Capítulo 27 - De cómo salieron con su intención el cura y el barbero, con otras cosas dignas de que se cuenten en esta grande historia
Capítulo 27 De cómo salieron con su intención el cura y el barbero, con otras
No le pareció mal al barbero la invención del cura, sino tan
bien, que luego la pusieron por obra. Pidiéronle a la ventera una
saya y unas tocas, dejándole en prendas una sotana nueva del cura.
El barbero hizo una gran barba de una cola rucia o roja de buey,
donde el ventero tenía colgado el peine. Preguntóles la ventera que
para qué le pedían aquellas cosas. El cura le contó en breves
razones la locura de don Quijote, y cómo convenía aquel disfraz
para sacarle de la montaña, donde a la sazón estaba. Cayeron luego
el ventero y la ventera en que el loco era su huésped, el del
bálsamo, y el amo del manteado escudero, y contaron al cura todo lo
que con él les había pasado, sin callar lo que tanto callaba
Sancho. En resolución, la ventera vistió al cura de modo que no
había más que ver: púsole una saya de paño, llena de fajas de
terciopelo negro de un palmo en ancho, todas acuchilladas, y unos
corpiños de terciopelo verde, guarnecidos con unos ribetes de raso
blanco, que se debieron de hacer, ellos y la saya, en tiempo del
rey Wamba. No consintió el cura que le tocasen, sino púsose en la
cabeza un birretillo de lienzo colchado que llevaba para dormir de
noche, y ciñóse por la frente una liga de tafetán negro, y con otra
liga hizo un antifaz, con que se cubrió muy bien las barbas y el
rostro; encasquetóse su sombrero, que era tan grande que le podía
servir de quitasol, y, cubriéndose su herreruelo, subió en su mula
a mujeriegas, y el barbero en la suya, con su barba que le llegaba
a la cintura, entre roja y blanca, como aquella que, como se ha
dicho, era hecha de la cola de un buey barroso.
Despidiéronse de todos, y de la buena de Maritornes, que
prometió de rezar un rosario, aunque pecadora, porque Dios les
diese buen suceso en tan arduo y tan cristiano negocio como era el
que habían emprendido.
Mas, apenas hubo salido de la venta, cuando le vino al cura un
pensamiento: que hacía mal en haberse puesto de aquella manera, por
ser cosa indecente que un sacerdote se pusiese así, aunque le fuese
mucho en ello; y, diciéndoselo al barbero, le rogó que trocasen
trajes, pues era más justo que él fuese la doncella menesterosa, y
que él haría el escudero, y que así se profanaba menos su dignidad;
y que si no lo quería hacer, determinaba de no pasar adelante,
aunque a don Quijote se le llevase el diablo.
En esto, llegó Sancho, y de ver a los dos en aquel traje no pudo
tener la risa. En efeto, el barbero vino en todo aquello que el
cura quiso, y, trocando la invención, el cura le fue informando el
modo que había de tener y las palabras que había de decir a don
Quijote para moverle y forzarle a que con él se viniese, y dejase
la querencia del lugar que había escogido para su vana penitencia.
El barbero respondió que, sin que se le diese lición, él lo pondría
bien en su punto. No quiso vestirse por entonces, hasta que
estuviesen junto de donde don Quijote estaba; y así, dobló sus
vestidos, y el cura acomodó su barba, y siguieron su camino,
guiándolos Sancho Panza; el cual les fue contando lo que les
aconteció con el loco que hallaron en la sierra, encubriendo,
empero, el hallazgo de la maleta y de cuanto en ella venía; que,
maguer que tonto, era un poco codicioso el mancebo.
