El ermitaño

Capítulo noveno

Capítulo noveno

El día se iba apagando y debilitándose progresivamente. El joven monje miraba —⁠como había mirado casi todo aquel día⁠— en dirección a la cortadura de las montañas, donde estaba el paso entre la India y el Tíbet. De pronto, lanzó un grito de alegría y giró sobre sus talones, entrando precipitadamente en la cueva: «¡Venerable!, —exclamó—. Vienen hacia nosotros por el puerto. Pronto tendremos comida». Sin aguardar la respuesta, dio media vuelta y corrió al exterior. Dentro del aire transparente y frío del Tíbet, los más pequeños detalles pueden percibirse a grandes distancias; no hay impurezas en el aire que enturbien la visión. Por el borde rocoso desfilaban unas pequeñas manchas negras. El joven sonrió con satisfacción. Pronto tendrían cebada y té.

Con toda rapidez corrió a la orilla del lago y llenó el recipiente a rebosar. Lo trajo a la cueva con todo cuidado, para que estuviese a punto cuando llegasen las provisiones. Se fue luego a la cuesta, corriendo, para almacenar hasta la última brizna de las ramas del árbol caído en la tempestad. Consiguió, con esto, reunir una buena pila de leña al lado de la hoguera encendida. Con gran impaciencia el joven subió a una roca encima de la cueva. Haciendo una pantalla con la mano, miró a todos lados. Una gran fila de bestias de carga se alejaba del lago. Eran caballos, no yaks. Y los hombres eran indios, no tibetanos. El joven monje se quedó paralizado, comprobando su error.

Lentamente, con pesadumbre, descendió al nivel del suelo y volvió a penetrar en la cueva. «¡Venerable!, —exclamó con voz apenada—: Aquellos hombres, eran indios; ahora se marchan y no tenemos qué comer».

«No os preocupéis, —dijo el anciano dulcemente—. Un estómago vacío hace un cerebro claro. Hemos de aguantar, tener paciencia».

Un pensamiento súbito se le ocurrió al joven monje. Con el recipiente del agua corrió al interior de la cueva, allá donde se había esparcido toda la cebada. Allí, se puso cuidadosamente de rodillas y escarbó el suelo arenoso. La cebada estaba mezclada con la arena. Había, pues, una y otra cosa. Con toda atención, fue echando un puñado tras otro en el recipiente y golpeó las paredes del mismo. La arena, se fue al fondo y, la cebada quedó flotando en la superficie. También flotaban pequeños trozos de té.

A copia de tiempo, fue quitando la cebada y los pedacitos de té que se hallaban en la superficie del agua y los fue poniendo uno tras otro en su cuenco. De momento llenó el tazón del viejo y, finalmente, cuando las sombras del atardecer ya se arrastraban por aquellos parajes, los dos cuencos estaban llenos. Fatigado, el joven se puso en pie, vació el agua llena de arena sobre el suelo. Luego, tristemente, se dirigió hacia el lago.

Los pájaros nocturnos empezaban a despertar y la luna, en su plenilunio, asomaba sobre el borde de las montañas cuando frotó el recipiente y lo llenó de agua. Fatigado, lavó de sus rodillas los granos de arena y de cebada que se le habían pegado y reanudó su camino hacia la cueva. Con un golpe resignado, colocó el recipiente en el corazón del fuego y se sentó allí cerca, aguardando con toda impaciencia el hervor del agua. Por último, se levantaron soplos de vapor y se mezclaron con el humo que hacía el fuego. El joven monje se levantó y trajo los dos tazones con la cebada y el té —⁠y también su algo de tierra⁠—. Con todo cuidado, lo fue echando al agua.

De pronto, se levantó el vapor. El agua empezó a hervir frenética, removiendo aquella mescolanza terrosa. Con una astilla plana, el joven quitó lo peor de las impurezas y, no pudiendo aguantar más, con un palo consiguió levantar el recipiente del fuego y echó una generosa ración de aquella especie de sopa en el tazón del anciano. Luego, limpiándose los dedos en sus decididamente sucias vestiduras, se adelantó hacia el viejo ermitaño, ofreciéndole el inesperado y más insípido líquido. Luego, se preocupó de sí mismo. Era apenas bebible.

Habiendo apaciguado lo justo los tormentos del hambre, ambos se tendieron en la dura y arisca yacija de arena para dormir. Mientras tanto, se remontó la luna y describió una majestuosa curva, hasta posarse en las lejanas cumbres de la cordillera. Las criaturas de la noche se dedicaron a sus ocupaciones, que la noche hacía lícitas, y el viento de la noche sopló suavemente entre las ramas delgadas de los árboles enanos de aquellos parajes. En los conventos de lamas, los vigilantes de la noche continuaban sus incesantes ocupaciones, mientras en las callejuelas de la ciudad las gentes de mala reputación renegaban sin cesar contra aquellos que estaban mejor situados.

