El ermitaño

Capítulo primero

Capítulo primero

Afuera, brillaba el sol. Vivido, iluminaba los árboles, proyectando negras sombras detrás de las destacadas rocas y, de rechazo, mandando miríadas de puntos resplandecientes desde el azul del lago. Aquí, en el frío reparo de la cueva de la vieja ermita, la luz se filtraba a través de las ramas colgantes y llegaba verdosa, suave, a los ojos cansados de una exposición al sol relumbroso.

El joven, respetuosamente, acataba al eremita flaco, sentado erguido sobre una piedra gastada por los años. «He venido a Ti para ser instruido, oh Venerable», le dijo el santo varón con voz sumisa.

«Siéntate», ordenaba el más anciano de los dos. El joven monje, de vestiduras color rojo-ladrillo, se inclinó de nuevo y se sentaba con las piernas cruzadas sobre el suelo apisonado, cerca del maestro.

El viejo eremita guardaba silencio, como sí contemplase una infinidad de cosas pasadas, pero con las cuencas de los ojos vacías.

Muchos, pero muchos años atrás, siendo él un joven lama, había caído en manos de unos oficiales de las tropas chinas, en Lhasa, y privado de sus ojos, por no revelar secretos de Estado, que él desconocía. Torturado, lisiado y cegado de ambos ojos, había caminado de aquí para allá, con amargura y decepción, huyendo de la ciudad. Viajando por la noche, anduvo hasta lejos de ella, casi enloquecido por el dolor y el horror; evitando la compañía de los hombres. Pensaba, pensaba; no le abandonaban sus pensamientos.

Subiendo siempre a mayor altura, viviendo del césped o de las hierbas que hallaba por su camino; guiado hacia donde hallar de qué beber por el rumor de los arroyos de la montaña, conservó un eco de una chispa de vida. Poco a poco, sus peores lesiones fueron sanando; las cuencas de sus ojos dejaron de supurar. Pero siempre buscaba subir más arriba, lejos de una humanidad que torturaba a los hombres ferozmente y sin motivo.

El aire se fue haciendo cada vez más ligero. Desaparecieron los árboles, con cuya corteza podía sustentarse. No podía extender la mano y arrancar planta o yerba alguna. Entonces, le era preciso arrastrarse sobre las manos y las rodillas, vagando de una parte a otra, esforzándose, esperando hacer lo bastante para poder alejar los tormentos del hambre.

El aire se hizo más frío, los dientes del viento más penetrantes; pero aún se afanaba más hacia arriba, siempre más arriba, como conducido por un impulso interior. Unas semanas antes, al comienzo de su viaje, había encontrado una fuerte rama, que empleaba como bastón para buscar su camino. De pronto, su bastón de ciego se encontró enfrente a una pared y no pudo hallar camino que le condujese más adelante.

El joven monje miró fijamente al anciano. No se observaba en él signo alguno de movimiento. «Así debía ser», pensó el joven, y se consoló pensando que los «Venerables Ancianos» vivían en el mundo del pasado y jamás alteraban su modo de ser por nadie. Echó una ojeada curiosa a su alrededor, en la cueva desnuda. Y lo era completamente. A uno de los lados, se observaba un amarillento montón de paja —⁠la cama del eremita⁠—. Al lado de ésta, un tazón. De un saliente de la roca, colgaba una mugrienta túnica color de azafrán, triste y como consciente de estar descolorida por el sol. Y nada más. Nada.

Aquel viejo reflexionaba su pasado cuando fue torturado, mutilado y cegado. Cuando él era un joven, como aquél que tenía sentado delante suyo.

En un arranque de frustración, con su palo golpeó la extraña barrera que tenía enfrente. Vanamente, se esforzó por ver a través de los cuencos vacíos de sus ojos. Finalmente, rendido por la intensidad de sus emociones, cayó desvanecido al pie de aquella barrera misteriosa. El aire enrarecido se colaba a través de sus vestiduras, robando lentamente al debilitado cuerpo el calor y la vida.

Largos momentos pasaron. Finalmente, los pasos de unos pies calzados resonaron sobre el suelo pedregoso. Se escucharon palabras murmuradas en una lengua incomprensible y el débil cuerpo de aquel lama fue levantado y conducido lejos. Se escuchó un «

¡clang!

» metálico y un buitre que estaba allí al acecho, considerándose defraudado de su comida, se remontó pesadamente.

