo no conoce
tales sentimientos, si los instintos sociales persistentes no avasallan
en lo sucesivo los deseos violentos que le impulsaron una vez á cometer
malas acciones, entonces será un hombre perverso; y el único móvil que
lo puede enfrenar es el miedo del castigo, y la conviccion de que á la
larga es preferible, por su propio y egoista interés, guiarse por el
bien del prójimo antes que por el suyo propio.
Es evidente que, teniendo una conciencia flexible, cada cual puede
satisfacer sus deseos, si no contradicen sus instintos sociales, esto
es, el bienestar ajeno; pero para vivir al abrigo de sus propios
reproches, ó á lo ménos de una horrible ansiedad, es necesario evitar la
censura de sus semejantes, sea ó nó justa. No es menester para esto que
rompa con las costumbres de su vida, sobre todo cuando están basadas en
la razon, porque si lo hiciere tambien se sentiria de seguro
descontento. Es necesario, al propio tiempo, que evite la reprobacion
del Dios ó de los dioses en quienes crea, segun le dicten sus
conocimientos ó supersticiones; pero, en este caso, puede intervenir á
menudo en sus actos el miedo de un castigo divino.
Las virtudes puramente sociales consideradas aisladamente.
Este rápido exámen del primer orígen y la naturaleza del sentido moral
que nos advierte lo que debemos hacer, y de la conciencia que nos
censura si desobedecemos, se enlaza bien con lo que podemos alcanzar del
estado antiguo y poco desarrollado de esta facultad en la humanidad.
Aun hoy se reconocen como las más importantes las virtudes cuya práctica
es generalmente indispensable para que los hombres salvajes puedan
asociarse. Pero practícanse casi siempre exclusivamente entre hombres de
la propia tribu; su infraccion respecto á los ajenos á esta no
constituye de ningún modo un crímen. Ninguna tribu podria subsistir si
el asesinato, la traicion, el robo, etc., fuesen habituales en ella; por
consiguiente, estos crímenes llevan el estigma de una infamia eterna
dentro de los límites de una tribu, fuera de la cual no excitan ya los
mismos sentimientos. Un indio de la América del Norte está satisfecho de
sí mismo, y es tenido en mucho por los demás, cuando ha arrancado la
piel del cráneo de un indio de otra tribu; un Djak corta la cabeza á una
persona inocente, y la pone á secar para convertirla en un trofeo. El
infanticidio ha sido casi general en el mundo, en grande escala, sin
suscitar protestas. Antiguamente no era considerado el suicidio como un
crímen, sino más bien como un acto honroso, á causa del valor que
probaba; aun hoy se practica sin causar vergüenza en algunas naciones
semi-civilizadas, porque una nacion no se resiente de la pérdida de un
individuo solo. Sea cual fuere la explicacion que se quiera dar de este
caso, lo cierto es que los suicidios son raros entre los salvajes
inferiores, exceptuando los negros de la costa occidental del Africa,
segun me indica W. Reade. En un estado de civilizacion atrasada, el
robar á los extranjeros es generalmente hasta considerado como honroso.
El gran crímen de la esclavitud ha sido casi universal, y casi
siempre se ha tratado á los esclavos de la manera mas infame. No
haciendo ningún caso de la opinion de sus mujeres, los salvajes las
suelen considerar como esclavas. Casi todos ellos son indiferentes por
completo á los sufrimientos de los extranjeros, y hasta se complacen en
presenciarlos. Sabido es que entre los indios de la América del Norte
las mujeres y los niños ayudan á torturar á sus enemigos. Algunos
salvajes gozan ejecutando crueldades en los animales, siendo para ellos
la compasion una virtud desconocida. Con todo, los sentimientos de
simpatía y benevolencia son comunes, sobre todo durante las enfermedades
entre individuos de una misma tribu; á veces se extienden fuera de
ella. Nadie ignora el conmovedor relato de la bondad con que trataron á
Mungo Park las mujeres negras del interior. Podrian citarse muchos
ejemplos de la noble fidelidad que guardan los salvajes entre sí, pero
nunca con los extranjeros, y la experiencia comun justifica la máxima
del español «no hay que fiar nunca en el indio.» La base de la fidelidad
es la verdad, y esta virtud fundamental no es rara entre los miembros
de una misma tribu; Mungo Park ha oido á las mujeres negras enseñar á
sus hijos á amar la verdad. Es esta además una virtud que echa tan
profundas raíces en el ánimo, que algunas veces llegan á practicarla los
salvajes, hasta respecto de los extranjeros, aun á costa de algun
sacrificio; pero esto no es general, y rara vez se considera como un
crímen el mentir á un enemigo, como claramente lo prueba la historia de
la diplomacia moderna. Desde que una tribu reconoce un jefe, la
desobediencia se convierte en crímen, y la sumision ciega en sagrada
virtud.
