Capítulo X - Interviene Sir James Peel Edgerton
Capítulo X Interviene Sir James Peel Edgerton
Tuppence no demostró la menor torpeza en sus nuevas tareas. Las hijas de los arcedianos están bien adiestradas en las labores de casa. Ellos son expertos en educar a una «chica díscola», aunque el resultado inevitable es que la «chica díscola», una vez educada, se marche a algún lugar en que sus conocimientos recién adquiridos le proporcionen una remuneración mejor que la que puede ofrecer la menguada bolsa del arcediano.
Por consiguiente, Tuppence no tenía el menor temor de fracasar en su nuevo empleo. La cocinera de la señora Vandemeyer la intrigaba. Era evidente que su señora la tenía atemorizada. La joven pensó que tal vez supiera algo inconfesable sobre ella. Por lo demás, cocinaba como un chef, como tuvo oportunidad de comprobar aquella noche. La señora Vandemeyer esperaba a un invitado y Tuppence preparó la mesa para dos. Estuvo pensando quién sería su visitante. Era muy posible que fuese Whittington. A pesar de estar segura de que no lograría reconocerla, hubiera preferido que el invitado resultase un completo desconocido. De todas formas, no le quedaba más remedio que esperar el desarrollo de los acontecimientos.
Pocos minutos después de las ocho, sonó el timbre de la puerta y Tuppence fue a abrirla con cierta inquietud. Respiró aliviada al comprobar que el recién llegado era el hombre que acompañaba a Whittington cuando ella le dijo un par de días atrás a Tommy que les siguiera.
Dijo ser el conde Stepanov. Tuppence lo anunció y la señora Vandemeyer se levantó de una otomana murmurando satisfecha:
—Cuánto me alegra verlo, Boris Ivanovitch —le dijo.
—El placer es mío, madame. —Se inclinó para besarle la mano.
Tuppence regresó a la cocina.
—El conde Stepanov o algo así. —observó, agregando con franca y abierta curiosidad—: ¿Quién es?
—Creo que un caballero ruso.
—¿Viene muy a menudo?
—De vez en cuando. ¿Por qué quieres saberlo?
—Me preguntaba si corteja a la señora, eso es todo. —explicó la joven y añadió con aire ofendido—: Pronto te picas, ¿eh?
—Es que estoy de mal humor. No sé si el soufflé habrá salido bien.
Tú sabes algo, pensó Tuppence y en voz alta dijo:
—¿He de servirlo ahora?
Mientras servía la mesa, Tuppence escuchó atentamente todo lo que se hablaba allí. Recordaba que aquel era uno de los hombres que Tommy se disponía a seguir cuando lo vio por última vez. Aunque no quería reconocerlo, ya empezaba a estar intranquila por su compañero. ¿Dónde estaba? ¿Por qué no había sabido nada de él? Había dejado dispuesto, antes de salir del Ritz, que todas las cartas o recados le fueran enviados enseguida por un mensajero especial a una librería cercana donde Albert tenía que acudir con frecuencia. Cierto que se había separado de su amigo el día anterior por la mañana y era absurdo preocuparse por él. No obstante, era extraño que no hubiera dicho nada todavía.
Sin embargo, por mucho que escuchara, la conversación no iba a proporcionarle ninguna pista. Boris y la señora Vandemeyer hablaban de temas intrascendentes: comedias que habían visto, nuevos bailes y los últimos chismes sociales. Después de la cena pasaron al salón donde la señora Vandemeyer, reclinada en el diván, estaba más diabólicamente bonita que nunca. Tuppence les llevó el café y los licores, y tuvo que retirarse de mala gana. Al hacerlo oyó que Boris decía: —Es nueva, ¿verdad?
—Ha entrado hoy. La otra era una arpía. Ésta me parece una buena chica. Sirve bien.
Tuppence se entretuvo un poco más junto a la puerta, que se cuidó de no cerrar y oyó decir al hombre:
—¿Será de confianza, supongo?
—La verdad, Boris, eso es ser absurdamente receloso. Creo que es la prima del botones o algo por el estilo. Y nadie sueña siquiera que yo tenga alguna relación con nuestro común amigo el señor Brown.
—Por amor de Dios, Rita, ten cuidado. Esa puerta no está cerrada.
—Bueno, pues ciérrala.
Tuppence se apresuró a poner pies en polvorosa.
