El misterioso Sr Brown

Capítulo XXIV - Julius echa una mano

Capítulo XXIV Julius echa una mano

En sus habitaciones del hotel Claridge, Kramenin estaba dictando a su secretario en ruso.

De pronto sonó el teléfono. El secretario atendió la llamada. Tras unas breves palabras, se volvió hacia su jefe diciéndole en tono respetuoso:

—Abajo preguntan por usted.

—¿Quién es?

—Dice llamarse Julius P. Hersheimmer.

—Hersheimmer —repitió Kramenin, pensativo—. Creo haber oído ese nombre.

—Su padre era uno de los reyes del acero en Estados Unidos —explicó el secretario, cuya obligación era saberlo todo—. Ese joven tiene que ser multimillonario.

Los ojos del otro se abrieron apreciativamente.

—Será mejor que bajes a verlo, Ivan. Averigua lo que desea.

El secretario obedeció. A los pocos minutos estaba de regreso.

—Se niega a decirlo. Insiste en que es un asunto personal y que debe hablarlo con usted.

—Un multimillonario —murmuró Kramenin—. Hazlo subir, mi querido Ivan.

El secretario abandonó la estancia una vez más, para volver escoltando a Julius.

—¿Monsieur Kramenin?

El ruso se inclinó, estudiándolo con una mirada venenosa.

—Celebro conocerlo —dijo el norteamericano—. Tengo que hablarle de algunos asuntos muy importantes, si es posible verlo a solas —concluyó señalando al otro.

—Este es mi secretario, monsieur Grieber, para el que no tengo secretos.

—Usted puede que no, pero yo sí —replicó Julius secamente—. De modo que le agradecería de veras si le dice que se largue.

—Ivan —dijo el ruso en tono suave—, tal vez no te importe retirarte a la habitación contigua.

—No sirve —le interrumpió Julius—. Conozco estas suites ducales y deseo que ésta quede vacía, con la excepción de usted y yo. Envíelo al colmado de la acera de enfrente a comprar un cucurucho de cacahuetes.

A pesar de que no le divertía precisamente el lenguaje desenfadado del norteamericano, a Kramenin lo estaba devorando la curiosidad.

—¿Van a tomarnos mucho tiempo sus asuntos?

—Tal vez toda la noche, si usted me escucha con atención.

—Muy bien, Ivan. No te necesitaré ya esta noche. Vete al teatro, tienes la noche libre.

—Gracias, excelencia.

El secretario se inclinó y se fue.

Julius permaneció en la puerta viéndolo marchar. Al fin, con un suspiro de alivio, la cerró y volvió a situarse en el centro de la estancia.

—Ahora, señor Hersheimmer, tal vez sea usted tan amable de ir directamente a la cuestión.

—No tardo ni un minuto. —replicó Julius y luego, con un repentino cambio de tono, agregó—: ¡Manos arriba o disparo!

Por un momento, Kramenin miró fijamente la enorme automática, pero luego, con prisa casi cómica, alzó sus manos por encima de su cabeza. En ese instante Julius tomó sus medidas. El hombre que tenía ante él era un vil cobarde. El resto sería fácil.

—Esto es un atropello —exclamó el ruso con voz histérica—. ¡Un atropello! ¿Es que quiere matarme?

—No, si procura bajar la voz. No se acerque al timbre. Así está mejor.

—¿Qué es lo que quiere? No cometa imprudencias. Recuerde que mi vida tiene un valor incalculable para mi pueblo. Tal vez me hayan calumniado.

—Creo que el hombre que lo agujeree hará un gran bien a la humanidad. Pero no tiene por qué preocuparse. No tengo intención de matarlo ahora; es decir, si se muestra razonable.

El ruso leyó la dura amenaza en los ojos de Julius y se pasó la lengua por los labios resecos.

—¿Qué quiere usted? ¿Dinero?

—No. Quiero a Jane Finn.

—¿Jane Finn? ¡Nunca oí ese nombre!

—¡Es usted un condenado mentiroso! Sabe perfectamente a quién me refiero.

—Le digo que nunca he oído hablar de ella.

—Y yo le digo que la pequeña Willie está deseando entrar en movimiento.

