Capítulo 11
Capítulo 11
Philip Lombard se despertó al amanecer, como era su costumbre, apoyándose sobre un codo, escuchó. El viento un tanto calmado soplaba aún, pero el ruido de la lluvia había cesado.
A las ocho, el viento volvió a adquirir violencia, pero Lombard se había adormecido.
A las nueve de la mañana, sentado al borde de la cama, consultó su reloj, lo aplicó al oído y sus labios se abrieron descubriendo sus dientes en una sonrisa que evocaba una mueca de lobo y murmuró:
«Hay que poner fin a todos estos crímenes.»
A las diez menos veinticinco llamó a la puerta de Blove, cerrada con llave.
El ex inspector de policía vino a abrirle con mil precauciones. Estaba todavía medio dormido y con los ojos cargados de sueño y los cabellos desgreñados.
Lombard dijo con voz amable:
—Veo que duerme usted como un lirón. Es indicio de una conciencia tranquila.
—¿Qué pasa, pues?
—¿No han venido a despertarle trayéndole el té? ¿Sabe usted la hora?
Blove movió la cabeza hacia el despertador de la mesilla de noche.
—Las diez menos veinte; no creí haber dormido tanto. ¿Dónde está Rogers?
—Le responderé con la misma pregunta.
—¿Qué dice usted?
—Simplemente, que Rogers falta a la lista. No está ni en su cuarto ni en la cocina, y ni siquiera ha encendido la lumbre.
Blove ahogó un juramento y profirió en voz alta:
—¿Dónde demonios puede estar? Seguramente estará dando vueltas a la isla. Espere a que me vista. Mientras averigüe si los demás saben algo.
Philip Lombard se dirigió hacia las puertas cerradas. Encontró levantado al doctor y casi vestido. Al juez Wargrave, como a Blove, le tuvo que despertar. Vera estaba disponiéndose a bajar, y en cuanto a miss Brent no estaba en su habitación.
El reducido grupo inspeccionó la casa. El dormitorio de Rogers estaba vacío, la cama deshecha, la navaja, la brocha y el jabón estaban aún húmedos.
—Rogers se ha levantado como siempre —dijo Lombard.
En voz baja, Vera, tratando de ocultar su emoción, preguntó:
—¿No creen que pueda estar oculto en algún rincón para espiarnos?
—Amiga mía —contestó Lombard—, nada nos puede ya sorprender; haremos bien en resguardarnos hasta que le encontremos.
—Opino que debe estar haciendo algo por la isla —replicó Armstrong.
Blove, ya vestido, pero no afeitado, se les unió.
—¿Dónde está miss Brent? ¿Otro misterio? —preguntó.
Cuando llegaron al vestíbulo entraba por otra puerta Emily Brent; llevaba puesto un impermeable.
—El mar sigue esta mañana con mucho oleaje —dijo—, y dudo que ningún barco pueda llegar hoy a la isla.
Blove preguntó a la solterona:
—¿Se ha paseado usted sola esta mañana? Es usted una incalificable imprudente.
—Tranquilícese, mister Blove; he andado con precauciones y con los ojos bien abiertos.
—¿Ha visto usted a Rogers en algún sitio?
—¿Rogers? —preguntó enarcando las cejas—. No, no le he visto esta mañana. ¿Por qué?
Wargrave, correctamente vestido y muy bien afeitado, bajaba lentamente las escaleras. Se dirigió hacia la puerta abierta del comedor y observó:
—¡Ah, la mesa está ya preparada para el desayuno!
—Rogers ha debido de prepararla anoche —repuso Lombard.
Entraron en el comedor y vieron los platos puestos, los cubiertos de plata en su sitio, la hilera de tazas y platitos sobre la mesa y las rodajas de fieltro esperando la cafetera y la leche calientes.
Vera fue la primera que lo advirtió. Cogió al anciano juez por el brazo y la violencia de su gesto hizo que éste se sobresaltase.
—¡Los negritos! ¡Mírelos! No había más que seis figuritas en el centro de la mesa.
Se le encontró más tarde en la leñera, al otro lado de la casa. Había estado partiendo leña para hacer fuego y tenía aún en la mano la pequeña hacha, mientras que otra, más grande y fuerte, estaba apoyada en la puerta, llena de sangre fresca, explicando demasiado la herida profunda que tenía Rogers en su cráneo.