La mañana transcurrió sin satisfacciones. Los restos de la cebada, húmeda, y las hojas de té que les quedaban, proporcionaron un sustento flaquísimo; lo indispensable para no desfallecer. Simultáneamente con el crecer de la luz del día y del fuego, que esparcía enjambres de chispas, brotando de la leña superficialmente seca, el viejo ermitaño, dijo: «Continuemos con el pasado del conocimiento humano. Ello nos ayudará a disimularnos el hambre que sentimos». El viejo y el joven entraron juntos en la cueva y se sentaron en las posiciones acostumbradas.

«Fui de un lado a otro, durante un rato —⁠prosiguió el ermitaño⁠—; cómo van los pensamientos de un hombre desvagado, sin dirección ni propósito alguno. Vacilando, yendo de aquí para allá, de una pantalla a la otra, caprichosamente. Entonces, la Voz que hablaba dentro de mí, dijo: “Os tenemos que decir más cosas”. Así que me habló la Voz noté que se me dirigía hacia las primeras pantallas que yo había estudiado. Volvían a funcionar. Sobre una de ellas, se veía la imagen del universo que contiene lo que llamamos el Sistema Solar.

»La Voz entonces dijo: “Durante centurias se vigiló cuidadosamente que no se produjese ninguna irradiación al azar, desde el nuevo Sistema entonces en estado de formación. Pasaron millones de años; pero, a la escala del Universo, un millón de años son apenas unos minutos en la vida de un ser humano. Finalmente, otra expedición partió de aquí, el corazón de nuestro imperio. Los expedicionarios iban equipados con los más modernos aparatos para determinar cómo deben plantearse los nuevos mundos que deseamos fundar”. Cesó, entonces, la Voz y yo, de nuevo, contemplé las pantallas.

»Brillaban fríamente las estrellas en las inmensidades impresionantes del espacio. Fijas y frágiles, relucían con más colores que el arco iris. El cuadro se hizo cada vez más amplio, hasta que se distinguió todo un mundo que parecía ser, ni más ni menos, un globo de nubes. Nubes turbulentas que eran azotadas con el más espantable relampagueo. “No es posible —⁠dijo la Voz⁠— analizar con certeza un mundo lejano, a base de pruebas remotas. Antes, lo creíamos así; pero la experiencia nos demostró el error en que estábamos. Actualmente, durante millones de años, hemos ido mandando expediciones. ¡Mirad!”.

»El universo fue barrido como una cortina. De nuevo pude contemplar una llanura que se perdía en lo que parecía ser el infinito. Los edificios eran diferentes; ahora se nos aparecían largos y bajos. La gran nave aérea que estaba allí también era distinta. Su forma recordaba, en la parte inferior, un plato en posición normal; mientras que la parte superior recordaba un plato en posición invertida, reposando por los bordes encima del primero. El conjunto resplandecía como una luna llena. Unos agujeros a centenares, provistos de sus correspondientes cristales, formaban una circunferencia alrededor de la estructura. En la parte más alta, figuraba una especie de cúpula transparente. Dicha elevación sería de unos diez metros. El inmenso ruedo de la nave aérea disminuía, hasta hacerlas aparecer enanas, el tamaño de las máquinas que se veían al pie aprovisionando la nave del espacio.

»Unos grupitos de personas, todos uniformados de una manera rara, conversaban, alegres, alrededor de la nave espacial. Al pie de cada uno se veían unas pilas de cajas reposando en el suelo. La conversación era animada; el humor, excelente. Otros individuos, con más brillantes uniformes, iban de un lado para otro, como si deliberasen sobre el destino de algún mundo como, de hecho, era así. Después de una señal súbita, todos, llevándose cada cual consigo su equipaje, subieron ordenada y rápidamente a la nave interespacial. Unas puertas metálicas, dispuestas como el iris de un ojo, se cerraron herméticamente tras ellos.

»Con lentitud, aquel aparato metálico se levantó cosa de treinta metros por el espacio. Se balanceó un pequeño momento y, exactamente, se esfumó, sin dejar huella alguna de haber existido nunca. La Voz dijo entonces: “Esos aparatos viajan a una velocidad inimaginable —⁠más rápido que la luz⁠—. Es un mundo —⁠él por sí mismo⁠— completamente fuera de influencias externas. No hay en él sensación alguna de velocidad, ni de caída, ni en los instantes de mayor velocidad. El espacio —⁠continuó diciendo la Voz⁠—, no es ningún vacío, como vosotros los terrenales opináis. El espacio es un área de una densidad reducida. Existe en él una atmósfera de moléculas gaseosas, de hidrógeno. Dichas moléculas pueden estar separadas centenares de kilómetros entre sí; pero a la velocidad que desarrollan las naves del espacio dicha atmósfera resulta ser tan densa como el agua del mar. Se escuchan las moléculas dando contra los costados de la nave espacial y se han tenido que adoptar dispositivos especiales para prevenir el calentamiento resultante de la fricción molecular. Pero ¡mirad!”.

