El ermitaño

Capítulo cuarto

Capítulo cuarto

«Miré hacia él, o a lo menos tuve esa sensación, porque es muy difícil que un hombre pueda entender lo que significa tener la cabeza en un sitio y la mirada situada a unos palmos de distancia. De todos modos, yo miraba hacia él, pensando: ¿Qué prodigio será éste? Este personaje me cuenta que puede enseñarme ciudades que están a la otra parte del mundo y, en cambio, no puede mostrarme mi tierra. Miré atónito en su dirección. Así es que le dije: “Señor, ¿queréis poner algo enfrente de esa máquina óptica de manera que, por mí mismo, pueda juzgar eso de los focos?”.

»Él asintió con la cabeza al momento, y miró a su alrededor un instante, como meditando qué hacer. Entonces cogió del fondo de mi mesa una pantalla transparente en la que había extraños signos, como nunca yo había visto. Era obvio que se trataba de escritura; pero él dio la vuelta a lo que parecían unas hojas y entonces apareció algo que le satisfizo, porque le provocó una sonrisa de placer. Conservó esto detrás de su espalda mientras se aproximaba a mi máquina de visión.

»“¡Bien, amigo mío!, —exclamó—, vamos a ver alguna cosa que os puede convencer”. Deslizó entonces algo enfrente a mi máquina visual, muy cerca mío y, ante mi extrañeza, sólo podía divisar borrones, nada estaba claro. Había una diferencia: parte de los borrones era de color blanco, parte de color negro; pero, para mí, ambos colores carecían de significado.

»El hombre sonrió, ante mi expresión, yo no podía verle; pero le “oía”; cuando se es ciego se tienen los sentidos diferentes. Podía escuchar los crujidos de sus músculos; y, cómo se había sonreído muchas veces antes, conocí que dichos crujidos significaban que se sonreía ahora.

»“¡Ah!, —exclamó—, empecemos por esta casa, ¿no? Ahora, miremos con todo cuidado. Decidme, si podéis ver qué es eso”. Muy despacio, tiró de la pantalla hacia atrás, y vi que aparecía un retrato de mi persona. No puedo decir el modo cómo dicha fotografía fue obtenida; pero ciertamente me representaba acostado sobre aquella mesa, mirando hacia los hombres que transportaban dentro de la habitación la cámara negra. Mi mandíbula se veía abierta de pasmo al ver aquel objeto desconocido. Podía parecer un verdadero palurdo y, en verdad, me lo sentí y mis mejillas se encendieron de rubor. Allí estaba, arreglado con todos aquellos adminículos sobre mi persona, observando los cuatro personajes manipulando aquella caja, y mi gesto de sorpresa volvía entonces a mi propia persona.

»“¡Muy bien! —dijo mi capturador⁠—, ciertamente, hemos encontrado el punto. Para devolverlo al mismo sitio, prosigamos adelante”. Con toda lentitud, enfocó la imagen y la fue acercando progresivamente a la lente de la caja. Lentamente, la imagen se fue enturbiando, hasta que sólo podía divisar unos trazos borrosos y nada más. Despejóse de nuevo esa imagen borrosa y entonces pude ver de nuevo el resto de la habitación. Él estaba cerca de mí y dijo: «No podéis leer esto; pero mirad. Se trata de letras impresas. ¿Las podéis ver claramente?».

»“Puedo verlas, en efecto, señor, —le respondí—. Incluso muy claramente».

»Entonces acercó más aquel impreso al ojo de la cámara y otra vez se enturbió la imagen. “Ahora —⁠me dijo⁠—, os daréis cuenta de nuestro problema. Tenemos una máquina o dispositivo —⁠como queráis llamarlo⁠— que es una contrapartida mucho mayor de esa cámara que estamos empleando. Pero, el principio en que se funda está completamente fuera de vuestro alcance. El aparato es tal, que podemos verlo todo alrededor del mundo, excepto lo que está situado sólo a unos setenta y cinco kilómetros de distancia. Esta distancia es tan próxima como para vos lo que está a muy pocos centímetros, que no se puede divisar. Ahora os mostraré Kalimpong”.

»Diciendo estas palabras, se volvió hacia la pared, y manipuló algunos nudos que se veían sobre ella.

»Las luces de la habitación menguaron, aunque sin apagarse del todo; parecía la luz que hay cuando se pone el sol tras los Himalayas. Una fría oscuridad, donde la luna aún no había salido ni el sol no había apagado todavía todos sus rayos. El hombre se volvió hacia la parte posterior de la gran cámara negra y sus manos manejaron algo que no pude ver. Inmediatamente, brillaron unas luces en la pantalla. Lentamente, se fue construyendo una escena. Los picachos de los Himalayas, y, por un sendero, una caravana de mercaderes. Cruzaban un pequeño puente de madera; debajo se precipitaba un torrente impetuoso, amenazando arrastrarlos si resbalaban. Los mercaderes alcanzaron la otra orilla y siguieron un sendero que transcurría entre pastos abruptos.

