Capítulo 8
CAPÍTULO 8
Sobre la religión civil
Los hombres no tuvieron al principio más reyes que los dioses, ni más gobierno que el teocrático. Hicieron el razonamiento de Calígula, y razonaron correctamente. Es necesario un cambio profundo de sentimientos e ideas para decidirse a aceptar como amo a un semejante y jactarse de que eso es bueno.
Al colocar a Dios a la cabeza de cada sociedad política, resultó que hubo tantos dioses como pueblos. Dos pueblos extranjeros y casi siempre enemigos no pudieron reconocer durante mucho tiempo a un mismo señor: dos ejércitos que se combaten no pueden obedecer al mismo jefe. Así, de las divisiones nacionales resultó el politeísmo y a partir de aquí la intolerancia teológica y civil que naturalmente es la misma, como se demostrará a continuación.
La extravagancia de los griegos, que reconocían a sus dioses entre los de los pueblos bárbaros, se debió a que se consideraban también soberanos naturales de esos pueblos. Pero hoy en día es una erudición muy ridícula el tratar de descubrir la identidad de los dioses de las diversas naciones. ¡Como si Moloch, Saturno y Cronos pudiesen ser el mismo Dios! ¡Como si el Baal de los fenicios, el Zeus de los griegos y el Júpiter de los latinos pudiesen ser el mismo! ¡Como si pudiesen tener algo en común seres quiméricos que llevan diferentes nombres!
Si se me pregunta por qué no había guerras de religión en el paganismo, donde cada Estado tenía su culto y sus dioses, contestaría que era porque cada Estado, al tener un culto y un gobierno propios, no diferenciaba a sus dioses de sus leyes. La guerra política era también teológica: las competencias de los dioses estaban fijadas, por decirlo así, por los límites de las naciones. El Dios de un pueblo no tenía derecho alguno sobre los demás pueblos. Los dioses de los paganos no eran dioses celosos: se repartían entre ellos el imperio del mundo; el mismo Moisés y el pueblo hebreo compartieron a veces esta idea al hablar del Dios de Israel. Consideraban, es cierto, como inexistentes a los dioses de los cananeos, pueblos proscritos dedicados a la destrucción y cuyo lugar ellos ocuparían; pero observad cómo hablaban de las divinidades de los pueblos vecinos, a los que les estaba prohibido atacar: «¿No se os reconoce legítimamente la posesión de lo que pertenece a Chamos, vuestro Dios?», decía Jefté a los amonitas. «Nosotros poseemos, con el mismo título, las tierras que nuestro Dios vencedor ha adquirido[42]». Esto significaba, creo yo, reconocer la paridad entre los derechos de Chamos y los del Dios de Israel.
Pero cuando los judíos, sometidos a los reyes de Babilonia y, con posterioridad, a los reyes de Siria, se obstinaron en no reconocer más Dios que el suyo, este rechazo, considerado como una rebelión contra el vencedor, les atrajo las persecuciones que se narran en su historia y de las que no existe otro ejemplo antes del cristianismo[43].
Estando, pues, cada religión vinculada únicamente a las leyes del Estado que la prescribía, no había otra forma de convertir a un pueblo más que sometiéndolo, ni existían más misioneros que los conquistadores, y siendo ley de los vencidos la obligación de cambiar de culto, era necesario comenzar por vencer antes de hablar de convertir. En lugar de combatir los hombres por los dioses, eran los dioses, como en Homero, los que combatían por los hombres; cada uno rogaba al suyo la victoria y la pagaba con nuevos altares. Los romanos, antes de tomar una plaza, conminaban a los dioses de ésta a abandonarla y, cuando permitían a los tarentinos conservar a sus dioses irritados, es porque consideraban que estos dioses estaban sometidos a los suyos y obligados a rendirles homenaje: dejaban a los vencidos sus dioses al igual que les dejaban sus leyes. Una corona al Júpiter del Capitolio era con frecuencia el único tributo que les imponían.