El ruso se amansó visiblemente.

—No se atreverá a...

—¡Oh, ya lo creo que sí!

Kramenin debió de comprender que hablaba en serio.

—Bueno —dijo a pesar suyo—. Suponiendo que supiera de quién se trata, ¿qué?

—Va a decirme ahora mismo dónde puedo encontrarla.

Kramenin movió la cabeza.

—No me atrevo.

—¿Por qué no?

—No me atrevo. Pide usted un imposible.

—Tiene miedo, ¿verdad? ¿De quién? ¿Del señor Brown? ¡Ah, eso le asusta! ¿Es que existe, entonces? Lo dudaba. ¡Su sola mención le produce tal efecto que se pone lívido de pavor!

—Le he visto —dijo el ruso despacio—. He hablado con él cara a cara. No lo supe hasta después. Era un tipo corriente. No lo reconocería. ¿Quién es en realidad? Lo ignoro. Pero sé que es un hombre de temer.

—Él no lo sabrá.

—Lo sabe todo y su venganza no se hará esperar. ¡Incluso yo, Kramenin, no podría librarme de ella!

—Entonces, ¿no hará lo que le pido?

—Imposible.

—Pues lo siento por usted —dijo Hersheimmer, en tono festivo—. Sin embargo, el mundo se beneficiará.

Alzó la pistola.

—¡Espere! —gritó el ruso—. ¿No irá a matarme?

—¡Pues claro que sí! Siempre he oído decir que ustedes, los revolucionarios, no le conceden importancia a la vida, pero parece que es distinto cuando no se trata de la propia. Le doy la oportunidad de salvar su sucio pellejo y no la aprovecha.

—¡Me matarán!

—Bueno —repuso Julius complacido—, como guste. Pero solo diré una cosa. ¡La pequeña Willie es la muerte cierta y yo en su lugar me arriesgaría a probar suerte con el señor Brown!

—Lo ahorcarán si me mata —musitó el ruso.

—No. Ahí es donde se equivoca. Olvida los dólares. Se pondrán a trabajar una multitud de abogados, me someterán al examen de varios médicos y al fin dirán que mi cerebro está desequilibrado. Pasaré unos cuantos meses en un sanatorio tranquilo, donde mejorará mi salud mental. Los médicos dirán que estoy curado y todo terminará bien para el pequeño Julius. Supongo que podré soportar unos meses de aislamiento con tal de librar al mundo de su presencia. No se engañe pensando que me ahorcarán.

El ruso le creyó. Como él era corrupto, creía ciegamente en el poder del dinero. Había leído que los juicios por asesinato se llevaban a cabo en Estados Unidos según las normas indicadas por Julius. Él mismo había comprado y vendido a la justicia. Aquel norteamericano tan joven y varonil, de voz expresiva, tenía la sartén por el mango.

—Voy a contar hasta cinco —continuó Julius— y si me deja pasar de cuatro ya no necesitará preocuparse por el señor Brown. ¡Puede que le envíe flores para su entierro, pero usted no las olerá! ¿Está dispuesto? Empezaré. Uno... dos... tres... cuatro...

El ruso lo interrumpió con un grito.

—No dispare. Haré lo que desea.

Julius bajó el arma.

—Sabía que se avendría a razones. ¿Dónde está esa joven?

—En Gatehouse, Kent. El lugar se llama Astley Priors.

—¿Está prisionera?

—No se le permite abandonar la casa, aunque es bastante segura, la verdad. La pobrecilla ha perdido la memoria, ¡maldita sea!

—Reconozco que debe de haber sido una contrariedad para ustedes. ¿Qué ha sido de la otra joven? La que secuestraron hará cosa de una semana.

—Está allí también.

—Bien. ¿No le parece que todo va saliendo estupendamente? ¡Hace una noche espléndida para viajar!

—¿Viajar? —repitió Kramenin, sorprendido.

—Nos vamos a Gatehouse, desde luego. Espero que sea usted aficionado al automovilismo.

—¿Qué quiere decir? Me niego a acompañarlo.