El valor personal ha sido universalmente colocado en primer término
entre las buenas cualidades del hombre, ya que el que no la posee no
puede ser útil ni fiel á su tribu en los momentos de peligro; y aunque
en los países civilizados un hombre bueno, pero tímido, pueda ser mucho
más útil á la comunidad que un valiente, instintivamente nos inclinamos á
tener en más á este que á aquel. La prudencia, cuando no la dicta el
bien ajeno, aunque es una virtud muy útil, nunca ha sido muy
considerada. Como ningun hombre puede practicar las virtudes necesarias
para el bienestar de su tribu, sin sacrificarse, sin dominarse á sí
mismo y sin tener paciencia, todas estas cualidades han sido principal y
justamente apreciadas en todas épocas. No podemos dejar de admirar al
salvaje americano que se somete voluntariamente, sin exhalar un grito, á
las torturas más horribles, para probar y aumentar su fuerza de alma y
su valor, lo propio que al fakir de la India que, con un insensato fin
religioso, se balancea suspendido en un hierro corvo, cuya punta
atraviesa sus músculos.
Las demás virtudes individuales que no afectan de una manera aparente
(aunque en realidad pueda suceder así) al bienestar de la tribu, no han
sido jamás apreciadas por los salvajes, por más que en la actualidad lo
sean en alto grado por las naciones civilizadas. Para los salvajes no
es una cosa vergonzosa la intemperancia más excesiva. Sus costumbres son
licenciosas y obscenas hasta un extremo repugnante. Pero tan pronto
como el matrimonio, polígamo ó monógamo, se propaga, los celos
desarrollan la virtud femenina, que, honrada por todos, tiende á
propagarse entre las doncellas. Aun hoy podemos ver cuán poco comun es
la castidad en el sexo masculino. Esta virtud exige mucha fuerza de
voluntad para dominarse á sí mismo, y tanto es así, que desde época muy
remota ha sido honrada en la historia moral del hombre civilizado. Como
consecuencia extremada de este hecho, tambien desde una remota
antigüedad se ha considerado como una virtud la práctica del celibato.
Tan natural nos parece la repugnancia con que se vé la obscenidad, que
llegamos á creerla innata, lo cual, no obstante, esta base esencial de
la castidad es una virtud moderna que pertenece exclusivamente, conforme
lo hace observar sir G. Staunton, á la vida civilizada. Prueban tambien
la verdad de este aserto los antiguos ritos religiosos de diversas
naciones, las pinturas de las paredes de Pompeya, y las prácticas
groseras de muchos salvajes.
Acabamos de ver que estos, y probablemente lo mismo sucedió con los
hombres primitivos, no juzgan buenas ó malas las acciones, sino en
cuanto afectan de una manera aparente el bienestar de la tribu, no el de
la especie, ni el del hombre considerado como miembro individual de la
tribu. Esta conclusion viene perfectamente con la creencia de que el
sentido llamado moral se deriva primitivamente de los instintos
sociales, ya que los dos se enlazan en su orígen con la comunidad
exclusivamente. Las principales causas de la poca moralidad de los
salvajes, apreciada bajo nuestro punto de vista, son, primero, la
limitacion de la simpatía á la sola tribu; segundo, una insuficiente
fuerza de raciocinio, que no permite calcular la trascendencia que puede
tener para el bien general de la tribu el ejercicio de muchas virtudes,
sobre todo de las individuales. Los salvajes no pueden formarse una
idea de la infinidad de males que produce la intemperancia, el
libertinaje, etc. Tercero, un débil poder sobre sí mismo, ya que esta
aptitud no ha sido fortalecida en ellos por la accion continuada, y tal
vez hereditaria, del hábito, la instruccion y la religion.