»Durante unos minutos, los estuvimos mirando; la perspectiva era la misma de un pájaro, o la de un dios celestial sosteniendo el objetivo de la máquina y flotando suavemente a lo largo de aquel territorio desnudo. Aquel hombre, movió de nuevo sus manos y reinó algo de confusión; algo apareció a la vista y desapareció enseguida. Entonces, movió las manos en una dirección opuesta y la imagen se detuvo; pero no era una fotografía, era una cosa real. Parecía visto por un agujero del firmamento.

»Debajo, vi las casas de Kalimpong. Vi las calles, atestadas de comerciantes; vi conventos, con lamas vestidos de amarillo y monjes, con hábitos de color rojo, deambulando por aquellos parajes. Todo me pareció muy extraño. Tenía dificultad de localizar los sitios porque había estado en Kalimpong sólo una vez, cuando era un muchacho de escasos años, y había visto Kalimpong desde el suelo; desde el punto de vista de un muchacho puesto de pie. Ahora, lo veía —⁠supongo⁠— como deben verlo, desde el aire, los pájaros.

»Mi carcelero me observaba atentamente. Movió algo y la imagen o paisaje, o como quiera llamarse esta maravilla, se desdibujó con la velocidad y se transportó de nuevo. “Aquí —⁠dijo aquel hombre⁠—, tenemos al Ganges que, como ya sabéis, es el Río Sagrado de la India”.

»Yo sabía una serie de cosas sobre el Ganges. A veces, mercaderes de la India traían revistas ilustradas con fotografías. No podíamos leer una sola palabra, en esas revistas; pero, las fotografías, las entendíamos muy bien. Ahora, delante mío, estaba el verdadero Ganges, inconfundible. Podía escuchar a los indios cantando, y luego supe el motivo. Tenían un cadáver tendido en una terraza al borde del agua y estaban rociando el cuerpo con el Agua Sagrada del Río Ganges, antes de conducirlo a la hoguera crematoria.

»La ribera estaba atestada de gente; parecía imposible que hubiese tanta en todo el mundo, cuanto más en las orillas de un río. Unas mujeres se desnudaban de la forma más desvergonzada en los muelles; pero los varones hacían lo propio. Sentí calentarme a mí mismo ante el espectáculo. Pero luego me acordé de sus Templos, templos con terrazas, grutas y columnatas. Su vista me llenaba de asombro. Eso era real, ciertamente, y empecé a sentirme confuso.

»Mi cautivador —porque aún me acuerdo era así⁠—, entonces movió algo y se produjo una confusión en las imágenes. Observó por la ventana atentamente y la confusión de imágenes, de pronto, se detuvo con una sacudida. “Berlín”, dijo.

»Bien, yo sabía que Berlín era una de tantas ciudades del mundo occidental; pero todo cuanto veía, no sabía exactamente cómo situarlo. Miraba y pensaba que tal vez era aquel punto de vista desde el cual lo miraba lo que deformaba todos los objetos de mi visión. Se veían edificios muy altos, notablemente uniformes en su forma y tamaño. Jamás, en mi vida, había visto tantos cristales; había ventanas encristaladas por todas partes hacia donde miraba. Y, después, en lo que parecía ser una calle de piso muy firme, había dos barras de metal instaladas en el suelo de dichas calles. Las barras eran brillantes, y su distancia recíproca, absolutamente la misma. No podía comprender de qué podía tratarse.

»En una esquina, dentro de mi campo visual, avanzaron dos caballos, uno tras otro, y yo —⁠apenas pienso que lo vayas a creer⁠— vi que ambos tiraban de una cosa que parecía una caja de metal con ruedas. Los caballos caminaban entre las dos barras metálicas y la caja metálica se movía a lo largo de las mismas. Dicha caja tenía ventanas a todo su alrededor, y mirando dentro de la caja, vi a muchas personas que iban arrastradas en ella. Ante mi vista (casi diría “ante mis ojos”, de tan acostumbrado que estaba a ver a través de la cámara) el artefacto que explico hizo un alto. Varias personas se marcharon de la caja y otras subieron. Vino un hombre y se fue hacia adelante, enfrente del primer caballo, y hurgó el suelo con una vara de metal. Después subió en la caja y la puso en marcha. Ésta giró a la izquierda, que se apartaba de la ruta que hasta entonces había seguido.

»El espectáculo me sorprendió tanto, que no podía mirar otras cosas. No tenía tiempo para lo demás. Sólo la extraña caja de metal sobre ruedas, transportando personas. Pero, tan pronto como dirigí mi mirada por los lados de la calle, vi que estaban llenos de gente. Los hombres vestían paños de una solidez notable. En las piernas, llevaban unos adminículos que parecían muy cortos y dibujaban los contornos de las pantorrillas. Y en la cabeza de cada uno de ellos se veía un objeto en forma de tazón vuelto hacia abajo, con un estrecho borde a su alrededor. La cosa me divirtió bastante, porque les daba un aire pintoresco. Mas entonces miré a las mujeres.

