Capítulo 14
Capítulo 14
Transportaron el cuerpo del juez Wargrave a su habitación y le pusieron en la cama. Después bajaron al vestíbulo y se pararon, indecisos, mirándose unos a otros.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Blove.
—Primero cuidemos de reparar nuestras fuerzas. Es preciso comer para vivir —se apresuró a contestar Lombard.
Una vez más se volvieron a la cocina; abrieron una lata de lengua de vaca y los cuatro comieron maquinalmente y sin gran apetito.
—¡Jamás volveré a comer lengua! —exclamó Vera.
Cuando terminaron de comer, permanecieron sentados alrededor de la mesa, mirándose unos a otros.
—Ahora no somos —dijo Blove— más que cuatro. ¿Quién será el próximo?
El doctor le miró intensamente y le dijo:
—Tomemos toda clase de precauciones…
Se interrumpió y Blove hizo esta observación:
—Las mismas palabras que dijo… y ¡ahora está de cuerpo presente!
—No sé —dijo el doctor, muy extrañado— cómo ha ocurrido.
Lombard lanzó una exclamación:
—¡La jugada ha sido estupenda! La cuerda fue atada en el techo del cuarto de miss Claythorne y ha desempeñado el papel previsto por el asesino. Nos precipitamos en su dormitorio ante la creencia de que ella acababa de ser asesinada, y, aprovechando esta confusión, alguien ha suprimido al viejo juez, que no estaba vigilado.
—¿Cómo explicarse —preguntó Blove— que nadie haya oído el disparo?
Lombard inclinó la cabeza pensativamente.
—En esos momentos miss Vera gritaba como una condenada, con el ruido del viento y nosotros corriendo y llamándola, es lógico que no hayamos oído nada. Pero ahora no nos engañará tan fácilmente. Tendrá que ser más listo la próxima vez.
—Contémonos —añadió Blove. El tono de su voz era desagradable; los otros cambiaron una mirada.
—Somos cuatro —dijo Armstrong— y no sabemos cuál…
—¡Yo lo sé! —afirmó Blove.
—Jamás he dudado… —comenzó a decir Vera.
—Yo creo realmente conocer… —insinuó Armstrong con calma.
—A mí me parece —añadió Lombard— que mi idea es la buena.
De nuevo todos se miraron entre sí. Vera se levantó casi tambaleándose, y dijo:
—Me siento muy mal y voy a acostarme. No puedo más.
—Haríamos bien en imitar su ejemplo —dijo Lombard—, ¿para qué quedarnos aquí mirándonos?
—Me parece muy bien —añadió Blove.
—Será mejor —indicó el doctor— subir a nuestras habitaciones, aunque alguno de nosotros no pueda dormir.
—Me gustaría saber dónde está ahora el revólver.
Los cuatro subieron silenciosamente la escalera y la escena que siguió fue digna de un «vaudeville».
Cada uno estaba delante de su habitación con la mano puesta en el pomo de la cerradura. Como si hubiesen esperado una señal entraron al mismo tiempo, cerrando la puerta y se oyó el ruido de cuatro cerrojos, el arrastrar de muebles y rechinar de las llaves.
Cuatro seres humanos muertos de terror montaron su barricada para pasar la noche.
Philip Lombard lanzó un suspiro de satisfacción cuando puso una silla tras la puerta. Se dirigió hacia la mesilla de noche y puso encima la vela. Se miró al espejo para estudiar sus rasgos y se dijo a sí mismo:
«Ya puedes hacerte el fuerte, pero todas estas historias comienzan a turbarte el cerebro.»
Desfloróse nuevamente su sonrisa de lobo. Se desnudó y puso el reloj encima de la mesilla. Abrió el cajón y se sobresaltó, pues allí estaba el revólver.
Vera Claythorne estaba acostada. La vela seguía encendida; no tenía valor para apagarla, la oscuridad le daba miedo.
No cesaba de repetirse lo mismo: «Debo estar tranquila hasta mañana. ¡Nada ocurrió la noche pasada, nada ocurrirá esta noche! He cerrado con llave y cerrojo la puerta, nadie puede entrar en mi habitación.»
Pensaba:
«Es cierto; puedo quedarme encerrada en mi cuarto… La cuestión de la comida es secundaria. Será posible esperar aquí hasta que vengan en nuestro socorro, pero si tengo que permanecer en mi dormitorio un día o dos…»
Estaba encerrada en su dormitorio… ¡bien!
Pero ¿esto seria posible?
