Capítulo 9
CAPÍTULO 9
Sobre el dominio real
Cada miembro de la comunidad hace entrega de sí mismo tal como se encuentra, junto con todas sus fuerzas de las que forman parte los bienes que posee, a la comunidad en el momento en que ésta se crea. Esto no significa que mediante este acto la posesión cambie de naturaleza al cambiar de manos, y se convierta en propiedad en las del soberano, sino que, como las fuerzas del Estado son incomparablemente mayores que las de un particular, la posesión pública es también, de hecho, más fuerte e irrevocable, sin ser más legítima, al menos para los extranjeros. Porque el Estado es dueño, por el contrato social, de todos los bienes de sus miembros, siendo dicho contrato el fundamento, en el seno del Estado, de todos los derechos; pero, con respecto a las otras potencias, el Estado sólo tiene el derecho del primer ocupante, que procede de los particulares.
El derecho del primer ocupante, aunque más real que el derecho del más fuerte, sólo se convierte en auténtico derecho después del establecimiento del derecho de propiedad. Todo hombre tiene por naturaleza derecho a todo lo que necesita, pero el acto positivo que le convierte en propietario de algún bien le excluye de los demás. Una vez acordada su parte, debe contentarse con ella porque ya no tiene ningún derecho sobre los bienes comunes. He aquí por qué el derecho del primer ocupante, tan débil en el estado de naturaleza, es respetable para todo hombre civil. Se respeta menos en este derecho lo que pertenece a otro que lo que no nos pertenece.
En general, para autorizar el derecho del primer ocupante sobre cualquier terreno son necesarias las siguientes condiciones. Primero, que esa tierra no esté aún habitada por nadie; segundo, que sólo ocupe la extensión necesaria para subsistir, y tercero, que se tome posesión de ella no mediante una vana ceremonia, sino mediante el trabajo y el cultivo, único signo de propiedad que, a falta de títulos jurídicos, debe ser respetado por los demás.
En efecto, otorgar a la necesidad y al trabajo el derecho de primer ocupante, ¿no significa ampliarlo hasta sus límites máximos? ¿Sería posible no poner límites a este derecho? ¿Bastará con poner los pies en un terreno común para pretender convertirse inmediatamente en su dueño? ¿Bastará con tener la fuerza necesaria para excluir durante cierto tiempo a los restantes hombres, para arrebatarles para siempre el derecho de volver? ¿Cómo puede un hombre o un pueblo apoderarse de un territorio inmenso y privar a todo el género humano de su uso, si no es mediante una usurpación condenable que priva al resto de los hombres de la morada y de los alimentos que la naturaleza les otorga en común? Cuando Núñez de Balboa tomó posesión del mar del Sur y de toda la América meridional en nombre de la Corona de Castilla, ¿era motivo suficiente para desposeer a todos sus habitantes y para excluir a todos los príncipes del mundo? En razón de esto, esas ceremonias se multiplicaban bastante inútilmente y al rey católico le bastaba con tomar posesión de todo el universo desde su despacho, suprimiendo después de su imperio lo que anteriormente pertenecía a los demás príncipes.
Se concibe así cómo las tierras de los particulares reunidas y contiguas se convierten en terreno público y cómo el derecho de soberanía, al extenderse desde los súbditos al terreno que ocupan, se transforma a la vez en real y personal; lo que coloca a los poseedores en una situación de mayor dependencia y hace que sus propias fuerzas se conviertan en garantía de su fidelidad. Ventaja que no parece haber sido captada por los antiguos monarcas, que al llamarse reyes de los persas, de los escitas, de los macedonios, parecían considerarse más como jefes de los hombres que como señores del país. Los de hoy se denominan con más habilidad reyes de Francia, de España, de Inglaterra, etc. Dominando el territorio, están seguros de dominar a sus habitantes.
Lo que hay de singular en esta alienación es que, al aceptar la comunidad los bienes de los particulares, en vez de despojarles de ellos, no hace sino garantizarles su legítima posesión, convirtiendo la usurpación en un verdadero derecho y el disfrute en propiedad. De forma que los poseedores, al ser considerados como depositarios del bien público y al ser respetados sus derechos por todos los miembros del Estado y defendidos con todas sus fuerzas contra el extranjero, recuperan, por decirlo así, todo lo que habían entregado al Estado mediante una cesión ventajosa para la colectividad y, más aún, para sí mismos. Esta paradoja se explica fácilmente si diferenciamos los derechos que el soberano y el propietario tienen sobre el mismo bien, como veremos a continuación.
Puede ocurrir también que los hombres comiencen a unirse antes de poseer nada y que, apropiándose después de un terreno suficiente para todos, disfruten de él en común o se lo repartan entre ellos, bien de manera igualitaria o según lo instituido por el soberano. De cualquier forma en que se establezca esta adquisición, el derecho que cada particular tiene sobre su tierra queda siempre subordinado al derecho que la comunidad tiene sobre todos, sin lo cual no existiría ni solidez en el vínculo social ni verdadera fuerza en el ejercicio de la soberanía.
Terminaré este capítulo y este libro con una observación que tiene que servir como fundamento a todo el sistema social; a saber, que en vez de destruir la igualdad natural, el pacto fundamental sustituye la desigualdad física que la naturaleza ha podido desarrollar entre los hombres por una igualdad moral y legítima, de forma que, aun pudiendo ser desiguales en fuerza o en talento, se convierten todos ellos en iguales por convención y por derecho[4].