Capítulo séptimo
Capítulo séptimo
El joven monje se revolvió con un estremecimiento. Soñoliento, se frotó los ojos y se sentó. La entrada de la cueva era de un gris oscuro y borroso, contra la negrura del interior. El frío hacía sentir su aguijón. Rápidamente, el joven se vistió y se apresuró hacia la entrada. El aire allí era muy frío, y el viento aullaba entre las ramas y carraspeaba entre las hojas secas. Los pájaros pequeños se habían resguardado del viento colocándose al amparo de los troncos. La superficie del lago se agitaba y alborotaba levantando un oleaje que se rompía contra las orillas, obligando a las cañas que se encorvasen, protestando contra la fuerza que se les hacía.
El día, recién nacido, era gris y alborotado. Nubes amontonadas sobre los perfiles de las montañas flotaban y descendían por las cuestas, como rebaños de ovejas perseguidos por los perros del cielo. Los pasos de la montaña estaban escondidos por nubes tan negras como las rocas mismas. Las nubes continuaban descendiendo, borrando el paisaje, inundando la meseta de Lhasa dentro de mares de niebla. Un súbito soplo de viento, y la tropa de nubes, pareció barrer al joven monje. De tan espesas como eran no pudo continuar viendo la entrada de la cueva. No podía ver su mano a poca distancia del rostro. Ligeramente a su izquierda, la hoguera emitía silbidos y salpicaduras al caer sobre ella los relentes de la niebla.
Apresuradamente quebró algunos palos y los apiló encima del fuego todavía en rescoldos. La leña húmeda crujió y humeó mucho rato antes de inflamarse. Los mugidos del viento subieron de punto hasta convertirse en chillidos. La nube se hizo aún más espesa y el golpeo violento de las piedras del granizo obligó al joven monje a buscar refugio dentro de la cueva. De la hoguera se escaparon unos silbidos y el fuego murió poco a poco. Antes de que se extinguiese del todo, el joven apartó una rama todavía encendida. Presurosamente, la llevó hasta la misma boca de la cueva, a cubierto de lo peor de la tormenta. Con menos fortuna, salió de nuevo a salvar tanta leña como fuese posible, ya que las aguas se la llevaban en su curso torrencial.
Estuvo mucho rato realizando un gran esfuerzo. Luego, quitándose la ropa y escurriéndola, ya que estaba empapada por la lluvia. Actualmente, la niebla invadía la cueva y el joven monje tuvo que seguir su camino de regreso a tientas, hasta que llegó a la gran roca, bajo la cual acostumbraba dormir.
«¿Qué pasa?», interrogó la voz del ermitaño.
«No os preocupéis, Venerable, —replicó el joven amablemente—. Las nubes nos han caído encima y nuestro fuego prácticamente se apagó».
«No hay que preocuparse —dijo filosóficamente el viejo— el agua existió antes que el té; bebamos, pues, agua y dejemos para más adelante el té y la tsampa hasta que el fuego lo permita».
«De acuerdo, Venerable, —respondió el joven—. Veré si puedo alumbrar de nuevo una hoguera, al amparo de la roca; pude salvar una rama encendida, a tal propósito».
El joven se dirigió de nuevo a la entrada. El granizo caía, espeso; todo el suelo estaba cubierto de la granizada y la oscuridad era aún más intensa que antes. Se produjo un restallido como de látigo, seguido del profundo rumor de un trueno, o tal vez de una peña que había sido partida por el rayo. El joven monje se preguntó si alguna otra ermita se había visto arrastrada como una hoja al viento, dentro de la tempestad; se estuvo un rato escuchando, procurando oír alguna voz pidiendo socorro. Entonces regresó a la cueva y se agachó sobre la rama que todavía se veía ardiendo. Con todo cuidado, le arrimó pequeños pedazos de ramitas y alimentó nuevamente el fuego. Densas nubes de humo surgieron entonces y fueron empujadas por el viento en dirección al valle; pero las llamas, preservadas por el saliente de las peñas, crecieron con toda pausa.
Dentro de la cueva, el anciano ermitaño estaba temblando, porque el aire, húmedo y frío, traspasaba su delgado y manchado manto. El joven monje pensó en su propia capa; pero también ésta se hallaba empapada. Guiando con la mano al viejo monje le condujo poco a poco hasta la entrada de la cueva y le hizo sentar allí. El joven monje, con todo cuidado, iba empujando las ramas encendidas, acercándolas al anciano, para que pudiese notar el calor y notar algún alivio del frío. «Voy a preparar algo de té —dijo—; ahora el fuego es suficiente. —Diciendo estas palabras entró a la cueva por el recipiente de agua y volvió con éste y la cebada—. Voy a llenar sólo hasta la mitad del agua —observó—, ya que el fuego es demasiado pequeño, y tendríamos que esperarnos demasiado». Se sentaron después el uno al lado del otro, protegidos de las peores embestidas de los elementos, por el techo rocoso y el saliente lateral de la entrada. Las nubes eran densas y no se escuchaba el canto de ningún pájaro.