Me he extendido en los detalles que preceden acerca de la inmoralidad
de los salvajes, porque algunos autores han considerado recientemente
con miras un tanto elevadas su naturaleza moral, ó atribuido la mayor
parte de sus crímenes á una benevolencia mal dirigida. Estos autores
apoyan sus asertos en el hecho de que los salvajes poseen, y á menudo en
alto grado, lo cual es sin duda cierto, las virtudes que son útiles y
hasta necesarias para la existencia de una comunidad ó tribu.
Observaciones finales. Los filósofos de la escuela derivativa
de moral admitieron en otro tiempo que el fundamento de la moralidad
descansaba en una forma de egoismo, y, más recientemente, en el
principio de la mayor felicidad. De lo que antes hemos dicho podemos
deducir que el sentimiento moral es fundamentalmente idéntico á los
instintos sociales, y por lo que respecta á los animales inferiores
seria absurdo considerar estos instintos como nacidos del egoismo ó
desarrollados para la dicha de la comunidad. Y con todo, sin duda han
sido desarrollados para el bien general. La expresion «bien general»
puede definirse diciendo que es el medio por el cual el mayor número
posible de individuos pueden ser producidos en plena salud y vigor con
todas sus facultades perfectas, en las condiciones á que están
sometidos. Habiéndose desarrollado con arreglo á un mismo plan los
instintos sociales, tanto del hombre como de los animales inferiores,
convendria, á ser posible, emplear en ambos casos la misma definicion, y
considerar como carácter de la moralidad el bien general ó la
prosperidad de la comunidad, con preferencia á la felicidad general;
pero esta definicion tendria tal vez que limitarse en cuanto á la moral
política.
Cuando un hombre arriesga su vida por salvar la de uno de sus
semejantes, parece más justo decir que obra en favor del bienestar
general, que en el de la felicidad de la especie humana. El bienestar y
la felicidad del individuo coinciden sin duda habitualmente, y una tribu
feliz y contenta prosperará mejor que otra que no lo sea. Hemos visto
que en los primeros períodos de la historia del hombre los deseos
expresados por la comunidad han de haber naturalmente influido en alto
grado en la conducta de cada uno de sus miembros, y buscando todos la
felicidad, el principio de «la felicidad mayor» habrá llegado á ser un
guia y un fin secundarios importantes. De este modo no hay necesidad de
colocaren el vil principio del egoismo los fundamentos de lo que hay de
más noble en nuestra naturaleza, á no ser que se califique de egoismo la
satisfaccion que experimenta todo animal cuando obedece á sus propios
instintos, y el disgusto que siente cuando no puede realizarlos.
La expresion de los deseos y del juicio de los individuos de la misma
comunidad, primero por el lenguaje oral, y despues por la escritura,
constituye una norma de conducta secundaria, pero muy importante, que á
veces ayuda á los instintos sociales, aunque otras esté en oposicion con
ellos. Preséntanos un ejemplo de esto último la ley del honor,
es decir, la ley de la opinion de nuestros iguales y no la de todos
nuestros compatriotas. Toda infraccion de esta ley, aunque fuese
reconocida como conforme con la verdadera moralidad, causa á muchos
hombres más disgustos que un crímen real. La misma influencia
reconocemos en la amarga sensacion de vergüenza que podemos
experimentar, aun despues de trascurridos muchos años, al acordarnos de
alguna infraccion accidental de una regla insignificante, pero
sancionada de etiqueta. Alguna grosera experiencia de lo que con el
tiempo conviene más á todos sus individuos, guiará generalmente la
opinion de la comunidad; opinion que, por otra parte, se extraviará á
menudo por ignorancia ó por debilidad de raciocinio. Vemos ejemplos de
esto en el horror que siente el habitante del Indostan que reniega de su
casta; en la vergüenza de la mujer árabe que deja ver su rostro, y en
muchos otros casos. Seria muy difícil distinguir el remordimiento que
experimenta el hijo del Ganges que ha probado un alimento impuro, del
que le causaria cometer un robo: probablemente que el primero seria más
agudo.