»Nunca había visto cosa semejante en mi vida. Algunas de ellas iban casi destapadas en la parte de arriba de su cuerpo; pero, en la inferior, las envolvía algo que se hubiera dicho una tienda de color negro. Parecían no tener piernas, ni se podían divisar sus pies. Con una mano aguantaban un lado de este ropaje negro, por lo que parecía a fin de que su borde inferior no se arrastrase por el polvo.

»Miré otras cosas. Edificios, algunos de una construcción muy notable. Por la calle —⁠muy ancha⁠— avanzaba una formación de personas. Llevaban unos músicos en el primer pelotón de aquella tropa. Sonaba muy brillante, y llegué a pensar si los instrumentos serían de oro y de plata; pero cuando pasaron más cerca me di cuenta de que eran aleaciones de cobre y algunos totalmente metálicos. Todos ellos eran altos, con sus caras coloradas y ostentaban un uniforme marcial. Me hizo estallar de risa el darme cuenta del paso que llevaban. Levantaban las rodillas, que les llegaban muy arriba, de forma que ambas piernas, alternativamente, formaban una línea horizontal.

»Mi vigilante sonrióse y me dijo: “En realidad, es un paso muy extravagante; se llama paso de la oca y es el que emplea el ejército alemán en determinadas ceremonias”. El hombre movió de nuevo sus manos; de nuevo las cosas detrás de la ventana del aparato se enturbiaron y de nuevo, aquella niebla se detuvo y solidificó: «Rusia, —⁠dijo⁠—. La Tierra de los Zares, Moscú».

»Miré. El suelo estaba nevado; circulaban unos extraños vehículos como nunca los hubiera imaginado. Un caballo enjaezado y enganchado a una cosa que semejaba una ancha plataforma, con asientos fijos en ella. Dicha plataforma se elevaba algo sobre el suelo, sostenida por algo que parecían tiras de metal. El caballo arrastraba aquel raro objeto por el suelo y, según se iba moviendo, dejaba depresiones en la nieve.

»Todo el mundo iba cubierto de pieles y su aliento parecía vapor helado procedente de sus narices y de su boca. Sus rostros se veían azulados, de tanto frío. Entonces miré en dirección a los edificios, pensando lo distintos que eran de los que acababa de ver. Eran grandes y raros, con unas grandes murallas que les rodeaban. Tras ellas se veían coronamientos en forma de bulbos, de forma de cebollas vueltas hacia abajo, con sus raíces proyectándose sobre el cielo. “El Palacio del zar”, dijo mi carcelero.

»El brillo de un cursa de agua atrajo mis ojos, y me hizo pensar en nuestro Río Alegre, que hacía tanto tiempo que yo no había visto. “Éste es el río de Moscú, —me dijo el hombre—. Es, naturalmente, un río muy importante». Sobre su curso se movían extrañas embarcaciones de madera, provistas de grandes velas, colgando de los palos. Hacía poco viento, así que dichas velas colgaban fláccidas, y los tripulantes, con otros palos que tenían unas palas en los extremos, los movían hundiéndolos en el río, y empujando así las embarcaciones.

»“Pero, todo eso —dije a mi carcelero⁠—, no veo a qué nos conduce. Es indudable, muy señor mío, que he visto maravillas; no dudo que son interesantes para muchas personas; pero ¿qué entro yo en eso? ¿Qué estáis intentando demostrarme?”.

»Un pensamiento súbito se me ocurrió en aquel momento. Algo me había pasado por la cabeza casi inconscientemente durante aquellas últimas horas, que ahora saltaba a mi conciencia con una claridad insistente. “¡Señor secuestrador!, —⁠exclamé⁠—. ¿Quién sois? ¿Sois, por ventura, Dios mismo?”.

»El hombre, me contempló más bien pensativo, como si ya estuviese harto de unas preguntas obviamente inesperadas. Se pasó la mano por las mejillas y el pelo, y se encogió de espaldas ligeramente. Entonces replicó: “Vos no queréis entender el caso. Hay cosas que no se entienden hasta que no se ha llegado a cierto nivel. Dejadme que os responda por medio de una pregunta: Si estuvieseis en un convento de lamas y una de vuestras obligaciones consistiese en cuidar de un rebaño de yaks, ¿quisiérais dialogar con un yak que os preguntase quién erais vos?”.

»Pensé unos momentos y le repliqué: “Bien, señor, no puedo pensar que un yak me dirigiese tal pregunta; pero si me hiciese una que pudiese hacerme creer que se trataba de un yak dotado de inteligencia, tendría mis trabajos para explicarle quién soy yo. Me preguntáis, señor, qué haría yo ante un yak que me hiciese tal pregunta y os respondo que yo trataría de contestarle tan bien como me fuese posible. En las condiciones que suponéis, que fuese un monje encargado de un grupo de yaks, los consideraría como mis propios hermanos y hermanas, aunque yo y ellos fuésemos de formas diferentes. Yo procuraría explicar a los yaks que los monjes creemos en la reencarnación. Les diría igualmente que todos venimos a este mudo para unas determinadas tareas y estudio de lecciones, con el fin de que en los Campos Celestiales podamos preparar nuestro viaje a siempre más altas regiones”.