El viejo anacoreta empezó a recordar. Todo aquello pasó mucho tiempo atrás. Ahora tenía que instruir al joven monje que tenía enfrente y que era como él fue. —⁠¿Cuántos años hacía? ¿Sesenta? ¿Setenta? ¿Tal vez más?⁠—. No importaba, todo había quedado atrás, perdido en las nieblas del pasado. ¿Qué significan los años de la vida de un hombre, cuando él conoce los que tiene el mundo?

Parecía como si el tiempo se hubiese detenido. Hasta el viento débil, que susurraba a través de las hojas, había cesado su murmullo. En el aire, flotaba una expectación temerosa, mientras el joven monje aguardaba que el viejo eremita empezase su discurso. Por fin, cuando la tensión se iba haciendo inaguantable para el joven, el Venerable inició sus palabras.

«Tú has sido enviado a mí —⁠dijo⁠—, porque se te ha destinado una gran trabajo en esta Vida y yo tengo que instruirte de todo cuanto son mis conocimientos, de forma que tendrás que enterarte hasta cierto punto de tu propio destino». El viejo se encaraba en dirección del joven, que se movía confuso. Era difícil, pensaba, tratar con ciegos; «miran» sin ver; pero uno tiene la sensación de que lo ven todo. No se sabe cómo tratar con ellos.

La voz seca y desacostumbrada a expresarse del viejo continuó: «Cuando yo era joven me encontré con varias experiencias, experiencias dolorosas. Abandoné nuestra gran ciudad de Lhasa y vagué, ciego, a través de las soledades. Debilitado, enfermo e inconsciente, fui arrebatado no sé adónde y allí fui instruido en preparación de este día de hoy. Cuando mi conocimiento haya pasado a ti, el trabajo de mi vida habrá terminado y podré ir en paz a los Campos Celestiales». Diciendo estas palabras, un resplandor beatífico iluminó las mejillas caídas y apergaminadas de aquel anciano, que dio inconscientemente más velocidad a su Molino de Plegarias. En el exterior, las sombras, lentas, se arrastraban por el suelo. El viento se había hecho más fuerte y empujaba el polvo seco de color de hueso, formando pequeños torbellinos a ras del suelo. A intervalos, un pájaro lanzaba una llamada urgente. De un modo casi imperceptible, la luz del día se apagaba y las sombras se iban alargando. Dentro de la caverna, ahora francamente a oscuras, el joven monje se apretaba fuertemente el cuerpo, esperando de esta forma reprimir los ronquidos de su hambre creciente. Hambre. «Estudio y hambre», pensaba «siempre van juntos. —Hambre y estudio. Una pasajera sonrisa cruzó por el rostro del ermitaño—. ¡Ah!, —⁠exclamó⁠— la información era exacta. El joven se siente hambriento. Su vientre semeja por el ruido un timbal hueco. El que me informó me dio este detalle. Y también el remedio». Lenta, penosamente, con los crujidos propios de la edad, se puso en pie sin titubeo avanzado hacia una parte oculta de la cueva. A su regreso entregó al joven monje un pequeño paquete. «De parte de tu Honorable Guía, —explicó—; Él me ha dicho que quiere hacer más dulces tus estudios». Tortas dulces de la India. Y una poca de leche de cabra, para cambiar el agua como única bebida. «¡No, no!, —exclamó el viejo ermitaño, cuando fue invitado a compartir aquel alimento—. Me doy cuenta de las necesidades de la juventud; sobre todo de los que habitan, lejos del mundo, más allá de las montañas. Come y disfruta. Yo, insignificante persona, intento seguir en mi humilde senda al gracioso señor Buda y vivir de la metafórica semilla de mostaza. Pero tú, come y duerme; porque me doy cuenta de que la noche se nos ha venido encima». Diciendo estas palabras el anciano había vuelto al interior oculto de la cueva.

El joven se dirigió a la entrada de la cueva, que ahora era un óvalo gris contra la oscuridad del interior. Los altos picos de la montaña parecían recortes negros contra el rojizo espacio que les rodeaba. De pronto se produjo un creciente resplandor plateado de luz por el pasaje de unas oscuras nubes solitarias, como si la mano de un dios apartase las cortinas que ocultaban a la que los hombres llaman «la Reina del Cielo». Pero el joven monje no se entretuvo; su cena era frugalísima y no la habría resistido ningún joven occidental. Enseguida regresó a la cueva y, excavando una depresión en la arena del suelo donde reposar su cadera, cayó en un sueño profundo.