No se atrevía a estar fuera de las dependencias posteriores demasiado tiempo, pero fregó los cacharros con la práctica y la increíble velocidad adquirida en el hospital. Después volvió a acercarse silenciosamente a la puerta del saloncito. La cocinera estaba todavía trajinando en la cocina y, si la echaba de menos, supondría que habría ido a preparar la cama de la señora.
¡Cielos! Hablaban en voz tan baja que no conseguía oír nada y no se atrevió a volver a abrir la puerta. La señora Vandemeyer estaba sentada casi frente a ella y Tuppence respetaba la vista de lince y las dotes de observación de su ama.
Sin embargo, necesitaba espiar lo que estaban diciendo. Posiblemente, si es que había ocurrido algo imprevisto, podría obtener noticias de Tommy. Durante algunos minutos permaneció reflexionando intensamente y al fin su rostro se iluminó. A toda prisa se dirigió por el pasillo al dormitorio de la señora Vandemeyer, donde los ventanales daban a una terraza que rodeaba todo el apartamento.
Caminó sin hacer ruido hasta la ventana del salón. Como había supuesto, estaba entreabierta y las voces llegaron hasta ella con toda claridad. Tuppence escuchó con atención, pero no mencionaron nada que pudiera relacionarse con Tommy.
La señora Vandemeyer y Boris parecían haber variado de tema y, finalmente, él exclamó con amargura:
—¡Con tus imprudencias terminarás por arruinarnos!
—¡Bah! —rió ella—. La notoriedad apropiada es el mejor medio de alejar las sospechas. Ya lo comprenderás uno de estos días, quizá antes de lo que crees.
—Entretanto, te exhibes por todas partes con Peel Edgerton. No solo es el miembro del Consejo Asesor del Reina más celebrado de Inglaterra, sino que su afición predilecta es la criminología. ¡Es una locura!
—Sé que su elocuencia ha salvado a incontables hombres de la horca —replicó la señora Vandemeyer sin alterarse—. ¿Y qué? Es posible que precise ayuda en ese sentido cualquier día. De ser cierto, qué suerte tener un amigo así en la corte o tal vez sería mejor decir que te hace la corte.
Boris se puso en pie y comenzó a pasear de un lado a otro, muy excitado.
—Eres una mujer inteligente, Rita; pero también alocada. Déjate guiar por mí y olvídate de Peel Edgerton.
La señora Vandemeyer meneó la cabeza.
—Creo que no lo haré.
—¿Te niegas? —La voz del ruso tenía un tono desagradable.
—Sí.
—Ya veremos —gruñó el ruso.
Pero Rita Vandemeyer se había puesto también en pie con los ojos llameantes.
—Boris, olvidas que yo no tengo que dar cuentas a nadie. Solo recibo órdenes del señor Brown.
Boris dejó caer los brazos con desmayo.
—Eres imposible —musitó—. ¡Imposible! Puede que ya sea demasiado tarde. ¡Dicen que Peel Edgerton huele a los criminales! ¿Qué sabemos de lo que habrá en el fondo de su repentino interés por ti? Quizá sospeche ya. Si adivina...
La señora Vandemeyer le miraba con enojo.
—Tranquilízate, mi querido Boris. No sospecha nada. Con menos caballerosidad que otras veces pareces olvidar que me considera una mujer hermosa y te aseguro que esto es lo único que le interesa a Peel Edgerton.
Boris meneó la cabeza sin demasiada convicción.
—Ha estudiado el crimen como ningún hombre en todo el reino. ¿Te imaginas poder engañarlo?
La señora Vandemeyer entornó los párpados.
—¡Si él es todo lo que dices, será divertido intentarlo!
—Por Dios, Rita...
—Además, es inmensamente rico y yo no soy de las que desprecian el dinero.
—¡Dinero, dinero! Eso es lo peor de ti, Rita. Creo que venderías tu alma por dinero. Creo... —Hizo una pausa y luego agregó en tono bajo y siniestro—: A veces creo que nos venderías incluso a nosotros.
Rita se encogió de hombros, sonriente.
—De todas maneras, el precio tendría que ser enorme —dijo en tono ligero—. No podría pagarlo más que un millonario.
—¡Ah! —exclamó en voz alta el ruso—. ¿Ves como tengo razón?
—Mi querido Boris, ¿es que no sabes apreciar una broma?
—¿Lo era?