¿Tendría valor para no salir de su cuarto? ¿Tendría que estar muchas horas sin hablar a nadie ni cambiar impresiones!
Los recuerdos amontonáronse en su cabeza. Todos eran lo mismo… Hugo… Ciryl… ese niño horrible que no cesaba de importunarla… ¿Por qué no me deja nadar hasta la roca, miss Claythorne? Siempre… estas palabras grabadas en su mente. Hasta que… «Tienes que comprenderlo Ciryl; si te dejo, mamá estará angustiada por ti. Pero mañana nadas hasta las rocas mientras yo entretengo a mamá para que no te vea, y cuando estés encima de las rocas haces señas y verás qué contenta se pone; para ella será una sorpresa.»
«¡Ah! Es usted muy amable, miss Claythorne… esto me resultará delicioso.»
Se lo prometió porque Hugo estaría en Newgray todo el día, y cuando volviese todo estaría terminado… se lo había prometido.
Pero ¿y si no ocurriese nada? Ciryl diría que miss Vera le dejó ir hasta las rocas. Pero había que correr el riesgo, pues de lo contrario… No ocurriría esto, pues la corriente es tan fuerte, no sólo para un niño, sino para una persona mayor. Y si se salvara diría: «Si yo te lo he prohibido siempre, ¿por qué mientes?»
Nadie sospecharía de ella.
¿Hugo lo había sospechado? ¿Qué significó la mirada tan extraña que le dirigió después del… accidente? ¿Lo sabía Hugo?
Desapareció de su vida y jamás contestó a sus cartas… ¡Hugo!
Vera se revolcaba por la cama. No, no. Era preciso no pensar más en Hugo. Su recuerdo le hacía sufrir demasiado. Todo terminó. Debía borrar de su alma la imagen de Hugo. ¿Por qué esta noche tuvo la sensación de que estaba a su lado?
No podía dormirse y al levantar sus ojos hacia el techo vio el cordón colgado y se estremeció al recordar aquella mano viscosa que le rozó el cuello… Ese cordón en medio de la habitación le fascinaba, atraía irresistiblemente su mirada.
El ex inspector Blove, sentado en su cama, con los ojos inyectados de sangre, espiaba las sombras del cuarto. Parecía una bestia salvaje al acecho de su enemigo.
Inútilmente probó dormirse. La amenaza del peligro era cada vez más angustiosa. De diez personas sólo quedaban cuatro; a pesar de todas las precauciones, el viejo magistrado sucumbió como los demás.
«Estemos alerta», es lo que dijo ese viejo. ¡Cuando presidía el tribunal se creía un dios! ¡Pero con todo, recibió su merecido! ¡Ahora no necesitaba estar alerta!
De las diez personas desembarcadas en la isla, sólo cuatro vivían aun.
Pronto una séptima víctima caería, pero no sería ésta William Henry Blove; vigilaría.
Pero ¿dónde estaba ese demonio de revólver? Este era el lado angustioso de la cuestión… el revólver… la frente surcada de arrugas, los párpados cerrados, Blove meditaba sobre la desaparición del revólver.
En el silencio de la noche oyó dar las doce en el reloj. Sus nervios se tranquilizaron un poco y se tumbó en la cama, sin desnudarse.
Permanecía inmóvil, sumido en sus pensamientos.
Pasaba revista, con todo, a todos los acontecimientos ocurridos en la isla del Negro con el mismo escrúpulo con que procedía en la redacción de sus partes policíacos cuando estaba en Scotland Yard. Para descubrir la verdad no hay que desperdiciar ningún detalle.
La llama de la vela amenazaba apagarse. Aseguróse que tenía a mano las cerillas y sopló la luz. Cosa rara; la oscuridad redobló su inquietud, su cerebro estaba invadido por terroríficas imágenes. Caras flotaban en el aire; la del juez con su peluca de lana gris; la de mistress Rogers con su delantal; la cara convulsa de Anthony Marston y una cara que no había visto, mas no era en la isla… hacía mucho tiempo… No podía decir quién era… ¡Ah! sí, era Landor. ¿Cómo había olvidado esa cara? Landor estaba casado y tenía una niñita de unos cuatro años. Se preguntaba por primera vez qué habría sido de ella y de su madre.
¿Dónde estaba el revólver? Esta pregunta dominaba sobre las demás. Cuanto más lo pensaba más lío se hacía. No lograba entender cómo pudo desaparecer… Alguien sabía dónde estaba.
En el reloj sonó la una de la noche.
