Capítulo 6
CAPÍTULO 6
Sobre la monarquía
Hasta aquí hemos considerado al príncipe como una persona moral y colectiva, unida por la fuerza de las leyes y depositaria del poder ejecutivo en el Estado. Tenemos ahora que tomar en consideración ese poder cuando se halla reunido en manos de una persona natural, de un hombre real, que sólo tiene derecho a disponer de él según determinan las leyes. Es lo que se llama un monarca o un rey.
Al contrario de lo que ocurre en las demás administraciones, en las que un ser colectivo representa a un individuo, en ésta un individuo representa a un ser colectivo; de modo que la unidad moral que constituye el príncipe es, al mismo tiempo, una unidad física, en la que todas las facultades que la ley reúne en la otra con tantos esfuerzos, se encuentran reunidas aquí de un modo natural.
Así, la voluntad del pueblo, la voluntad del príncipe, la fuerza pública del Estado y la fuerza particular del gobierno responden todas al mismo móvil; todos los resortes de la máquina están en las mismas manos, todo camina hacia el mismo objetivo, no hay movimientos contrarios que se destruyan mutuamente y, en una palabra, no es fácil imaginar ningún tipo de constitución en la que un mínimo de esfuerzo produzca una acción tan considerable. Arquímedes, sentado tranquilamente a la orilla del mar y sacando sin esfuerzo una gran nave a flote, me recuerda a uno de esos hábiles monarcas que gobiernan desde sus gabinetes sus vastos Estados y hacen moverse todo con apariencia de inmovilidad.
Pero, si no hay gobierno que tenga más vigor, tampoco hay gobierno en el que la voluntad particular tenga más poder y controle más fácilmente a las demás; todo se dirige hacia el mismo fin, es cierto; pero ese objetivo no es el de la felicidad pública y la fuerza misma de la administración se vuelve sin cesar contra el Estado.
Los reyes quieren ser absolutos y desde lejos se les grita que el mejor medio de conseguirlo es haciéndose querer por sus pueblos. Esta máxima es muy bonita e incluso es muy cierta en determinados aspectos. Desgraciadamente, será objeto de burla en las Cortes. El poder que procede del amor de los pueblos es, sin duda, el mayor, pero es precario y condicional, y nunca se contentarán con él los príncipes. Los mejores reyes quieren poder ser malvados si les place, sin dejar de ser los amos; será inútil que un predicador político les diga que, siendo la fuerza del pueblo la suya, su mayor interés consiste en que el pueblo sea próspero, numeroso, temible: ellos saben muy bien que no es cierto. Su interés personal consiste, en primer lugar, en que el pueblo sea débil, miserable y en que no pueda nunca resistírsele. Confieso que si los súbditos estuviesen siempre perfectamente sometidos, iría en interés del príncipe que el pueblo fuese poderoso pues, al pertenecerle ese poder, le haría más temible ante sus vecinos; pero como ese interés no es sino secundario y subordinado y las dos suposiciones son incompatibles, es natural que los príncipes prefieran la máxima que les resulta más útil de forma inmediata. Esto es lo que Samuel hacía ver a los hebreos; es también lo que Maquiavelo ha demostrado con toda evidencia. Fingiendo dar lecciones a los reyes, las ha dado, y muy grandes, a los pueblos. El Príncipe de Maquiavelo es el libro de los republicanos.
Hemos observado gracias a las relaciones generales que la monarquía sólo conviene a los grandes Estados, lo que constataremos también al examinarla en sí misma. Cuanto más numerosa es la administración pública, más disminuye la relación del príncipe con los súbditos y más se acerca a la igualdad, de forma que en la democracia esta relación es una o la igualdad misma. Esta misma proporción aumenta a medida que el gobierno se restringe, y alcanza su máximum cuando el gobierno está en manos de uno solo. En ese caso, la distancia entre el príncipe y el pueblo es demasiado grande y el Estado carece de unión. De ahí la necesidad de órdenes intermedios: son necesarios príncipes, grandes, nobleza. Ahora bien, nada de todo esto es beneficioso para un Estado pequeño, al que arruinan todas estas jerarquías.
Pero si es difícil que un Estado grande esté bien gobernado, aún lo es mucho más que lo esté por un solo hombre, y nadie ignora lo que sucede cuando el rey nombra sustitutos.
Un defecto esencial e inevitable, que hará siempre que el gobierno monárquico esté por debajo del republicano, es que en éste la opinión pública casi nunca asciende a los primeros puestos sino a hombres notables y capaces, que los desempeñan con honores: mientras que los que hacen fortuna en las monarquías suelen ser enredadores, bribonzuelos e intrigantes, a quienes los escasos talentos que permiten alcanzar puestos preeminentes en las Cortes sólo les sirven para mostrar al público su ineptitud, tan pronto como los han conseguido. El pueblo se equivoca mucho menos en esta elección que el príncipe y un hombre de mérito es casi tan raro en un ministerio como lo es un tonto al frente de un gobierno republicano. Así, cuando, por una feliz casualidad, uno de estos hombres nacidos para gobernar toma el timón de los asuntos en una monarquía casi arruinada por ese montón de lindos gobernantes, nos sorprendemos por los recursos que encuentra y hace época en el país.