—Ha sido muy fácil —dijo el doctor—. El asesino se ha deslizado por detrás, levantó la pesada hacha y la dejó caer en la cabeza de Rogers en el momento en que éste se inclinaba.
—¿Para asestar tal golpe, el asesino debía de ser muy fuerte? —preguntó Wargrave al doctor, que respondió:
—Una mujer hubiese sido capaz.
Armstrong miró a su alrededor, y no viendo a Vera ni a miss Brent, que se habían marchado a la cocina, continuó:
—La joven, aún más, pues es una atleta. En cuanto a miss Brent, parece muy débil, pero esta clase de mujeres poseen de ordinario una gran fuerza nerviosa. Recuerden que una persona atacada de locura puede desarrollar una energía increíble.
Pensativamente el juez asintió con la cabeza.
Blove se levantó suspirando:
—Ni la menor huella digital. El asesino tuvo la precaución de limpiar el mango después de cometer su crimen.
Una risa histérica se oyó. Todos se volvieron. Vera estaba en medio del patio. Sacudida por un acceso de hilaridad gritaba:
—¿Crían abejas en esta isla? Dígame dónde se busca la miel. ¡Ah! ¡Ah!
La miraban sin comprender nada. Dijérase que esta joven tan inteligente se volvía loca. Siguió gritando:
—¿Por qué me miran así? ¿Me creen loca? Pues mi pregunta no tiene nada de extravagante. ¡Hay abejas, colmenas, abejas! ¿No lo comprenden ustedes? ¿No han leído la canción de cuna? ¡Está en sus dormitorios para que la aprendan! Si hubiéramos reflexionado un momento, hubiéramos ido en seguida a la leñera, donde Rogers cortaba leña, pues Siete negritos cortaban leña con un hacha… ¿Y cuál es la estrofa siguiente? Seis negritos jugaban con una colmena… He ahí por qué pregunto si se crían abejas en esta isla. ¡Dios mío, qué raro…! ¡Qué extraño!
De nuevo estalló su risa de loca; el doctor se adelantó y le dio un cachete en la cara.
Hipando y jadeando tragó saliva. Al cabo de un instante continuó:
—Gracias, doctor… ahora me encuentro mejor.
Su voz volvía a ser calmosa y recobró su actitud ponderada de profesora de cultura física. Dio media vuelta y se dirigió hacia la cocina, diciendo:
—Miss Brent y yo prepararemos el desayuno. ¿Podrían traernos algunos trozos de leña para encender la lumbre?
Los dedos del doctor habían dejado unas huellas sonrosadas en la mejilla de Vera.
Cuando desapareció, Blove dijo al doctor.
—¡Tiene usted la mano pesada!
—Era necesario, ya tenemos bastantes horrores para venirnos con crisis nerviosas —prorrumpió a manera de excusa.
—¡Oh! Miss Claythorne no tiene nada de histérica —objetó Lombard.
—No, al contrario, veo en ella una joven muy sana de cuerpo y espíritu, pero con todas estas emociones violentas eso le pasa a cualquiera.
Recogieron la poca leña que Rogers había partido y la llevaron a la cocina, donde estaban las dos mujeres trabajando. Miss Brent vaciaba las cenizas del fogón, y Vera, con la ayuda de un cuchillo, quitaba la grasa.
Emily dijo a los señores que le trajeron el combustible:
—Gracias, vamos a darnos prisa para que dentro de media hora esté todo dispuesto. Es preciso ante todo hacer hervir el agua.
El inspector Blove preguntó a Philip Lombard con voz ronca:
—¿Sabe usted qué pienso?
—Desde el momento que usted piensa decírmelo es inútil que me rompa la cabeza adivinándolo —replicó riendo.
El inspector era un hombre serio y que no admitía bromas; sin pestañear continuó:
—Esto me recuerda un caso que pasó en América. Un señor ya viejo y su mujer fueron asesinados a hachazos, el drama tuvo lugar por la mañana y no había nadie en la casa más que su hija y la criada. Durante el juicio se demostró que ésta no pudo cometer el asesinato, y en cuanto a la otra, la hija, era una solterona de excelente reputación; se la reconoció igualmente inocente y jamás se descubrió al culpable. Este caso lo he recordado al ver el hacha y la solterona tan tranquila en la cocina, pues ni se ha inmutado. En cuanto a la joven, ¿qué más lógico que esta crisis nerviosa? ¿No opina usted así?