Los pensamientos cesaron de repente. Siempre alerta se sentó en la cama; acababa de percibir un ruido muy tenue al otro lado de la puerta. Alguien se removía en la casa envuelta en tinieblas.
El sudor resbalaba por su frente. ¿Quién se deslizaba tan furtivamente por el pasillo? Alguno que tenía intenciones criminales… Blove lo hubiese jurado.
A pesar de su peso, saltó de la cama sin hacer ruido y se acercó a la puerta para escuchar. Pero no oyó nada, aunque estaba seguro de no haberse equivocado. Los pasos se habían percibido cerca de la puerta. Los cabellos se le erizaron.
Ahora conocía por primera vez el miedo.
Alguien se deslizaba furtivamente… de nuevo escuchó… pero el silencio se hizo…
Tuvo la tentación de abrir la puerta y salir a ver quién era. ¡Si tan sólo pudiera descubrir al ser que se arrastraba en la oscuridad! Pero fuera locura el abrirla; esto a bien seguro es lo que esperaba el otro, que saliese de su dormitorio impulsado por la curiosidad.
Se puso rígido de miedo. Le parecía oír ruidos… Murmullos… crujidos… Pero su cabeza los tomaba por lo que no era en realidad más que fruto de su imaginación…
De repente percibió un ruido… esta vez no era ilusión… pisadas que eran sólo perceptibles al oído muy ejercitado de Blove. Andaba a lo largo del pasillo (las habitaciones de Lombard y Armstrong estaban al fondo) y pasaron delante de su puerta sin la menor vacilación.
En este momento tomó la decisión de saber quién era el noctámbulo. Ahora bajaba la escalera. ¿Adonde iba?
De puntillas se fue a la cama. Puso la caja de cerillas en su bolsillo, quitó el enchufe de la lámpara, arrolló el flexible en el brazo de ésta, que era de acero cromado, y pensó que el aparato le serviría en caso de necesidad de arma. Con mil precauciones y descalzo, retiró la silla, descorrió el cerrojo y abrió la puerta. Avanzó por el pasillo y llegó hasta él desde el vestíbulo un ligero ruido. Se dirigió a la escalera. Comprendió en este momento por qué había oído tan distantemente los pasos, pues el viento se había calmado y el cielo se despejaba. Por la ventana del pasillo un pálido rayo de luna iluminaba el vestíbulo y vio una figura humana que salía por la puerta principal.
Bajó los peldaños de cuatro en cuatro en su persecución, pero se detuvo en seco. ¡Una vez más iba a conducirse como un imbécil! ¡No iba a caer en la trampa que te preparaba el fugitivo para atraerlo fuera de la casa!
Pero ¡el otro sí que acababa de hacer una bobada! Sólo tendría que examinar cuál de las tres habitaciones ocupadas por los hombres estaba vacía.
Corriendo volvió al pasillo y llamó a la puerta de Armstrong. Ninguna respuesta. Esperó un minuto y golpeó en la de Lombard. La respuesta vino en seguida.
—¿Quién está ahí?
—Blove. Armstrong no está en su cuarto, espere un minuto.
Llamó a la de Vera:
—¡Miss Claythorne! ¡Miss Claythorne! La voz asustada de Vera se oyó:
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa?
Rápidamente se volvió hacia la puerta de Lombard y éste ya estaba de pie con una vela en la mano izquierda y la derecha metida en el bolsillo del pijama.
—Pero ¿qué demonios pasa?
Blove le explicó la situación en dos palabras. Los ojos de Lombard centellearon.
—¿Entonces es Armstrong? Se dirigió hacia la puerta del médico y le dijo a Blove:
—Perdóneme, pero ahora no creo sino lo que veo.
Golpeó la puerta.
—Armstrong… Armstrong…
Ninguna respuesta. Arrodillándose, Lombard miró por la cerradura.
La llave no estaba en la puerta.
—Ha debido —dijo Blove— cerrar y llevarse la llave.
—La precaución es lógica —afirmó Lombard—. Vamos por él. Esta vez lo tenemos. Espere un segundo.
Corrió hacia la puerta de Vera y la llamó:
—¿Vera?
—Sí.
—Vamos a la captura del doctor, que no está en su habitación. Sobre todo no abra la puerta, ¿comprende?
—Sí, comprendo.
—Si Armstrong sube y le dice que tanto Blove como yo hemos muerto, no haga caso. No abra la puerta más que a Blove o a mí si la llamamos. ¿Comprende?
—Sí, no soy tan tonta.
