Capítulo 13
Capítulo 13
¡Uno de nosotros… uno de nosotros… uno de nosotros!
Estas palabras, repetidas sin cesar, resonaban en sus cabezas alocadas. Cinco personas vivían en la isla del Negro, obsesionadas por el miedo… Cinco personas que se espiaban mutuamente, sin molestarse en disimular su nerviosismo.
Había cinco enemigos encadenados por el instinto de conservación; no había en su trato violencias ni cortesía.
Bruscamente, todos bajaron al último escalón de la humanidad y pusiéronse al nivel de las bestias. Como una vieja tortuga fatigada, el juez Wargrave estaba encogido y con la mirada siempre alerta. Blove parecía más pesado; eran más torpes sus movimientos; su manera de andar semejaba la de un enorme oso, con los ojos inyectados de sangre. Todo él respiraba ferocidad y brutalidad; creyérasele un animal esperando caer sobre sus perseguidores.
En cuanto a Philip Lombard, sus instintos se habían agudizado. Su oído percibía el menor ruido. Su paso era más ligero y rápido, su cuerpo era más flexible y gentil. Frecuentemente sonreía, descubriendo sus dientes tan agudos y blancos.
Vera Claythorne, deprimida, pasaba la mayor parte del día recostada en un butacón; los ojos bien abiertos miraban al vacío. Se diría un pajarillo que acababa de estrellarse contra un cristal y una mano humana le ha recogido. Asustada, incapaz de moverse, esperaba sobrevivir conservando una inmovilidad absoluta.
Armstrong tenía los nervios de punta. Tics nerviosos contraían su cara; las manos le temblaban. Encendía cigarrillo tras cigarrillo para tirarlos cuando había dado unas chupadas. La inacción obligada le atacaba más que a sus compañeros. De vez en cuando lanzaba un torrente de divagaciones…
—Nosotros… no debemos estar aquí cruzados de brazos. ¡Tenemos que hacer algo! ¡Tratar de encontrar el medio de salir de este infierno! ¿Y si encendiéramos un fuego grande?
—¿Con un tiempo como éste? —le respondió Blove.
La lluvia caía de nuevo a chaparrones. Un viento huracanado y el continuo tamborileo del agua azotando los cristales acababa por volverles locos.
Tácitamente, los cinco supervivientes habían adoptado un plan de campaña. Estaban en el salón y nunca más de una persona a la vez se iba de la habitación, quedándose los cuatro en espera de su regreso.
—No hay más que esperar —observó Lombard—. El cielo va a esclarecerse y entonces podremos intentar salvarnos; hacer señales, encender un gran fuego, construir una balsa, en fin, cualquier cosa.
—¡Esperar…! ¡No podemos permitirnos ese lujo! —añadió Armstrong—. ¡Estamos predestinados a morir…!
El juez declaró en voz clara, pero decidida:
—Si no estamos alerta… Pero no hay más que estar vigilando nuestras vidas…
La comida del mediodía fue despachada sin ninguna etiqueta. Los cinco se reunieron en la cocina; en la despensa encontraron gran cantidad de conservas. Abrieron una lata de lengua de vaca y dos de fruta. Comieron en pie, alrededor de la mesa de la cocina. Luego volvieron al salón, sentáronse en sus butacas y recomenzaron a espiarse los unos a los otros.
Desde entonces los pensamientos que se arremolinaban en sus cerebros volvíanse morbosos, febriles, completamente anormales.
«Ese Armstrong… me parece que me mira de una forma. Tiene los ojos de un loco… Quizá sea tan médico como yo… Es lo mismo… es un loco escapado de un manicomio y que se hace pasar por doctor… Esa es la verdad… ¿Debo decírselo a los otros? ¡Proclamar la verdad…! No, pues se pondría aún más en guardia. Por otra parte, disimula muy bien, queriendo hacernos creer que está cuerdo. ¿Qué hora es…? Sólo las tres y cuarto… ¡Oh, Dios mío! Es para volverse loco. No hay duda alguna, es Armstrong.»