—Puede ser —respondió lacónicamente Lombard.
Blove continuó:
—Pero la vieja, tan cuidadosa con su delantal… me recordaba a la señora Rogers cuando nos decía: «El desayuno estará dispuesto dentro de media hora.» Me parece que está mujer está loca de atar, pues casi todas estas solteronas terminan lo mismo. No quiero decir con esto que tengan la mano homicida, pero sí que muchas pierden la cabeza. Empiezo a creer que miss Brent tiene una locura mística, que se imagina ser el instrumento de la justicia divina o algo por el estilo. Cuando está en su cuarto siempre lee la Biblia.
Philip Lombard lanzó un suspiro y declaró:
—Pero esto no es prueba de desequilibrio mental.
El inspector obstinóse:
—Esta mañana ha salido con un impermeable y nos dijo que había ido a ver el mar.
El otro bajó la cabeza, agregando:
—Rogers fue asesinado en las primeras horas de la mañana. Miss Brent no tenia ninguna necesidad de pasearse por la isla unas horas después del crimen. Créame, el asesino de Rogers se las ha arreglado para que le encontremos, esta mañana, durmiendo en su cama.
—Me atrevo a señalar, querido Lombard, que si esta mujer fuera inocente se hubiese asustado de andar sola por la isla. Pero claro, si ella es culpable no tiene que temer de nadie; luego ella es la criminal.
—Este argumento tiene su valor —dijo Lombard—. No había pensado en ello —y añadió sonriendo—: Me place comprobar que usted no sospecha de mí.
Un poco confuso, Blove respondió:
—No le niego que al principio sospeché de usted… su revólver… la extraña historia que nos contó… o mejor dicho que nos ocultó. Pero ahora me doy cuenta de que su inocencia ha quedado bien patente.
—Espero que usted tendrá la misma certidumbre referente a mí.
—Puedo equivocarme —respondió Lombard—, pero no lo creo con imaginación suficiente para la realización y preparación de todos estos horrores que estamos viviendo. Si usted fuera el culpable, admitiría su gran talento de actor, y ante éste tendría que quitarme el sombrero. Entre nosotros, Blove, y ya que antes de que termine el día es probable que no seamos más que dos cadáveres, ¿estuvo usted de veras complicado en aquel asunto de falsos testimonios?
Muy molesto Blove respondió:
—¡Ahora ya no me importa! Pues bien, sí. Landor era inocente, pero la cuadrilla de bandidos me amenazó y tuve que encerrarlo por un año. Claro que todo esto es confidencial, pues a no ser por las circunstancias… jamás lo hubiese dicho…
—Y sobre todo delante de testigos —terminó Lombard, riéndose—. Pero esté usted tranquilo, que no diré nada. Por lo menos espero que ganaría usted mucho dinero.
—El negocio no me dio lo que yo esperaba. Los Pudcel era una banda de harapientos; sin embargo, logré un ascenso.
—Y a Landor le condenaron a trabajos forzados a perpetuidad y murió en la cárcel.
—¿Podía yo adivinar que iba a morir?
—No. ¡De aquí su mala suerte!
—¿Mi mala suerte? La de él, querrá decir.
—La de usted también. Porque ha tenido como resultado que su vida sea acortada de un modo desagradable.
—¡Que se cree usted eso! —le contestó Blove, mirándole fijamente—. ¿Usted cree que me voy a dejar coger como Rogers y los demás? Esté tranquilo, que sé guardarme bien.
—A pesar de todo, no quiero apostar, pues si usted muere yo no cobraría.
—¿Qué es lo que me está contando?
—Le digo que no tiene ninguna posibilidad de escapar a su destino. Su falta de imaginación hace de usted un blanco ideal: un criminal tan astuto como U. N. Owen le cogerá en sus redes, cuando quiera.
La cara de Blove, enrojeció y preguntó con rabia:
—¿Y a usted, mister Lombard?