»“Bien hablado, monje, bien hablado, —replicó el hombre—. Siento en mi alma que haya tenido que admitir esta lección. Sí; tenéis razón; me habéis sorprendido en gran manera, monje, por la percepción de que habéis dado pruebas y, debo confesarlo, por vuestra intransigencia, ya que habéis mostrado una mayor firmeza de la que hubiese tenido yo en circunstancias semejantes».

»“Me siento más valiente, ahora, —dije—. Vos habláis de mí como si perteneciese a las más bajas órdenes. Hace un momento, me habéis calificado de salvaje, incivil, sin cultura, no sabiendo nada de nada. Os habéis reído de mí cuando he admitido la verdad, que yo no sabía nada de las grandes ciudades del mundo. Pero, señor mío, he dicho la verdad y he admitido mi propia ignorancia. Busco salvarme de ella, y vos no me prestáis ayuda alguna. Vuelvo a preguntaros, señor: Me habéis capturado enteramente contra mi voluntad; os habéis permitido grandes libertades para mi cuerpo —⁠que es el Templo de mi Alma⁠—; os habéis dedicado a una serie de experiencias, aparentemente dedicadas a impresionarme. Podríais impresionarme todavía más, señor, si contestaseis a mi pregunta —⁠porque yo sé aquello que me importa saber. Vuelvo a preguntaros⁠—. ¿Quién sois, vos?».

»Durante algún tiempo, permaneció quieto, demostrando encontrarse preocupado por la respuesta. Entonces, dijo: “En vuestra terminología no existen palabras ni conceptos que hagan posible deciros mi situación. Antes de que un tema pueda ser discutido, se requiere un especial requisito: que por ambos lados se interpreten del mismo modo los mismos términos y que se pueda coincidir en determinados conceptos. De momento, permitidme deciros que yo soy uno que puede compararse con los lamas médicos de vuestro Chakpori. Tengo a mi cargo la responsabilidad de cuidar de la salud de vuestro cuerpo físico y prepararos de forma que podáis ser llenado de saber, cuando llegue a la conclusión de que ya os encontráis con las suficientes capacidades para recibir dicho conocimiento. Hasta que no estéis lleno de éste, toda discusión sobre quién soy yo, o quién dejo de ser, carece de todo sentido. Sólo os pido que aceptéis por ahora que todo cuanto nosotros estamos haciendo es para el bien de los demás, y que, pese a que os encontréis muy enfadado ante lo que consideráis libertades que nos permitimos para con vos, cuando os enteréis de nuestros fines, cuando sepáis quiénes somos y cuando conozcáis quién vos y los vuestros son, cambiaréis de opinión”. Diciendo estas palabras, desconectó mi luz y le oí marcharse de la habitación. De nuevo, me encontraba en la negra noche de mi ceguera, sólo con mis pensamientos.

»¡La negra noche del ciego, es bien negra, a la verdad! Cuando yo fui privado de mis ojos, por los dedos impuros de un chino, había sufrido una agonía y, a pesar de mis ojos arrancados, había visto, o me había parecido ver, centellas brillantes, torbellinos de luz sin figura ni forma. Todo eso había sido durante unos días que siguieron a mi desgracia. Pero ahora me habían dicho que un dispositivo se había conectado a mi nervio óptico y podía, efectivamente, creerlo. El que me había apresado había cortado ahora mi luz; pero, en mí, una suerte de postmemoria permanecía fijamente. Otra vez experimentaba la peculiar sensación contradictoria de ceguera y hormigueo luminoso en mi cabeza. Parece que cito dos cosas contradictorias; pero era lo que yo sentía, entre mi ceguera y el centelleo de un torbellino de chispas.

»Durante un buen rato, estuve pensando en lo que se sucedía. El pensamiento que se me ocurrió era que tal vez estuviese muerto o bien loco y que todas esas cosas no eran más que ficciones de una mente abandonando el mundo consciente. Mi formación sacerdotal vino a socorrerme. Empleé la antigua disciplina para reorientar mis pensamientos.