Los primeros albores de la luz le hallaron agitándose incómodamente. Se levantó de un solo impulso y, puesto de pie, miró como avergonzado a su alrededor. En este momento el viejo anacoreta entraba caminando inciertamente dentro del vestíbulo de la cueva. «¡Oh, venerable —⁠exclamaba el joven monje nerviosamente⁠—, he dormido más de la cuenta y no me he acordado de los oficios nocturnos!». Entonces se dio completa cuenta de dónde se hallaba.

«No temas, joven amigo —dijo sonriendo el ermitaño⁠—. Aquí no hay oficios. El hombre, una vez evolucionado, tendrá su oficio dentro de su propia alma, por todas partes y siempre, sin que tenga que ser reducido a rebaño y congregado como los yaks, que no tienen una mente. Pero hazte tu tsampa

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y come; porque hoy tengo que contarte muchas cosas, y tú tienes que acordarte de todas ellas». Diciendo estas palabras, el santo varón, se encaminó hacia el naciente día.

Una hora más tarde, el joven estaba sentado enfrente del anciano escuchando la relación de éste, tan apasionante como extraña. Una historia que abarcaba todas las religiones, todas las historias sobrenaturales y leyendas del mundo entero. Una historia que había sido reprimida por todos los sacerdotes sedientos de poder y los «científicos» desde los primeros tiempos tribales.

Rayos de sol se filtraban a través del follaje de la boca de la cueva y daban brillo a las fibras metálicas de las rocas. El aire, ligeramente caliente, y una ligera neblina flotaba sobre el lago. Unos cuantos pajarillos charlaban ruidosamente y se preparaban para su tarea inacabable de buscar comida suficiente en una región de vegetación escasa. En las alturas, un buitre solitario se alzaba, sostenido por una corriente ascendente de aire, subiendo y bajando con las alas extendidas, inmóviles, mientras con sus ojos perspicaces buscaba sobre el suelo desnudo algún cuerpo muerto o muriéndose. Convencido de que no había nada para su provecho, se desplazó a otros cielos con un graznido malhumorado y huyó en busca de mejores venturas.

El viejo ermitaño estaba sentado, erecto e inmóvil, con su figura descarnada escasamente cubierta por los restos de su vestidura dorada. «Dorada», ya no lo era, sino descolorida por el sol y convertida en unos harapos terrosos con unas tiras amarillas, donde los pliegues habían hecho disminuir en parte la decoloración por la luz solar. La piel era apergaminada, sobre sus pómulos agudos, y con ese color de cera, blanquecino, frecuente entre los que están privados de la vista. Iba descalzo y los objetos de su propiedad se limitaban a unas pocas cosas: un cuenco, un Molinillo de Plegarias, y únicamente una ropa de recambio, tan desteñida y manchada como la que llevaba puesta. Nada más, absolutamente nada más en el mundo entero.

Sentado enfrente al eremita, el joven monje meditaba. Cuanto mayor es la espiritualidad de un hombre, menos son sus bienes terrenales. Los grandes abades, con sus hábitos de oro, sus riquezas y abundancia de manjares, siempre estaban en lucha para alcanzar poder político y vivían para el momento presente, mientras reverenciaban de labios afuera las Escrituras.

«Joven amigo, —empezó la voz anciana—. Mis días casi tocan a su acabamiento. Tengo que transmitirte mis conocimientos; después de lo cual, mi espíritu será libre para irse a los Campos Celestiales. Tú, a tu vez, transmitirás estos conocimientos a los demás. Escucha, pues, y almacena todo cuanto te diré en tu memoria

sin fallo alguno

».

«¡Aprende esto, estudia aquello!, —pensó el joven monje—. La vida ahora no es más que un rudo trabajo incesante. Adiós cometas, zancos y…».

Pero el ermitaño continuó: «Ya sabes cómo me trataron los chinos, y cómo fui vagando por las soledades y llegué finalmente hasta donde me ocurrió un gran prodigio. Un milagro, porque un instinto secreto me condujo hasta las mismas puertas del Santuario de la Sabiduría. Te lo quiero contar. Mi sabiduría será tuya, tal como a mí me fue mostrada, ya que, a pesar de estar privado de la vista, lo vi todo».

El joven monje asintió con la cabeza, olvidándose de que el anciano no le podía ver; entonces, dándose cuenta, le dijo: «Estoy escuchando, Venerable Maestro, y estoy capacitado por mi formación a recordarlo todo». Mientras decía estas palabras, él hizo una reverencia y se volvió a sentar, aguardando un rato.