Otro día llegaron al lugar donde Sancho había dejado puestas las
señales de las ramas para acertar el lugar donde había dejado a su
señor; y, en reconociéndole, les dijo como aquélla era la entrada,
y que bien se podían vestir, si era que aquello hacía al caso para
la libertad de su señor; porque ellos le habían dicho antes que el
ir de aquella suerte y vestirse de aquel modo era toda la
importancia para sacar a su amo de aquella mala vida que había
escogido, y que le encargaban mucho que no dijese a su amo quien
ellos eran, ni que los conocía; y que si le preguntase, como se lo
había de preguntar, si dio la carta a Dulcinea, dijese que sí, y
que, por no saber leer, le había respondido de palabra, diciéndole
que le mandaba, so pena de la su desgracia, que luego al momento se
viniese a ver con ella, que era cosa que le importaba mucho; porque
con esto y con lo que ellos pensaban decirle tenían por cosa cierta
reducirle a mejor vida, y hacer con él que luego se pusiese en
camino para ir a ser emperador o monarca; que en lo de ser
arzobispo no había de qué temer.
Todo lo escuchó Sancho, y lo tomó muy bien en la memoria, y les
agradeció mucho la intención que tenían de aconsejar a su señor
fuese emperador y no arzobispo, porque él tenía para sí que, para
hacer mercedes a sus escuderos, más podían los emperadores que los
arzobispos andantes. También les dijo que sería bien que él fuese
delante a buscarle y darle la respuesta de su señora, que ya sería
ella bastante a sacarle de aquel lugar, sin que ellos se pusiesen
en tanto trabajo. Parecióles bien lo que Sancho Panza decía, y así,
determinaron de aguardarle hasta que volviese con las nuevas del
hallazgo de su amo.
Entróse Sancho por aquellas quebradas de la sierra, dejando a
los dos en una por donde corría un pequeño y manso arroyo, a quien
hacían sombra agradable y fresca otras peñas y algunos árboles que
por allí estaban. El calor, y el día que allí llegaron, era de los
del mes de agosto, que por aquellas partes suele ser el ardor muy
grande; la hora, las tres de la tarde: todo lo cual hacía al sitio
más agradable, y que convidase a que en él esperasen la vuelta de
Sancho, como lo hicieron.
Estando, pues, los dos allí, sosegados y a la sombra, llegó a
sus oídos una voz que, sin acompañarla son de algún otro
instrumento, dulce y regaladamente sonaba, de que no poco se
admiraron, por parecerles que aquél no era lugar donde pudiese
haber quien tan bien cantase. Porque, aunque suele decirse que por
las selvas y campos se hallan pastores de voces estremadas, más son
encarecimientos de poetas que verdades; y más, cuando advirtieron
que lo que oían cantar eran versos, no de rústicos ganaderos, sino
de discretos cortesanos. Y confirmó esta verdad haber sido los
versos que oyeron éstos:
¿Quién menoscaba mis bienes? Desdenes. Y ¿quién aumenta mis duelos? Los celos. Y ¿quién prueba mi paciencia? Ausencia.
De ese modo, en mi dolencia ningún remedio se alcanza, pues me matan la esperanza desdenes, celos y ausencia.
¿Quién me causa este dolor? Amor. Y ¿quién mi gloria repugna? Fortuna. Y ¿quién consiente en mi duelo? El cielo
De ese modo, yo recelo morir deste mal estraño, pues se aumentan en mi daño, amor, fortuna y el cielo.
¿Quién mejorará mi suerte? La muerte. Y el bien de amor, ¿quién le alcanza? Mudanza. Y sus males, ¿quién los cura? Locura.
De ese modo, no es cordura querer curar la pasión cuando los remedios son muerte, mudanza y locura.
La hora, el tiempo, la soledad, la voz y la destreza del que
cantaba causó admiración y contento en los dos oyentes, los cuales
se estuvieron quedos, esperando si otra alguna cosa oían; pero,
viendo que duraba algún tanto el silencio, determinaron de salir a
buscar el músico que con tan buena voz cantaba. Y, queriéndolo
poner en efeto, hizo la mesma voz que no se moviesen, la cual llegó
de nuevo a sus oídos, cantando este soneto:
Soneto
Santa amistad, que con ligeras alas, tu apariencia quedándose en el suelo, entre benditas almas, en el cielo, subiste alegre a las impíreas salas,
desde allá, cuando quieres, nos señalas la justa paz cubierta con un velo, por quien a veces se trasluce el celo de buenas obras que, a la fin, son malas.
