Capítulo 11
CAPÍTULO 11
Sobre los diversos sistemas de legislación
Si se investiga en qué consiste el mayor bien de todos, que debe ser la finalidad de cualquier sistema de legislación, se verá que se reduce a estos dos objetos principales: la libertad y la igualdad. La libertad, porque toda dependencia particular es fuerza restada al cuerpo del Estado; la igualdad, porque la libertad no puede subsistir sin ella.
Ya he dicho lo que es la libertad civil; respecto a la igualdad, no hay que entender por esta palabra que el nivel de poder y de riqueza sea absolutamente el mismo, sino que, en lo que se refiere al poder, excluya toda violencia y no se ejerza nunca sino en virtud del rango y de las leyes, y en cuanto a la riqueza, que ningún ciudadano sea lo suficientemente opulento como para comprar a otro, ni ninguno tan pobre como para verse obligado a venderse; lo que supone, por parte de los grandes, moderación en los bienes y en el crédito y, por parte de los pequeños, moderación en la avaricia y en la codicia[14].
Esta igualdad, dicen, es una quimera especulativa que no puede existir en la práctica: pero si el abuso es inevitable, ¿implica que no sea necesario al menos regularlo? Es precisamente porque la fuerza de las cosas tiende siempre a destruir la igualdad, por lo que la fuerza de la legislación debe siempre tender a mantenerla. Pero estos aspectos generales de toda buena constitución deben ser modificados en cada país en función de las relaciones que nacen tanto de la situación local como del carácter de los habitantes; y es, basándonos en dichas relaciones, como debemos asignar a cada pueblo un tipo de institución particular que sea la mejor, no en sí misma, sino para el Estado al que está destinada. Por ejemplo, ¿es el suelo ingrato y estéril o el país demasiado pequeño para sus habitantes? Inclinaos hacia la industria y las artes, cuyas producciones cambiaréis por los géneros que os falten. Por el contrario, ¿ocupáis ricas llanuras y costas fértiles? En un buen terreno, ¿carecéis de habitantes? Dedicad toda vuestra atención a la agricultura, que multiplica a los hombres, y desterrad las artes, que sólo conseguirían acabar de despoblar el país, agrupando en algún punto del territorio los pocos habitantes que tiene[15]. ¿Ocupáis costas extensas y manejables? Cubrid el mar de barcos, cultivad el comercio y la navegación; tendréis una existencia brillante y corta. ¿No baña el mar en vuestras costas sino rocas casi inaccesibles? Permaneced bárbaros e ictiófagos; viviréis más tranquilos, mejor quizá, y seguramente más felices. En una palabra, además de las máximas comunes a todos, cada pueblo tiene alguna razón para organizarse de una manera particular y para que su legislación sea apta para él solo. Así es como en otro tiempo los hebreos, y recientemente los árabes, han tenido como principal objeto la religión; los atenienses, las letras; Cartago y Tiro, el comercio; Rodas, la marina; Esparta, la guerra, y Roma, la virtud. El autor de El espíritu de las leyes ha demostrado, con multitud de ejemplos, de qué arte se vale el legislador para dirigir la institución hacia cada uno de estos objetos.
Lo que hace que la constitución de un Estado sea verdaderamente sólida y duradera es que las conveniencias sean tan respetadas que las relaciones naturales y las leyes coincidan en los mismos puntos, de forma que éstas no hagan, por decirlo así, sino asegurar, acompañar, rectificar a las otras. Pero si el legislador se equivoca en su objeto y toma un principio diferente del que nace de la naturaleza de las cosas, si uno busca la servidumbre y el otro la libertad, uno la riqueza y el otro la población, uno la paz y el otro las conquistas, las leyes se debilitarán insensiblemente, la constitución se alterará y el Estado sufrirá agitaciones permanentes hasta que sea destruido o cambiado, y hasta que la invencible naturaleza recobre su imperio.