El anciano sonrió y continuó su relato: «Lo primero que recuerdo es que estaba acostado muy cómodamente en un lecho blando. Naturalmente, yo entonces era joven, por el estilo de lo que eres tú, y creía haber sido transportado a los Campos Celestiales. Pero no podía ver y me parecía que si el sitio donde me hallaba era el otro lado de la vida habría recobrado mi vista. De manera que estaba allí acostado y esperando. Al cabo de un largo rato, unos pasos muy silenciosos se acercaron y se detuvieron a mi lado. Yo, estaba inmóvil, no sabiendo qué esperar. “¡Ah!”, exclamó una voz que me pareció ser en cierto modo distinta de las nuestras. ¡Ah!, veo que habéis recobrado la conciencia. ¿Os encontráis bien?».

»Vaya una pregunta necia, pensé entre mí. ¿Cómo puedo encontrarme bien, si me estoy muriendo de hambre? ¿Era cierto? En realidad ya no sentía hambre alguna. Me encontraba bien, muy bien. Con precaución, moví mis dedos, sentí mis brazos sin rastro alguno de agujetas. Me había recobrado y me notaba normal; sólo que no tenía ojos. “Sí, sí, me siento bien, gracias por la pregunta, —le contesté. La Voz dijo entonces—: Hubiéramos querido restaurar vuestra vista; pero os habían quitado los ojos y no nos fue posible. Reposad un rato, y luego hablaremos con Vos detalladamente».

»Reposé; no tenía otra solución. No tardé en dormirme de nuevo. Lo que dormí, no lo supe; pero un dulce sonido de campanas, casualmente, me desveló; tañido más dulce y apacible que los más delicados gongs, y mejor que las antiguas campanas de plata, más sonoro que las trompetas del templo. Me incorporé y miré a mi alrededor, como si pudiese forzar la visión de mis órbitas sin ojos. Un brazo amistoso se deslizó alrededor de mi espalda, y una voz me dijo: “Levántate y sígueme. Yo te conduciré”».

El joven religioso permanecía sentado y experimentaba una fascinación, extrañándose que no le hubiesen sobrevenido nunca aventuras semejantes; ignorando que, en su día,

le llegaría el turno

. «Te lo ruego, continúa, Venerable Maestro», exclamó. El viejo maestro sonrió complacido por el interés que mostraba el joven.

«Me condujo hasta una habitación espaciosa, al parecer, llena de gente; yo escuchaba el rumor de su respiración y el roce de sus vestiduras. Mi guía me dijo “Sentaos”, y un extraño ingenio fue empujado hasta mi persona. Esperando sentarme en el suelo, como todas las personas educadas, estuve a punto de caerme al choque con aquel artefacto».

El anciano anacoreta hizo una breve pausa y una seca risita escapó de su boca al relatar aquella escena pasada. «Me senté con todo cuidado —⁠continuó⁠— y aquel objeto me pareció blando, si bien sólido. Me sentía sostenido sobre cuatro patas y por la parte de atrás había una cosa que me impedía echar atrás mi espalda. De momento, pensé que me creían demasiado débil para sentarme sin alguna protección; después capté señales de divertida y reprimida sorpresa entre los presentes, ya que, por lo visto, aquélla era la manera de sentarse de toda aquella gente, y, francamente, quedé colgado tristemente de aquella plataforma almohadillada».

El joven monje intentó imaginarse lo que podía ser una plataforma para sentarse. ¿Por qué existían semejantes objetos? ¿Por qué se tienen que inventar cosas inútiles? No, decidió; el suelo era suficiente para él; más seguro, sin riesgos de caerse. Y, ¿quién es tan débil que necesita tener su espalda aguantada? Pero el anciano estaba otra vez hablando —⁠sus pulmones era resistentes⁠— al joven monje.

«“Os extrañáis de nosotros —⁠la voz continuó⁠—, os maravilláis de quiénes somos, de por qué os sentís tan bien. Siéntate con toda comodidad, porque tenemos que contarte muchas cosas”.