«Será un invierno muy rudo, —exclamó el viejo ermitaño—. Por fortuna para mí, no tendré que soportarlo. Cuando os haya comunicado todo mi saber a vos, podré abandonar mi existencia y me veré libre para mi partida a los Campos Celestiales donde, de nuevo, podré gozar de la vista de mis ojos». Meditó luego unos minutos en silencio, mientras el joven monje contemplaba la figura del humo sobre la superficie de las aguas. Entonces, prosiguió: «Es, ciertamente, muy duro aguardar todos estos años en la más total oscuridad, sin ningún hombre a quien llamar “amigo”, y viviendo en tal estrechez que hasta el agua caliente parece un lujo. Se han arrastrado los años a mi alrededor y he transcurrido una larga existencia sin haber viajado más que lo que hice hoy, para llegar al lado de esta hoguera. Porque, de tanto tiempo como permanecí silencioso, hasta mi voz semeja un estertor ronco. Hasta que vos llegasteis, no tuve fuego, ni calor, ni compañía, cuando el trueno estremecía la montaña y las rocas que se derrumbaban amenazaban emparedar mi refugio».
El joven monje se puso en pie y arropó la sábana secada al fuego sobre las flacas espaldas de su mayor y se dirigió hacia el bote de agua, cuyo contenido ahora burbujeaba alegremente. Dentro del agua, el joven echó un abundante pedazo del ladrillo de té. Cesó, entonces, el burbujeo; pero no tardó mucho en volver a humear el caldero, y entonces se añadió azúcar y bórax al agua. El tronco, recién descortezado, fue aplicado enérgicamente, y una astilla plana fue utilizada para ir quitando lo peor de los troncos y la broza que flotaban en la superficie.
El té tibetano —té de la China— es la forma más barata de té, consistente en barreduras del suelo de calidades mejores. Es lo que queda después que las mujeres han recolectado las hojas más escogidas y han dejado de lado el polvillo. El conjunto de esos desperdicios se prensa en bloques o en ladrillos, y se transporta sobre los pasos del Tíbet, donde los tibetanos, a falta de mejor, adquieren dichos ladrillos a cambio de otros artículos y usan ese té como uno de los ingredientes de su duro existir. A ese té hay que añadirle bórax, porque dicho té es tan crudo y fuerte que con frecuencia ocasiona rampas del estómago. La operación definitiva, cuando se hace el té, consiste en quitarle las impurezas de la superficie.
«Venerable maestro, —preguntó el joven monje—. ¿No estuviste nunca en las orillas del lago? ¿No te has paseado alguna vez por el ancho borde de las rocas, a la derecha de la cueva?».
«No —replicó el ermitaño—; desde que fui depositado en esta cueva por los Hombres del Espacio, jamás he ido más lejos que donde ahora estamos. ¿Qué interés podía ofrecerme el ir más lejos? No podía ver nada de lo que estaba a mi alrededor, ni podía arriesgarme con seguridad hasta las orillas del lago, con peligro de caer en él. Después de tantos años dentro de la cueva y en la oscuridad, siento que los rayos del sol hieren mi carne. Los primeros tiempos de mi estancia en esta cueva acostumbraba a buscar a tientas mi camino hasta ese punto para calentarme al sol; pero desde largo tiempo permanezco siempre en el interior. ¿Cómo está hoy el día?».
«Muy mal, Venerable, —replicó el joven monje—. Puedo ver nuestra hoguera y las formas borrosa de una roca lejana. El resto está ennegrecido por una niebla gris espesa y pegajosa. Llegan los nubarrones por la montaña; la tempestad nos viene de la India».
Distraídamente, contemplaba sus propias uñas. Habían crecido mucho. Resultaban incómodas. Mirando a su alrededor, halló un pedazo de piedra deleznable, piedra caída por las laderas de la montaña procedente de algún fenómeno volcánico de la antigüedad. Con toda energía, frotó esa esquirla contra sus uñas hasta que las redujo a unas proporciones más cómodas. Las uñas de los pies, pese a que eran más duras y resistentes, el joven monje, resignadamente, trabajó hasta que quedaron a su entera satisfacción.
«¿No podéis ver ninguno de los pasos de la montaña?, —preguntó el anciano—. ¿Es que los viajeros se encuentran paralizados por las nieblas de la montaña?».
«Con toda seguridad, —exclamó el joven monje—. Deben estar pasando sus rosarios, esperando así apartar a los demonios. No les veremos hoy. Vendrán a nosotros cuando se levanten las nieblas. Y, aun, hay que contar con que el suelo está cubierto de granizo congelado. Ahí mismo, delante de nosotros, forma una espesa capa».
«Bien; entonces —continuó el anciano—, podemos proseguir nuestra conversación. ¿Hay más té, por ventura?».