—Ahora no pierda los estribos. Debe comprender que no soy tan tonto como para dejarlo aquí. ¡Lo primero que haría sería telefonear a sus amigos! ¡Ah! —Observó por la expresión del ruso que no ofrecería resistencia—. Comprenda, hay que dejarlo todo bien atado. No señor, usted viene conmigo. ¿Su dormitorio está en la habitación de al lado? Entre allí. La pequeña Willie y yo lo seguiremos. Póngase un abrigo grueso. Bien. ¿Forrado de piel? ¡Y usted se llama socialista! Ahora ya estamos preparados. Bajaremos y usted atravesará el vestíbulo para llegar hasta mi automóvil. ¡No olvide que no cesaré de vigilarlo y que puedo disparar a través del bolsillo de mi abrigo! Una palabra, o tan solo una mirada a cualquiera de los empleados, y es hombre muerto.

Juntos bajaron la escalera y llegaron al vestíbulo. El ruso temblaba de rabia. Estaban rodeados de empleados y estuvo a punto de gritar, pero en el último momento le faltó valor. El norteamericano era un hombre de palabra.

Cuando estuvieron junto al coche, Julius exhaló un suspiro de alivio. Habían conseguido atravesar la zona de peligro y el miedo había hipnotizado al hombre que le acompañaba.

—Suba. —le ordenó y, al sorprender una mirada de soslayo del ruso, agregó—: No, el chófer no le ayudará. Es marino. Estaba en un submarino en Rusia cuando estalló la Revolución. Un hermano suyo fue asesinado por los suyos. ¡George!

—¿Diga, señor? —El chófer volvió la cabeza.

—Este caballero es un ruso bolchevique. No deseamos matarle a menos que sea estrictamente necesario. ¿Entendido?

—Perfectamente, señor.

—Deseo ir a Gatehouse, Kent. ¿Conoce la carretera?

—Sí, señor. Está a cosa de una hora y media.

—Hágalo en una hora. Tengo prisa.

—Haré lo que pueda, señor.

El coche salió disparado y Julius se recostó cómodamente junto a su rehén. Conservaba la mano en el bolsillo, pero sus modales eran de lo más corteses.

—Hubo un hombre contra el que disparé una vez en Arizona... —comenzó a decir en tono alegre.

Al cabo de una hora de viaje, el desgraciado Kramenin estaba más muerto que vivo. Después de la anécdota del hombre de Arizona, había tenido que soportar otra de San Francisco y un episodio de las Rocosas. ¡El estilo narrativo de Julius, si no verídico, era por lo menos muy pintoresco!

George aminoró la marcha, mientras anunciaba que estaban llegando a Gatehouse. Julius obligó al ruso a que les indicara el camino. Su plan era ir directamente a la casa donde Kramenin preguntaría por las dos jóvenes. Julius le explicó que la pequeña Willie no toleraría el menor fallo.

A estas alturas, el pobre ruso era un juguete en sus manos. La terrible velocidad a la que circularon durante todo el trayecto contribuyó a acobardarlo, convencido de encontrar la muerte en cada recodo. El coche enfiló la avenida y se detuvo ante el porche, donde el chófer aguardó nuevas órdenes.

—Primero dé la vuelta al coche, George. Luego, llame al timbre de la casa y vuelva a su asiento. Conserve el motor en marcha y esté dispuesto a salir pitando cuando le avise.

—Muy bien, señor.

La puerta principal fue abierta por el mayordomo. Kramenin sintió el cañón de la pistola contra sus riñones.

—Vamos —susurró Julius—. Y ande con cuidado.

El ruso gritó con los labios muy pálidos y voz insegura:

—¡Soy yo! ¡Kramenin! ¡Baje a esa joven enseguida! ¡No hay tiempo que perder!

Whittington había bajado los escalones y lanzó una exclamación de asombro al ver al ruso.

—¡Usted! ¿Qué ocurre? Sin duda conocerá el plan.

Kramenin le interrumpió empleando las palabras que han creado tantos temores innecesarios:

—¡Hemos sido traicionados! ¡Hay que abandonar nuestros planes y salvar el pellejo! ¡La chica! ¡Enseguida! Es nuestra única oportunidad.

Whittington vacilaba, pero fue solo un instante.

—¿Tiene órdenes de él?