No sabemos cómo han tenido orígen tantas absurdas reglas de conducta,
tantas ridículas creencias religiosas, ni cómo han podido grabarse tan
profundamente en el ánimo del hombre en todas las partes del globo; pero
es digno de notar que una creencia constantemente inculcada en los
primeros años de la vida, cuando el cerebro es más impresionable, parece
adquirir casi la naturaleza de un instinto. Sabido es que la verdadera
esencia del instinto consiste en que le sigue independientemente de la
razon. Tampoco podemos explicar por qué unas tribus hacen más aprecio
que otras de ciertas virtudes admirables, como el amor á la verdad, ni
por qué prevalecen, hasta en las naciones civilizadas, diferencias por
el estilo. Sabiendo cuántas costumbres y supersticiones extrañas han
podido arraigarse sólidamente, no debemos sorprendernos de que las
virtudes personales nos parezcan, en la actualidad, tan naturales
(apoyadas, como lo están, en la razón) que llegamos á creerlas innatas,
por más que en sus condiciones primitivas el hambre no hiciese de ellas
caso alguno. A pesar de muchas causas de duda, el hombre puede
generalmente distinguir sin vacilar las reglas morales superiores de las
inferiores. Básanse las primeras en los instintos sociales, y se
refieren á la prosperidad de los demás; están apoyadas en la aprobacion
de nuestros semejantes y en la razon. Las inferiores, aunque apenas
merecen esta calificacion, cuando inducen á hacer un sacrificio personal
se enlazan principalmente con el individuo en sí, y deben su orígen á
la opinion pública, cultivada por la experiencia, ya que no las
practican las tribus poco civilizadas.
Adelantando el hombre en civilizacion, y reuniéndose las pequeñas
tribus en comunidades más grandes, la simple razon indica á cada
individuo que debe extender sus instintos sociales y su simpatía á todos
los miembros de la misma nacion, aunque los desconozca personalmente.
Llegado á este punto, solo una valla artificial se opone á que sus
simpatías se hagan extensivas á los hombres de todas las naciones y
razas. Desgraciadamente la experiencia nos demuestra cuánto tiempo se
necesita para que lleguemos á considerar como semejantes nuestros á los
hombres de otras razas, que presentan con la nuestra una inmensa
diferencia de aspecto y de costumbres. La simpatía que traspasa los
límites de la que nos inspira el hombre, es decir la compasion por los
animales, parece ser una de las adquisiciones morales más recientes;
compasion que desconocen los salvajes, excepcion hecha de la que sienten
por sus animales favoritos. Los abominables espectáculos de los circos
prueban cuán poco desarrollado tenian los antiguos romanos este
sentimiento. En cuanto he podido observar por mí mismo, casi todos los
Gauchos de las Pampas carecen de la más leve idea de humanidad. Esta
virtud, una de las más superiores del hombre, parece ser resultado
accidental del progreso de nuestras simpatías, que, haciéndose más
sensibles cuanto más se extienden, acaban por aplicarse á todos los
séres vivientes. Una vez honrada y cultivada por algunos hombres, se
propaga mediante la instruccion y el ejemplo entre los jóvenes, y se
divulga luego en la opinion pública.
El mayor grado de cultura moral que podemos alcanzar, es aquel en que
reconocemos que deberíamos ser dueños absolutos de nuestros
pensamientos y «no soñar de nuevo, ni aun en nuestro fuero interno, en
los pecados que han hecho agradable nuestro pasado» segun dice Tennyson.