Finalmente, cuando los romanos propagaron junto con su imperio su culto y sus dioses, y habiendo adoptado con frecuencia ellos mismos los dioses de los vencidos y concedido a unos y a otros el derecho de ciudadanía, los pueblos de este vasto imperio se encontraron con que tenían una multitud de dioses y de cultos, que eran aproximadamente los mismos en todas partes; y así es como el paganismo se convirtió finalmente en el mundo conocido en una sola y única religión.
Fue en estas circunstancias cuando Jesús vino a establecer sobre la Tierra su reino espiritual que, al separar el sistema teológico del sistema político, dividió al Estado y originó divisiones intestinas que jamás han dejado de estremecer a los pueblos cristianos. Ahora bien, al no haber podido nunca los paganos asimilar esa idea nueva de un reino del otro mundo, miraron siempre a los cristianos como auténticos rebeldes que, bajo una hipócrita sumisión, no buscaban más que el momento de independizarse para usurpar hábilmente la autoridad que fingían respetar mientras eran débiles. Ésta fue la causa de las persecuciones.
Lo que los paganos habían temido ocurrió; entonces, todo cambió de aspecto; los humildes cristianos cambiaron de lenguaje y pronto ese supuesto reino del otro mundo se convirtió en éste, bajo un jefe visible, en el más violento despotismo.
Sin embargo, como siempre ha habido un príncipe y leyes civiles, de esta duplicidad de poder ha surgido un perpetuo conflicto de jurisdicción, que ha hecho imposible la existencia de una buena organización en los Estados cristianos, y jamás se ha llegado a saber a cuál de los dos había que obedecer, si al señor o al sacerdote.
Varios pueblos, sin embargo, incluso en Europa o en su vecindad, han querido conservar o restablecer el antiguo sistema, pero sin éxito; el espíritu del cristianismo ha conquistado todo. El culto sagrado siempre ha permanecido independiente del soberano o ha logrado restablecer su independencia, desvinculado del cuerpo del Estado. Mahoma tuvo miras muy sanas, unió bien su sistema político y mientras su sistema de gobierno se mantuvo bajo los califas, sus sucesores, ese gobierno permaneció unido. Pero cuando los árabes se volvieron prósperos, cultos, corteses, blandos y cobardes, fueron sojuzgados por los bárbaros: entonces volvió a surgir la división entre los dos poderes; aunque esta dualidad es menos aparente entre los mahometanos que entre los cristianos, también se da entre ellos, sobre todo en la secta de Alí, y hay Estados como Persia en donde es manifiesta.
Entre nosotros, los reyes de Inglaterra se han constituido en jefes de la Iglesia, otro tanto han hecho los zares; pero con este título se han convertido no tanto en sus señores como en sus ministros; no han adquirido tanto el derecho de cambiarla como el poder de defenderla; no son legisladores, sino sólo príncipes. Dondequiera que el clero constituye un cuerpo[44], es señor y legislador. En Inglaterra y en Rusia lo mismo que en otras partes, hay, pues, dos poderes, dos soberanos.
De todos los autores cristianos, el filósofo Hobbes es el único que ha vislumbrado el mal y el remedio, el que se ha atrevido a proponer juntar las dos cabezas del águila y reconstruir la unidad política, sin lo cual jamás habrá Estado ni gobierno bien constituido. Pero ha debido percibir que el espíritu dominador del cristianismo era incompatible con su sistema y que el interés del sacerdote sería siempre más fuerte que el del Estado. Lo que ha hecho odiosa[45] su política no es tanto lo que hay de horrible y falso en ella como lo que encierra de justo y de cierto.
Yo creo que si se explicaran los hechos históricos desde este punto de vista, se refutarían fácilmente las opiniones opuestas de Bayle y de Warburton. Uno de ellos pretende que ninguna religión es útil para el cuerpo político, mientras que el otro sostiene, por el contrario, que el cristianismo es su más firme apoyo. Se demostraría al primero que jamás fue fundado un Estado sin que la religión le sirviese de base, y al segundo que la ley cristiana es, en el fondo, más perjudicial que útil para la constitución del Estado. Para terminar de aclarar mi posición, sólo hace falta precisar un poco más las ideas demasiado vagas sobre religión que se refieren a mi asunto.