—¡Naturalmente! ¿Estaría aquí si no? ¡Deprisa! No hay tiempo que perder. La otra chica tiene que venir también.

Whittington dio media vuelta y corrió al interior de la casa. Los minutos transcurrieron angustiosamente. Al fin, dos figuras envueltas en sendas capas aparecieron en los escalones y fueron introducidas en el coche a toda prisa. La más pequeña de las dos quiso resistirse y Whittington la obligó a subir sin miramientos.

Julius se inclinó hacia delante y al hacerlo la luz le dio de lleno en el rostro. Un hombre que estaba detrás de Whittington lanzó una exclamación de sorpresa. El engaño había llegado a su fin.

—Vamos, George —gritó Julius.

El chófer apretó a fondo el acelerador y el coche arrancó con una brusca sacudida.

El hombre que había en el porche lanzó un juramento al llevarse la mano al bolsillo. Brilló un fogonazo y se oyó una detonación; la bala pasó a un centímetro de la más alta de las dos muchachas.

—Agáchate, Jane —gritó Julius—. Échate al suelo.

Luego apuntó con cuidado y disparó a su vez.

—¿Le ha dado? —exclamó Tuppence.

—Seguro —replicó Julius—. Aunque no lo he matado. Esos canallas tienen siete vidas. ¿Se encuentra bien, Tuppence?

—¡Claro que sí! ¿Dónde está Tommy? ¿Quién es este? —señaló al tembloroso Kramenin.

—Tommy está haciendo el equipaje para irse a la Argentina. Supongo que creyó que usted había muerto. ¡Atraviesa la verja, George! Muy bien. Tardarán más de cinco minutos en poder seguirnos. Es de suponer que utilizarán el teléfono, de modo que hay que estar ojo avizor para no caer en una trampa. Será mejor que no vayamos por la carretera general. ¿Pregunta usted que quién es éste? Permítame que le presente a monsieur Kramenin, al cual he convencido para que hiciera este viaje por cuestiones de salud.

El ruso permanecía callado, seguía lívido de terror.

—Pero ¿cómo nos han dejado salir? —preguntó Tuppence, recelosa.

—¡Debo confesar que monsieur Kramenin se lo ha pedido con tanta gentileza que no han podido negarse!

Aquello fue demasiado para el ruso.

—¡Maldito sea, maldito sea! —exclamó con vehemencia—. Ahora saben que los he traicionado. En este país ya no me queda ni una hora de vida.

—Es cierto —asintió Julius—. Le aconsejo que vuelva a Rusia enseguida.

—Suélteme entonces —exclamó el otro—. Ya hice lo que usted quería. ¿Por qué quiere que siga a su lado?

—No es precisamente por el placer de su compañía. Me imagino que puede marcharse ya, si lo desea, pero pensé que preferiría que lo lleváramos de nuevo a Londres.

—No llegarán nunca a Londres —rugió Kramenin—. Déjeme bajar aquí.

—Desde luego. Para, George. El caballero no nos acompaña de regreso. Si alguna vez voy a Rusia, monsieur Kramenin, espero un caluroso recibimiento y...

Pero antes de que Julius hubiera terminado su discurso y de que el coche se hubiera detenido del todo, el ruso saltó del automóvil y desapareció rápidamente en la noche.

—Estaba algo impaciente por dejarnos —comentó Julius cuando el coche volvió a tomar velocidad—. Y ni siquiera se ha despedido de las señoritas. Oye, Jane, ahora ya puedes sentarte.

Por primera vez habló la joven.

—¿Cómo le persuadiste? —preguntó.

Julius acarició su pistola.

—¡El mérito es de la pequeña Willie!

—¡Estupendo! —exclamó la joven y el color volvió a sus mejillas mientras miraba a Julius con admiración.

—Annette y yo no sabíamos qué iba a ocurrirnos —dijo Tuppence—. El viejo Whittington nos hizo salir a toda prisa. Pensábamos que nos llevaba al matadero como corderitos.

—Annette —dije Hersheimmer—, ¿es así como usted la llama?

Parecía querer acostumbrarse a la novedad.

—Ése es su nombre —replicó Tuppence, abriendo mucho los ojos.