Deja el cielo, ¡oh amistad!, o no permitas que el engaño se vista tu librea, con que destruye a la intención sincera;
que si tus apariencias no le quitas, presto ha de verse el mundo en la pelea de la discorde confusión primera.
El canto se acabó con un profundo suspiro, y los dos, con
atención, volvieron a esperar si más se cantaba; pero, viendo que
la música se había vuelto en sollozos y en lastimeros ayes,
acordaron de saber quién era el triste, tan estremado en la voz
como doloroso en los gemidos; y no anduvieron mucho, cuando, al
volver de una punta de una peña, vieron a un hombre del mismo talle
y figura que Sancho Panza les había pintado cuando les contó el
cuento de Cardenio; el cual hombre, cuando los vio, sin
sobresaltarse, estuvo quedo, con la cabeza inclinada sobre el pecho
a guisa de hombre pensativo, sin alzar los ojos a mirarlos más de
la vez primera, cuando de improviso llegaron.
El cura, que era hombre bien hablado (como el que ya tenía
noticia de su desgracia, pues por las señas le había conocido), se
llegó a él, y con breves aunque muy discretas razones le rogó y
persuadió que aquella tan miserable vida dejase, porque allí no la
perdiese, que era la desdicha mayor de las desdichas. Estaba
Cardenio entonces en su entero juicio, libre de aquel furioso
accidente que tan a menudo le sacaba de sí mismo; y así, viendo a
los dos en traje tan no usado de los que por aquellas soledades
andaban, no dejó de admirarse algún tanto, y más cuando oyó que le
habían hablado en su negocio como en cosa sabida -porque las
razones que el cura le dijo así lo dieron a entender-; y así,
respondió desta manera:
-Bien veo yo, señores, quienquiera que seáis, que el cielo, que
tiene cuidado de socorrer a los buenos, y aun a los malos muchas
veces, sin yo merecerlo, me envía, en estos tan remotos y apartados
lugares del trato común de las gentes, algunas personas que,
poniéndome delante de los ojos con vivas y varias razones cuán sin
ella ando en hacer la vida que hago, han procurado sacarme désta a
mejor parte; pero, como no saben que sé yo que en saliendo deste
daño he de caer en otro mayor, quizá me deben de tener por hombre
de flacos discursos, y aun, lo que peor sería, por de ningún
juicio. Y no sería maravilla que así fuese, porque a mí se me
trasluce que la fuerza de la imaginación de mis desgracias es tan
intensa y puede tanto en mi perdición que, sin que yo pueda ser
parte a estobarlo, vengo a quedar como piedra, falto de todo buen
sentido y conocimiento; y vengo a caer en la cuenta desta verdad,
cuando algunos me dicen y muestran señales de las cosas que he
hecho en tanto que aquel terrible accidente me señorea, y no sé más
que dolerme en vano y maldecir sin provecho mi ventura, y dar por
disculpa de mis locuras el decir la causa dellas a cuantos oírla
quieren; porque, viendo los cuerdos cuál es la causa, no se
maravillarán de los efetos, y si no me dieren remedio, a lo menos
no me darán culpa, convirtiéndoseles el enojo de mi desenvoltura en
lástima de mis desgracias. Y si es que vosotros, señores, venís con
la mesma intención que otros han venido, antes que paséis adelante
en vuestras discretas persuasiones, os ruego que escuchéis el
cuento, que no le tiene, de mis desventuras; porque quizá, después
de entendido, ahorraréis del trabajo que tomaréis en consolar un
mal que de todo consuelo es incapaz.