»En una pantalla que estaba al lado de la anterior, la nave espacial en forma de disco seguía su rumbo dejando una estela de un color azul desteñido tras sí. La velocidad era tan enorme que, al ir siguiendo aquella imagen la de la nave del espacio, las estrellas parecían líneas sólidas de luz. La Voz murmuró, entonces: “¡Hemos de prescindir de los innecesarios detalles y quedarnos solamente con las secuencias que importan! ¡Mirad hacia la otra pantalla!”. Le obedecí, y pude ver la nave espacial ahora mucho más lenta en su viaje alrededor del Sol,

nuestro propio Sol

. Pero era un Sol muy diferente del actual. Mayor y más luminoso. Grandes flecos de llamas alcanzaban lejos de su orbe. La nave le daba la vuelta, rodeando un planeta y otro y otro.

»Por fin, se dirigió hacia un mundo que, por cuanto yo podía comprender, se trataba de la Tierra. Envuelto en nubes por completo, giraba debajo de la nave del espacio. Después de haber descrito unas cuantas órbitas, se movía más despacio. Cambió la imagen en la pantalla y entonces pude contemplar la embarcación por dentro. Un pequeño grupo de hombres y mujeres circulaba a lo largo de un corredor metálico. Al final entraron en una cámara donde se veían copias reducidas de la nave. Unos cuantos de ellos subieron por una palanca y se metieron dentro de una de aquellas naves de un tamaño reducido. El resto de aquellos hombres y mujeres se marcharon. Detrás de una pared transparente, estaba de guardia un navegante, atendiendo a una serie de pulsadores cada uno de un color diferente; brillaban, enfrente, algunas lucecitas. En un momento determinado, se encendió una luz verde, y aquel navegante oprimió diversos botones a la vez.

»En el pavimento de la nave, se abrió como se abre el iris de un ojo, un agujero por el cual pasó la pequeña nave espacial aquella. La pequeña nave entró en el espacio y se fue alejando con dirección a las nubes que cubrían la Tierra. Entonces, volvió a cambiar la escena y era como si yo mirase situado dentro de la pequeña navecilla. Allí se veía cómo se aproximaban nubes girando, amontonándose. Primero, se hubiera dicho que eran unas barreras impenetrables; mas se fundían al paso de la navecilla espacial. A copia de ir descendiendo a través de un sinfín de nubes; finalmente nos vimos dentro de una luz opaca y baja. Un mar alborotado y gris, visto a distancia, parecía mezclarse con aquellas nubes grises sobre las cuales se pintaban resplendentes fuegos procedentes de alguna fuente desconocida.

»La nave del espacio, entonces, volaba en un sentido horizontal entre las nubes y el mar. Una masa de color oscuro apareció —⁠después de un largo viaje por encima de las olas⁠— sobre la línea del horizonte. De su cumbre, brotaban intermitentes llamaradas. La nave espacial se dirigió hacia la montaña. Debajo nuestro se extendía una gran masa montañosa. Grandes volcanes elevaban sus cumbres terroríficas hasta las nubes. Se divisaban enormes llamaradas y torrentes de lava fundida que caía desplomándose por las laderas de los montes para acabar precipitándose entre silbidos estruendosos, dentro del mar. Aunque parecía de un azul brumoso vista desde lejos, de cerca parecía, toda aquella vasta extensión de tierra, teñida de un color rojo muy opaco.

»La nave del espacio seguía su viaje y dio la vuelta alrededor del mundo unas cuantas veces. No había más que una inmensa extensión de tierra firme, rodeada por completo de aquel mar alborotado, que, volando a una pequeña altura, parecía echar humo. Finalmente, la nave espacial levantó más el vuelo, subiendo por el espacio, y llegó a la nave madre. La imagen de la pantalla se desvaneció tan pronto como la nave empezó su regreso a la sede del imperio del mundo.

»La Voz, que acostumbraba a explicarse dentro de mi cabeza, comentó ahora: «¡No! No hablo exclusivamente para vos. También me dirijo a todos aquéllos que participan del presente experimento. Como sois tan sensibles estáis informados por la vía acústica. Pero poned toda vuestra atención a lo que llamaremos reflejo verbal. Todo esto os interesa.