«Sí; lo hay, —replicó el joven monje—. Voy a llenar vuestra taza; pero tenéis que beberlo rápidamente, si no se os va a enfriar en un momento. Ahí está. Voy a añadir leña a la hoguera». El joven monje, después de haber puesto el cuenco en las manos extendidas del anciano, se levantó a por más leña que animase el fuego. «Quiero traer más troncos y ramas del bosque de enfrente, bajo la lluvia», anunció, caminando dentro de la niebla. No tardó en regresar, cargado con aquellos troncos y ramas mojadas. Entonces situó su carga, ordenándola alrededor del fuego, para que se secase con el humo caliente. «Ahora, Venerable —le dijo al propio tiempo que se sentaba a su vera—, estoy completamente listo para escuchar cuanto queráis explicarme».
Durante algunos minutos, el viejo permaneció en silencio, probablemente rememorando en su imaginación aquellos lejanos días. «Es extraño, —observó como de paso—. Estarme aquí como el más pobre de los pobres, y revivir en la imaginación todos los portentos que he presenciado. Experimenté grandes cosas, he visto muchas y me ha sido prometido mucho. El dueño de los Campos Celestiales está ya a punto de darme la bienvenida. Una de las cosas que aprendí, y vos no tendréis que olvidarla en los años venideros, es la siguiente:
Esta vida
es sólo una sombra de existencia. Si realizamos nuestra labor en
esta vida
, podremos ser admitidos en la vida real de
más arriba
. Lo sé porque lo he visto. Pero continuemos por el orden con el cual se me ha encomendado explicar las cosas. ¿Dónde estábamos?».
Vaciló y se detuvo unos instantes. El joven monje aprovechó la ocasión para añadir leña al fuego. El ermitaño continuó: «Sí; la tensión de la atmósfera en la caverna fue creciendo continuamente hasta un punto insostenible, y
yo
era el que se hallaba en mayor tensión de todos. Al fin, la tensión alcanzó un punto casi insostenible. El Almirante, entonces, pronunció unas breves órdenes. Entonces se produjo un movimiento de técnicos a mi alrededor y un chasquido súbito. En el acto, yo experimenté como si todos los tormentos del infierno brotasen a través de mi cuerpo. Era como si flotase y me sentía a punto de estallar. Rayos en
zig-zag
se encendían por el ámbito de mi cerebro y mis órbitas privadas de ojos me parecía como si estuviesen colmadas de carbones encendidos. Se producían, en mí, vueltas dentro de la cabeza, agudos y dolorosos chasquidos. Me sentía como girando y rodando por la eternidad. Crujidos, estallidos y horribles estruendos me acompañan sin cesar.
»Caía siempre más abajo, girando y volteando la cabeza por debajo de mis talones. Luego tuve la sensación de un largo tubo de color negro en uno de cuyos extremos apareció una luz de color rojo sanguinolento. Entonces, cesó aquel volteo y me vi lentamente ascendiendo aquella luz. A veces, me deslizaba hacia abajo; en otras, me detenía; pero siempre uh empuje penoso, vacilante, volvía a llevárseme penosamente, vacilantemente; pero siempre hacia arriba. Por fin, llegué a la fuente de aquella luz sanguinolenta, y no pude avanzar más. Una piel, una membrana o “algo” obstaculizaba mi camino adelante. Repetidas veces fui lanzado con violencia contra el obstáculo. Otras tantas no logré pasar. Crecían mi dolor y terror. Una violenta impresión dolorosa me invadió y una espantosa fuerza me empujó repetidamente contra la barrera; se escuchaba un sonido agudo y desgarrador. Entonces me vi lanzado a gran velocidad a través del obstáculo que se pulverizaba.
»Vertiginosamente yo subía; mi conciencia se oscureció y llegó el momento que se apagó del todo. Experimentaba la vaga impresión de una interminable caída. En mi cerebro, una voz gritaba. “¡Sube, sube!. —Me inundaron unas olas de náusea. Y la Voz, imperiosa, me exhortaba—. ¡Sube, sube!». Por fin, lleno de exasperación, me esforcé en tener los ojos abiertos y tenerme sobre mis pies. Pero, no fue posible;
¡no tenía cuerpo!
Era un espíritu desencarnado, dueño de vagar adonde quisiera de este mundo. ¿Este mundo? ¿Qué era, este mundo? Miré hacia arriba y creció mi extrañeza de la escena que yo contemplaba. Los colores eran, todos, falsos. La hierba era verde y las rocas, amarillas. El cielo, era de un tinte verde y se divisaban dos soles. El uno era de un azul-blanco y el otro, anaranjado. ¿Las sombras? No hay manera de describir las sombras que proyectan dos soles a la vez. Pero, todavía más raro, se veían estrellas en el cielo. En pleno día. Eran, las estrellas, de todos los colores: rojas, azules, verdes, de color de ámbar, e incluso algunas eran blancas. No estaban desparramadas como lo están los astros a los cuales estamos acostumbrados. Allí las estrellas cubrían el cielo, como los granos de arena tapizan enteramente el suelo.