Los dos, que no deseaban otra cosa que saber de su mesma boca la
causa de su daño, le rogaron se la contase, ofreciéndole de no
hacer otra cosa de la que él quisiese, en su remedio o consuelo; y
con esto, el triste caballero comenzó su lastimera historia, casi
por las mesmas palabras y pasos que la había contado a don Quijote
y al cabrero pocos días atrás, cuando, por ocasión del maestro
Elisabat y puntualidad de don Quijote en guardar el decoro a la
caballería, se quedó el cuento imperfeto, como la historia lo deja
contado. Pero ahora quiso la buena suerte que se detuvo el
accidente de la locura y le dio lugar de contarlo hasta el fin; y
así, llegando al paso del billete que había hallado don Fernando
entre el libro de Amadís de Gaula, dijo Cardenio que le tenía bien
en la memoria, y que decía desta manera:
«Luscinda a Cardenio
Cada día descubro en vos valores que me obligan y fuerzan a que
en más os estime; y así, si quisiéredes sacarme desta deuda sin
ejecutarme en la honra, lo podréis muy bien hacer. Padre tengo, que
os conoce y que me quiere bien, el cual, sin forzar mi voluntad,
cumplirá la que será justo que vos tengáis, si es que me estimáis
como decís y como yo creo.
-»Por este billete me moví a pedir a Luscinda por esposa, como
ya os he contado, y éste fue por quien quedó Luscinda en la opinión
de don Fernando por una de las más discretas y avisadas mujeres de
su tiempo; y este billete fue el que le puso en deseo de
destruirme, antes que el mío se efetuase. Díjele yo a don Fernando
en lo que reparaba el padre de Luscinda, que era en que mi padre se
la pidiese, lo cual yo no le osaba decir, temeroso que no vendría
en ello, no porque no tuviese bien conocida la calidad, bondad,
virtud y hermosura de Luscinda, y que tenía partes bastantes para
enoblecer cualquier otro linaje de España, sino porque yo entendía
dél que deseaba que no me casase tan presto, hasta ver lo que el
duque Ricardo hacía conmigo. En resolución, le dije que no me
aventuraba a decírselo a mi padre, así por aquel inconveniente como
por otros muchos que me acobardaban, sin saber cuáles eran, sino
que me parecía que lo que yo desease jamás había de tener
efeto.
»A todo esto me respondió don Fernando que él se encargaba de
hablar a mi padre y hacer con él que hablase al de Luscinda. ¡Oh
Mario ambicioso, oh Catilina cruel, oh Sila facinoroso, oh Galalón
embustero, oh Vellido traidor, oh Julián vengativo, oh Judas
codicioso! Traidor, cruel, vengativo y embustero, ¿qué deservicios
te había hecho este triste, que con tanta llaneza te descubrió los
secretos y contentos de su corazón? ¿Qué ofensa te hice? ¿Qué
palabras te dije, o qué consejos te di, que no fuesen todos
encaminados a acrecentar tu honra y tu provecho? Mas, ¿de qué me
quejo?, ¡desventurado de mí!, pues es cosa cierta que cuando traen
las desgracias la corriente de las estrellas, como vienen de alto a
bajo, despeñándose con furor y con violencia, no hay fuerza en la
tierra que las detenga, ni industria humana que prevenirlas pueda.
¿Quién pudiera imaginar que don Fernando, caballero ilustre,
discreto, obligado de mis servicios, poderoso para alcanzar lo que
el deseo amoroso le pidiese dondequiera que le ocupase, se había de
enconar, como suele decirse, en tomarme a mí una sola oveja, que
aún no poseía? Pero quédense estas consideraciones aparte, como
inútiles y sin provecho, y añudemos el roto hilo de mi desdichada
historia. »Digo, pues, que, pareciéndole a don Fernando que mi
presencia le era inconveniente para poner en ejecución su falso y
mal pensamiento, determinó de enviarme a su hermano mayor, con
ocasión de pedirle unos dineros para pagar seis caballos, que de
industria, y sólo para este efeto de que me ausentase (para poder
mejor salir con su dañado intento), el mesmo día que se ofreció
hablar a mi padre los compró, y quiso que yo viniese por el dinero.