La religión, considerada en relación con la sociedad, que es o general o particular, puede también dividirse en dos clases, a saber, la religión del hombre y la del ciudadano. La primera, sin templos, sin altares, sin ritos, limitada al culto puramente interior del Dios supremo y a los deberes eternos de la moral, es la pura y simple religión del Evangelio, el verdadero teísmo y lo que se puede llamar el derecho divino natural. La otra, establecida en un solo país, le proporciona sus dioses, sus patronos propios y tutelares; tiene sus dogmas, sus ritos y su culto exterior prescrito por leyes; exceptuando la única nación que le rinde culto, todo es para ella infiel, extraño, bárbaro; los deberes y los derechos del hombre sólo se extienden hasta donde llegan sus altares. Así fueron todas las religiones de los primeros pueblos a las que se puede dar el nombre de derecho divino, civil o positivo.
Existe una tercera clase de religión más rara, que al dar a los hombres dos legislaciones, dos jefes, dos patrias, les somete a deberes contradictorios y les impide ser a la vez devotos y ciudadanos. Se trata de la religión de los lamas, la de los japoneses y el cristianismo romano. A esta última se la puede llamar la religión del sacerdote. De ella procede un tipo de derecho mixto e insociable que no tiene nombre.
Considerando políticamente estas tres clases de religiones, las tres tienen defectos. La tercera es tan evidentemente mala que entretenerse en demostrarlo es perder el tiempo. Todo aquello que rompe la unidad social no tiene valor alguno: todas las instituciones que ponen al hombre en contradicción consigo mismo no sirven para nada.
La segunda es buena porque une el culto divino y el amor de las leyes y porque al convertir a la patria en objeto de adoración de los ciudadanos, les enseña que servir al Estado es servir al Dios tutelar. Es una especie de teocracia, en la cual no se debe tener más pontífice que el príncipe ni más sacerdotes que los magistrados. En tal caso, morir por la patria es alcanzar el martirio, violar las leyes es ser impío y someter a un culpable a la execración pública es destinarlo a la cólera de los dioses; sacer estod.
Pero es mala porque, estando fundada sobre el error y la mentira, engaña a los hombres, los hace crédulos, supersticiosos, y ahoga el verdadero culto de la divinidad en un ceremonial vano. Es mala también cuando, al convertirse en exclusiva y tiránica, hace que el pueblo se vuelva sanguinario e intolerante; que no piense sino en asesinatos y matanzas y crea hacer una acción santa matando a cualquiera que no acepte a sus dioses. Esto sitúa a ese pueblo en un estado natural de guerra con todos los demás muy perjudicial para su propia seguridad.
Queda pues la religión del hombre o el cristianismo, no el de hoy, sino el del Evangelio, que es totalmente diferente. Gracias a esta religión santa, sublime, verdadera, los hombres, hijos del mismo Dios, se consideran todos hermanos y la sociedad que los une no se extingue ni siquiera con la muerte.
Pero, al no tener esta religión ninguna relación con el cuerpo político, deja que las leyes saquen su fuerza de sí mismas, sin añadirle fuerza alguna, y por ello uno de los grandes vínculos de la sociedad particular queda sin efecto. Es más; en vez de enlazar los corazones de los ciudadanos con el Estado, los distancia de él como de todas las cosas de la tierra: no conozco nada más contrario al espíritu social.
Se nos dice que un pueblo de verdaderos cristianos constituiría la sociedad más perfecta que nos podamos imaginar. No veo en esta suposición más que una dificultad; es que una sociedad de verdaderos cristianos no sería una sociedad de hombres.
Aún más, afirmo que esta supuesta sociedad no sería, con toda su perfección, ni la más fuerte ni la más duradera: a fuerza de ser perfecta carecería de unión; su vicio destructor radicaría en su perfección misma.