»”La segunda expedición regresó a (aquí había un nombre que yo no sabría pronunciar, y que traduzco por “nuestro imperio”). Allí hombres de ciencia estudiaron las memorias que redactaron los tripulantes de la nave. Se hicieron cálculos sobre el número de siglos que faltaban aún para que aquel mundo pudiese ser habitado por seres vivientes. Expertos en materia de biología y de genética trabajaron para planear las criaturas más adecuadas para vivir en él. Cuando hay que poblar un mundo nuevo, y cuando este mundo surge de una

«nova’,

se requieren animales de gran corpulencia y vegetales de hojas robustas, por el momento. El suelo de este nuevo mundo consiste en rocas pulverizadas, con polvo de lava e indicios de otros elementos. Ese tipo de suelo sólo permite plantas rudas y tenaces. Entonces, cuando esas plantas sucumben y los animales perecen, ambos se van mezclando con el polvo de las rocas. Así, a copia de milenios y más milenios, se va formando un “suelo”. A medida que el suelo se va distanciando de la roca primitiva pueden crecer plantas de mayor calidad. Desde todos los tiempos, en cada uno de los planetas, el suelo consiste en las células de los animales que han perecido, de las plantas muertas y de los excrementos depositados por los eones del pasado».

»Tuve la impresión de que el Amo de la Voz hacía una pausa en su discurso mientras observaba a su auditorio. Seguidamente, continuó: «La atmósfera de un nuevo planeta es absolutamente irrespirable para los seres humanos. Los efluvios de los volcanes en erupción contienen una gran proporción de azufre y de gases nocivos y letales. Es preciso que una vegetación adecuada pueda absorber las sustancias tóxicas y transformarlas en minerales inofensivos del suelo. La vegetación convierte los humos tóxicos en oxígeno y nitrógeno, indispensables al ser humano. Por esto, nuestros científicos, pertenecientes a diferentes ramas, trabajaron en colaboración siglos enteros, preparando los elementos básicos de la Tierra. De momento, esos elementos fueron situados sobre un mundo vecino, para que pudiésemos estar seguros de que todo marchaba a la mayor satisfacción. Sí era necesario, todo podía ser modificado.

»”De esta forma, el nuevo sistema planetario fue dejado abandonado a sí mismo durante edades enteras. Mientras tanto, el viento y las olas iban erosionando las pináculos cortantes de las rocas. Por millones de años las tempestades azotaron aquellas cumbres. Las rocas, reducidas a polvo, fueron desapareciendo de los más altos picos; enormes piedras se desgajaron bajo el ímpetu de los temporales y cayeron rodando y pulverizando cuantas rocas hallaban a su paso. Aquellas olas gigantes golpeaban furiosamente las orillas del mar, rompiendo los salientes pedregosos, entrechocando las piedras las unas contra las otras y reduciéndolas a partículas cada vez más pequeñas. Las lavas que salían blancas e hirvientes de los volcanes para dar en las aguas del mar humeaban y estallaban en millones de partículas hasta convertirse en arena menuda. Las olas devolvían aquella arena a la tierra, y la erosión continua reducía la altura de las montañas, desde sus alturas de kilómetros a modestos centenares de metros.

»”Pasaron, con esto, muchísimas centurias de años. El sol, ardiente, moderó sus ardores. Cesaron de estallar continuamente, inundando y quemando las cosas a sus alrededores, las piedras volcánicas. Ahora el sol ardía con toda regularidad. Los mundos más próximos también se enfriaron. Sus órbitas se hicieron más regulares. Con demasiada frecuencia, sin embargo, pequeñas masas rocosas entraban en colisión con otras masas y el conjunto de las dos se precipitaba en el sol, lo que era causa de un aumento temporal de intensidad de sus llamas. Pero, de todos modos, el sistema se iba consolidando. El mundo que llamamos la Tierra empezaba a estar a punto de recibir su primera forma de vida.

»”En el Imperio básico se iba preparando una gran nave espacial destinada a un viaje a la Tierra, y sus tripulantes serían la tercera expedición, instruida ésta en todo lo referente a sus trabajos venideros. Los hombres y las mujeres se fueron seleccionando sobre las bases de compatibilidad y ausencia de neurosis. Cada una de las naves del espacio es un mundo que se basta por sí mismo, donde el aire se fabrica a base de unas plantas y el agua se extrae del oxígeno y el hidrógeno, que es la cosa más barata de todo el universo. Se embarcaron los instrumentos, provisiones que se congelaron para ser más tarde reanimadas en el momento preciso, y, mucho después, porque no se iba con prisa alguna, la Tercera Expedición se puso en camino.