»“Muy Ilustre Señor, —dije disculpándome—. Estoy ciego, he sido privado de mi vista y decís que tenéis mucho que contarme y que mostrarme. ¿Cómo puede ser, esto?». «Tranquilízate —⁠dijo la Voz⁠—, porque todo será claro para ti, con tiempo y paciencia». La parte posterior de mis piernas empezaba a dolerme, colgadas en aquella extraña postura, de modo que las encogí, intentando permanecer en la postura del loto sobre la pequeña plataforma de madera aguantada sobre cuatro patas y con aquel estorbo en la espalda. Así, me sentía más a mis anchas, si bien, no viendo, podía perder el equilibrio sin querer.

»“Somos los Jardineros de la Tierra, —prosiguió la Voz—. Viajamos por los universos, situando seres humanos y animales por los mundos distintos. Vosotros, los hijos de la Tierra, poseéis leyendas sobre nosotros, llamándonos dioses celestiales y hablando de nuestros carros de fuego. Ahora vamos a darte una información sobre el origen de la Vida en la Tierra, de manera que puedas transmitir tus conocimientos a otro que vendrá después al mundo y escribirá sobre estas cosas, porque ya es hora de que la gente conozca la Verdad de sus Dioses, antes de iniciar el segundo período».

»“Aquí hay cierta confusión, —exclamé con desánimo—. No soy más que un pobre monje que subió a estas alturas sin saber cómo».

»“Nosotros, con nuestro saber, te guiamos —⁠murmuró la Voz⁠—, te hemos escogido por tu memoria extraordinaria, que aún reforzaremos. Conocemos todo lo que se refiere a ti. Por eso te hemos conducido hasta nosotros”».

Fuera de la cueva, a la luz, ahora brillante, del día, la nota del canto de un pájaro se elevó aguda y penetrante con súbita alarma. Un chillido de una ave agresora y el pájaro se escapó de aquellos parajes precipitadamente. El viejo ermitaño levantó su cabeza un momento, diciendo: «No es nada; probablemente un pájaro volando en la altura ha lanzado un ataque». El joven monje encontró desagradable el verse distraído de la narración de la vieja edad, una edad que —⁠caso extraño⁠— no encontraba difícil de visualizar. A la orilla del lago los sauces cabeceaban con indolencia sólo inquietados por las brisas errantes que removían sus hojas y las hacían protestar contra la invasión de su reposo. Actualmente, los primeros rayos de sol habían abandonado la entrada de la cueva y en ella reinaba el frío, con la luz teñida de color verdoso. El viejo eremita se estremeció ligeramente, arregló sus abigarradas vestiduras y continuó:

«Estaba asustado, muy asustado. ¿Qué sabía yo de aquellos Jardineros de la Tierra? Yo, no era jardinero. No sabía nada de plantas, y de universos, mucho menos. Necesitaba no marcharme de allí. Mientras estaba pensando esas cosas, puse mis pies sobre el borde de mi plataforma-asiento y me puse de pie. Manos cariñosas, pero firmes me volvieron a sentar en aquella rara forma, con mis pies colgando y mi espalda apoyada sobre algo que estaba detrás mío. “La planta, no debe dictar órdenes al jardinero, —murmuró una voz—. Te han conducido aquí, y aquí tienes que aprender”».

»A mi alrededor, mientras me volvía a sentar, aturdido, pero también irritado, comenzó una gran discusión en una lengua para mí desconocida. Voces. Voces. Algunas agudas y delgadas, como saliendo de unos gaznates de enanos. Otras, profundas, resonantes, sonoras, como toros o yaks en los períodos de celo, mugiendo a través del paisaje. Fuesen quienes fuesen, pensé, no auguran nada bueno para mí, persona díscola, cautivo involuntario. Estuve escuchando con temor e incertidumbre todo el rato que duró la discusión para mí incomprensible. Aquellos pitidos y estruendos como de una trompeta resonando en un desfiladero. ¿Qué gente era ésa?, pensaba yo, ¿pueden los gaznates humanos presentar esa multitud de tonos, supertonos y semitonos? ¿Dónde me encontraba? Tal vez me hallaba yo en peores manos que cuando era prisionero de los chinos. ¡Oh, quién tuviera ojos! Ojos para ver lo que ahora me era vedado. ¿Se habría desvanecido acaso el misterio a la luz de la mirada? Pero no, como comprendí luego, el misterio se habría hecho más profundo. Permanecí sentado, lleno de aprensión y muy asustado. Las torturas que había experimentado en manos de los chinos me habían acobardado, me hacían temer que no podría soportar más, de ninguna manera. Mejor hubiera sido que los Nueve Dragones hubiesen llegado y me consumiesen de una vez que lo que me tocaría soportar por obra de lo Desconocido. Así es que permanecí sentado, ya que no había nada que hacer.