Detuve mi razón

para permitir así que el Superyo se impusiese. No se trataba de imaginaciones; era una cosa

real

; yo estaba utilizado por Altos Poderes para Altos Designios. Mi terror y mi pánico desaparecieron. La compostura volvió a mi alma y por algún tiempo resonó dentro de mi espíritu acompasada por el

tic-tac

de mi corazón. ¿Podía haberme yo conducido de otra forma?, reflexioné. ¿Había obrado con la debida prudencia ante unos conceptos que, para mí, eran nuevos? El Gran Treceavo, ¿habría obrado distintamente, en semejante situación? Mi conciencia era clara. Mi deber, sencillo. Debía continuar comportándome del mismo modo que lo hubiera hecho un buen sacerdote del Tíbet; así, todo marcharía por el buen camino. Me invadió la paz; una sensación de bienestar me arropó como una sábana de lana de yak, protegiéndome del frío. Insensiblemente caí en un sueño profundo y tranquilo.

»El mundo cambiaba. Todo parecía ir subiendo y bajando. Una fuerte sensación de movimiento y un “clang” metálico, me despertaron bruscamente de aquel sueño profundo. Yo me movía, la mesa donde yo estaba tendido se movía asimismo. Percibí el ruido cristalino de los objetos a mi alrededor. Recordé que dichos objetos estaban unidos a la mesa. Ahora todos estaban en movimiento. Unas voces me rodeaban. Altas y bajas. Discutiendo acerca de mi persona, temí. Eran unas voces raras, distintas de cuanto había escuchado. La mesa donde me hallaba tendido se movía en un movimiento silencioso. Ni se deslizaba, ni rascaba el suelo. Solamente fluctuando. Algo por el estilo de lo que debe de experimentar una pluma cuando la arrastra el viento. En un momento dado, el movimiento de la mesa cambió de dirección. Era seguro que se me conducía a lo largo de un corredor. No tardamos en llegar a un amplio vestíbulo. Los ecos daban una resonancia distante, muy distante. Se produjo un más bien débil arrastre, y mi mesa reposó con un ruido que mi experiencia me dictó ser el de un suelo «rocoso»; mas ¿cómo podía ser así? ¿Cómo, podía hallarme, súbitamente, dentro de lo que mis sentidos decían que era una cueva? Mi curiosidad pronto se calmó, ¿o bien, estaba más aguzada? Nunca estuve cierto de ello.

»Percibía un parloteo continuo a mi alrededor, siempre en un lenguaje para mí desconocido. Con el ruido de mi mesa de metal al tocar al suelo, una mano tocó mi espalda y la voz de mi capturador profirió: “Vamos, ahora, a devolveros la vista; ya habéis reposado lo suficiente”. Escuché un chasquido y un «clic». Unos colores danzaban a mi alrededor, resplandecían luces, se hacían menos intensas y se detenían en unas formas. No formas que yo comprendiese, que me dijesen algo. Yo me hallaba tendido allí, preguntándome de qué se trataba todo aquello. Se produjo, entonces, un silencio expectante. Podía

sentir

que unas personas estaban allí, mirándome. Entonces llegó a mis oídos una seca, aguda, casi ladrada pregunta: los pasos de mi carcelero se acercaron de prisa. «¿No podéis ver nada?», me preguntaba.

»“Veo unas estructuras curiosas, —le repliqué—. Para mí, carecen de significado. Son líneas fluctuantes, colores fugaces y luces centelleantes. Eso es lo que diviso». El hombre musitó algo y se alejó a toda prisa. Se produjo un diálogo y el ruido metálico de varios objetos a la vez. Todo danzaba con un loco delirio de raras formaciones. De pronto se paró, y yo vi.

»Allí estaba una vasta caverna, alta como unos treinta metros o tal vez más. Su longitud y su anchura se escapaban a mis cálculos porque se desvanecían fuera del alcance de mi vista. Aquel sitio era de vastas dimensiones y contenía algo que sólo puedo comparar a un anfiteatro, en cuyos asientos estaban instalados profusamente —⁠¿cómo voy a llamarles?⁠— unas criaturas que sólo podían venir de un catálogo de dioses y demonios. Mas, por extraños que aquellos seres fuesen, un objeto, aún más raro, un objeto más raro todavía, estaba suspendido en el centro de la caverna. Era un globo que luego reconocí como el de la Tierra, suspendido ante mí, rodando lentamente mientras que una luz lejana lo iluminaba como la luz del Sol alumbra la Tierra.

»Ahora reinaba un profundo silencio. Aquellas extrañas criaturas, todas me miraban a mí. Yo también les miraba a ellos, si bien me sentía pequeño, insignificante, ante aquella poderosa asamblea. Allí estaban hombres y mujeres pequeños, que parecían perfectos en todos sus detalles y de una semejanza divina. Irradiando una aura de pureza y de paz. Otros, también parecidos a los seres humanos, si bien dotados de curiosas e increíbles cabezas de pájaros, dotados de escamas o plumas (no me era posible distinguir bien). Sus manos, aun de forma humana, terminaban en asombrosas escamas y garras. También se veían gigantes. Criaturas inmensas, que descollaban cual estatuas y proyectaban su sombra por encima de sus diminutos compañeros. Eran, todos ellos, innegablemente humanos, si bien de un tamaño que sobrepasaba toda comprensión. Hombres y mujeres, machos y hembras. Y otros que eran ambas cosas, o ninguna de las dos. Todo aquel mundo me miraba y yo padecía bajo la mirada de aquéllos.