Todo lo que familiariza el espíritu con una mala accion, hace mucho más
fácil su ejecucion; y como dijo Marco Aurelio há ya algunos siglos:
«Segun sean tus pensamientos ordinarios, así será el carácter de tu
espíritu; porque el alma es el reflejo de los pensamientos.»
Nuestro gran filósofo, Herperto Spencer, ha emitido recientemente su
opinion sobre el sentimiento moral diciendo: «Creo que las experiencias
de utilidad, organizadas y fortalecidas á través de todas las
generaciones pasadas de la raza humana, han producido modificaciones
correspondientes, que, por transmision y acumulacion contínuas, han
llegado á convertirse para nosotros en ciertas facultades de intuicion
moral, en ciertas emociones correspondientes á una conducta justa ó
falsa, que no tienen ninguna base aparente en las experiencias de
utilidad individual.» A mi modo de ver no ofrece la menor improbabilidad
el hecho de que las tendencias virtuosas sean hereditarias, con mayor ó
menor fuerza; porque, sin mencionar las disposiciones y hábitos
variados transmitidos en muchos animales domésticos, he oido hablar de
casos en que la inclinacion al robo y á la mentira parecen existir en
familias que acupan una posicion desahogada, y como el robo es un crímen
muy raro entre las clases acomodadas, es difícil atribuir á una
coincidencia accidental la manifestacion de la misma tendencia en dos ó
tres miembros de una familia. Si son transmisibles las malas
inclinaciones, es probable que pase lo mismo con las buenas. Sólo por el
principio de la transmision de las tendencias morales, podemos darnos
cuenta de las diferencias que segun se cree existen, en este concepto,
entre las diversas razas de la humanidad. Con todo, hasta ahora no
tenemos documentos suficientes para juzgar de ello con completa
seguridad.
Finalmente, los instintos sociales que el hombre, lo mismo que los
animales inferiores han adquirido sin duda para el bien de la comunidad,
habrán originado en él algun deseo de ayudar á sus semejantes y
desarrollado cierto sentimiento de simpatía. Este género de impresiones
le habrán servido, en un principio, de grosera regla de derecho. Pero á
medida que haya progresado en fuerza intelectual, llegando á ser capaz
de presumir las más remotas consecuencias de sus acciones; que haya
adquirido bastantes conocimientos para desechar costumbres y
supersticiones funestas; que fije más su ambicion en el bienestar y la
dicha de sus semejantes; que el hábito que resulta de la experiencia, de
la instruccion y del ejemplo, haya desarrollado y extendido sus
simpatías á los hombres de todas las razas, á los enfermos, á los
idiotas, á los miembros inútiles de la sociedad, y, en fin, hasta á los
animales; conforme que haya ido realizando tantos progresos, se elevará
más y más el nivel de su moralidad. Los naturalistas de la escuela
derivativa, y algunos partidarios del sistema de la intuicion, admiten
que el nivel de la moralidad se habia elevado ya en un período precoz de
la historia de la humanidad.
Así como á veces se entablan luchas entre los diversos instintos de
los animales inferiores, no nos sorprende que pueda haber tambien en el
hombre una lucha de los instintos sociales y virtudes que de ellos
proceden, contra sus impulsos ó deseos de órden inferior, que sean por
un momento más fuertes que aquellos. Este hecho segun la Observacion de
M. Galton, no tiene nada de notable, ya que el hombre no ha salido de un
período de barbarie, sino á partir de una época relativamente reciente.
Después de haber cedido á alguna tentacion, experimentamos un
sentimiento de disgusto, que llamamos conciencia, análogo al que
acompaña á la no satisfaccion de los demás instintos; porque no podemos
impedir que acudan contínuamente á nuestro ánimo las impresiones é
imágenes pasadas; no nos es posible dejar de compararlas, al verlas ya
debilitadas, con los instintos sociales siempre presentes ó con hábitos
contraidos desde la infancia, y fortalecidos durante toda la vida:
hereditarios tal vez, y que han llegado de este modo á ser casi
enérgicos como los instintos. Al pensar en las generaciones futuras, no
hay ningun motivo para temer que en ellas se debiliten los instintos
sociales, y podemos admitir que los hábitos de virtud adquirirán mayor
fuerza fijándose por la herencia. En este caso la lucha entre nuestros
impulsos más elevados y los inferiores será menos enconada y la virtud
triunfará.