Los rasgos de Philip Lombard se endurecieron al responder:
—Yo soy un hombre de recursos y me he encontrado en situaciones más peligrosas aún, de las que salí indemne… Y espero salir de ésta, no diré con mayor ventaja…
Los huevos se estaban friendo. Vera, que estaba tostando el pan, pensaba al mismo tiempo:
«¿Por qué me ha atacado esa crisis de nervios? He sido una ridícula y he cometido un error. Hay que tener calma, mucha calma.»
Hasta entonces ella había conservado siempre su sangre fría.
«Miss Claythorne ha dado pruebas de mucha sangre fría; sin dudar se lanzó al agua para socorrer al niño Ciryl…»
¿Por qué evocar ese recuerdo? Todo pertenecía al pasado… al pasado… Ciryl había desaparecido mucho antes que ella llegase a las rocas. Sintió que la corriente le llevaba y se dejó arrastrar, flotando, y por fin la canoa de salvamento… La felicitaron por su coraje y sangre fría. «Todos a excepción de Hugo, que solamente la miró a los ojos.»
¡Oh! ¡Cómo sufría pensando en Hugo después de tanto tiempo! ¿Dónde estaría? ¿Qué haría? ¿Tendría novia? ¿Estaría casado, quizá?
Emily Brent la volvió a la realidad.
—¡Vera, el pan se está quemando!
—Perdóneme, miss Brent, estoy aturdida.
Emily Brent sacaba de la sartén el último huevo frito. Disponiendo otro pedazo de pan para tostarlo, Vera observó:
—Usted tiene una calma extraordinaria, miss Brent.
—Me enseñaron en mi juventud a dominar los nervios y a no causar molestias.
—Entonces, ¿no tiene miedo? —Vera hizo una pausa y añadió—: ¿O no teme a la muerte?
¡Morir! Emily Brent tuvo una sensación como si una aguja le traspasase la cabeza. ¿Morir? Los demás morían, pero no ella… Esta Vera no comprendía nada. Los Brent no habían tenido jamás miedo. Sus antepasados estuvieron al servicio del rey y afrontaron la muerte con serenidad. Llevaron una vida tan recta como ella… Jamás había hecho algo que la hiciese sonrojarse. «El señor vela por los suyos.
No temáis los terrores de la noche, ni la flecha que golpea el día…» ¡Estamos en pleno día; la luz alejaba los fantasmas! «Ninguno de nosotros abandonará esta isla.» ¿Quién dijo estas palabras? El general MacArthur, cuyo primo estaba casado con Elsie MacPherson. No parecía que le hubiese atormentado esta idea y la acogió con serenidad. ¡Fue impío! Ciertas personas hacen tan poco caso de la muerte, que se suprimen ellos mismos. Beatriz Taylor. Esta noche pasada soñó son Beatriz. La veía apoyada en la ventana, la cara pegada a los vidrios, suplicándole que la dejase entrar. Pero ella la había dejado fuera. De haberle permitido entrar en su cuarto, aquella gran desgracia no hubiese ocurrido.
Emily tembló. Su joven amiga la miraba de forma extraña; entonces dijo vivamente:
—¿Todo está dispuesto? Vamos a servir el desayuno.
Ese desayuno se salió de lo corriente. Cada uno mostróse extremadamente solícito con su vecino de mesa.
—Miss Brent, ¿puedo servirle el café?
—Mis Claythorne, ¿quiere una lonja de jamón?
—¿Un poco más de asado?
Había seis personas, todas aparentemente normales y dueñas de su sangre fría. Pero en su fuero interno las ideas daban vueltas como ardillas enjauladas.
¿A quién le tocará? ¿A quién? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Lo logrará esta vez?
Me lo pregunto. ¡Si me diesen tiempo! Dios mío, ¿me dejarán tiempo?
Locura mística… eso es, seguramente. Mirándola, jamás se dudaría. ¿Y si me equivocase?
Pierdo la cabeza. Mi lana ha desaparecido… las cortinas rojas también… esto no tiene sentido. No comprendo nada ni veo jota.
¡Esta especie de cretino se ha tragado todo lo que le he contado! ¡Atención, sin embargo!
Seis negritos de porcelana… No quedan más que seis. ¿Cuántos habrá esta noche?
Todo eso pensaban, inquietos, en tanto comían.
—¿Quién quiere el último huevo?
—¿Un poco de mermelada?
—Gracias. ¿Un pastelillo?
Eran seis a desayunar y todos se conducían como seres normales.