»”Vi la nave deslizarse a través del universo Imperial, luego cruzar otro, y entrar en aquel que contenía, situada en uno de sus bordes, la nueva Tierra. Existían varios mundos girando alrededor del Sol. Todos fueron pasados por alto; la atención, por entero, se centraba en un planeta. La gran nave disminuyó su velocidad y se movió dentro de una órbita que resultaba estacionaria con relación a la tierra A bordo, una pequeña nave fue dispuesta. Seis hombres y seis mujeres entraron en ella y al acto apareció un agujero en el piso de la nave-madre, a través del cual la pequeña embarcación desapareció con rumbo a la Tierra. Otra vez, por medio de la pantalla, pude ver cómo la pequeña nave del espacio caía a través de espesas nubes y emergió navegando a unos cien metros sobre el mar. Desplazándose horizontalmente en un plano horizontal, pronto llegó a la tierra rocosa que se proyectaba sobre las aguas.

»”Las erupciones volcánicas, aunque eran de una gran violencia, no llegaban a la intensidad anterior. La lluvia de pequeñas piedras era menos abundante. Con un gran cuidado, la pequeña nave fue descendiendo. Los ojos atentos del piloto buscaban el sitio más adecuado para el aterrizaje y, finalmente, cuando lo decidieron, practicaron la maniobra de éste. Sobre el suelo, la tripulación hizo las comprobaciones rutinarias. Satisfechos por lo visto, cuatro tripulantes entonces se vistieron con extrañas ropas que los cubrían desde el cuello hasta los pies. Cada uno, luego, encerró su cabeza dentro de un globo transparente, que se conectaba de cierto modo con el cuello de aquella vestidura.

»”Cada uno de los cuatro, llevando una caja, entró en una pequeña cámara cuya puerta luego se cerró cuidadosamente con llave tras ellos. Una luz situada en otra puerta enfrente, se encendió en color rojo. La aguja —⁠negra⁠— de un reloj empezó a moverse, y cuando reposó sobre una O mayúscula, la luz roja cambió su color en verde y la puerta en cuestión se abrió por completo. Una extraña escalera metálica, como dotada de una vida propia, se arrastró por el suelo de la habitación y se extendió hasta tocar la tierra firme, unos tres metros más abajo. Entonces, uno de los hombres, con todo cuidado, bajó por aquella escalera. De la caja, sacó una larga barra y la plantó en el suelo. Inclinándose, contempló atenta, minuciosamente, unas señales que se veían en la superficie de la barra en cuestión. Luego, enderezándose, señaló a sus compañeros que le siguiesen; como ellos hicieron al acto.

»”El pequeño grupo, anduvo por aquellos alrededores, por lo que parecía, más bien al azar. Si no me hubiese constado que se trataba de adultos inteligentes, hubiera tomado sus ideas y venidas por simples juegos infantiles. Algunos de ellos elegían piedrecitas y las guardaban en una bolsa; otros, golpeaban el suelo con martillos o clavaban en él varas metálicas. Otro de ellos, una mujer, iba buscando pedacitos de cristal pegajoso por aquellos alrededores, y los metía rápidamente dentro de unas botellas. Todas esas cosas, para mí, resultaban incomprensibles. Finalmente, regresaron a su pequeña nave espacial y entraron en el primer compartimiento. Allí estuvieron como reses en un mercado público, mientras unas lucecitas de brillantes colores se encendían y apagaban en las paredes. Por fin, se encendió una luz verde, y las restantes se apagaron. El grupo, entonces, se quitó sus vestiduras y entró en las habitaciones principales de la pequeña nave.

»”Pronto se armó un gran tráfago. La mujer con los pedacitos de vidrio se apresuró a ponerlos de uno a uno en un dispositivo metálico. Aplicando su rostro de manera que miraba con ambos ojos, daba vuelta a unas manecillas, mientras hacía comentarios a sus compañeros. Aquel hombre que antes coleccionaba pequeños guijarros los metió dentro de una máquina que lanzó un gran chirrido e instantáneamente devolvió todos aquellos guijarros reducidos ahora a un polvo finísimo. Se llevaron a cabo diversos experimentos y, con la nave-madre, se sostuvieron varias conversaciones.

»”Otras pequeñas naves espaciales aparecieron, mientras el primero regresaba a la gran nave. Los restantes dieron una vuelta completa al mundo y desde la altura lanzaron algo que cayó encima de la Tierra y otro tipo de cosas que se cayeron al mar. Satisfechos por su trabajo, todas las pequeñas naves formaron una línea que se remontó y abandonó la atmósfera terrestre. Luego, una por una, fueron entrando en la nave nodriza, y cuando todas hubieron entrado, ésta salió de su órbita que ocupaba y se lanzó hacia otros mundos de nuestro sistema. De esta forma muchos, muchísimos años de nuestra Tierra transcurrieron todavía.