—¡Perfectamente! —aprobó Lombard.
Se reunió con Blove y dijo:
—Y ahora corramos tras él. La caza comienza.
—Estemos alerta —recomendó Blove—. No olvide que tiene un revólver.
—¡En eso se equivoca usted!
Abrió la puerta y le señaló:
—El cerrojo no está echado… Podría volver de un momento a otro. Soy yo quien tiene el revólver. Esta noche lo volví a encontrar en mi mesilla, lo habían puesto otra vez.
Blove se paró en la misma puerta y Lombard notó la palidez de su rostro y le dijo enfadado:
—¡No haga el idiota, Blove! No voy a matarle, y si tiene miedo quédese en su cuarto, pero voy en persecución de Armstrong.
Y se alejó bajo el claro de luna. Blove dudó un instante y le siguió. Pensaba mientras andaba: «Tengo la impresión de ir tras mi desgracia. Después de todo…»
Después de todo no era la primera vez que tenia que habérselas con criminales armados. Blove tenía muchos defectos, pero no le faltaba el valor ante el peligro. La lucha en terreno descubierto no le daba miedo, pero el peligro tachado de sobrenatural le horrorizaba.
Vera esperaba los resultados de la persecución; se volvió y arregló. Miró a la puerta dos o tres veces; era sólida y capaz de no ceder. Además estaba echada la llave y el cerrojo y una silla bajo el pomo de la cerradura. Para derribarla se necesitaba un hombre más fuerte que el doctor.
Vera pensaba que Armstrong, para cometer un crimen, emplearía la astucia y no la fuerza, y se entretuvo en pensar lo que podía suceder.
Según Lombard, podría anunciar la muerte de uno de los dos, pretendiendo estar herido, para que abriese la puerta y le curase. Otras eventualidades se presentaban a su examen. El anunciaría, por ejemplo, que la casa estaba ardiendo. El mismo podría provocar un incendio. Después de haber atraído a los dos hombres fuera, podía echar una cerilla encendida sobre una cantidad de esencia derramada por él con anticipación. Y ella, como una tonta, permanecería emparedada en su habitación hasta que fuese demasiado tarde.
Dirigióse hacia la ventana. La altura no tenia nada de particular. En caso de necesidad podría salvarse saltando por allí. Sería un salto regular, pero abajo había un arriate florido que amortiguaría el golpe de la caída.
Se sentó delante de la mesa y empezó a escribir en su diario para matar el tiempo.
Bruscamente se puso rígida y se quedó escuchando.
Creyó oír abajo un ruido que parecía el de cristales rotos. Se quedó sin moverse por ver si se repetía.
Creyó percibir pasos furtivos, crujimiento en la escalera, pero nada de ello definido, y acabó como Blove, por creer que era producto de su imaginación excitada.
En seguida le llegaron, más correctos. Voces que murmuraban… murmullos, pisadas fuertes subían la escalera, puertas que se abren y se cierran, ruidos en el desván y, por último, pasos en el pasillo y la voz de Lombard que decía:
—¡Vera! ¿Está usted ahí?
—Sí, ¿qué pasa?
La voz de Blove:
—¿Quiere usted abrirnos?
La joven fue hacia la puerta, quitó la silla, dio la vuelta a la llave en la cerradura y descorrió el cerrojo. Quedó la puerta abierta. Los dos hombres jadeaban y sus pies y los bajos del pantalón estaban mojados. Vera insistió:
—Pero ¿qué pasa? Lombard respondió:
—¡Armstrong ha desaparecido!
Vera se sobresaltó.
—Pero ¿qué dice?
—Se ha eclipsado en la isla —confirmó Blove—. Escamoteado como en una función de magia.
—Todo esto es estúpido —dijo Vera—. Se oculta en algún sitio.
—¡De ninguna manera! —añadió Blove—. No hay ningún sitio en la isla para ocultarse.
—El acantilado está tan desnudo como su mano, miss Vera.
—Además de no haber vegetación, la luna iluminaba como si fuese de día. No hemos podido encontrarle.
—Ha vuelto a la casa —aventuró Vera.
—Ya lo pensamos —añadió Blove—, y hemos rebuscado desde la cueva al desván. No, no está aquí, se lo aseguro, ha desaparecido como el humo.
—¡No creo una palabra!
—Sin embargo —intervino Lombard—, es la verdad.
Después de una pausa añadió:
—Quiero ponerla al corriente de otro pequeño detalle. Un cristal del comedor ha sido roto… y no quedan más que tres negritos en la mesa.