—Pues claro.
—Entonces lo que digo es que tu sentido del humor es muy particular, mi querida Rita.
—No nos peleemos, Boris. Toca el timbre para que nos traigan algo de beber.
Tuppence emprendió una rápida retirada. Se detuvo un momento para contemplarse en el espejo de la habitación de la señora Vandemeyer para asegurarse de que su aspecto era impecable. Luego se apresuró a atender la llamada.
La conversación que había escuchado, aunque interesante, ya que probaba la complicidad de Rita y Boris, arrojaba muy poca luz sobre sus preocupaciones presentes.
Ni siquiera se había mencionado el nombre de Jane Finn.
A la mañana siguiente, Albert le informó de que en la librería no había ningún recado para ella. Le parecía increíble que Tommy no le hubiera enviado unas letras, a no ser que...
Fue como si una mano fría aprisionara su corazón, a no ser que... Luchó con energía para no dejarse dominar por sus temores. De nada serviría preocuparse. Sin embargo, aprovechó la oportunidad que le ofreció la señora Vandemeyer.
—¿Qué día suele salir, Prudence?
—El viernes, señora.
La señora Vandemeyer enarcó las cejas.
—¡Y hoy es viernes! Pero supongo que no querrá salir hoy, cuando acaba de entrar a trabajar.
—Pensaba pedirle si me permitiría hacerlo, señora.
Rita Vandemeyer la miró fijamente y al cabo sonrió.
—Ojalá pudiera oírla el conde Stepanov. Ayer por la noche hizo un comentario acerca de usted —Sonrió como un gato—. Su petición es muy típica. Estoy satisfecha. Usted no comprenderá lo que le estoy diciendo, pero puede salir hoy. A mí me da lo mismo, puesto que no comeré en casa.
—Gracias, señora.
Tuppence sintió una sensación de alivio al dejar su compañía y, una vez más, tuvo que admitir que tenía miedo... un miedo terrible a aquella hermosa mujer de ojos crueles.
Cuando se hallaba enfrascada en la limpieza de la plata, Tuppence tuvo que interrumpir su labor porque llamaron a la puerta. Esta vez el visitante no era Whittington ni Boris, sino un hombre de inmejorable apariencia.
Era un poco más alto de lo corriente y, no obstante, daba la impresión de ser altísimo. Su rostro, perfectamente rasurado y muy expresivo, daba la impresión de un poder y fuerza extraordinarios; parecía irradiar magnetismo.
Tuppence, de momento, no supo si clasificarlo como actor o como abogado, pero sus dudas se desvanecieron en cuanto él dijo su nombre: sir James Peel Edgerton.
Le miró con renovado interés. Entonces aquel era el famoso consejero cuyo nombre era familiar en toda Inglaterra. Había oído decir que cualquier día sería primer ministro.
Se sabía que había renunciado a ciertos cargos por amor a su profesión, prefiriendo seguir como simple miembro de un distrito electoral escocés.
Tuppence regresó a la cocina pensativa. Aquel gran hombre la había impresionado. Comprendía la agitación de Boris. Peel Edgerton no era un hombre fácil de engañar.
Al cabo de un cuarto de hora volvió a sonar el timbre y Tuppence acudió al recibidor para despedirlo. Antes le había dirigido una mirada penetrante y ahora, al entregarle el sombrero y el bastón, volvió a observarlo. Cuando le abrió la puerta y se hizo a un lado para dejarle pasar, él se detuvo en el umbral.
—No hace mucho que sirve aquí, ¿verdad?
Tuppence le miró, asombrada. En su mirada se leía amabilidad y algo mucho más difícil de descifrar.
Él asintió como si ella hubiera respondido.
—Sirvió en el ejército y luego se vio apurada, ¿verdad?
—¿Se lo ha dicho la señora Vandemeyer? —preguntó Tuppence, recelosa.
—No, niña. Lo adiviné por su aspecto. ¿Le agrada esta casa?
—Sí, señor. Gracias.
—¡Ah, pero hoy en día hay muchísimas casas buenas! Y a veces un cambio no hace daño.
—¿Quiere usted decir...? —comenzó Tuppence.
Pero sir James estaba ya casi en la escalera, aunque se volvió para dirigirle una mirada astuta y amable.
—Es solo una sugerencia. Solo eso.
Tuppence regresó a la cocina más preocupada que nunca.