»De lejos, llegaban rumores, ruidos. Pero por mucho que esforzásemos nuestra imaginación no podríamos llamar música a todos aquellos ruidos; sin embargo, no hay duda que todo aquello era música. La Voz se hizo escuchar de nuevo, fría, implacable: “Muévete;
decide
por ti mismo adónde necesitarás ir”; de manera que yo pensé dirigirme a la zona de donde me llegaban los sonidos. Y ya estaba en ella. Sobre un terreno llano, cubierto de hierba roja, bordeado de árboles de color de púrpura y de naranja, danzaba un grupo de gente joven. Algunos iban vestidos de colores vivos; otros no llevaban vestidura alguna. Con todo, estos últimos no provocaron en mí la menor reacción adversa. A un lado iban otros tañendo instrumentos cuya descripción rebasa mis facultades. El ruido que armaban, me es igualmente imposible describirlo. Todas las notas me resultaban desafinadas, y el ritmo, para mí, no tenía sentido alguno. «¡Mézclate con ellos!», me ordenó la Voz.
»Inmediatamente, me vi flotando por encima de ellos, y me ordené a mí mismo ir sobre un trozo de aquel prado y me sentí sobre aquél. Era tan caliente que temí lastimarme los pies; pero recordé que yo no tenía pies, ya que era un espíritu desencarnado. Lo que luego ocurrió me lo demostró bien claramente: una muchacha desnuda, persiguiendo a un joven cubierto de brillantes vestiduras, pasó a través de mí sin darse ellos cuenta. La muchacha aprisionó a su hombre y enlazándole con sus brazos lo llevó fuera del prado, tras los árboles, y del sitio donde se detuvieron me llegaron algunos chillidos y exclamaciones de placer. Los instrumentistas continuaron con sus dislates musicales, y todo el mundo pareció hallarse en extremo complacido.
»Subí, luego, por los aires y no por mi propia voluntad. Me veía dirigido como una corneta cuyo hilo maneja un chaval. Siempre más alto, yo ascendía por los aires hasta que, por fin, pude divisar el brillo del agua. ¿Era,
verdaderamente
, agua? El color era de espliego pálido, que mandaba destellos de oro al rizarse las olas. “El experimento me ha matado, —juzgué entre mí—. Ahora estoy en el Limbo, en la Tierra de las Gentes olvidadas. Ningún mundo contiene tales colores ni cosas tan singulares». «¡No!, —murmuró aquella inexorable Voz, dentro de mi cerebro—. El experimento ha tenido buen éxito. Tendréis su debido comentario de todo cuanto ahora sucede, para que estéis más informado. Es vital que comprendáis todo cuanto se os muestre. ¡Poned toda atención!». «¡Toda mi atención! ¿Podía acaso hacer otra cosa?», pensé tristemente.
»Me remonté cada vez más alto. Muy lejos, divisé refulgentes rayos en el horizonte. Eran extrañas y espantosas formas que allí se contemplaban, semejantes a los diablos de las puertas del Infierno. Podía distinguir también manchas débiles de luz que se caían y ascendían, yendo de una forma a otra, de aquéllas. Todo alrededor de ellas existían amplios caminos que irradiaban de cada una de aquellas formas, igual como los pétalos de las flores se alejan radialmente del centro. Todo aquello era, para mí, un misterio; no podía imaginar cuál podía ser la naturaleza de todo aquello; sólo podía flotar por los aires, lleno de sorpresa.
»Bruscamente, me sentí lanzado de nuevo a velocidad acelerada. Descendía la altura de mi vuelo. Mi descenso, del todo involuntario, se dirigía hacia un punto donde pude distinguir varias casas individuales esparcidas a lo largo de unas carreteras dispuestas de forma radial. Cada casa me parecía tener, a lo menos, el tamaño de las que son propiedad de la más alta aristocracia de Lhasa, cada una ocupando una porción crecida de terreno. Extrañas estructuras de metal se apelotonaban a través de los campos, efectuando trabajos que sólo un agricultor puede relatar puntualmente. Mas, cuando estuve más cerca, me di cuenta de que se trataba de una gran finca, donde flotaban sobre unas aguas poco profundas unas planchas perforadas. Encima de aquéllas había un gran número de plantas maravillosas, cuyas raíces se arrastraban dentro de las aguas. Tanto por su belleza como por su tamaño, aquellas plantas eran mucho mayores que las que usualmente crecen sobre el suelo. Contemplándolas, me llenaba de maravilla.