¿Pude yo prevenir esta traición? ¿Pude, por ventura, caer en
imaginarla? No, por cierto; antes, con grandísimo gusto, me ofrecí
a partir luego, contento de la buena compra hecha. Aquella noche
hablé con Luscinda, y le dije lo que con don Fernando quedaba
concertado, y que tuviese firme esperanza de que tendrían efeto
nuestros buenos y justos deseos. Ella me dijo, tan segura como yo
de la traición de don Fernando, que procurase volver presto, porque
creía que no tardaría más la conclusión de nuestras voluntades que
tardase mi padre de hablar al suyo. No sé qué se fue, que, en
acabando de decirme esto, se le llenaron los ojos de lágrimas y un
nudo se le atravesó en la garganta, que no le dejaba hablar palabra
de otras muchas que me pareció que procuraba decirme.
»Quedé admirado deste nuevo accidente, hasta allí jamás en ella
visto, porque siempre nos hablábamos, las veces que la buena
fortuna y mi diligencia lo concedía, con todo regocijo y contento,
sin mezclar en nuestras pláticas lágrimas, suspiros, celos,
sospechas o temores. Todo era engrandecer yo mi ventura, por
habérmela dado el cielo por señora: exageraba su belleza,
admirábame de su valor y entendimiento. Volvíame ella el recambio,
alabando en mí lo que, como enamorada, le parecía digno de
alabanza. Con esto, nos contábamos cien mil niñerías y
acaecimientos de nuestros vecinos y conocidos, y a lo que más se
entendía mi desenvoltura era a tomarle, casi por fuerza, una de sus
bellas y blancas manos, y llegarla a mi boca, según daba lugar la
estrecheza de una baja reja que nos dividía. Pero la noche que
precedió al triste día de mi partida, ella lloró, gimió y suspiró,
y se fue, y me dejó lleno de confusión y sobresalto, espantado de
haber visto tan nuevas y tan tristes muestras de dolor y
sentimiento en Luscinda. Pero, por no destruir mis esperanzas, todo
lo atribuí a la fuerza del amor que me tenía y al dolor que suele
causar la ausencia en los que bien se quieren.
»En fin, yo me partí triste y pensativo, llena el alma de
imaginaciones y sospechas, sin saber lo que sospechaba ni
imaginaba: claros indicios que me mostraban el triste suceso y
desventura que me estaba guardada. Llegué al lugar donde era
enviado. Di las cartas al hermano de don Fernando. Fui bien
recebido, pero no bien despachado, porque me mandó aguardar, bien a
mi disgusto, ocho días, y en parte donde el duque, su padre, no me
viese, porque su hermano le escribía que le enviase cierto dinero
sin su sabiduría. Y todo fue invención del falso don Fernando, pues
no le faltaban a su hermano dineros para despacharme luego. Orden y
mandato fue éste que me puso en condición de no obedecerle, por
parecerme imposible sustentar tantos días la vida en el ausencia de
Luscinda, y más, habiéndola dejado con la tristeza que os he
contado; pero, con todo esto, obedecí, como buen criado, aunque
veía que había de ser a costa de mi salud.
»Pero, a los cuatro días que allí llegué, llegó un hombre en mi
busca con una carta, que me dio, que en el sobrescrito conocí ser
de Luscinda, porque la letra dél era suya. Abríla, temeroso y con
sobresalto, creyendo que cosa grande debía de ser la que la había
movido a escribirme estando ausente, pues presente pocas veces lo
hacía. Preguntéle al hombre, antes de leerla, quién se la había
dado y el tiempo que había tardado en el camino. Díjome que acaso,
pasando por una calle de la ciudad a la hora de medio día, una
señora muy hermosa le llamó desde una ventana, los ojos llenos de
lágrimas, y que con mucha priesa le dijo: Hermano: si sois
poderlo hacer, tomad lo que va en este pañuelo. Y,
ocho leguas.