Resúmen de los dos últimos capítulos.—No puede caber duda
alguna en que no existe una diferencia inmensa entre el espíritu del
hombre más inferior y el del animal más elevado. Si á un mono
antropomorfo le fuese posible considerarse á si mismo de una manera
imparcial, podria convenir en que, aun siendo capaz de combinar un plan
ingenioso para saquear un jardin, ó de servirse de piedras para combatir
ó para romper nueces, su inteligencia no alcanza á elaborar el
pensamiento de trabajar una piedra para convertirla en herramienta. Aun
le seria más difícil hacer un razonamiento metafísico, resolver un
problema matemático, reflexionar sobre Dios, ó admirar una imponente
escena de la Naturaleza. Con todo (siguiendo la suposicion) algunos
monos declararian probablemente que pueden admirar, y que efectivamente
admiran, la belleza del color de sus compañeros. Convendrian en que,
aunque llegan á expresar en sus gritos á otros monos algunas de sus
percepciones ó de sus más simples necesidades, nunca les ha pasado por
la cabeza la nocion de expresar ideas definidas con sonidos
determinados. Podrian afirmar que están prontos á ayudar á sus
compañeros del mismo grupo, de diversas maneras, hasta arriesgando su
vida por ellos, y encargándose de sus huérfanos; pero se verian
obligados á reconocer que está muy lejos de su comprension ese amor
desinteresado para todas las criaturas vivientes, que constituye el más
noble atributo del hombre.
Sin embargo, por considerable que sea la diferencia entre el espíritu
del hombre y el de los animales más elevados, redúcese tan sólo á una
diferencia de grado y no de especie. Hemos visto que ciertos
sentimientos é intuiciones, diversas emociones y facultades tales como
la amistad, la memoria, la atencion, la curiosidad, la imitacion, el
raciocinio, etc., de que el hombre se enorgullece, pueden observarse en
un estado naciente, y aun algunas veces bastante desarrollado, en los
animales inferiores. Son tambien susceptibles de algunos
perfeccionamientos hereditarios, conforme lo prueba la comparacion de un
perro doméstico con un lobo ó un chacal. Si se quiere sostener que
ciertas facultades, como la conciencia de sí mismo, la abstraccion, son
peculiares al hombre, es fácil tambien que sean resultados accesorios de
otras facultades intelectuales muy adelantadas, que, á su vez, dimanen
principalmente del uso contínuo de un lenguaje que haya alcanzado un
alto grado de desarrollo. ¿A qué edad adquiere el niño recien-nacido la
facultad de abstraccion, ó empieza á tener conciencia de sí mismo, y á
reflexionar sobre su propia existencia? Tan difícil es resolver esta
cuestion en este caso, como en la escala orgánica ascendente. La
levantada creencia en un Dios no es universal en la raza humana, y la
creencia en agentes espirituales activos resulta naturalmente de sus
otras facultades mentales. La mejor y la más profunda distincion entre
el hombre y los demás animales, consiste tal vez en el sentido moral,
pero no necesito añadir nada sobre este particular, ya que acabo de
tratar de demostrar que los instintos sociales—principio fundamental de
la constitucion moral del hombre—ayudados por las fuerzas intelectuales
activas y los efectos del hábito, conducen naturalmente á la regla; «Haz
á los hombres lo que quieras que ellos hagan contigo,» principio sobre
el que reposa toda la moral.
En un capítulo posterior haré algunas observaciones sobre las vias y
medios probables merced á los cuales se han abierto paso y desarrollado
las diversas facultades morales y mentales del hombre. No se puede
negar, por lo ménos, que esto sea posible, ya que todos los dias
contemplamos semejante evolucion en cada niño, y podemos establecer una
gradacion perfecta entre las facultades del último idiota, que están muy
debajo de las del animal más inferior, y la inteligencia de un Newton.