El misterioso Sr Brown

Capítulo XI - Julius cuenta una historia

Capítulo XI Julius cuenta una historia

Tuppence salió a disfrutar de su «tarde libre». Albert estaba a la expectativa, pero la joven fue a la librería para asegurarse de que no había ningún recado. Una vez comprobado, se encaminó al Ritz. Le dijeron que Tommy aún no había regresado. Era la respuesta que esperaba, pero fue otro jarro de agua fría para sus expectativas. Decidió acudir al señor Carter para decirle dónde y cuándo empezó Tommy sus pesquisas y pedirle que hiciera algo para dar con su paradero. La perspectiva de conseguir su ayuda animó a la joven que, acto seguido, preguntó por Julius Hersheimmer. Le dijeron que, en efecto, había regresado haría cosa de una hora, pero que había vuelto a marcharse inmediatamente.

Tuppence se animó otro poco. El hecho de poder ver a Julius ya era algo. Quizá él tuviera algún plan para averiguar qué había sido de Tommy. Escribió una nota para Carter en la sala de Julius y, cuando estaba cerrando el sobre, se abrió la puerta.

—¿Qué diablos...? —empezó a decir Julius, pero se detuvo bruscamente—. Le ruego me perdone, señorita Tuppence. Esos tontos de la recepción dicen que Beresford ya no está aquí, que no ha vuelto desde el miércoles. ¿Es cierto eso?

Tuppence asintió.

—¿No sabe dónde está? —preguntó con desmayo.

—¿Yo? ¿Cómo iba a saberlo? No he sabido ni una palabra de él, aunque le telegrafié ayer por la mañana.

—Supongo que su telegrama estará aún sin abrir.

—Pero ¿dónde está?

—No lo sé. Yo esperaba que usted lo supiera.

—Ya le digo que no he sabido nada de él desde que nos separamos en la estación el miércoles.

—¿Qué estación?

—La de Waterloo. En el andén de los trenes que salen hacia el sudoeste.

—¿Waterloo? —Tuppence frunció el ceño.

—Pues, sí. ¿No se lo dijo?

—Yo tampoco lo he visto —replicó la joven con impaciencia—. Siga con lo de Waterloo. ¿Qué hacían ustedes allí?

—Me llamó por teléfono y me dijo que fuera corriendo, pues estaba siguiendo a dos individuos.

—¡Oh! —dijo Tuppence abriendo mucho los ojos—. Ya comprendo, continúe.

—Fui lo más deprisa que pude. Beresford estaba allí y me indicó los dos tipos. A mí me tocó seguir al más grueso, al que usted engañó. Tommy me puso un billete en la mano y me dijo que subiera al tren. Él tenía que seguir al otro —Julius hizo una pausa—. Yo daba por seguro que usted ya lo sabría.

—Julius —dijo Tuppence con firmeza—, deje de pasear de un lado a otro. Me pone nerviosa. Siéntese en esa butaca y cuénteme toda la historia.

Hersheimmer obedeció.

—De acuerdo. ¿Por dónde empiezo?

—Por el punto de partida. La estación de Waterloo.

—Entré en uno de sus queridos y anticuados compartimientos de primera clase. El tren acababa de arrancar. La primera cosa que recuerdo es que un revisor vino a informarme muy amablemente de que me encontraba en un departamento de no fumadores. Le alargué medio dólar y todo quedó arreglado. Inspeccioné por el pasillo hasta el coche siguiente.

»Whittington estaba allí. Cuando vi aquel rostro carnoso y pensé que la pobre Jane estaba en sus garras, me maldije por no llevar encima un revólver. Tendré que arreglármelas para conseguir uno.

»Llegamos a Bournemouth sin novedad. Whittington detuvo un taxi y dijo el nombre de un hotel. Yo hice lo propio y llegamos con tres minutos de diferencia. Alquiló una habitación y yo otra. Hasta allí todo fue muy sencillo. No sospechaba ni remotamente que alguien pudiera seguirle. Pues bien, estuvo sentado en el vestíbulo del hotel, leyendo los periódicos hasta que fue la hora de cenar. Tampoco habló con nadie.