»De nuevo me remonté de aquellos parajes y podía ver mayores horizontes a lo lejos. Aquellas formas que tanto me habían intrigado cuando las veía desde lejos, estaban mucho más cerca; pero mi cerebro obtuso no se hallaba en situación de comprender lo que veía; era demasiado impresionante; parecía increíble en exceso. Yo era un pobre tibetano, simplemente un humilde sacerdote que nunca había pasado de una corta visita a Kalimpong. Pero, en aquellos precisos instantes, ante mis extrañados ojos —¿pero yo tenía ojos?— asomaba una grande, una fabulosa ciudad. Torres inmensas, en espiral, se elevaban tal vez unos setecientos metros en el aire. Cada una de ellas poseía un balcón en espiral, del cual irradiaban, sin que se viese ningún apoyo, unas calles que entre todas tejían una telaraña, espesa cual no lo son tejidas por las propias arañas. Dichas calles se hallaban atestadas por una rápida muchedumbre. Hacia arriba y hacia abajo oscilaban pájaros mecánicos cargados de gente. Cada uno de ellos se las arreglaba para no chocar con los demás con una habilidad que me llenaba de sorpresa. Uno de aquellos pájaros veloces vino hacia mí. Vi un hombre que iba delante de todo, guiándolo; pero él no me veía. Todo mi cuerpo se contrajo y se retorció de terror, pensando en el choque inevitable; pero el artefacto se me acercó, veloz, a través mío, y _no me pasó nada. ¿Qué era, yo? Sí; recuerdo, era entonces un espíritu desencarnado; pero quisiera que alguien explicase a mi cerebro la razón por la cual experimentaba emociones —principalmente la del miedo—, igual que un cuerpo normal y entero en mi caso habría experimentado.
»Yo vagaba entre aquellas torres en espiral y me columpiaba sobre las calles. A cada punto, descubría nuevas maravillas. En ciertos altos niveles, se veían estupendos jardines colgantes. Había campos de juego de una increíble belleza para la gente noble. Pero, todos los colores estaban equivocados. Y la gente también. Unos eran gigantes y otros enanos. Algunos tenían cosas de seres humanos y otros de aves, el cuerpo que parecía humano y que poseía una perfecta cabeza de pájaro. Algunos eran blancos; otros, negros, o colorados, al paso que otros eran verdes. Eran de todos los colores, no simplemente matices o tintes, sino colores primarios bien definidos. Algunos de ellos poseían cuatro dedos, con un pulgar en cada mano. Pero los había que tenían, en cada mano, nueve dedos y un par de pulgares. Un grupo ostentaba sólo tres dedos, cuernos a lado y lado de la testa y un rabo. Mis nervios no aguantaron más ante aquella visión y, por mi voluntad, me elevé por los aires con toda velocidad.
»Desde mis nuevas alturas la ciudad se veía claramente como cubría un vasto espacio; se extendía tanto como podía alcanzar mi vista; pero en uno de sus extremos distantes, se divisaba un claro que estaba libre de altas edificaciones. Allí, el tráfico aéreo era intensísimo. Unos tildes brillantes (así lo parecían por la distancia) se remontaban con una velocidad que desafiaba la vista y seguían por un plano horizontal. Me vi marchando por los aires hacia aquel distrito. Al aproximarme, me di cuenta de que toda aquella área parecía fabricada de cristal, y en su superficie se descubrían raros aparatos metálicos. Algunos eran esféricos y, por la dirección que llevaban, parecían viajar más allá de los confines de aquel mundo. Otros, parecidos a dos hemisferios de metal unidos por los bordes, también parecían destinados a viajes fuera de su mundo. Mas había otros que parecían lanzas disparadas. Observé que, después de ganar cierta altura, adoptaban una trayectoria horizontal y viajaban hacia algún sitio, para mí desconocido, de aquel mundo. El movimiento era vertiginoso y yo apenas podía creer que tanta gente pudiese caber en una ciudad. Todos los habitantes del mundo estaban allí congregados, pensé. Pero ¿quién era yo? Me sentí lleno de pánico.
»La Voz me respondió: «Tienes que saber y entender que la Tierra es sólo un pequeño espacio; la Tierra es uno de los más diminutos granos de arena a orillas del Río Feliz. Los demás mundos de este Universo donde está situada la Tierra son tantos y tan diversos como la arena, los guijarros y las rocas que siguen las orillas del Río Feliz. Pero eso no es más que un Universo. Hay Universos más allá de toda cuenta, lo mismo que hay briznas de hierba en el suelo. El Tiempo sobre la Tierra, no es más que un parpadear dentro del tiempo cósmico. Las distancias terrestres no son de ningún momento; son cosa insignificante y es como si no existiesen, en comparación de las grandes distancias del espacio. Ahora estáis sobre un mundo en un lejanísimo Universo, tan lejos de la Tierra que os dais cuenta de que está más allá de vuestra comprensión. Tiempo llegará, en el cual los mayores científicos de vuestro mundo se verán obligados a reconocer que hay otros mundos habitados y que la Tierra no es, como ahora se creen, el centro de la creación. Ahora os encontráis situado sobre el mundo principal de un grupo que cuenta más de un millar de ellos. Cada uno de los mundos está habitado, y todos ellos reconocen la autoridad del Maestro del mundo sobre el cual estamos ahora. Cada mundo se gobierna a sí mismo, si bien todos siguen una política común, dirigida a la extirpación de las peores injusticias bajo las cuales vive la gente. Una política dirigida a la mejora de las condiciones en que todos viven.