»Altas voces me hicieron temer por mi suerte. De haber tenido ojos para ver, hubiera realizado un desesperado esfuerzo para huir; pero aquel que se encuentra sin ellos está concretamente sin esperanzas, a la merced de todo. La piedra lanzada, la puerta cerrada, las amenazas crecientes que se me presentaban, amenazadoras, opresivas y siempre temerosas. El estrépito experimentó un

crescendo

. Los gritos chillaban en los más altos registros, como un estruendo de toros en lucha. Temía una violencia sobre mi persona, golpes que llegasen hasta mi persona a través de mis tinieblas eternas. Agarré fuertemente el borde de mi asiento, y lo solté enseguida, pensando que un golpe podría dejarme sin sentidos, mientras que si no encontraba resistencia el choque sería más leve.

»“No temas, —me dijo la Voz, ahora para mí familiar—. Se trata únicamente de una reunión del Consejo. Ningún daño puede seguirse para ti. Precisamente estamos discutiendo la mejor manera de instruirte».

»“Alto Señor, —repliqué algo confuso—. Estoy sorprendido, en verdad, escuchando cómo los Grandes lanzan sus voces a semejanza de los más humildes pastores de yaks en la montaña». Un divertido rumor de risas celebró mi comentario. Mi auditorio, según parecía, no estaba disgustado por mi tal vez algo loca franqueza.

»“Recuerda eso siempre, —replicó el Jardinero—. No importa lo que se alza la voz; siempre hay una razón, una discrepancia. Siempre una opinión que se separa de lo que afirman los demás. Cada cual tiene que discutir, argumentar y, forzosamente, sostener la propia opinión, si no se quiere ser un mero esclavo, un autómata, siempre a punto de aceptar los dictados de otro. Es preciso discutir, razonar. La libre discusión siempre se interpreta por el observador incomprensivo como el preludio de una violencia física». Tocó mis hombros para tranquilizarme y continuó: «Tenemos aquí personas no solamente de distintas razas, sino de varios mundos. Algunos, son de nuestra galaxia. Otros proceden de galaxias de más allá. Algunos de ellos, a ti te parecerían pequeños enanos, al paso que otros son verdaderos gigantes, seis veces más altos que los que están dotados de menores estaturas». Escuché sus pasos cuando se alejaba para reunirse con el grupo de los demás.

»“Otras galaxias”. ¿Qué significaba todo aquello? Gigantes, bueno, igual que los que había oído mencionar en los cuentos maravillosos. Enanos, parecidos a los que se veían a veces en las comedias. Moví mi cabeza; todo aquello estaba más allá de mi comprensión. La Voz me había dicho que no sufriría ningún mal, que se trataba únicamente de una discusión. Pero no siempre los mercaderes de la India que pasan por la ciudad de Lhasa arman esos barullos, trompeteos y voces. Decidí permanecer sentado y aguardar en qué paraba todo aquello. ¡Después de todo, no podía hacer otra cosa!».

Dentro de la fría caverna del ermitaño el joven monje permanecía absorto, embebido escuchando la historia de los extraños seres. Pero no lo estaba tanto que no se percibiese el rumor de sus intestinos. Comida, comida urgente, ahora urgía por completo. El viejo ermitaño cesó de pronto su relato y murmuró: «Sí, precisa un desayuno. Prepara tu alimento. Volveré luego». Diciendo estas palabras, se puso en pie y se encaminó lentamente a su retiro.

El joven monje se apresuró a salir al aire libre. Por unos instantes estuvo contemplando el paisaje; seguidamente se dirigió hasta la orilla del lago, donde la arena fina, de color terroso, brillaba como invitando. De sus vestiduras sacó el cuenco de madera y lo lavó dentro del agua. Llenándolo y meneándolo, estuvo lavado. Tomando un pequeño saco lleno de cebada, que llevaba en el interior de sus hábitos, echó un pequeño puñado en el cuenco y luego llenó de agua del lago la cavidad de su mano. Dentro del cuenco fue amasando la pasta formada, y con dos dedos de la mano derecha, a modo de cuchara, se sirvió aquel manjar con toda lentitud y ningún entusiasmo.