»Empecé a pensar que no tendría nada que hacer, que habría ido allí en viaje de reposo, pero me fijé en que no se había cambiado para cenar, a pesar de ser un hotel bastante elegante, de modo que imaginé que tal vez se ocuparía de sus asuntos después de la cena.

»Y eso hizo alrededor de las nueve. Tomó un taxi y recorrió la ciudad. A propósito, es un sitio muy bonito y creo que llevaré a Jane a pasar unos días cuando la encuentre. Luego lo despidió y anduvo hasta esos bosques de pinos que hay en la cima del acantilado. Por supuesto, yo lo seguí. Caminamos durante una media hora. Hay muchos hotelitos que, poco a poco, se van espaciando y al fin llegamos a uno que parecía ser el último de la serie. Era una casa grande rodeada de muchos pinos.

»La noche era oscura. Oía sus pasos, aunque no le veía. Avanzaba con cuidado para que el tipo no sospechara. Al dar la vuelta a un recodo llegué a tiempo de verle tocar el timbre y entrar en la casa. Me detuve donde estaba. Empezaba a llover y no tardé en quedar calado hasta los huesos. Además hacía frío.

»Whittington no salía y, poco a poco, me cansé de estarme quieto y comencé a husmear por los alrededores. Todas las ventanas de la planta baja estaban cerradas, pero arriba, en el primer piso (era una casa de dos plantas), vi una que tenía la luz encendida y las cortinas descorridas.

»Ahora bien, justo enfrente de esa ventana había un árbol. Estaba situado a unos diez metros de distancia de la casa y se me ocurrió que, si me subía a aquel árbol, conseguiría ver lo que estaba ocurriendo en la habitación. Claro que no había razón para suponer que Whittington estuviera precisamente allí, ya que lo más probable era que se encontrase en una de las salas de recepción de la planta baja. Pero me estaba quedando tieso de estar tanto tiempo parado bajo la lluvia y cualquier cosa me parecía mejor que no hacer nada. De modo que trepé hasta la copa.

»No fue nada fácil, ¡ni mucho menos! Las ramas estaban resbaladizas por la lluvia. Hice cuanto pude por encontrar donde apoyar el pie y, poco a poco, me las arreglé para alcanzar el nivel de la ventana.

»Y entonces tuve una desilusión. Estaba demasiado a la izquierda y solo podía ver una parte de la habitación. Un trozo de cortina y un metro de pared. Bueno, no me había servido de nada, pero, cuando ya iba a darme por vencido y me disponía a bajar, alguien se movió en el interior proyectando su sombra en el reducido espacio de pared. ¡Era Whittington!

«Después de esto, sentí que me ardía la sangre. Tenía que ver lo que estaba ocurriendo en aquella habitación, pero, ¿cómo? Observé una rama larga que seguía la dirección conveniente. Si conseguía arrastrarme hasta allí quedaría solucionado, pero era poco seguro que aguantara mi peso. Decidí arriesgarme y, con grandes precauciones, pulgada a pulgada, me fui situando. La rama crujía y oscilaba de un modo alarmante y no quise pensar en la distancia que estaba del suelo en caso de caer. Por fin conseguí llegar a salvo a donde deseaba.

»La habitación era de tamaño mediano y estaba amueblada al estilo clásico e higiénico de las clínicas. En el centro había una mesa con una lámpara y, sentado ante ella, de cara a mí, estaba Whittington hablando con una mujer vestida de enfermera; estaba de espaldas y no pude verle la cara. Aunque las persianas estaban levantadas la ventana estaba cerrada y no podía oír ni una palabra de lo que hablaban.