«¡No me cogerán! ¡Soy lo bastante fuerte para defenderme! No sería la primera vez que me encuentro en situaciones criticas… ¿Adonde demonios ha ido a parar mi revólver…? ¿Quién lo ha robado…? ¿Quién lo tiene ahora…? ¡Nadie… claro…! Nos hemos registrado todos… nadie lo tiene… ¡pero alguien sabe dónde está!»
«Los otros se están volviendo locos… todos pierden la cabeza… tienen miedo a morir… todos tememos la muerte… yo la temo, pero esto no impide que se acerque… El coche fúnebre espera a la puerta, señor. ¿Dónde he oído eso…? La jovencita… la voy a espiar… sí, voy a vigilarla mejor…»
«Las cuatro menos veinte… ¡Dios mío, sólo las cuatro menos veinte…! El péndulo se ha parado, seguramente… no… No comprendo absolutamente nada… Esa clase de cosas no pueden ocurrir… y, sin embargo, ocurren… ¿Por qué no despertarnos? ¡Arriba! ¡Es el día del Juicio Final! No me equivoco… Si pudiese al menos reflexionar… mi cabeza, mi pobre cabeza… va a estallar… partirse en dos… Ocurren sucesos inconcebibles… ¿Qué hora es? ¡Dios mío, sólo las cuatro menos cuarto!»
«Es necesario que conserve toda mi sangre fría… Si por lo menos no perdiese la cabeza… todo está clarísimo… y combinado de mano maestra… pero nadie debe sospechar… Es preciso salvarme a toda costa… ¿A quién le tocará ahora? Eso es lo importante. ¿A quién? Sí, yo creo… ¿a él?»
El reloj dio las campanadas de las cinco, y todos se sobresaltaron.
—¿Alguien quiere tomar el té? —preguntó Vera.
Durante un momento hubo silencio.
—Yo tomaría una taza muy gustoso —dijo Blove.
Vera se levantó y añadió:
—Voy a prepararlo. Todos ustedes se pueden quedar aquí.
Wargrave le dijo muy amablemente:
—Preferimos, me parece, seguirla y mirarla cómo lo hace, querida señorita.
Vera le miró fijamente y le contestó, con una risita nerviosa:
—¡Naturalmente, ya me lo esperaba!
Los cinco se fueron a la cocina. Vera preparó el té y bebió una taza acompañando a Blove. Los otros bebieron whisky… Descorcharon una botella y cogieron un sifón de una caja que todavía no se había abierto.
—¡Dos precauciones —murmuró Wargrave— valen más que una!
Volvieron al salón, y aun cuando estaban en verano, la estancia quedaba oscura. Lombard dio la vuelta a la llave de la luz y no se encendieron las lámparas.
—No es extraordinario —indicó Lombard—. El motor no funciona; Rogers ya no puede cuidarse de él. Podríamos ir a ponerlo en marcha.
—He visto un paquete de velas en el armario. Es mejor usarlas —indicó el juez.
Lombard salió de la habitación. Los otros cuatro continuaron espiándose.
El capitán volvió con una caja de bujías y un montón de platillos. Encendieron cinco y las colocaron en diferentes sitios del salón.
Eran las seis menos cuarto.
A las seis y veinte, Vera, cansada de estar sentada y sin moverse, tomó la decisión de irse a su dormitorio y mojarse la cara y las sienes con agua fría.
Levantándose, se dirigió hacia la puerta, pero retrocedió en seguida para tomar una vela de la caja, encendiéndola y, dejando caer algunas gotas de cera en un platillo para asegurarse así de que no cayese, salió del salón.
Llegó ante la puerta de su cuarto y, al abrirla retrocedió, quedándose inmóvil… las aletas de su nariz se estremecieron… el mar… sentía el olor del mar de Saint Treddennic… Si eso era, no podía equivocarse. Pero en una isla no tenía nada de raro que se respirase la brisa del mar, pero Vera experimentaba una impresión diferente. Este olor era el mismo que el de aquel día en la playa… cuando la marea bajaba y dejaba al descubierto las rocas cubiertas de algas, secándose al sol.
«¿Puedo nadar hasta la isla, mis Claythorne? ¿Por qué no me deja ir hasta allí?»