»”Cada uno de dichos mundos tiene, a su cabeza, una suerte de persona. Algunos son pequeños, como habéis visto. Otros, altísimos, cómo también habéis comprobado. Algunos, según nuestros modos de ver, son feísimos y fantásticos; otros, hermosos y angélicos. No debemos, sin embargo, engañarnos por las apariencias exteriores, ya que la intención de todos es buena. Toda esta gente rinde vasallaje al Maestro del mundo en que ahora estamos. Sería ocioso intentar daros los nombres de todos ellos; éstos no tendrían el menor sentido en vuestra lengua y en vuestra comprensión. Sólo servirían para embrollaros la memoria. Esta gente rinde vasallaje, como he dicho, al Gran Maestro de este mundo en que estamos. Es alguien que no alberga en su pecho deseos territoriales en absoluto. Alguien cuyo máximo interés consiste en la preservación de la paz de todos los hombres, sea cual sea su forma, su tamaño, su color, para que puedan ayudarle en la tarea de practicar el bien, en lugar de aquellas destrucciones a que deben dedicarse aquellos que deban defenderse a sí mismos. Aquí no hay grandes ejércitos, ni hordas batalladoras. Hay hombres de ciencia, comerciantes, naturalmente sacerdotes y también exploradores que van a mundos remotos para aumentar el número de aquellos que se asocian a la hermandad poderosa.
»”Pero nadie se ve invitado. Los que quieren sumarse a esa federación tienen que pedirlo y sólo se admiten aquellos que han destruido sus armamentos.
»”El mundo en el cual nos hallamos actualmente es el centro de este Universo particular. Es el centro de la cultura, del conocimiento, y no hay otro que le supere en magnitud. Una forma especial de modo de viajar ha sido descubierto y desarrollado. Repito de nuevo que el explicar los métodos empleados cargaría en exceso los cerebros de los mayores científicos de la Tierra; no han llegado todavía al escalón que permite pensar en cuatro y aun en cinco dimensiones, y toda discusión con ellos carecería de sentido hasta el día que llegará en que puedan librarse de todos los prejuicios que los tienen cautivos.
»”Las escenas que ahora veis suceden en el mundo-guía, actualmente. Necesitamos que viajéis por su superficie para contemplar la civilización tan avanzada de sus habitantes, tan magnífica que vos no sois capaz de comprender. Los colores que veis aquí, no son los que acostumbráis en la Tierra; pero ésta no es el centro de la civilización. Los colores son diferentes en cada mundo, y dependen de circunstancias y necesidades propias de cada uno de ellos. Podréis ver este mundo, y mi voz os acompañará. Cuando hayáis visto lo bastante de este mundo para comprender su grandeza, entonces viajaréis en el pasado y entonces podréis ver cómo se han descubierto los mundos, cómo han nacido, la manera cómo procedemos intentando ayudar a todos aquellos que quieran ayudarse a sí mismos. Acordaos siempre de esto: nosotros, los del espacio, no somos perfectos porque la perfección no existe, ni puede existir, mientras estamos en cualquier parte de cualquier universo. Pero nosotros intentamos hacer las cosas lo mejor que nos es posible. Hay algo en el pasado —lo tenéis que reconocer— que está bien del todo; pero también otras cosas que, con todo pesar, hemos de confesar que están muy mal. Pero nosotros no estamos contentos con vuestro mundo, la Tierra; lo que deseamos es que podáis desarrollar aquel mundo, que viváis allí. Con todo, hemos de asegurarnos de que las obras del Hombre no alteren con su polución el Espacio y dañen a los habitantes de otros mundos. Pero ahora vamos a seguir contemplando éste, el mundo que está a la cabeza de los demás mundos»».
«Medité sobre aquellas palabras, —dijo el ermitaño—. Sopesé detenidamente sobre el portento que anunciaban aquellas palabras de la Voz, ya que estaba yo convencido de que toda aquella disertación sobre el amor fraternal no pasaba de ser una chanza. “Mi propio caso —pensaba entre mí— debe de ser uno de tantos que muestran la falsedad de esos argumentos. Aquí estoy yo, considerado un pobre e ignorante nativo de un país pobrísimo, árido y atrasado; y, absolutamente contra mi voluntad, me he visto prisionero, operado, y, por todo cuanto puedo ver, arrancado de mi cuerpo”. Estaba allí, ¿adónde? La historia de que estaba haciendo tanto bien a la humanidad, más bien me parecía improbable.