Para que un Estado monárquico pudiese estar bien gobernado, sería preciso que su extensión o su tamaño fuesen adecuados a las facultades del que gobierna. Es más fácil conquistar que gobernar. Mediante una palanca adecuada se puede mover el mundo con un dedo; pero para sostenerlo hacen falta los hombros de Hércules. Por pequeño que sea un Estado, el príncipe suele ser, casi siempre, incluso más pequeño. Cuando ocurre, por el contrario, que el Estado es demasiado pequeño para su jefe, lo cual es muy raro, también está mal gobernado; porque el jefe, siguiendo la grandeza de sus miras, olvida los intereses de los pueblos y les hace tan desgraciados por su exceso de talento como un jefe de corto entendimiento por su falta de inteligencia. Sería necesario, por decirlo así, que un reino se extendiese o se limitase en cada reinado según la capacidad del príncipe; mientras que, en el caso de un senado, al tener su capacidad medidas más fijas, el Estado puede tener límites estables y la administración funcionará bien.
El más importante inconveniente del gobierno de uno solo es la falta de esa sucesión continua que en los otros regímenes constituye una relación constante. Al morir un rey, se necesita otro; las elecciones dejan intervalos peligrosos, son tormentosas y, salvo que los ciudadanos sean de un desinterés y de una integridad que no se suelen dar en este gobierno, surgen la intriga y la corrupción. Es difícil que aquél a quien el Estado se ha vendido, no lo venda a su vez y que no se resarza sobre los débiles del dinero que los poderosos le han arrebatado. Tarde o temprano, todo se hace venal con semejante administración, y la paz que se disfruta entonces bajo los reyes es peor que el desorden de los interregnos.
¿Qué se ha hecho para prevenir estos males? Se han instituido las coronas hereditarias en algunas familias y se ha establecido un orden de sucesión que evita las disputas cuando los reyes mueren: es decir que, al sustituir el inconveniente de las elecciones por el de las regencias, se ha elegido una aparente tranquilidad a una administración prudente y se ha preferido asumir el riesgo de tener por jefes a niños, a monstruos o a imbéciles que verse obligados a discutir sobre la elección de buenos reyes; no se ha tomado en consideración que, al exponerse así al riesgo de la alternativa, casi todas las probabilidades están en contra. Fue una respuesta muy sensata la que dio el joven Denis a su padre, quien le reprochaba una acción vergonzosa; ¿te he dado yo ese ejemplo? ¡Ah, respondió el hijo, vuestro padre no era rey!
Todo confluye a privar de justicia y de razón a un hombre educado para mandar a los demás. Se toman muchas molestias, según se dice, para enseñar a los jóvenes príncipes el arte de reinar; no parece que esta educación les sea provechosa. Sería mejor comenzar por enseñarles el arte de obedecer. Los más grandes reyes que ha tenido la historia no han sido educados para reinar; es una ciencia que no se adquiere nunca aprendiéndola y que se adquiere mejor obedeciendo que mandando. Nam utilissimus idem ac brevissimus bonarum malarumque rerum delectus, cogitare quid aut nolueris sub alio principe, aut volueris[20].
Una consecuencia de esta falta de coherencia es la inconstancia del gobierno real, que rigiéndose tan pronto por un plan como por otro, según el carácter del príncipe que reina o de las personas que reinan por él, no puede tener durante mucho tiempo un objetivo fijo ni una conducta consecuente: estas variaciones hacen que el Estado oscile continuamente de máxima en máxima, de proyecto en proyecto, lo que no ocurre en los demás gobiernos donde el príncipe siempre es el mismo. Se observa también que, en general, hay más astucia en una corte, más sabiduría en un senado y que las repúblicas persiguen sus fines con miras más constantes y más continuas, mientras que cada revolución en el ministerio produce otra en el Estado; siendo máxima común a todos los ministros y a casi todos los reyes hacer en todo lo contrario que sus predecesores.
De esta misma incoherencia se deduce la solución a un sofisma muy común en las políticas reales; se trata no sólo de comparar el gobierno civil con el gobierno doméstico, y el príncipe con el padre de familia, error ya refutado, sino además de atribuir de manera liberal a este magistrado todas las virtudes que debería poseer, y suponer que el príncipe es lo que debería ser: suposición según la cual el gobierno real es evidentemente preferible a cualquier otro porque es, indiscutiblemente, el más fuerte y porque, para ser también el mejor, no le falta más que una voluntad corporativa más conforme con la voluntad general.
Pero si, según Platón[21], el rey es por naturaleza un personaje tan raro, ¿cuántas veces concurrirán la naturaleza y la fortuna a coronarle?, y si la educación real corrompe necesariamente a quienes la reciben, ¿qué se puede esperar de una serie de hombres educados para reinar? Es, pues, querer engañarse confundir el gobierno real con el de un buen rey. Para ver lo que este gobierno es en sí mismo, es preciso considerarlo sometido a príncipes limitados o malvados, porque o bien cuando lleguen al trono serán de ese modo, o el trono les hará así.
Estas dificultades no han pasado inadvertidas a nuestros autores; pero no se han preocupado por ello. El remedio consiste, dicen, en obedecer sin murmurar; Dios otorga malos reyes en sus momentos de cólera, y es preciso soportarlos como castigos del cielo. Este modo de discurrir es edificante, sin duda, pero no sé si sería más adecuado para el púlpito que para un libro de política. ¿Qué se diría de un médico que prometiese milagros y cuyo arte consistiese únicamente en exhortar a un enfermo a que tuviese paciencia? Es obvio que hay que soportar un mal gobierno cuando se tiene, pero la cuestión sería encontrar uno bueno.