«¡Qué niño más mimado! Sin él, Hugo hubiese sido rico… y libre de casarse con la mujer que amaba…»
«Hugo… Hugo… estaría seguramente cerca de ella… quizá le esperaba en su habitación.»
Avanzó un paso y la corriente de aire apagó la vela. En la oscuridad, Vera tuvo miedo.
«¡No seas tan tonta! ¡Por qué atormentarte? Los demás están abajo y no hay nadie en mi cuarto; me forjo unas ideas tan ridículas…»
Pero este olor… ¡este olor que evocaba la playa de Saint Treddennic…! no era imaginación, sino realidad. Seguro; había alguien en la habitación… oyó un ruido, estaba persuadida de ello… una mano fría y viscosa le tocó la garganta… una mano mojada oliendo a mar.
Vera lanzó un grito. Un grito penetrante y prolongado. El pánico se había apoderado de todo su ser. Gritó pidiendo socorro. No oyó el ruido que procedía del salón. Una silla cayó. Una puerta abierta violentamente y pasos que subían corriendo por la escalera. Vera era presa del terror.
En seguida las luces alumbraron la entrada de su habitación y todos entraron en ella. Vera recuperó un poco la serenidad.
—¡Dios mío! ¿Qué me ha pasado? ¿Qué es esto?
Estremeciéndose, cayó desvanecida. Le pareció que alguien, inclinado sobre ella, le obligaba a bajar la cabeza hasta las rodillas. Escuchó una exclamación. «¡Por favor, miren!» Al mismo tiempo, Vera se reanimó. Abriendo mucho los ojos, levantó la cabeza y vio lo que los hombres habían percibido a la luz de las bujías.
Una cinta muy larga y húmeda colgaba del techo. Esto era lo que en la oscuridad le había rozado el cuello y que tomó por una mano viscosa, la mano de un ahogado vuelto del reino de las sombras para quitarle la vida…
Vera se echó a reír. Era un alga marina… sólo un alga lo que sintió. De nuevo perdió el conocimiento. Olas enormes se echaban sobre ella. Una vez más, alguien apoyábase fuertemente sobre su cabeza, obligándola a doblar la espalda.
Le daban algo para beber y le ponían el vaso entre sus dientes. Sintió el olor del alcohol. Iba a beber agradecida, cuando una voz interior, una señal de alarma, resonó en su cabeza… Se enderezó y rechazó la bebida.
Con un tono seco, áspero, inquirió:
—¿De dónde viene esta bebida? Antes de responder, Blove la miró intensamente.
—He ido a buscarla abajo.
—No quiero beberla.
Después de un momento de silencio Lombard se echó a reír y añadió:
—¡Enhorabuena, Vera! Usted no pierde tan pronto la cabeza, a pesar del miedo que ha pasado hace un instante. Voy a buscar una botella que esté sin descorchar.
Sin saber lo que decía, Vera exclamó:
—Ya estoy mucho mejor. Prefiero beber un poco de agua.
Sostenida por el doctor Armstrong, se puso en pie, dirigiéndose al lavabo agarrada al doctor para no caerse. Abrió el grifo y llenó un vaso.
—Este coñac es inofensivo —dijo picado Blove.
—¿Cómo lo sabe usted? —preguntóle Armstrong.
—No he echado nada dentro —protestó Blove furiosamente—. Usted quisiera hacer creer lo contrario.
—No le acuso de nada, pero usted u otra persona habría podido envenenar esa bebida.
Lombard volvió en seguida con otra botella de whisky y un sacacorchos; dio la botella a Vera para que viera que estaba intacta.
—Tenga, muñeca, no la engañarán esta vez.
Quitó la cápsula de estaño y descorchó la botella.
—Por fortuna la provisión de licores no se agotara tan fácilmente. Este U. N. Owen es la previsión en persona.
Vera se estremeció violentamente.
Armstrong tendió su vaso, en tanto Philip lo llenaba. Este aconsejó:
—Beba, miss, acaba de sufrir un gran susto.
Vera mojó sus labios en el vaso, y los colores reaparecieron en sus mejillas.