—¡Demonios! —exclamó Julius—. Puede creer que se llama así porque la pobrecilla ha perdido la memoria. Pero ante usted tiene en estos momentos a la verdadera Jane Finn.

—¿Qué diantres...? —exclamó Tuppence.

Pero la interrumpió el ruido de una bala al introducirse en la carrocería del coche, rozando su cabeza.

—Agáchense —gritó Julius—. Es una emboscada. Esos individuos han ido muy deprisa, corre un poco más, George.

El automóvil aceleró aún más. Sonaron otros tres disparos; pero ninguno les alcanzó. Julius miró hacia atrás.

—No hay a quién disparar —anunció, contrariado—. Pero me imagino que no tardarán en darnos otra fiestecita. ¡Ah!

Se llevó la mano a la mejilla.

—¿Le han herido? —dijo Annette, preocupada.

—Solo es un rasguño.

La joven se levantó del suelo.

—¡Déjeme bajar! ¡Le digo que me dejen bajar! Paren el coche. Es a mí a quien persiguen. No quiero que pierdan la vida por mi culpa. Déjenme bajar.

Comenzó a forcejear con la manija de la portezuela.

Julius la sujetó por ambos brazos, mirándola con fijeza al darse cuenta de que había hablado sin el menor acento extranjero.

—Siéntate, pequeña —le dijo en tono amable—. Me parece que a tu memoria no le ocurre nada malo. Les has estado engañando todo el tiempo, ¿verdad?

La muchacha asintió y de pronto se deshizo en lágrimas. Julius le dio unas suaves palmaditas en el hombro.

—Vamos, vamos, tranquilízate. No permitiremos que te cojan.

Entre sollozos, la muchacha consiguió decir:

—Eres de mi país. Lo adivino por tu voz. Me hace sentir nostalgia de mi casa.

—¡Claro que soy de tu país! Soy tu primo, Julius Hersheimmer. Vine a Europa para buscarte ¡y vaya trabajo me has dado!

El coche aminoró la marcha y George dijo por encima del hombro:

—Aquí hay un cruce, señor, y no estoy seguro de qué dirección seguir.

El coche estaba a punto de detenerse cuando una figura, que por lo visto iba escondida en la parte trasera, asomó su cabeza en medio de todos ellos.

—Lo siento —dijo Tommy.

Le saludaron con una salva de exclamaciones.

—Estaba entre los arbustos de la avenida y me monté en la parte de atrás —les explicó Tommy—. No os pude avisar debido a la velocidad que llevabais. Bastante trabajo tenía en procurar no caerme. Ahora ¡ya podéis apearos!

—¿Apearnos?

—Sí. Hay una estación junto a esa carretera. El tren pasará dentro de tres minutos. Si os dais prisa podréis alcanzarlo.

—¿Qué diablos persigue con todo esto? —quiso saber Julius—. ¿Cree poder engañarlos abandonando el coche?

—Usted y yo no lo abandonaremos. Solo las chicas.

—Está usted loco, Beresford. ¡Loco de remate! No puedo dejarlas solas. Si lo hiciera sería el fin.

Tommy se volvió a Tuppence.

—Baja enseguida, Tuppence, y llévatela como te digo. Ninguna de las dos sufrirá daño alguno. Estáis a salvo. Coged el tren que va a Londres e id directamente a ver a sir James Peel Edgerton. El señor Carter vive fuera de la ciudad, pero estaréis a salvo con el abogado.

—¡Maldito sea! —exclamó Julius—. Está loco, Jane, quédate donde estás.

Con un movimiento rápido, Tommy arrebató el revólver de la mano de Julius.

—¿Ahora creéis que hablo en serio? Salid las dos y haced lo que os he dicho, o disparo.

Tuppence saltó del coche arrastrando a Jane, que se resistía.

—Vamos, si no pasa nada. Si Tommy dice que no hay peligro, será verdad. Date prisa. Vamos a perder el tren.

Echaron a correr.

Julius exteriorizó su coraje.

—¿Qué diablos...?

Tommy lo interrumpió:

—¡Cállese! Deseo hablar unas palabras con usted, Julius Hersheimmer.

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