»Al parecer, Whittington llevaba la voz cantante; la enfermera se limitaba a escuchar. De vez en cuando asentía y otras negaba con la cabeza como si estuviera respondiendo preguntas. Él parecía muy categórico y una o dos veces descargó el puño sobre la mesa. La lluvia había cesado y el cielo se iba aclarando con la rapidez acostumbrada.

»Por fin pareció llegar al término de lo que estaba diciendo y se puso en pie. Ella hizo lo mismo. Whittington preguntó algo mirando hacia la ventana. Me imagino que observaría si llovía aún. De todas formas, ella se acercó a mirar al exterior. En aquel preciso momento la luna salió de detrás de unas nubes y tuve miedo de que me viera, porque me daba de lleno. Traté de echarme hacia atrás y, por lo visto, mi movimiento fue demasiado brusco para la rama, que se vino abajo con fuerte estrépito y, con ella, Julius P. Hersheimmer.

—¡Oh, Julius! —exclamó Tuppence—. ¡Qué emocionante! Continúe.

—Pues, afortunadamente para mí, caí sobre tierra blanda, pero de todas formas quedé sin sentido durante un rato. Cuando recobré el conocimiento me encontraba en una cama ante la que había una enfermera, que no era la que viera con Whittington, y un hombre bajo de barba oscura y lentes de oro con todo el aspecto de ser médico, que se frotó las manos y enarcó las cejas cuando yo le miré. «¡Ah!», dijo. «De modo que nuestro amigo vuelve en sí. ¡Magnífico! ¡Magnífico!»

»Yo le pregunté lo que se acostumbra en tales casos: "¿Qué ha ocurrido?" y "¿Dónde estoy?", aunque sabía perfectamente la respuesta. Se dirigió a la enfermera y le dijo: "Creo que de momento esto es todo". Al salir, ella me miró con profunda curiosidad.

»Su mirada me dio una idea. "Ahora, dígame, doctor...", dije, tratando de sentarme en la cama, pero mi pie derecho me dio un pinchazo tremendo al hacerlo. El médico me interrumpió, apresurándose a facilitarme un diagnóstico: "Se trata de una ligera torcedura. Nada importante. Se pondrá bien en un par de días".

—Ya me he fijado en que anda usted cojo —intervino Tuppence.

Julius asintió antes de continuar:

—«¿Cómo ha sido?», le volví a preguntar al médico y él me respondió en tono seco: «Se cayó usted con una porción considerable de uno de mis árboles sobre uno de los parterres recién plantados».

»Me agradó aquel hombre. Parecía tener sentido del humor y tuve la seguridad de que él, por lo menos, era honrado. Le dije: "Vaya, doctor, lamento lo del árbol, de modo que los retoños que plante de nuevo corren de mi cuenta. Pero tal vez le agradaría saber lo que estaba haciendo en su jardín". Él me respondió: "Creo que los hechos requieren una explicación". Yo asentí. "Bien, para empezar le diré que no he venido a llevarme la plata." "Esa fue mi primera teoría, pero pronto cambié de opinión. A propósito, es usted norteamericano, ¿verdad?", replicó, sonriente. Le dije mi nombre. "¿Y usted, doctor, quién es?" Me respondió sin titubear: "Me llamo Hall, doctor Hall, y ésta, como sin duda ya supone, es mi clínica particular".

»Yo no lo sabía, pero no iba a decírselo. Le estaba agradecido por la información. Me agradaba aquel hombre y le creía honrado, pero no por ello iba a contarle toda la historia, porque probablemente tampoco la hubiera creído.

»En un instante tomé una determinación. Le dije: "Vaya, doctor, me figuro que voy a parecerle muy tonto, pero no vine a hacer de Bill Sikes ". Entonces balbucí algo acerca de una chica. Saqué a relucir la severidad de los guardianes, un desequilibrio nervioso, y finalmente le dije que había creído reconocerla entre las pacientes de su clínica y que a eso se debían mis aventuras nocturnas.