»”Pasaron algunos siglos sobre la Tierra. En el tiempo de un viaje a bordo de una de aquellas naves viajando a través del espacio tan sólo unas semanas, ya que ambos tiempos son diferentes de un modo más bien difícil de comprender;

pero, que es así

. Pasaron varias centurias y una vegetación ruda y tenaz reinaba sobre la Tierra y debajo de las aguas. Inmensos helechos se elevaban al cielo, que con sus inmensas y espesas hojas absorbían los gases venenosos y respiraban hacia fuera oxígeno, de día e hidrógeno, de noche. Al cabo de muchísimo tiempo, una Arca del Espacio descendió a través de las nubes y tomó tierra sobre una playa arenosa. Se abrieron unas grandes escotillas y, de aquella arca que medía cerca dos kilómetros salieron arrastrándose unas criaturas de pesadilla, tan pesantes que la Tierra temblaba bajo sus pisadas. Horrendos engendros se remontaron pesadamente por el aire, sustentándose sobre crujientes alas membranosas.

»”La gran Arca —la primera que llegó, en el decurso de las edades⁠— se levantó por los aires y se deslizó suavemente volando sobre el mar. Al sobrevolar determinadas áreas, el Arca reposaba sobre las aguas y lanzaba en ellas extraños seres a las profundidades del océano. La inmensa nave del espacio levantó el vuelo y alcanzó las más lejanas regiones de los universos. Sobre la Tierra, asombrosas criaturas vivieron y se pelearon, se alimentaron y perecieron. La atmósfera hizo cambios. Cambiaron las hojas de los árboles y las criaturas evolucionaron. Pasaron los eones y, desde el Observatorio de los Sabios, a distancia de muchos universos, seguía la vigilancia de los mencionados fenómenos.

»”La Tierra, seguía bamboleándose en su órbita; a medida que pasaba el tiempo, se iba desarrollando un peligroso grado de excentricidad. Entonces, del corazón del Imperio, mandaron allá una nave espacial. Los científicos, opinaron que una sola masa de tierra era insuficiente para prevenir el que los mares con su oleaje llegasen a desequilibrar aquel mundo. Desde la gran nave que se balanceaba a mucha altura sobre lo que tenía que ser nuestro mundo, se lanzó sobre la Tierra un delgado hilo de luz, como un disparo. Éste dio en el blanco sobre el continente terráqueo. Dicho continente se quebró al acto, formando diversas masas de menor tamaño. Siguieron violentos terremotos y, finalmente, la Tierra, subdividida en unas cuantas masas, limitó la violencia de las aguas. Contra las costas de la Tierra, el mar —⁠ahora “los mares”⁠— golpeó en vano. La Tierra se afirmó dentro de una órbita por completo estable.

»”Millones de años se sucedieron —⁠años

«terrestres’

⁠—. De nuevo, salió del Imperio una expedición. Ahora, transportaba los primeros humanoides a nuestro mundo. Fueron desembarcadas extrañas criaturas de un color morado. Las mujeres tenían ocho senos; tanto ellas como los varones poseían una cabeza cuadrada sobre los hombros, de manera que, para ver a todos lados, todo el tronco tenía que volverse. Las piernas eran cortas y los brazos largos, hasta por debajo las rodillas. Desconocían el fuego y las armas; sin embargo, estaban siempre peleándose entre sí. Habitaban dentro de las cuevas y también sobre las ramas de los más robustos árboles. Se nutrían de bayas y de los insectos que se arrastraban por el suelo. Pero los observadores no estuvieron contentos ya que toda esa especie se hallaba desprovista de entendimiento y carecía de instintos defensivos, como no presentaba el menor signo de evolución.

»”En aquellas edades, las naves del Imperio estelar patrullaban continuamente a través del universo que contiene nuestro sistema solar. Había en él otros mundos en camino de su desarrollo. El de otro planeta marchaba más rápidamente que la Tierra. Entonces, una nave de la patrulla fue mandada a la Tierra y desembarcó en ella. Unos cuantos humanoides morados se capturaron y fueron examinados; en vista del examen tuvieron que ser exterminados dichos humanoides, sin quedar uno solo. Lo mismo que hace un jardinero extirpando la mala hierba. Una epidemia terminó con todos esos humanoides». La Voz, llegando a este punto, observó incidentalmente: «En años venideros en vuestra Tierra los hombres emplearán ese sistema para exterminar una plaga de conejos; pero los vuestros matarán los conejos con sufrimientos de las víctimas. Nosotros obramos sin dolor por parte de ellas.

»”Desde los cielos, descendió al suelo de la Tierra otra Arca, trayéndonos diferentes animales y muy distintos humanoides. Fueron distribuidos a través de países distintos; su tipo y color, eran los más adecuados a las condiciones del área donde eran sembrados. La Tierra, todavía rugía y roncaba. Los montes lanzaban llamas y humaredas y torrentes de lava fundida resbalaban por las laderas. Los mares se iban enfriando y la vida, en ellos, se transformaba, adaptándose a las nuevas condiciones. En ambos polos reinaba el frío y el primer hielo sobre la Tierra, empezaba a formarse en ellos.