»La Voz interrumpió mis alterados pensamientos diciéndome: “Monje, lo que estáis meditando nos lo declaran nuestros instrumentos; y lo que pensáis no es cierto. Vuestros pensamientos son falsos. Nosotros somos los Jardineros, y un jardinero debe quitar la leña muerta y arrancar las malas hierbas. Pero cuando existe un brote mejor que los demás entonces el jardinero lo desgaja a veces de la planta madre y lo injerta en alguna otra, con el fin de que pueda originar nuevas especies. Según vuestro criterio, os hemos tratado más bien de mala manera. Según nuestra manera de ver, os hemos otorgado un honor muy señalado que reservamos a unos pocos, un honor singular. —La Voz vaciló unos instantes, y luego continuó—: Nuestra historia, abarca billones sobre billones de años —expresada en términos de vuestro tiempo terrenal—. Pero, supongamos que la existencia de la Tierra sea representada por el Potala, entonces, la vida del Hombre sobre el planeta se podría comparar al espesor de una capa de pintura en el techo de una de sus habitaciones. Es así; ya lo veis. El Hombre es tan nuevo sobre la Tierra que ningún ser humano posee la autoridad suficiente para querer juzgar lo que hacemos.
»”Más adelante vuestros propios hombres de ciencia descubrirán que sus propias leyes matemáticas de la probabilidad muestran cómo es evidente la existencia de otros mundos habitados extraterrestres. También comprenderán la evidencia de que los extraterrestres puedan ver los últimos confines de su limitado universo, dentro del conjunto de universos que contiene vuestro mundo. Pero no es éste el sitio ni el tiempo para dedicarnos a una discusión de tal naturaleza. Aceptad nuestra seguridad de que estáis llevando a cabo un buen trabajo y que nosotros sabemos más que vos acerca de todas esas cosas. Os preguntáis, también, dónde os halláis, y yo os respondo que vuestro espíritu desencarnado, temporalmente separado de su cuerpo, ha viajado más allá de los lindes de vuestro universo y ha ido directamente al centro de otro universo, a la ciudad que, a su vez, es el centro del planeta principal. Tenemos muchas cosas que mostraros y vuestra gira, vuestras experiencias, no hacen sino empezar. Estad, con todo, seguro que lo que estáis viendo es aquel mundo tal como está en la actualidad, ya que, para el espíritu, la distancia no existe.
»”Ahora nos es preciso que vayáis contemplando, para que os familiaricéis con el mundo en que nos encontramos actualmente; así daréis más crédito a vuestros sentidos cuando pasemos a más importantes materias, ya que pronto os enviaremos al tiempo pasado, a través de los Archivos Akashicos, donde veréis el nacimiento de vuestro planeta, la Tierra»».
«La Voz cesó», continuó el viejo ermitaño, y se calló por unos breves minutos, que aprovechó para beber unos sorbos de té, que ya estaba completamente frío. Con aire meditabundo, dejó a un lado el cuenco y cruzó los dedos de sus manos, después de haberse compuesto la ropa. El joven monje se levantó y añadió nueva leña al fuego y luego se sentó, después de haber arropado una vez más al anciano.
«Como os decía —continuó el viejo monje—, me encontraba yo en un estado de pánico, y, mientras oscilaba sobre aquella inmensidad, me sentí caer, me encontré pasando varios niveles, cruzando puentes entre grandes torres; otra vez me vi cayendo sobre lo que parecía ser un parque ameno, levantado sobre una plataforma —o, a lo menos, me lo pareció— que me sostenía. La hierba, allí, era roja y, entonces, con gran sorpresa, a un lado descubrí hierba que era verde. En un estanque de aquel jardín, el agua era azul y en el prado, que era verde, el estanque era de un color como de vainilla. Alrededor de aquéllos se veía congregado un gentío impresionante. Pero, ahora, empezaba a distinguir un poco quiénes eran los naturales de aquel planeta y quiénes los visitantes de planetas lejanos. Se notaba algo sutil en el porte y maneras de los primeros, que no existía en los últimos. Los nativos ostentaban una superioridad, de la que estaban convencidos por completo.
»Alrededor de los estanques —o piscinas—, unos parecían como dotados de una virilidad notable y otros de una femineidad extrema. Había un tercer grupo manifiestamente neutro. Me interesó la observación que hice de que toda aquella gente andaba en cueros, excepto el grupo femenino que llevaba algunos objetos en el pelo. No pude distinguir bien de que se trataba; pero era indudable que se trataba de algún tipo de adorno metálico. Al momento, quise marcharme de allí, porque alguno de los juegos de aquella gente en cueros no me gustaba un pelo, a mí, que había sido educado desde mi infancia dentro de un convento de lamas, y, por lo tanto, en medio de un ambiente exclusivamente masculino. Apenas entendí el sentido de alguno de los gestos a que se entregaban las mujeres. Quise elevarme y marcharme de allí.