—Afortunadamente —dijo riéndose, Lombard—, he aquí un crimen que no se ha logrado conforme al programa.
—¿Usted cree que querían matarme? —preguntó Vera.
—Esperaban… —añadió Lombard— a que muriese del susto. Esto ocurre a muchas personas. ¿Verdad, doctor?
Sin comprometerse, Armstrong respondió, ligeramente incrédulo:
—¡Hum! Nada se puede afirmar. Miss Claythorne es joven y fuerte… no padece debilidad cardíaca… por otra parte.
Cogió un vaso de coñac traído por Blove y mojó el dedo, probándolo después con precaución. Su expresión no cambió, añadiendo con cierta desconfianza en su voz:
—Tiene el sabor normal.
Blove se abalanzó colérico contra el doctor.
—Diga que lo he envenenado, y le aseguro que le rompo la cara.
Vera, reconfortada gracias al coñac, desvió la conversación, preguntando:
—¿Dónde está mister Wargrave?
Los tres hombres cruzaron sus miradas.
—¡Qué raro, creía que había subido con nosotros!
—También yo —dijo Blove—. Doctor, usted subía detrás de mí.
—Tenía la impresión —añadió Armstrong— de que me seguía. Claro que como es un viejo anda más despacio que nosotros.
—No lo comprendo —dijo Lombard.
—Vamos a buscarle —propuso Blove.
Se dirigió hacia la puerta, los otros dos hombres le siguieron y Vera cerraba la puerta. Cuando bajaban la escalera, Armstrong expuso:
—Seguramente debe haberse quedado en el salón.
Atravesaron el vestíbulo y el doctor llamó al juez en voz alta:
—Wargrave, Wargrave, ¿dónde está usted?
¡Ninguna respuesta! Un silencio mortal quebrado tan sólo por el ruido monótono de la lluvia.
Cuando llegaron a la entrada del salón, Armstrong se detuvo. Los demás, tras él, miraban por encima de sus hombros. ¡Alguien lanzó un grito!
El juez Wargrave estaba sentado al fondo de la habitación en una butaca de alto respaldo. Dos bujías brillaban en cada uno de sus lados. Pero lo que más les sorprendió fue que estaba vestido con su toga roja de magistrado y la peluca sobre su cabeza.
El doctor hizo un signo a los demás para que retrocedieran. Atravesó la habitación como un hombre ebrio y se acercó al juez. Con la mirada fija en él, se inclinó sobre el magistrado y examinó su semblante inerte. Con gesto brusco le quitó la peluca, ésta cayó al suelo, dejando al descubierto la frente, en la que apareció un agujero redondo, teñido de rojo, de donde salía una sustancia viscosa.
Armstrong le levantó la mano, tomándole el pulso; volvióse a los demás y les dijo emocionado:
—Ha sido muerto de un tiro.
—¡Dios mío…! —gritó Blove—: ¡El revólver!
—Ha recibido la bala en mitad de la cabeza, la muerte fue instantánea —afirmó el doctor.
Vera se paró delante de la peluca y dijo con voz en que el horror y el miedo la angustiaban:
—¡La lana gris que perdió miss Brent…!
—Y la cortina de hule rojo —añadió Blove— que faltaba en el cuarto de baño.
—He aquí la causa —observó Vera— de la desaparición de esos objetos.
De repente Lombard estalló en una risa nerviosa, y recitaba al mismo tiempo.
—¡Cinco negritos estudiaron Derecho y uno de ellos se doctoró y quedaron cuatro! Este es el final de Wargrave, el juez sanguinario. ¡Ya no se pondrá más el birrete negro! ¡Ya no enviará más inocentes al cadalso! ¡Por ultima vez ha presidido el tribunal! ¡Lo que se reiría Edward Seton si se encontrase aquí!
Esta explosión de cólera escandalizó a los demás.
—No sea así —exclamó Vera—. Esta mañana usted mismo le acusaba de ser el asesino desconocido.
La cara de Lombard cambió de expresión. Ya calmado, dijo en voz baja:
—En efecto, le he acusado… pero me equivoqué. Otro de nosotros que reconocemos era inocente… ¡demasiado tarde!