»”Pasaron las Edades. Cambió la atmósfera terrestre. Los helechos gigantes dieron paso a formas de árboles más ortodoxas. Se estabilizaron las formas de vida. Floreció una importante civilización. Alrededor del mundo volaban los Jardineros de la Tierra; visitaban una ciudad tras otra. Pero alguno de dichos Jardineros se familiarizó en exceso con las almas que tenía que guiar, con las mujeres principalmente. Un mal sacerdote de los humanos convenció a una mujer muy hermosa, que se prestó a seducir a uno de los Jardineros y lo embelesó hasta el extremo que, bajo el imperio de aquella seducción, aquél llegó a traicionar los más altos secretos. Inmediatamente la mujer estaba en posesión de ciertas armas que antes estaban encomendadas exclusivamente a los varones. Al acto, el sacerdote pudo hacerse con aquéllas.

»”Luego, por obra de algunos individuos pertenecientes a la casta sacerdotal, fabricaron proyectiles atómicos, utilizando aquél que había sido robado, que les sirvió de modelo. Seguidamente, se tramó un complot, en virtud del cual algunos de los Jardineros fueron invitados al Templo con la excusa de la celebración de un acto de gracias. Allí, en terreno sagrado, los Jardineros fueron envenenados. Sus equipos, los robaron los sacerdotes. Con ellos se sirvieron los sacerdotes para efectuar un gran asalto contra los Jardineros restantes. En el curso de la batalla, la pila atómica de una nave del espacio aterrizado sobre este mundo fue volada por un sacerdote. El mundo entero tembló con la explosión. El gran continente de la Atlántida, se hundió bajo las aguas. En las más lejanas tierras, los huracanes barrieron las montañas y se llevaron a los humanos. Grandes olas surgieron del mar y el mundo quedó vacío de casi todo ser viviente. Perecieron todos, excepto unos pocos que pudieron cobijarse, aterrorizados, en el fondo de las cavernas más remotas.

»”Durante muchos años, la Tierra tembló y vaciló bajo los efectos de la explosión atómica experimentada. Pasó mucho tiempo sin que llegase ningún Jardinero a inspeccionar este mundo. La radiación, en ella, era muy fuerte y los atropellados restos de la humanidad pusieron en el mundo una progenitura generalmente deforme. La vida de las plantas se vio afectada por las radiaciones y la atmósfera se había alterado. El sol se veía oscurecido por nubes de color rojo a ras del suelo. Por fin, los Sabios decretaron que se tenía que mandar otra expedición a la Tierra y transportar nuevos seres vivientes que la poblasen de nuevo. La gran Arca, transportando hombres, animales y plantas, partió de los confines del espacio»».

En este momento, el viejo ermitaño cayó sin sentido con la boca muy abierta. El joven monje se puso de pie vivamente y corrió hacia el anciano caído. La preciosa botella conteniendo aquellas gotas se hallaba al alcance de la mano y pronto el eremita se hallaba acostado sobre uno de sus flancos respirando de una forma normal.

«Os es necesario alimento, ¡Venerable!, —exclamó el joven—. Voy a poner agua al alcance de vuestra mano y luego treparé hasta el eremitorio de la Solemne Contemplación para que allí me den té y cebada». El eremita asintió débilmente con la cabeza y se distendió cuando el joven monje puso el tazón lleno de agua a su vera. «Voy a subir por las peñas», anunció, corriendo fuera de la cueva.

Corrió a lo largo de la montaña, buscando hacia arriba el sendero que le condujese al camino más ancho, más arriba. Allí, centenares de metros más arriba y unos ocho kilómetros de distancia, estaba el eremitorio donde habitaban varios monjes. Era seguro que le socorrerían; pero el camino era escabroso y la luz del día empezaba a decaer. Preocupado, el joven apretó cuanto pudo el paso. Tenazmente iba observando la pared rocosa hasta que, por último, distinguió algunas huellas que mostraban que alguien había pasado por allí. Emprendió, siguiéndolas, la ascensión, lastimándose con aquellas rocas afiladas cual cuchillos que habían desanimado a muchos y que le hicieron prolongar varios kilómetros aquella caminata, ya que la cuesta era no sólo escabrosa, sino divagante.

Poco a poco, subió con afán, ayudándose con los pies y con las manos. Puede decirse que subió paso a paso. El sol caía bajo las montañas cuando no pudo más y se sentó sobre una piedra, a reposar unos momentos. No tardaron los primeros rayos plateados de la luna en aparecer, asomando sobre la cordillera. Ahora, podía continuar su escalada. Con la ayuda de las manos y los pies, clavando materialmente las uñas, arañando el suelo, pudo llevar a cabo la ascensión difícil y peligrosa. Debajo, el valle estaba sumido en las tinieblas. Un suspiro de satisfacción; había alcanzado la senda que conducía a las ermitas. Mitad corriendo, mitad desfallecido, doliéndole todos los miembros, salvó la distancia que le separaba del objeto de su viaje por la montaña.

