Capítulo 15
Capítulo 15
Tres personas estaban sentadas en la cocina desayunando. Afuera, el sol brillaba como anunciador de un día espléndido, pues la tempestad se había apaciguado.
Este cambio de tiempo operó una transformación en los caracteres de los tres prisioneros de la isla. Les parecía salir de una pesadilla. El peligro continuaba existiendo, pero desaparecía el miedo con el día soleado. La atmósfera de horror que sufrieron la víspera con el huracán y la lluvia se había disipado.
Lombard sugirió a sus compañeros:
—¿Y si probásemos a hacer señales heliográficas con la ayuda de un espejo poniéndonos en el punto más elevado de la isla? Algún inteligente pescador comprenderá que se trata de un S.O.S. y por la noche encenderemos un gran fuego. Desgraciadamente no tenemos mucha madera; por otra parte puede ocurrir que crean los del pueblo que se trata de un fuego amenizado con danzas y canciones.
—Seguramente —observó Vera— alguien de la costa conocerá el alfabeto Morse y no tardarán en venir a socorrernos… antes de que anochezca.
—El cielo está despejado —indicó Blove—, pero el mar continúa embravecido. Las olas son terribles y me parece que una barca no podría llegar a la isla hasta mañana.
—Otra noche que pasar aquí —exclamó Vera.
Lombard alzó los hombros.
—Más vale tomarlo con resignación. Estaremos a salvo antes de veinticuatro horas, confío en ello. Si podemos sostenernos durante ese tiempo, lo lograremos.
—Será interesante —dijo Blove— examinar la situación.
—¿Qué le ha ocurrido a Armstrong?
—Creo que tenemos una pieza de convicción; en el comedor no quedan más que tres negritos. Eso indica que el doctor ha recibido su golpe de gracia.
—Entonces… —replicó Vera—, ¿cómo es que no encuentran su cadáver?
—Han podido echarlo al mar —observó Blove.
—¿Quién? —preguntó Lombard—. ¿Usted? ¿Yo? Usted le ha visto anoche salir por la puerta y usted ha venido a buscarme a mi dormitorio. Juntos hemos registrado las rocas y la casa. ¿Cómo diablos habrá tenido tiempo de matarlo y transportar su cadáver a otra parte de la isla?
—Lo ignoro —dijo Blove—, pero de todas maneras yo sé una cosa.
—¿Qué? —preguntó Philip.
—Con respecto al revólver, a él me refiero, es el de usted y aún está en su poder. Nada me prueba que se lo robaran.
—Pero ¡qué me está contando, Blove! Usted sabe perfectamente que todos hemos sido registrados con escrupulosidad.
—¡Cuerno! Lo escondió antes de que se hiciera el registro. Después lo ha recuperado.
—¡Cabeza de mula! Le juro que he vuelto a encontrarlo en el cajón y he sido yo el primer sorprendido.
Sin fuerzas para convencerle, Lombard se volvió de espaldas.
—No…, ¿pero por quién me toma usted? —exclamó Blove—. ¿Voy a creer que Armstrong u otro cualquiera se lo ha devuelto?
—No tengo la menor idea. Todo parece insensato, esta historia no tiene ni pies ni cabeza.
Blove prestó su asentimiento.
—Efectivamente, podía haber inventado usted otra mejor.
—Eso prueba que le he dicho la verdad.
—Escúcheme, señor Lombard; si es usted un hombre honrado como pretende serlo…
Philip le interrumpió:
—¿Cuándo he reivindicado ese título de honradez?
Blove continuó imperturbable:
—Si nos ha contado la verdad, no nos queda sino un partido que tomar. En cuanto usted conserve ese revólver, miss Claythorne y yo estamos a merced suya. El único medio de tranquilizarnos es el de guardar el arma con los otros objetos encerrados en el armario. Usted y yo continuaremos teniendo las llaves.
Philip Lombard encendió un cigarrillo.
Lanzó una bocanada y dijo:
—¡No sea usted idiota!
—¿No acepta mi proposición?
—No; ese revólver me pertenece… lo necesito para defenderme… y me lo guardo.
—En ese caso debemos convenir en que…
—¿Yo soy U. N. Owen? Piense lo que quiera. Pero si esto fuera así…, ¿por qué no le he matado esta noche con el revólver? He tenido veinte ocasiones para hacerlo.
Blove bajó la cabeza y dijo:
—No lo sé, lo confieso. Sin duda tiene usted sus razones.
Vera no había tomado la menor parte en esta discusión. Por último medió entre ambos diciendo:
—Se portan ustedes como dos idiotas.