Cada uno cumpliría con su deber; el pueblo estaría sometido a las leyes, los jefes serían justos y moderados, los magistrados serían íntegros e incorruptibles, los soldados despreciarían la muerte, no habría ni vanidad ni lujo; todo esto está muy bien, pero miremos más lejos.
El cristianismo es una religión completamente espiritual, que se ocupa únicamente de las cosas del cielo: la patria del cristiano no es de este mundo. Cumple con su deber, es cierto, pero lo hace sintiendo una profunda indiferencia respecto al éxito o fracaso de sus acciones. Con tal que no tenga nada que reprocharse, poco le importa que las cosas vayan bien o mal aquí abajo. Si el Estado es próspero, apenas se atreve a gozar de la felicidad pública, teme enorgullecerse de la gloria de su país; si el Estado perece, bendice la mano de Dios que aplasta a su pueblo.
Para que la sociedad fuese pacífica y la armonía se mantuviese, sería necesario que todos los ciudadanos, sin excepción, fuesen igualmente buenos cristianos: pero si, por desgracia, hay uno solo que sea ambicioso, que sea hipócrita, que sea un Catilina por ejemplo, un Cromwell, este individuo daría con seguridad buena cuenta de sus piadosos compatriotas. La caridad cristiana no permite fácilmente pensar mal del prójimo. Desde el momento en que encuentre, mediante alguna astucia, el modo de imponerse y de apoderarse de una parte del poder público, nos hallaremos ante un hombre revestido de dignidad; Dios quiere que se le respete; por tanto se convertirá enseguida en una autoridad; Dios quiere que se le obedezca; ¿comete abusos el depositario de este poder?; es porque Dios le utiliza como vara para castigar a sus hijos. Si se tomase conciencia de que hay que echar al usurpador, sería preciso turbar la paz pública, usar la violencia, verter sangre; todo esto concuerda mal con la dulzura del cristiano; después de todo, ¿qué importa ser libre o esclavo en este valle de lágrimas?, lo esencial es ir al paraíso y la resignación no es sino un medio más para conseguirlo.
¿Estalla alguna guerra con el extranjero? Los ciudadanos marchan sin dificultad al combate; ninguno de ellos piensa en huir; cumplen con su deber pero sin pasión por la victoria; saben morir mejor que vencer. Que resulten vencedores o vencidos, ¿qué importa? ¿No sabe la providencia mejor que ellos lo que les conviene? ¡Imaginaos qué partido puede sacar de su estoicismo un enemigo orgulloso, impetuoso, apasionado! Poned frente a ellos a esos pueblos generosos, a quienes devoraba el amor ardiente a la gloria y a la patria; imaginaos a vuestra República cristiana frente a Esparta o Roma; los piadosos cristianos serían derrotados, aplastados, destruidos antes de haber tenido tiempo de reconocerse, o deberían su salvación sólo al desprecio que su enemigo sintiese hacia ellos. Era un buen juramento, a mi juicio, el de los soldados de Fabio; no juraron morir o vencer, juraron volver vencedores y mantuvieron su juramento: nunca hubiesen hecho algo parecido los cristianos; hubiesen pensado que era tentar a Dios.
Pero me equivoco al hablar de una República cristiana; cada una de estas dos palabras excluye a la otra. El cristianismo sólo predica sumisión y dependencia. Su espíritu es demasiado favorable a la tiranía para que ésta no lo utilice siempre. Los verdaderos cristianos están hechos para ser esclavos; lo saben pero no les afecta nada; esta vida tan breve tiene poco valor a sus ojos.
Se nos dice que las tropas cristianas son excelentes. Pero yo lo niego. Que me muestren alguna que lo sea. Por lo que a mí respecta, no conozco tropas cristianas. Se me hablará de las cruzadas. Sin negar el valor de los cruzados, observaré que, en vez de ser cristianos, eran soldados del sacerdote, eran ciudadanos de la Iglesia; combatían por su país espiritual que ésta había convertido en temporal no se sabe cómo. Interpretándolo correctamente, esto suena a paganismo; puesto que el Evangelio no establece ninguna religión nacional, toda guerra sagrada es imposible para los cristianos.