Una lucecita se veía allá lo lejos, temblorosa. Era la lámpara de manteca, que brillaba como un signo de esperanza para el caminante. Con la respiración entrecortada y débil por la falta de alimento, el joven anduvo a tropezones los pasos que le separaban del eremitorio, hasta la puerta. Del interior, le llegó el canto murmurado por un anciano que evidentemente rezaba de memoria. «Aquí no hay ningún devoto religioso a quien pueda yo estorbar, —pensó el joven monje, a la par que decía en altas voces—: ¡Guardián de las ermitas, socorredme!». Dentro, aquel murmullo, reiteradamente musitado, cesó. Luego, se escuchó el crujido de huesos de un anciano moviéndose con precipitación, e inmediatamente la puerta se abrió con lentitud. Destacándose en negro contra la luz de la solitaria lámpara de manteca, que chisporroteaba y oscilaba por la corriente de aire que súbitamente entraba en la ermita, el viejo guardián, en altas voces interrogó: «¿Quién hay aquí? ¿Por qué llamáis a esas horas de la noche?». Lentamente, avanzó el joven monje, para poder ser visto. El guardián, a la vista de las vestiduras rojas, depuso su actitud. «Venid, entrad», le ordenó.

El joven se adelantó con paso vacilante. Ahora, debido a la reacción, se sentía exhausto. «Amigo sacerdote —⁠dijo⁠—, el Venerable ermitaño con quien estoy se halla enfermo y los dos no tenemos nada que comer. Nada, ni hoy ni el día anterior. Sólo nos queda el agua del lago vecino. ¿Nos podéis dar comida?».

El sacerdote guardián sonrió con simpatía. «¿Comida?, desde luego, puedo proporcionaros con que comer. Cebada, tenemos un montón. También un ladrillo de té. Mantequilla y azúcar, igualmente. Pero os tenéis que quedar aquí a dormir. Os sería imposible atravesar los pasos de la montaña en la noche».

«Es preciso, amigo sacerdote, —exclamó el joven monje—. El Venerable se está muriendo de consunción. El Buda me protegerá».

«Entonces, reposad un rato aquí y comed y bebed algo de té, todo está a punto. Mientras tanto voy a hacer un paquete que podréis llevar a la espalda. Comed y bebed. Tenemos de sobra».

El joven monje se sentó en posición de loto y se postró en acción de gracias por aquel socorro tan sinceramente concedido a él y su maestro. Luego se sentó y comió tsampa; luego bebió un té muy fuerte, mientras el anciano guardián charlaba y contaba todos los chismes que llegaban con frecuencia a las ermitas. El Profundo se hallaba de viaje. El gran señor Abad de Drepung había hecho alguna observación malévola contra otro Abad. El Colegio de Procuradores había dado las gracias a cierto Gato Guardián, que había localizado un ladrón persistente entre un grupo de ciertos marchantes. Un chino se había extraviado en un paso de la montaña, e intentando hallar de nuevo el buen camino se había despeñado desde unas enormes alturas (el cuerpo se hallaba por completo destrozado y listo para los buitres, sin auxilio humano alguno).

Pero el tiempo iba pasando. Al fin, con todo su pesar, el joven monje tuvo que ponerse en pie y cargar con el fardo que le regalaban. Con palabras de agradecimiento y adioses, salió de la ermita y emprendió cuidadosamente el regreso por la senda de las rocas. La luna estaba en su punto más alto. Su luz era plateada y reluciente. El paso estaba muy bien iluminado; pero las sombras eran de un negro sólo conocido por quienes viven en las cumbres. No tardó en llegar al borde, y se vio precisado a dejar el camino más seguro y sumirse en el precipicio. Con todo cuidado, lentamente, inició el descenso a partir del borde. Con la mayor atención, algo estorbado por el peso que llevaba sobre la espalda, fue deslizándose hacia bajo, palmo a palmo, un paso y luego el siguiente. Aguantándose firmemente con las manos mientras buscaba un reposo firme para sus pies. Relevando luego el peso de sus manos cuando los pies pisaban firme. Por fin, mientras la luna se escondía sobre su cabeza, llegó al oscuro suelo del valle. Adivinando su camino de una roca a otra, adelantaba muy dificultosamente hasta que divisó el brillo rojizo del fuego, a la entrada de la cueva. El joven monje se detuvo únicamente para añadir unas pocas ramas a la hoguera y luego se dejó caer al suelo, a los pies del viejo ermitaño, al que apenas podía distinguir por el reflejo de la luz del fuego reflejándose sobre la entrada de la caverna.

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