»Pasé velozmente a través del resto de la ciudad y llegué a los alrededores, donde había casas esparcidas por la campiña. Todos los campos y plantaciones se veían extraordinariamente bien cultivados y había grandes fincas por aquellos alrededores; me pareció que estaban dedicadas al cultivo acuático —que ya he descrito—. Pero ello presentaba escaso interés, para nadie excepto las personas estudiando agronomía.
»Me remonté más alto y observé buscando algún objetivo hacia donde encaminarme. Vi un portentoso mar de color de azafrán. Se divisaban grandes rocas bordeando la costa; eran amarillas, rojas y de toda suerte de colores y matices; pero el mar era constantemente de un color azafranado. Este fenómeno me era incomprensible. Antes, el agua parecía ser de otro color. Sin embargo, mirando hacia arriba, encontré la razón de aquel fenómeno. Un sol se había ya puesto, y amanecía otro, con lo que se contaban
¡tres soles!
Con la ascensión creciente del tercer sol y el descenso del otro, los colores cambiaban constantemente; hasta el aire ofrecía matices distintos. Mis desorientados sentidos veían cómo la hierba cambiaba de tonos, pasando del rojo al morado y del morado virando al amarillo, y, paralelamente, el mar iba también mudando el color. Ello me recordaba la forma con la cual en los atardeceres, cuando el sol va hacia su ocaso sobre las altas cordilleras de los Himalayas, los colores continuamente van cambiando y, en vez de la luz brillante del día en los valles, se forma un crepúsculo acarminado, nace y lo invade todo y hasta las cumbres nevadas pierden su blancor puro y parecen ser azules o de color carmín. Por esta causa, mientras contemplaba todos aquellos cambios, no experimentaba grandes sorpresas; y di por supuesto que los colores cambiaban continuamente en aquel planeta.
»Pero no sentí grandes deseos de volar sobre las aguas, porque no tenía experiencia ninguna de los mares, —jamás había visto ninguno—. Sentía un temor instintivo y un miedo de que en ellos me pudiese ocurrir alguna desventura y que me cayera en aquellas aguas. Así es que dirigí mis pensamientos hacia la tierra firme; entonces, mi espíritu desencarnado viró en redondo y volé por encima de unas pocas millas sobre una costa rocosa y algunas pequeñas explotaciones agrícolas. Entonces, con todo el deleite de mi alma, me encontré con un paisaje que me era familiar: una sucesión de páramos, sobre los cuales descendí, volando bajo, y contemplé las pequeñas plantas apiñadas en la superficie de aquel mundo. La diferencia de las del nuestro consistían en que a la luz del sol parecían tener sus florecillas de color violeta, con tallos de color oscuro, parecido a los brezos. Más allá, se encontraba un banco de flores que hubiera dicho que, bajo aquella luz, eran aulagas; pero sin espinas.
»Me remonté cosa de cuarenta metros y recorrí aquel paisaje, el más placentero de todos cuantos había visto en aquel extraño mundo. Para aquellas gentes, no dudo que les debería de parecer un paisaje muy desolado. No había el menor signo de habitaciones humanas, ni de sendas. En un ameno y frondoso barranco vi un pequeño lago y un arroyo que se precipitaba en él desde un alto promontorio y lo alimentaba. Me detuve un poco, contemplando aquellas sombras cambiantes y los matices diversos de coloridos reflejos luminosos, filtrándose a través de las hojas de los árboles por encima de mi cabeza. A continuación, debajo se divisaba, borrosa, una extensión de tierra, una ancha corriente de agua, un pellizco de tierra, y otra vez el mar. Contra mi voluntad me vi forzado a viajar a través de otras tierras y comarcas. En ellas se veían pequeñas ciudades que eran, sin embargo, de grandes proporciones. Acostumbrado como estaba a las dimensiones de la gran capital me parecían pequeñas. Pero aun así, mucho mayores de cuanto me pareció ver sobre la Tierra que había dejado.
»Mi desplazamiento se vio interrumpido bruscamente y yo me vi descendiendo rápidamente en espiral abrupto. Entonces, miré debajo de mí. Vi un paisaje que me llenó de maravilla. Un castillo en medio de los bosques. El castillo era de una blancura inmaculada y me llamaron la atención las torres y las almenas de aquél, que no concordaban con una civilización como la de aquel planeta. Mientras reflexionaba ante lo que tenía ante mi vista escuché la voz del Maestro: “Aquí tiene su residencia el Maestro. Es un edificio antiquísimo; el más antiguo de este viejo mundo. Es el santuario adonde todos los amantes de la paz se encaminan, con el fin de permanecer unos momentos ante su muro y dar mentalmente las gracias por la paz; la paz que abarca todo cuanto vive bajo la luz de este Imperio. Una luz donde no hay tinieblas, porque existen cinco soles y nunca se hace de noche. Nuestro metabolismo es diferente del de vuestro mundo. No necesitamos horas de oscuridad para disfrutar del sueño. Nosotros estamos constituidos de una manera distinta”».