»Me figuro que era la clase de historia que esperaba. Cuando hube terminado me dijo divertido: "Es casi una novela". A lo que respondí: "Ahora, doctor, continúe y sea franco conmigo. ¿Tiene aquí, ahora, o ha tenido alguna vez, a una joven llamada Jane Finn?". El doctor Hall repitió el nombre pensativo: "¿Jane Finn? No".

»Estaba disgustado y me figuro que lo notó. Le apremié: "¿Está seguro, doctor?". Su respuesta fue categórica: "Completamente seguro, señor Hersheimmer. Es un nombre poco corriente y no lo hubiera olvidado".

»Bien. Su respuesta tajante me dejó aturdido. ¡Y yo que esperaba que mi búsqueda llegara a su fin! Para terminar le insinué: "Ahora hay otra cosa. Cuando estaba subido a esa maldita rama creí reconocer a un viejo amigo mío hablando con una de las enfermeras". No mencioné ningún otro nombre por temor a que Whittington se hiciera llamar de otra manera, pero el médico respondió enseguida: "¿Whittington, tal vez?". Algo sorprendido, afirmé: "El mismo. ¿Y qué estaba haciendo aquí? ¿No irá a decirme que sufre trastornos nerviosos?".

»El doctor Hall se echó a reír. "No, ha venido a ver a una de mis enfermeras, la enfermera Edith, que es sobrina suya." Yo exclamé: "¡Vaya, quién lo iba a pensar! ¿Está aún aquí el señor Whittington?". Él explicó: "No, se marchó casi inmediatamente". "¡Qué lástima!", dije yo y añadí: "Pero tal vez podría hablar con su sobrina, la enfermera. Edith dijo usted que se llamaba, ¿verdad?".

»Pero el médico meneó la cabeza. "Me temo que eso tampoco será posible. La enfermera Edith se ha marchado esta noche con una paciente." Mi reacción fue instantánea: "¡Qué mala suerte! ¿Acaso tiene usted la dirección del señor Whittington en la ciudad? Me gustaría telefonearle cuando llegue". No la sabía, pero me dijo que, en caso de interesarme, podía escribir a la enfermera Edith. Le di las gracias, no sin pedirle antes que no le mencionara mi nombre: "Quisiera darle una sorpresa". Y me despedí.

»Eso fue todo lo que pude hacer de momento. Claro que si la chica era en realidad sobrina de Whittington sería demasiado lista para caer en la trampa, pero valía la pena intentarlo. A continuación mandé un telegrama a Beresford diciéndole dónde estaba, que tenía que permanecer echado por mi tobillo y que viniera si no estaba demasiado ocupado. No obstante, no supe nada de él y mi pie no tardó en restablecerse. Solo era una ligera torcedura, de modo que hoy me dieron de alta, me despedí del médico, pidiéndole que me avisara si sabía algo de la enfermera Edith, y vine enseguida hacia aquí. ¿Qué le ocurre, señorita Tuppence? Se ha puesto muy pálida.

—Es por Tommy. ¿Qué puede haberle ocurrido?

—Anímese, no le habrá pasado nada malo. ¿Por qué habría de ocurrirle algo? Mire, se fue detrás de un sujeto de aspecto extranjero. Tal vez se haya ido a Polonia o algún sitio parecido.

Tuppence meneó la cabeza.

—No podía hacerlo sin pasaporte. Además, después he visto a ese hombre, Boris no sé qué. Ayer noche cenó con la señora Vandemeyer.

—¿Con quién?

—Me olvidaba. Claro, usted no sabe nada de eso.

—Soy todo oídos. —dijo Julius, añadiendo a continuación su frase favorita—: Póngame al corriente.

Entonces Tuppence le relató los acontecimientos de los dos últimos días. La admiración y asombro de Julius eran inmensos.