—¿Por qué? —preguntó, mirándola, Lombard.
—¿Olvidan ustedes la canción de cuna? Y con voz en la que la malicia se recalcaba, recitó:
Cuatro negritos se fueron al mar. Un arenque se tragó a uno de ellos y no quedan más que Tres.
Miss Vera continuó:
—Armstrong no ha muerto. Se ha llevado el negrito de porcelana para hacer creer en su muerte. Usted dirá lo que quiera… pero yo sostengo que Armstrong aún está en la isla. Su desaparición no es más que una estratagema para desviar nuestras sospechas.
—Quizá tenga usted razón —le dijo Lombard sentándose.
Blove objetó:
—Su argumentación es muy sutil, pero… ¿dónde se ha refugiado nuestro hombre? Hemos registrado la isla en todos sentidos.
Desdeñosamente repuso miss Claythorne:
—Ustedes también buscaron por todas partes para encontrar el revólver… sin resultado. Sin embargo, el arma no ha desaparecido de la isla.
Lombard murmuró:
—¡Caramba! Hay gran diferencia de tamaño entre un revólver y un hombre.
—Poco importa —repitió Vera—, tengo la seguridad de no equivocarme.
Observó Blove:
—Nuestro hombre se ha traicionado en esta canción, hubiera podido modificar algo.
—¡No se dan cuenta de que tratamos con un loco! Es insensato el cometer crímenes siguiendo las estrofas de una canción de cuna. El hecho de disfrazar al juez con una cortina roja, de matar a Rogers en el momento en que cortaba leña, envenenar a mistress Rogers para que no se despertase más, de poner una abeja en la habitación cuando miss Brent estaba muerta, creo no son sino crueles juegos de niños. ¡Es preciso que todo concuerde!
—En efecto —aprobó Blove. Reflexionó un minuto y siguió diciendo—: En este caso la isla no tiene colección zoológica para ajustarse a la estrofa siguiente. Tendrá que buscarla para conseguir sus fines.
La joven les gritó:
—¡Ustedes no saben nada! El zoo, la colección zoológica… ¡somos nosotros! Ayer noche no teníamos nada de seres humanos, se lo aseguro… ¡Nosotros formamos el parque zoológico!
Pasaron la mañana sobre las rocas del acantilado dirigiendo por todas partes, con un espejo, los rayos del sol hacia la costa. Nadie parecía ver sus señales; en todo caso, no respondían. El tiempo era bueno, una ligera niebla flotaba. A sus pies el mar rugía con sus olas gigantescas.
Ningún barco aparecía en el horizonte.
Hicieron un nuevo registro por la isla sin resultado.
Vera miró hacia la casa y no pudo por menos de exclamar:
—Estamos mejor aquí, al aire libre, que en la casa. No debemos volver a ella.
—Su idea es excelente —observó Lombard—. Aquí estamos más seguros, pues vemos si alguien sube y nos quiere atacar.
—Quedémonos aquí —concluyó Vera.
—Me parece muy bien —observó Blove—. Pero tendremos que ir esta noche a dormir.
—Esta idea me horroriza —dijo Vera, estremeciéndose—. No podría soportar otra noche como la que acabamos de pasar.
—No tenga miedo —le consoló Lombard—. En cuanto esté usted encerrada se sentirá segura.
Vera murmuró no muy tranquila aún:
—Quizá sí… ¡Es muy agradable volver a ver el sol!
«¡Qué raro! Estoy casi contenta y sin embargo sigue el peligro. Será por el aire que me da fuerzas… y me siento invulnerable a la muerte», pensaba.
Blove miró su reloj de pulsera.
—Las dos. ¿Comemos?
—Le repito lo de antes —contestó Vera con obstinación—. No entraré en la casa. Me quedo aquí… respiro a pleno pulmón.
—Vamos, no sea así, miss Claythorne, sea razonable. Hay que tomar algún alimento para sostener nuestras fuerzas.
—La sola idea de una lata de lengua en conserva me produce náuseas —dijo Vera—. No quiero comer absolutamente nada. Ciertas personas sometidas a régimen pasan a veces muchos días sin probar bocado.
—Pues yo —añadió Blove— tengo que comer tres veces al día. ¿Y usted, Lombard?
—Tampoco me vuelvo loco por la lengua en conserva. Haré compañía a miss Vera.
Blove dudaba si marcharse y Vera le indicó:
—No tema por mí. No pienso que pueda matarme Lombard, en cuanto usted vuelva la espalda. Si es eso lo que le detiene, váyase tranquilo.