»A un lado, estaba sentada una criatura semejante a un dios, de severo semblante y majestuosa actitud. Entre brillantes y vivos colores, estaba sentada, calmosamente regia como un dios en su cielo. Entonces habló, otra vez en su idioma desconocido. Mi capturador, rápidamente fue hacia mi persona y se inclinó hacia mí, diciéndome: “Tengo que meterte en los oídos estas cosas —⁠me dijo⁠—, y entonces comprenderás todas las palabras que aquí se digan. No temas”. Tomó entre sus dedos el borde superior de mi oído derecho y lo levantó con una mano. Con la otra introdujo algo en el orificio del oído. Dio la vuelta a un botón situado en una cajita que estaba al lado de mi cuello y percibí unos ruidos. Entonces me graduó el aparato de forma que yo pudiese comprender la lengua que hasta entonces me había sido ininteligible. No tuve tiempo para admirarme de esta maravilla, ya que me veía obligado a escuchar las voces que se producían a mi alrededor; voces que, ahora, comprendía.

»Comprendía las voces, eso sí; pero la magnitud de los conceptos iba más allá de mi imaginación limitada. Era yo un pobre sacerdote de lo que me había sido descrito como “país de salvajes”, y mi comprensión no alcanzaba a entender el significado de todo aquello que ahora escuchaba y que había imaginado que sería inteligible. Mi capturador observó que me hallaba rodeado de obstáculos y se precipitó hacia mí. «¿Qué te pasa?», murmuró a mi oído.

»“No estoy lo bastante educado para entender el sentido de lo que dicen. No puedo

comprender

tan elevados pensamientos; únicamente capto las palabras”, le murmuré a su oído, a mi vez.

»Con expresión más que preocupada en el rostro, él se dirigió a un alto oficial —⁠vestido de colores brillantes⁠—, el cual estaba al lado del Más Grande. Se entabló una conversación en voz baja; entonces ambos vinieron lentamente en mi dirección.

»Intenté seguir aquel diálogo que se refería a mi persona, mas no logré mi intento. Mi capturador se inclinó hacia mí y murmuró: “Explicad al ayudante vuestras dificultades”.

»“¿Ayudante?, —le repuse—: No entiendo qué significa esa palabra». Nunca en mi vida me había sentido tan desplazado, tan ignorante y frustrado. Nunca hasta entonces me había encontrado a mí mismo más fuera de mi centro. El ayudante, sonrió mirándome y dijo: «¿Comprendéis lo que ahora os estoy diciendo?».

»“Perfectamente, señor —le repliqué⁠—, pero estoy en la más completa ignorancia del contenido de las palabras del Grande. No puedo

comprender

el tema; los

conceptos

me sobrepasan. —Asintió con la cabeza, y dijo—: Hay que echar la culpa a nuestro traductor automático. No tiene importancia alguna; el Cirujano General, que suponemos que os referís a él cuando habláis de vuestro capturador, tratará de este asunto y os preparará para la próxima sesión. Es un detalle de una importancia minúscula; voy a explicarlo al Almirante».

»Saludó amistosamente con una inclinación de cabeza y marchó a largos pasos hacia el Grande. ¿Almirante? ¿Qué debía ser?, me pregunté. ¿Qué era un Ayudante? Dichos términos, para mí, carecían de todo sentido. Me dispuse a esperar los acontecimientos. Aquél a quien llamaban el Ayudante, llegó al Grande y le habló tranquilamente. Ambos parecían calmosos, tranquilos. El Grande asintió con la cabeza y entonces el Ayudante hizo señas al que llamaban Cirujano General, o sea, a mi capturador. Éste se le acercó y entre los dos se entabló una animada discusión. Finalmente, aquel de quien yo era prisionero puso su mano derecha sobre su cabeza con unos gestos extraños que observé, se volvió hacia mí, y se me acercó súbitamente; haciendo gestos, por lo que parecía, a una persona que se hallaba totalmente fuera de mi cuerpo visual.

»La conversación continuó. No se había producido interrupción alguna. Un hombre cuadrado estaba allí de pie y tuve la impresión que se discutía de algo sobre aprovisionamientos. Una extraña mujer saltó sobre sus pies e hizo, al parecer, una respuesta. Aparentemente, se trataba de una enérgica protesta por algo que aquel hombre había dicho. Entonces, con el rostro encendido —⁠¿de rabia?⁠—, la mujer se sentó bruscamente. El hombre continuó imperturbable. Mi raptor se llegó hacia a mí, musitando: “Me habéis fastidiado; yo dije que erais un salvaje ignorante”. Contrariado, arrancó los objetos que yo llevaba en los oídos. Con un gesto de su mano, instantáneamente me volvió a privar de luz.

