Capítulo XXIII - Una carrera contrareloj
Capítulo XXIII Una carrera contrareloj
Después de llamar a sir James, el siguiente paso de Tommy fue visitar South Audley Mansions. Encontró a Albert cumpliendo sus tareas profesionales y se presentó sin rodeos como amigo de Tuppence. Albert se mostró muy amable.
—Esto ha estado muy tranquilo últimamente. Espero que la señorita esté bien.
—Pues ese es el tema, Albert. Ha desaparecido.
—¿Quiere decir que esos malvados se la llevaron?
—Eso han hecho.
—¿Al otro mundo?
—¡No, hombre!
—¿Usted cree que la habrán matado?
—Espero que no. A propósito, ¿no tendrías por casualidad una tía, prima, abuela o alguna otra pariente que pudiera simular que está a punto de morir?
Una sonrisa de placer se extendió lentamente por el rostro de Albert.
—Sí, señor. Mi pobre tía que vive en el campo hace tiempo que está enferma y no hace más que llamarme en su delirio.
Tommy hizo un gesto de aprobación.
—¿Por qué no das aviso en el lugar indicado y te reúnes conmigo en la estación de Charing Cross dentro de una hora?
—Allí estaré, señor. Cuente conmigo.
Como Tommy había supuesto, el ascensorista resultó un aliado valioso. Los dos instalaron su cuartel en la posada de Gatehouse. A Albert le correspondió la tarea de recoger información, cosa que hizo con suma facilidad.
Astley Priors era propiedad de un tal doctor Adams, que ya no ejercía. Se había retirado, le informó el posadero, pero aún tenía algunos pacientes particulares. Y aquí el buen hombre se llevó un dedo a la sien y dijo: «Chalados». El doctor era una figura popular en el pueblo, contribuía generosamente a todas las actividades deportivas, «Un caballero muy agradable». «¿Lleva aquí mucho tiempo?», preguntó. «¡Oh! Unos diez años o tal vez más. Era un científico. Venían a verlo a menudo profesores y gente de la ciudad. Su casa era muy alegre y siempre estaba llena de invitados.»
Tommy sintió dudas ante tanta información. ¿Sería posible que aquella figura tan conocida y popular fuese en realidad un criminal peligroso? Su vida parecía tan abierta, sin la menor sospecha de andanzas siniestras. ¿Y si todo aquello fuese una gigantesca equivocación? Tommy sintió frío solo de pensarlo.
Luego pensó en los pacientes particulares —los chalados— y con mucho tacto preguntó si entre ellos había alguno que respondiera a la descripción de Tuppence. Pero se sabía muy poco de los pacientes, pues apenas se les veía por los jardines. Luego describió a Annette, pero tampoco fue reconocida.
Astley Priors era un bonito edificio de ladrillos rojos, rodeado de un jardín donde abundaban los árboles que impedían su vista desde la carretera. La primera tarde, Tommy, acompañado de Albert, exploró los alrededores. Debido a la pertinente insistencia de Albert, lo hicieron arrastrándose sobre sus estómagos, haciendo mucho más ruido que si lo hubieran hecho discretamente. De todas formas, aquellas precauciones eran totalmente innecesarias. Aquellos terrenos, como todos los de las casas cercanas, estaban desiertos después de anochecer. Tommy temía encontrar un perro furioso. Albert soñaba con un puma, o una cobra amaestrada, pero llegaron hasta los setos que rodeaban la casa sin ser descubiertos.
Las cortinas estaban descorridas y vieron a un buen número de personas que estaban reunidas alrededor de una mesa. El oporto pasaba de mano en mano. Daba la sensación de que celebraban una fiesta agradable, habitual. Por la ventana se oían fragmentos de conversaciones que flotaban en el aire de la noche. ¡Se discutía acaloradamente sobre críquet!
De nuevo a Tommy le invadieron las dudas. Le resultaba difícil creer que aquellas personas fueran otra cosa que lo que parecían. ¿Se habría engañado una vez más? El caballero de la barba rubia y lentes que se sentaba a la cabecera de la mesa tenía un aspecto en extremo honrado y natural.