—Si así piensa, peor para usted. Aunque no deberíamos separarnos.
—¿Es absolutamente preciso que vaya usted a la guarida de la fiera?
—Le acompañaré si quiere —ofreció amablemente Lombard.
—No, gracias. Quédese aquí.
Philip se echó a reír.
—¿Todavía sigo dándole miedo, Blove? Pero ¿no comprende que si tuviese ganas de pegarles un tiro ahora a los dos, nadie podría impedírmelo?
—Sí, pero esto sería contrario al programa —observó Blove—. ¿No debemos desaparecer de uno en uno y de cierta manera? En el fondo no me siento muy seguro al pensar que estaré solo en la casa…
—Y —acabó Lombard con ironía— quisiera usted que yo le prestase mi revólver, ¿verdad? No, amigo mío, eso sería demasiado fácil. No se lo presto.
Blove alzó los hombros y bajó la cuesta que conducía a la casa.
—Esto es cual la comida de las fieras del parque zoológico… A los animales les gusta comer a horas fijas.
—¿Es que Blove peligra yendo a la casa? —preguntó Vera inquieta.
—No en el sentido que usted se imagina. Armstrong no tiene armas y físicamente Blove es dos veces más fuerte que él… A mi juicio Armstrong no está en la casa… yo sé que no está…
—Entonces, si Armstrong no está…
—Es Blove, sin duda alguna —interrumpió Philip.
—¿De veras cree usted eso?
—Escúcheme, querida amiga. Usted ha oído la versión de Blove. Si la tiene por cierta, yo soy inocente en absoluto de la desaparición del doctor. Sus palabras me disculpan pero no a él. Cuenta haber oído pasos durante la noche y visto a un hombre huir por la puerta de delante, pero todo esto pueden no ser sino mentiras. El ha podido desembarazarse de Armstrong sin impedimento alguno dos horas antes.
—¿De qué manera?
Lombard encogió los hombros.
—Lo ignoramos. Pero si quiere creerme, sólo es temible una persona: ¡Blove…! ¿Qué sabemos nosotros de él? Menos que nada. Probablemente no ha pertenecido nunca a la policía. Puede ser cualquier cosa: un millonario quebrado… un hombre de negocios chiflado… un loco fugado de un manicomio, un hecho permanece indiscutible: que él ha podido cometer toda esa serie de crímenes.
Vera palideció y murmuró suspirando:
—¿Y si entre tanto… nos atacara?
Lombard respondió dulcemente, acariciando en su bolsillo la culata de su revólver:
—Ya vigilo… ¡Esté tranquila!
Después miró a la joven con curiosidad.
—Ha puesto usted en mí una confianza absoluta, Vera; por ello me siento profundamente conmovido… ¿por qué está tan convencida de que no he de matarla?
—Hay que confiar en alguien —respondió Vera—. Creo que se equivoca usted acusando a Blove. Desconfío del doctor.
De repente se volvió hacia su compañero:
—¿No tiene usted la sensación de estar espiado todo el día?
—Eso son los nervios.
—¿Ha sufrido también, pues, esa sensación? —insistió Vera.
Temblorosa, se aproximó más hacia el joven.
—Dígame, ¿no piensa usted…?
Se interrumpió, pero al cabo de un instante, siguió diciendo:
—Una vez leí un libro en que se trataba de dos jueces enviados por el Tribunal Supremo a un pueblecito de América, para aplicar justicia absoluta. Aquellos magistrados venían de un mundo sobrenatural…
Lombard enarcó las espesas cejas y, burlándose, interrumpióla:
—¿Bajaban del cielo sin duda? No creo en lo sobrenatural. Nuestra cuestión es bien humana.
—En algún momento lo dudo.
Philip la miró un buen rato y declaró:
—Es el remordimiento que la persigue.
Tras un breve silencio, preguntó Lombard:
—Usted dejó que el niño se ahogara, ¿no es cierto?
Vera respondió indignada:
—¡No, no! ¡Le prohíbo que insinúe tal cosa!
Se puso a reír Lombard.
—¡Oh, sí!, pequeña, yo ignoro el motivo, pero adivino un hombre en todo eso.
Una repentina lasitud, un completo abatimiento abrumaron a la joven, que balbució con voz monótona:
—Sí, hay un hombre…
—Gracias…, es todo lo que quería saber.
Vera se puso rígida de pronto y exclamó con voz ahogada por el miedo:
—¿No ha oído, Lombard? Creyérase un temblor de tierra.