»Entonces experimenté la sensación de que la mesa sobre la cual yo me hallaba se movía abandonando la gran cueva. Sin ningún cuidado mi mesa y todo el equipo fue empujado a lo largo de un corredor; luego se produjeron diversos sonidos metálicos, un súbito cambio de dirección y la desagradable sensación de una caída. Con un estruendo metálico, mi mesa chocó contra el suelo y sospeché que de nuevo me encontraba en la habitación metálica, de donde yo había salido. Voces bruscas, susurro de ropas y ruido de pies que se arrastraban. Escuché deslizarse las puertas metálicas, y otra vez me encontraba solo, con mis pensamientos. ¿Qué era todo aquello? ¿Qué era el Almirante? ¿Qué, el ayudante? ¿Por qué mi apresador se llamaba el Cirujano General? ¿Qué puesto ocupaba? El conjunto de todas esas palabras era cosa, para mí, remota. Estaba tendido con las mejillas ardientes, sufriendo un calor insoportable. Me molestaba lo indecible el hecho de que hubiese comprendido tan pocas cosas. Definitivamente, absolutamente, me había comportado como un salvaje ignorante. Habrían experimentado hacia mí lo propio que yo habría sentido con respecto a un yak que yo hubiera tomado por una persona consciente y me hubiera dirigido a él sin resultado alguno. Me entraron unos grandes sudores, considerando hasta qué punto yo había deshonrado mi casta sacerdotal por mi total incapacidad para entender nada. ¡Me sentí horriblemente mal!

»Allí yacía yo, presa de mi desgracia, de mis más negros e innobles pensamientos; lleno del más negro temor de que fuésemos todos nosotros unos salvajes, en relación con aquellas gentes desconocidas. Yacía allí, ¡y sudaba!

»La puerta crujió abriéndose, y riendo y charlando alguien entró en la habitación. Eran aquellas nefandas mujeres otra vez. Con mucho brío, me arrancaron mi sábana y otra vez me quedé en cueros como un recién nacido. Sin ceremonias, me dieron vueltas a lo largo, me untaron de algo pegajoso. Me dieron otra vuelta violenta hacia el otro lado. Luego se produjo un gran tirón cuando el borde de la sábana fue empujado bajo mi persona. Por un momento, creí que me tiraban fuera de la mesa. Manos de mujer me agarraron y con ahínco me frotaron con ásperas y fuertes soluciones. Fui objeto de un fuerte masaje con algo que podía ser añejo vino blanco. Las partes más íntimas de mi cuerpo fueron hurgadas y pinchadas; extraños artefactos fueron introducidos en ellas.

»Pasaba el tiempo lentamente. Yo me sentía asqueado más allá de lo que podía resistir; pero no podía hacer nada. Se me había inmovilizado precisamente para evitar esa contingencia. Pero, entonces empezó un asalto de tal naturaleza, que al principio temí que yo no fuese objeto de torturas. Aquellas mujeres tiraban de mis brazos y mis piernas y los retorcían y doblegaban en todos los ángulos posibles. Manos ásperas se hundían en mis músculos y me los amasaban como si fuese una cochura. Golpes dados con los nudillos de los dedos marcaban depresiones en mis órganos y me cortaban el aliento. Mis piernas fueron abiertas ampliamente y aquellas mujeres eternamente charlatanas me pasaron unas largas mangas por mis pies, a lo largo de mis piernas y hasta cerca de mis caderas. Me levantaron por la nuca, de manera que me sostenía derecho de la cintura para arriba. Entonces me pusieron una suerte de vestidura que me cubría la parte superior del cuerpo y se ataba sobre mi pecho y mi abdomen.

»Una espuma extraña y maloliente se dejó sentir sobre mi cuero cabelludo; después, al instante, un rumor vibrante se dejó escuchar. La causa de aquel ruido me impresionó y me hizo rechinar de dientes, los pocos que me quedaron después que los chinos me los habían roto casi todos. Era la sensación de que me estaban trasquilando y me recordaba a lo que se percibe cuando trasquilan a los yaks para aprovechar sus lanas. Un áspero fregoteo, tan áspero que sin duda lastimaba mi piel, me fue administrado, y otra sensación brumosa, descendiendo sobre mi cabeza indefensa.

»La puerta se deslizó de nuevo y me llegó un sonido de voces masculinas. Reconocí una de ellas: la de mi carcelero. Éste se me acercó, diciéndome: “Vamos a abrir vuestro cráneo; no hay que preocuparse por ello. Ahora pondremos unos electrodos, directamente en vuestra…”. Las palabras, para mí, carecían de todo sentido, ya que no estaba en mi poder decidir nada de nada.