Tommy durmió mal aquella noche. A la mañana siguiente, el infatigable Albert, que se había hecho amigo del chico del colmado, ocupó su puesto y se ganó la confianza de la cocinera de Malthouse, tras lo cual volvió con el informe de que sin duda alguna «era de la banda», pero Tommy desconfiaba de su vivaz imaginación. Al interrogarlo, no pudo aportar nada que probara su declaración, solo su propia opinión de que no era una persona como es debido y que bastaba solo con verla.
La sustitución se repitió (con la consiguiente alegría del auténtico chico del colmado, que veía cómo se incrementaban sus ganancias) al día siguiente y Albert trajo la primera noticia prometedora. En la casa había una joven francesa, y Tommy dejó a un lado sus vacilaciones. Aquella era la confirmación de su teoría.
El tiempo apremiaba, estaban a 27. El 29 sería el tan proclamado «día del Trabajo», sobre el que circulaban tantos rumores. Los periódicos comenzaban a inquietarse y se hablaba en ellos libremente de un sensacional coup d'état laborista.
El gobierno no decía nada. Seguía los acontecimientos y estaba a la expectativa. Corrían rumores de desavenencia entre los dirigentes laboristas. No eran todos de la misma opinión. Los que veían más allá de sus narices comprendían que sus propósitos podrían resultar un golpe mortal para la Inglaterra que amaban de corazón. Temblaban ante la perspectiva de hambre y miseria que traería consigo una huelga general y deseaban encontrarse con el gobierno a medio camino. No obstante, detrás de ellos trabajaban fuerzas sutiles e insistentes, recordando antiguos errores, despreciando la debilidad de los términos medios y fomentando malentendidos.
Tommy, gracias a Carter, comprendía la situación con bastante exactitud. Con el documento fatal en manos del señor Brown, la opinión pública se inclinaría del lado de los extremistas y revolucionarios laboristas. Sin él, las fuerzas estarían equiparadas. El gobierno, con un ejército leal y la policía, podría ganar, pero a costa de grandes sufrimientos.
Tommy acariciaba otras ideas descabelladas. Una vez desenmascarado el señor Brown y hecho prisionero, creía que toda la organización se vendría abajo instantáneamente. La extraña y constante influencia de su jefe en el anonimato los mantenía unidos. Sin él, estaba convencido de que serían presa del pánico y, una vez los hombres honrados fueran de nuevo dueños de ellos mismos sería posible la reconciliación.
Esto es todo obra de un solo hombre, se decía Tommy. Lo que hay que hacer es cogerlo.
Para sostener, en parte, su ambicioso proyecto, había pedido a Carter que no abriera el sobre lacrado. El documento era su cebo. De vez en cuando se asustaba de su presunción. ¿Cómo se atrevía a pensar que había descubierto lo que tantos otros hombres mucho más inteligentes no consiguieron? Sin embargo, seguía firme en su idea.
Aquella noche, Albert y él invadieron una vez más el jardín de Astley Priors con el propósito de entrar en la casa como fuera. Mientras se aproximaba cautelosamente, Tommy ahogó una exclamación.
En el segundo piso se recortaba una silueta en una de las ventanas. ¡Tommy la hubiera reconocido en cualquier parte! ¡Tuppence estaba en Astley Priors!
Cogió a Albert por el hombro.
—¡Quédate aquí y, cuando yo empiece a cantar, mira la ventana!
Corrió a situarse en el camino que conducía a la casa y comenzó a cantar con voz ronca y paso vacilante el estribillo siguiente:
Soy un soldado,
un alegre soldado inglés.
Ustedes pueden verlo por mis pies...
Había sido su canción favorita durante los días que estuvo en el hospital con Tuppence y estaba seguro de que tendría que reconocerla y sacar sus conclusiones. Tommy no tenía oído para la música, pero sí unos magníficos pulmones y organizó un escándalo terrible.
De pronto un mayordomo impecable, acompañado por otro criado igualmente impecable, apareció en la puerta principal para amonestarlo. Tommy continuó cantando, dirigiéndose al mayordomo y llamándole «viejo bigotes».