—No, pero es raro, se ha producido como una sacudida y hasta me parece haber oído un grito. ¿Y usted, lo oyó también?
Los dos se miraron y volvieron sus ojos hacia la casa.
—El ruido ha venido de ese lado. Vamos a ver por qué pasa.
—No, yo no voy —dijo ella.
—Como usted quiera, pero yo corro para ver lo que ha sucedido.
Contra su voluntad, Vera se resignó y le siguió.
Los dos llegaron a la casa. La terraza parecía un sitio apacible bajo el sol. Dudaron un instante antes de entrar por la puerta principal y dieron la vuelta a la casa prudentemente. Descubrieron a Blove tendido, con los brazos en cruz, sobre la terraza orientada al Este. La cabeza la tenía aplastada por un enorme bloque de mármol blanco.
—¿Quién ocupaba —preguntó Lombard— la habitación de encima?
—Yo… Y reconozco el reloj de mármol que estaba en mi cuarto sobre la chimenea… tenía la forma de un oso.
Y repitió excitada:
—¡Tenía la forma de un oso!
Philip la cogió por los hombros y con voz ronca de cólera le dijo:
—Ahora estamos seguros de que el doctor se oculta en algún sitio. Esta vez no se me escapa.
Vera le retuvo diciéndole:
—¡Descuide, por favor! Ahora nos toca a nosotros, pues lo que quiere es que vayamos en su busca. Cuenta con ello.
—Tiene usted razón, quizá —dijo Lombard, cambiando de opinión.
—En este caso no me he equivocado; ya le decía que el doctor era culpable.
—¡Si es materialmente imposible! Blove y yo hemos registrado toda la isla palmo a palmo y luego la casa. Hemos escudriñado todos los rincones de la casa y le juro que no hay sitio para ocultarse en ella. ¡Es para volverse loco!
—Ustedes han debido equivocarse.
—Quisiera asegurarme.
—¿Usted quiere asegurarse? Eso es precisamente lo que espera. El le tiende esta emboscada.
—No olvide que tengo un revólver —dijo Lombard sacándoselo del bolsillo.
—Eso decía usted también de Blove, que era más fuerte que el doctor. Pero lo que no tiene usted en cuenta es que se trata de un loco furioso y un loco es más peligroso que un ser normal. Desarrolla dos veces más astucia y fuerza que nosotros.
—Bueno, quedémonos aquí —Lombard volvió a guardarse el revólver— ¿Qué vamos a hacer cuando llegue la noche?
Vera no respondió y Lombard continuó irritado:
—Usted no piensa en eso.
Desesperada, repetía maquinalmente:
—¿Qué nos pasará, Dios mío? ¡Tengo miedo!
—El tiempo es bueno y tendremos luna. Podemos buscar un sitio en el acantilado. Allí pasaremos la noche y sobre todo no debemos dormirnos. Montaremos la guardia toda la noche y si sube alguien le mataré —tras una ligera pausa—: Claro que usted tendrá frío con ese traje tan ligero.
—¿Frío? Tendré más frío si muero —dijo Vera con sonrisa forzada.
Se levantó y dio algunos pasos, inquieta.
—Voy a volverme loca si me quedo aquí inmóvil. Caminemos un poco.
—Si usted quiere —asintió Lombard.
Lentamente anduvieron por el acantilado. El sol descendía hacia su ocaso y su luz tomaba suaves tonalidades y les envolvía en su manto dorado.
—Lástima que no podamos bañarnos —dijo Vera sonriendo nerviosa.
Philip miraba al mar y de repente gritó:
—¿Qué hay ahí abajo? Usted no lo ve… cerca de esa roca… No… un poco más lejos a la derecha.
Vera miraba fijamente al lugar indicado.
—Diría que es un paquete de ropa.
—¿Entonces es un bañista? ¡Qué extraño! Creo que es un montón de algas.
—Vamos a ver qué es —repuso ella.
—Son trajes —anunció Lombard—. Mire, un zapato. Venga por aquí.
Ayudándose con pies y manos avanzaron sobre las rocas. Vera se detuvo y dijo:
—No son ropas… es un hombre.
El cadáver estaba flotando, preso entre dos piedras, donde la marea lo había lanzado algunas horas antes. Tras un último esfuerzo, Lombard y Vera llegaron junto al ahogado. Se inclinaron sobre la cara descolorida y lívida… las facciones tumefactas.
—¡Dios mío! ¡Si es Armstrong! —exclamó Lombard.