Una vez hubo acabado de comer, lavó el cuenco en el agua del lago y luego tomó un puñado de aquella arena fina. Entonces frotó enérgicamente aquella vasija por dentro y por fuera y, todavía húmeda, la metió en el seno de su hábito. Luego se arrodilló y extendió el borde de su túnica y recogió arena hasta que no cupo más. Poniéndose de pie, regresó a la cueva. Una vez estuvo en ella echó la arena al suelo e inmediatamente salió en busca de alguna rama caída que tuviese algunos pequeños brotes. Volviendo a la cueva, barrió la arena compacta antes de echar encima una capa de la arena acabada de traer. Con una capa no hubo bastante; hasta después de echar siete de ellas no estuvo satisfecho y pudo sentarse, con una clara conciencia, sobre su sábana de lana de yak.

No poseía ninguna vajilla a la moda de ningún país. Su hábito colorado era todo su atavío. Raído y desgastado en algunos pedazos casi hasta la transparencia, no protegía contra los vientos fríos. No poseía sandalias ni ropa interior alguna. Nada más que esa túnica solitaria, que se quitaba por la noche, cuando se envolvía dentro de la sábana. Como utensilio, únicamente contaba con aquel cuenco, el pequeño saco de cebada y una vieja y estropeada Caja Mágica, desde mucho tiempo sustituida por otra, en la que conservaba un sencillo talismán. No poseía Molino de Plegarías alguno. Esto era para otros más ricos. Llevaba afeitado el cráneo y señalado con las Marcas de la Virilidad, quemaduras que atestiguaban que había soportado las candelas de incienso ardiendo sobre su cabeza para dar testimonio de su capacidad de meditación al sentirse inmune del dolor y el olor de carne quemada. Ahora, habiendo sido elegido para una misión especial, había viajado lejos, hasta la cueva del ermitaño. Pero ahora el día había caminado, con las sombras cada vez más alargadas y el enfriamiento progresivo del aire. Se sentó y aguardó que apareciese el eremita.

Al cabo de una breve espera se escucharon los pasos arrastrados, los golpes del largo bastón y la respiración fatigada del viejo. El joven monje lo miró con renovada reverencia; ¡cuántas experiencias tenía! ¡Cuántos sufrimientos! ¡Qué sabio le parecía! El viejo compareció y se sentó. En aquel mismo instante, una bocanada de aire y una inmensa y peluda criatura, saltó dentro de la entrada de la cueva. El joven monje, se puso de pie de un salto y se preparó a buscar la muerte protegiendo al viejo ermitaño. Agarrando dos puñados de tierra del suelo arenoso, se preparaba a lanzarlos a los ojos del intruso, cuando le detuvo y le tranquilizó la voz del recién venido.

«¡Salud, salud, Santo ermitaño!, —gritó como si estuviese dirigiéndose a una persona distante una milla—. Pido vuestra bendición, vuestra bendición por esta noche, que acampamos a la orilla del lago. Aquí —⁠bramó⁠— he traído para vos té y cebada. ¡Vuestra bendición, ermitaño, vuestra bendición!». Poniéndose en movimiento de un brinco, no sin renovar las alarmas del joven monje, se precipitó delante del ermitaño y se prosternó sobre la arena acabada de arreglar. «Té, cebada, aquí, aceptadla». Saliendo fuera, trajo dos sacos que puso ante el ermitaño.

«Mercader, mercader —respondió humildemente el eremita⁠—, estáis alarmando a un anciano enfermo con vuestra violencia. La paz sea con vos. Pueden las Bendiciones de Gautama reinar sobre vos y habitar dentro de vos. Pueda vuestro viaje ser rápido y vuestro negocio próspero».

«Y, ¿quién sois vos, joven gallito?, —voceó el mercader—. ¡Ah!», exclamó el buen hombre, «mis excusas, joven reverendo padre, por culpa de la oscuridad de esta cueva no he visto de momento que sois uno de los del hábito».

«¿Y qué nuevas nos traéis, mercader?», preguntó el ermitaño con su voz seca y cascada.

«¿Nuevas?, —respondió el mercader—. El prestamista indio fue apaleado y robado; cuando fue a los procuradores, volvió a serlo, por haberse descarado con ellos. El precio de los yaks ha bajado; el de la mantequilla ha subido. Los reverendos de la Frontera han subido sus tarifas. El gran Lama ha viajado hasta el Palacio de las Joyas. ¡Oh!, santo eremita, no hay noticias. Esta noche acampamos al lado del lago, y mañana seguimos nuestro viaje hasta Kalimpong. El tiempo es bueno. Buda nos ha protegido y los diablos nos han dejado en paz. Y vos, ¿necesitáis acaso que os traigan agua, o arena seca para el suelo de vuestra cueva, o bien ese joven padre ya procura por vuestras necesidades?».