El criado lo tomó de un brazo y el mayordomo por otro y lo llevaron hasta la verja, amenazándolo con llamar a la policía si volvía a entrar. Todo fue hecho con sobriedad y el mayor decoro. Cualquiera hubiera jurado que el mayordomo era auténtico y el criado también. ¡Solo que daba la casualidad de que el mayordomo era Whittington!
Tommy regresó a la posada y aguardó el regreso de Albert.
—¿Y bien? —exclamó con ansiedad en cuanto apareció.
—Salió perfectamente. Mientras le echaban a usted, se abrió la ventana y alguien arrojó esto —Le tendió un pedazo de papel que envolvía el platillo de un pesacartas.
En el papel se leían estas cinco palabras:
Mañana a la misma hora.
—¡Gracias a Dios! —exclamó Tommy—. Hemos adelantado algo.
—Yo escribí un mensaje de respuesta y lo tiré por la ventana —continuó Albert sin respirar.
—Tu celo excesivo podría perdernos, Albert. ¿Qué escribiste?
—Puse que estábamos en la posada y que, si conseguía salir, que viniera y croara como una rana.
—Comprenderá que has sido tú —dijo Tommy con un suspiro de alivio—. Tu imaginación va demasiado lejos, Albert. Eres incapaz de reconocer el croar de una rana aunque la oyeras.
Albert pareció algo abatido.
—Anímate. No ha ocurrido nada malo. Ese mayordomo es un viejo amigo mío y apuesto a que sabe quién soy, aunque lo disimulara. No entra en sus cálculos demostrar que sospechan. Por eso nos ha salido todo bien. No quieren desanimarme del todo. Y por otro lado, tampoco quieren ponerme las cosas demasiado fáciles. Soy un simple peón en su juego, Albert, eso es lo que soy, ¿comprendes? Si la araña dejara escapar a la mosca demasiado fácilmente, la mosca pensaría que se trataba de un truco. De ahí la utilidad de ese joven prometedor, Tommy Beresford, que aparece en el momento oportuno. ¡Pero será mejor que Tommy Beresford esté alerta!
Tommy se retiró a descansar aquella noche muy contento. Había preparado un plan para la noche siguiente.
Estaba seguro de que los habitantes de Astley Priors no se meterían con él hasta cierto límite, y se disponía a darles una sorpresa.
No obstante, a las doce su calma sufrió una brusca sacudida. Le avisaron de que alguien lo esperaba en el bar; resultó ser un carretero cubierto de barro y cara de pocos amigos.
—Bien, usted dirá.
—Traigo esto para usted.
El carretero le tendió un sobre manchado que rezaba así:
Lleve esta nota al caballero que está en la posada cerca de Astley Priors y él le dará diez chelines.
La letra era de Tuppence. Tommy supo apreciar su ingenio, porque había adivinado que estaría en la posada bajo un nombre supuesto.
—Muy bien.
El hombre se la entregó. —¿Qué hay de mis diez chelines?
Tommy se apresuró a sacar un billete de diez chelines y el hombre le dio el sobre. El joven leyó la carta.
Querido Tommy:
Supe que eras tú. No vengas esta noche. Te están preparando una trampa. Mañana por la mañana se nos llevarán de aquí. Creo haber oído algo acerca de Gales, Holyhead, me parece. Si tengo oportunidad, tiraré esto por la carretera. Annette me contó cómo habías escapado. Animo.
Tuya,
TWOPENCE
Tommy llamó a Albert casi antes de terminar de leerla. —¡Haz el equipaje! ¡Nos vamos! —Sí, señor. Albert echó a correr. ¿Holyhead? ¿Qué es al fin y al cabo...? Tommy estaba intrigado y volvió a leer despacio. El ruido de las botas de Albert se oía en el piso de arriba. De pronto volvió a llamarle a gritos: —¡Albert! ¡Olvídate del equipaje! —Sí, señor.
Tommy alisó la nota, pensativo.
—Sí, soy un tonto —dijo en tono bajo—. ¡Pero no soy el único! ¡Y al fin sé quién es!