—¡Bravo! Usted haciendo de doncella. ¡Es para morirse de risa! Pero ahora escúcheme bien, señorita Tuppence: esto no me gusta nada, se lo aseguro. Usted es tan valiente como la que más, pero preferiría que se apartara de todo esto. Esta gente a la que perseguimos lo mismo mata a una joven que a un hombre en cualquier momento.

—¿Cree que tengo miedo? —dijo Tuppence indignada y evitando pensar en los ojos llameantes de la señora Vandemeyer.

—Ya le dije antes que es muy valiente, pero eso no altera los hechos.

—¡Oh, no hablemos de mí! ¡Pensemos en lo que puede haberle ocurrido a Tommy! —dijo Tuppence impaciente, y agregó—: He escrito esta nota al señor Carter.

Se la leyó. Julius asintió.

—Me figuro que de momento es lo mejor que puede hacer, pero nosotros también deberíamos movernos y hacer algo.

—¿El qué? —preguntó Tuppence que sintió renacer su esperanza.

—Creo que lo mejor será seguir el rastro de Boris. ¿Dice usted que ha ido a esa casa donde usted sirve? ¿Es probable que vuelva allí?

—Sí, aunque en realidad no lo sé.

—Ya. Bien, creo que lo mejor es comprar un automóvil deslumbrante, yo me visto de chófer y me sitúo ante la casa. Cuando Boris salga, usted me hace una señal y yo lo sigo. ¿Qué tal?

—Espléndido, pero es posible que tarde semanas en aparecer.

—Tendremos que correr ese riesgo. Celebro que le agrade mi plan —Se puso en pie.

—¿Adonde va?

—A comprar el coche, desde luego —replicó Julius, sorprendido—. ¿Qué marca le gusta más? Me figuro que podrá pasear en él alguna vez antes de que concluya todo esto.

—¡Oh! —dijo Tuppence con desmayo—. Me gustan los Rolls-Royce, pero...

—De acuerdo —se avino Julius—. Será como usted dice. Le traeré un Rolls.

—Pero no va a conseguirlo —exclamó Tuppence—. A veces hay que esperar mucho.

—Pero el pequeño Julius no —afirmó Hersheimmer—. No se preocupe por eso. Estaré aquí con el coche dentro de media hora.

Tuppence se puso en pie.

—Es usted buenísimo, Julius, pero no puedo dejar de pensar que es una empresa bastante desesperada y yo solo confío en el señor Carter.

—Pues yo no.

—¿Por qué?

—Es solo una idea.

—¡Oh, pero él tiene que hacer algo! No hay nadie más. A propósito, me olvidé de contarle una cosa muy curiosa que ocurrió esta mañana.

Le refirió su encuentro con sir James Peel Edgerton.

Julius se interesó.

—¿Qué cree usted que quiso decir?

—Pues no lo sé —dijo Tuppence, pensativa—. Pero yo creo que intentó prevenirme.

—¿Por qué?

—No sé. Me dio la sensación de ser amable y muy inteligente. No me importaría nada ir a verlo y contárselo todo.

Ante su sorpresa, Julius rechazó la idea rotundamente.

—Escuche. No quiero ver a ningún abogado metido en esto. Ese individuo no podría ayudarnos en nada.

—Bien, pues yo creo que sí —insistió Tuppence.

—No lo crea. Hasta luego. Volveré dentro de media hora.

Habían transcurrido treinta y cinco minutos cuando Julius regresó y, tomando a Tuppence del brazo, le hizo asomarse a la ventana.

—Ahí está.

—¡Oh! —exclamó Tuppence con admiración al contemplar el enorme Rolls-Royce.

—Le aseguro que corre —dijo Julius, satisfecho.

—¿Cómo lo consiguió?

—Iban a enviárselo a un pez gordo.

—¿Y?

—Fui hasta su casa —explicó Julius—. Dije que reconocía que un coche como este valía veinte mil dólares y agregué que para mí valdría cincuenta mil si me lo entregaba en el acto.

—¿Qué más?

—Pues me lo entregó.

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