Mientras las sombras viajaban hacia las tinieblas de la noche, el ermitaño y el comerciante hablaban y cambiaban noticias de Lhasa, del Tíbet, de la India y más lejos, allá de los Himalayas. Al final, el comerciante se puso en pie y observó con temor la oscuridad creciente. «¡Adiós!, joven santo padre. No puedo ir solo en la oscuridad, los demonios me asaltarían. ¿Podéis acompañarme hasta el campamento?», imploró.

«Estoy a las órdenes del Venerable Ermitaño, —contestó el joven monje—. Iré, si el me lo permite. Mis hábitos me protegerán de los peligros de la noche». El viejo eremita, risueño, le dio el permiso. El delgado monje joven guió el camino fuera de la cueva. El enorme gigante, el mercader, apestando a lana de yak y peor, iba tras el joven lama. A la entrada misma estuvo a punto de dar contra una rama llena de hojas. Se escuchó un graznido y un pájaro asustado se escapó de la rama. El mercader profirió un chillido de terror y se desplomó, como desvanecido, a los pies del joven monje.

«¡Uf!, santo padre, —suspiró el mercader—. Pensaba que los diablos me habían hecho prisionero. Pensé, aunque no del todo convencido, que debía devolver los dineros que tomé en préstamo del usurero indio. Vos me habéis salvado, habéis dominado a los diablos. Acompañadme hasta el campamento y os regalaré medio ladrillo de té y un saco lleno de tsampa». La oferta era demasiado buena para dejarla escapar; así es que el joven monje puso un especial cuidado, recitando las Plegarias de los Muertos, la Exhortación a los Espíritus Inquietos y el Cántico a los Guardianes del Camino. El ruido resultante —⁠puesto que el joven monje no era

nada

músico⁠— rechazó a todas las criaturas que rondaban por la noche, por donde pueden pasearse los diablos.

Llegaron, por fin, hasta las hogueras del campamento, donde los compañeros del mercader estaban cantando y tañendo instrumentos musicales, mientras las mujeres tostaban ladrillos de té y echaban los mismos en un caldero de agua burbujeando. Un saco entero de cebada bien molida se tiró al caldero y una vieja, con su mano parecida a una garra, extrajo de un saco un puñado lleno de manteca de yak. Luego echó otro y otro en el caldero, hasta que una capa de grasa se extendía y burbujeaba en la superficie.

El resplandor de las hogueras invitaba, y aquella alegría era contagiosa. El joven monje se arropó decorosamente y con toda calma se sentó en el suelo. Una vieja arrugada, cuya barbilla se tocaba con la nariz, le ofreció hospitalariamente algo que tenía en la mano; pero el monje, decorosamente, presentó el cuenco y un generoso tributo de té y tsampa le fue depositado. En aquel aire ligero de la montaña, el agua hervía a menos de cien grados centígrados —⁠o doscientos doce Fahrenheit⁠—; pero era soportable para los labios. La reunión transcurrió agradablemente y pronto se formó una procesión hasta las aguas del lago, para que el cuenco pudiese lavarse y frotarse con la fina arena de la orilla. Esa arena era de las más finas de la montaña y muchas veces contenía alguna partícula de oro.

La reunión era alegre. Las narraciones de los mercaderes, la música y los cantos amenizaron la velada y la existencia, más bien aburrida, del joven monje. Pero, mientras tanto, la luna ascendía cada vez más, iluminando aquel desolado paisaje y dibujando sombras de una firme realidad. Cesaron las chispas de las hogueras, y se apagaron las llamas. El monje se puso de pie de mala gana y con las gracias y las reverencias debidas aceptó los dones del mercader, que estaba

seguro

de que aquel joven le había salvado de la perdición.

Por fin, cargado de pequeños paquetes, caminó alrededor del lago, encaminándose al bosquecillo de sauces donde se hallaba la boca, tenebrosa y amenazadora, de la cueva. Un momento, se detuvo el joven y miró hacia las estrellas. Arriba, muy arriba, como próxima a la Morada de los Dioses, una chispa brillante navegaba silenciosamente por los cielos. ¿El Carro de los Dioses, acaso? El joven monje se lo preguntó brevemente a sí mismo, y luego entró a la cueva.

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