Capítulo 1
CAPÍTULO 1
La soberanía es inalienable
La primera y más importante consecuencia de los principios anteriormente expuestos es que la voluntad general puede por sí sola dirigir las fuerzas del Estado de acuerdo con el objetivo de su institución, que es el bien común: porque si la oposición de los intereses particulares ha hecho necesaria la creación de las sociedades, lo que la ha hecho posible es el acuerdo de estos mismos intereses. Es lo que hay de común en estos diferentes intereses lo que configura el vínculo social y si no hubiese un punto en el que todos los intereses coincidiesen, no habría sociedad. Ahora bien, la sociedad debe ser gobernada únicamente en función de ese interés común.
Declaro, pues, que no siendo la soberanía sino el ejercicio de la voluntad general no puede enajenarse jamás y el soberano, que sólo es un ser colectivo, no puede ser representado más que por sí mismo: el poder puede ser transferido pero no la voluntad.
En efecto, si bien no es imposible que una voluntad particular coincida en algún aspecto con la voluntad general, sí lo es al menos que este acuerdo sea duradero y constante, porque la voluntad particular tiende por naturaleza a las preferencias, mientras que la voluntad general tiende a la igualdad. Es todavía más difícil tener una garantía de este acuerdo, aunque siempre debería tenerse, pero no sería un efecto del arte sino del azar. El soberano puede decir: quiero actualmente lo que quiere tal hombre o, al menos, lo que dice querer, pero no puede decir: lo que este hombre quiera mañana yo también lo querré, porque es absurdo que la voluntad se encadene para el futuro y porque no depende de ninguna voluntad acceder a nada que sea contrario al bien del ser que quiere. Si, en consecuencia, el pueblo prometiese obedecer, se destruiría mediante ese acto y perdería su condición de pueblo; en el instante en que hay un amo ya no hay soberano, y desde ese momento el cuerpo político queda aniquilado.
De aquí no hay que deducir que las órdenes de los jefes no puedan hacerse pasar por voluntades generales si el soberano, con capacidad para oponerse, no lo hace. En tal caso, del silencio universal se presupone el consentimiento del pueblo. Esto se explicará más detenidamente.