»Unos raros olores invadieron el aire. Las parlanchinas mujeres permanecían en silencio. Cesó toda conversación. Se percibía el ruido del metal dando contra el metal. Sobrevino un borbotear de fluidos y experimenté una súbita y aguda punzada en la parte superior de mi brazo izquierdo. Violentamente, me agarraron de la nariz y algún extraño artefacto de forma tubular fue empujado arriba por los agujeros de la nariz y luego dentro de mi gaznate. Alrededor de mi cráneo noté una sucesión de pellizcos agudos que instantáneamente me provocaron un amodorramiento. Se produjo entonces como un lamento muy agudo y una horrenda máquina tocó mi cráneo y se arrastró a su alrededor. Era que me aserraban la cima de mi cráneo. Aquella pulsación, con su rechinar terrible, penetraba en todos los átomos de mi ser; tenía la sensación de que todos los huesos de mi cuerpo entero vibraban en protesta. Al final —⁠como podía sentirlo muy bien⁠— la cúpula superior de mi cabeza había sido cortada en redondo, con la excepción de una pequeña mota de carne, que hacía de charnela a mi cerebro. Yo, en aquel momento, me sentía aterrorizado. Una extraña forma de terror; porque aunque estuviese

aterrorizado

, me sentía determinado a no hacer la menor queja, aunque tuviese que morirme.

»Indescriptibles sensaciones me asaltaban. Sin ningún motivo aparente, mi boca lanzó un “¡Ah!”, interminable. De pronto, mis dedos se crisparon con violencia. Un cosquilleo, en mis narices, me obligó a estornudar, aunque no pude estornudar, en efecto. Pero lo que siguió inmediatamente fue peor. De pronto, vi que tenía enfrente, y de pie, a mi abuelo materno. Iba vestido como un oficial del gobierno. Me hablaba con una amable sonrisa en el rostro. Miré hacia él, entonces me sobrecogió un pensamiento:

no le miraba

. Yo no tenía ojos. ¿Qué magia era aquella? A mi primera exclamación, cuando la figura de mi abuelo se desvanecía, mi carcelero se me acercó, preguntándome: «¿Qué os pasa?. —Yo, le respondí—: ¡Oh, no es nada!». Entonces, él me dijo: «Estamos meramente estimulando ciertos centros del cerebro para que podáis comprender más fácilmente. Estamos ciertos de vuestra capacidad; pero habéis sido víctima de la pereza y del estupor de la superstición, que no permiten una apertura suficiente de vuestra comprensión. Ahora estamos remediando vuestra deficiencia».

»Una mujer introdujo las pequeñas piezas en mis oídos, y por la rudeza de sus manos habría podido hincar tachuelas en el piso más firme. Escuché un “clic” y puede comprender el lenguaje supraterrenal. Pude también

entender

lo que escuchaba. Palabras como «córtex», «médula oblonga», «psicosomático», y otras me eran conocidas, en sí mismas y en sus relaciones con otros términos. Mi índice básico de inteligencia había ascendido —⁠y sabía todos aquellos significados⁠—. Pero lo que estaba pasando era para mí una verdadera prueba. Era extenuante. El tiempo parecía haberse detenido. Me parecía que, a mi alrededor, se producía un tránsito inacabable de personas. El parloteo, no acababa nunca. Todo resultaba agotador. Yo, anhelaba salir de este paso, lejos de los raros olores; lejos de un lugar donde se me había cortado la cúspide de mi cráneo, como la corona de un huevo duro hervido. No porque yo hubiese visto jamás huevos hervidos y duros en mi vida, que esto era destinado a los mercaderes y gente de dinero, y no a pobres sacerdotes viviendo sólo de tsampa.

»De vez en cuando, personas que estaban a mi alrededor me dirigían observaciones y preguntas: ¿Cómo me sentía? ¿Me dolía la operación? ¿Pensaba antes, veía alguna cosa? ¿Qué color imaginaba que iba a ver? Mi carcelero, estaba continuamente a mi lado y me explicó que, habiendo sido estimulados algunos centros cerebrales durante el curso del tratamiento, podría experimentar sensaciones que me asustasen. ¿Asustarme, a mí? No había dejado de sentir miedo durante el tratamiento entero, le contesté. Él, se rió ante esta mi respuesta, y me dijo, de paso, que, de resultas del tratamiento que entonces yo experimentaba, tendría que vivir toda mi vida como solitario, debido a las percepciones suprasensibles que yo sentiría. Nadie viviría conmigo, me dijo, hasta que al fin de mi existencia un joven llegaría a quien yo comunicaría todos mis conocimientos y, más adelante, los expondría ante un mundo descreído.

»Por fin, después de lo que me pareció una eternidad, la cúspide de mi cráneo fue devuelta a su sitio. Unos extraños ganchos sirvieron para juntar las dos mitades. Alrededor de mi cabeza, arrollaron con varias vueltas una venda de tela. Después, todo el mundo se fue, excepto una mujer que se sentó a mi cabecera; por el ruido de papel se podía comprender que leía, desatendiendo su deber. Después llegó a mis oídos el ruido de un libro que se caía y los ronquidos acompasados de la mujer. ¡Yo, entonces, decidí también dormirme!».

Descargar Newt

Lleva El ermitaño contigo