En tiempos de los emperadores paganos, los soldados cristianos eran valientes; todos los autores cristianos lo aseguran y yo lo creo: era una disputa de honor con las tropas paganas. Desde el momento en que los emperadores fueron cristianos, esta rivalidad desapareció y cuando la cruz destronó al águila, todo el valor romano desapareció.
Pero, dejando a un lado las consideraciones políticas, volvamos al derecho y establezcamos los principios sobre este punto importante. El derecho que el pacto social otorga al soberano sobre los súbditos no sobrepasa, como ya he dicho, los límites de la utilidad pública[46]. Los súbditos no tienen, pues, que rendir cuentas al soberano de sus opiniones sino en la medida en que estas opiniones afectan a la comunidad. Ahora bien, al Estado le importa que cada ciudadano tenga una religión que le haga amar sus deberes; pero los dogmas de esta religión no le interesan ni al Estado ni a sus miembros, salvo que afecten a la moral y a los deberes que aquél que la profesa debe cumplir con los demás. Cada cual puede tener, por lo demás, las opiniones que le plazca, sin que competa al soberano conocerlas: porque como él no tiene competencia en el otro mundo, cualquiera que sea el destino de sus súbditos en la vida futura no es asunto suyo, con tal de que sean buenos ciudadanos en ésta.
Existe, pues, una profesión de fe puramente civil, cuyos artículos corresponde fijar al soberano, no precisamente como dogmas de religión, sino como sentimientos de sociabilidad sin los cuales es imposible ser buen ciudadano y súbdito fiel[47]. Sin poder obligar a nadie a creerlos, puede desterrar del Estado a cualquiera que no los crea; puede desterrarlo no por impío, sino por insociable, por no ser capaz de amar sinceramente las leyes, la justicia, e inmolar la vida en caso de necesidad ante el deber. Si alguien, después de haber aceptado públicamente estos mismos dogmas, se conduce como si no los creyese, que sea castigado con la muerte, pues ha cometido el mayor de los crímenes, ha mentido ante las leyes.
Los dogmas de la religión civil deben ser pocos, sencillos, enunciados con precisión, sin explicaciones ni comentarios. La existencia de la divinidad poderosa, inteligente, bienhechora, previsora y providente, la vida futura, la felicidad de los justos, el castigo de los malvados, la santidad del contrato social y de las leyes; he aquí los dogmas positivos. En cuanto a los negativos, los reduzco a uno solo, la intolerancia que entra en los cultos que hemos excluido.
Los que diferencian la intolerancia civil de la intolerancia teológica se equivocan, en mi opinión. Estas dos intolerancias son inseparables. Es imposible vivir en paz con gentes a quienes se cree condenadas; amarlas sería odiar a Dios, que las castiga; es absolutamente necesario convertirlas o darles tormento. Donde quiera que la intolerancia teológica es admitida, tiene que tener algún efecto civil[48]; y tan pronto como lo tiene, el soberano deja de ser soberano, incluso en lo temporal: a partir de ese momento los sacerdotes son los verdaderos amos; los reyes sólo son sus oficiales.
Ahora que ya no hay ni puede haber una religión nacional exclusiva, deben tolerarse todas aquéllas que toleren a las demás, siempre que sus dogmas no se opongan a los deberes del ciudadano. Pero quien se atreva a decir, fuera de la Iglesia no hay salvación, debe ser expulsado del Estado; a menos que el Estado sea la Iglesia y que el príncipe sea el pontífice. Tal dogma sólo es bueno para un gobierno teocrático, en todos los demás es pernicioso. La razón por la que Enrique IV se convirtió a la religión romana, según se dice, debería ser la que impulsara a todo hombre honrado a abandonarla y, más aún, a todo príncipe que supiera razonar.