»En tanto que el agradecido y nuevo correo esto me decía, estaba
yo colgado de sus palabras, temblándome las piernas de manera que
apenas podía sostenerme. En efeto, abrí la carta y vi que contenía
estas razones:
La palabra que don Fernando os dio de hablar a vuestro padre
para que hablase al mío, la ha cumplido más en su gusto que en
vuestro provecho.
Sabed, señor, que él me ha pedido por esposa, y mi padre,
llevado de la ventaja que él piensa que don Fernando os hace, ha
venido en lo que quiere, con tantas veras que de aquí a dos días se
ha de hacer el desposorio, tan secreto y tan a solas, que sólo han
de ser testigos los cielos y alguna gente de casa. Cual yo quedo,
imaginaldo; si os cumple venir, veldo; y si os quiero bien o no, el
suceso deste negocio os lo dará a entender. A Dios plega que ésta
llegue a vuestras manos antes que la mía se vea en condición de
juntarse con la de quien tan mal sabe guardar la fe que
promete.
»Éstas, en suma, fueron las razones que la carta contenía y las
que me hicieron poner luego en camino, sin esperar otra respuesta
ni otros dineros; que bien claro conocí entonces que no la compra
de los caballos, sino la de su gusto, había movido a don Fernando a
enviarme a su hermano.
El enojo que contra don Fernando concebí, junto con el temor de
perder la prenda que con tantos años de servicios y deseos tenía
granjeada, me pusieron alas, pues, casi como en vuelo, otro día me
puse en mi lugar, al punto y hora que convenía para ir a hablar a
Luscinda. Entré secreto, y dejé una mula en que venía en casa del
buen hombre que me había llevado la carta; y quiso la suerte que
entonces la tuviese tan buena que hallé a Luscinda puesta a la
reja, testigo de nuestros amores. Conocióme Luscinda luego, y
conocíla yo; mas no como debía ella conocerme y yo conocerla. Pero,
¿quién hay en el mundo que se pueda alabar que ha penetrado y
sabido el confuso pensamiento y condición mudable de una mujer?
Ninguno, por cierto.
»Digo, pues, que, así como Luscinda me vio, me dijo:
Cardenio, de boda estoy vestida; ya me están aguardando en la
tengo. Yo le respondí turbado y apriesa, temeroso no me
faltase lugar para responderla: Hagan, señora, tus obras
suerte nos fuere contraria. No creo que pudo oír todas estas
razones, porque sentí que la llamaban apriesa, porque el desposado
aguardaba. Cerróse con esto la noche de mi tristeza, púsoseme el
sol de mi alegría: quedé sin luz en los ojos y sin discurso en el
entendimiento. No acertaba a entrar en su casa, ni podía moverme a
parte alguna; pero, considerando cuánto importaba mi presencia para
lo que suceder pudiese en aquel caso, me animé lo más que pude y
entré en su casa.
Y, como ya sabía muy bien todas sus entradas y salidas, y más
con el alboroto que de secreto en ella andaba, nadie me echó de
ver. Así que, sin ser visto, tuve lugar de ponerme en el hueco que
hacía una ventana de la mesma sala, que con las puntas y remates de
dos tapices se cubría, por entre las cuales podía yo ver, sin ser
visto, todo cuanto en la sala se hacía.
»¿Quién pudiera decir ahora los sobresaltos que me dio el
corazón mientras allí estuve, los pensamientos que me ocurrieron,
las consideraciones que hice?, que fueron tantas y tales, que ni se
pueden decir ni aun es bien que se digan. Basta que sepáis que el
desposado entró en la sala sin otro adorno que los mesmos vestidos
ordinarios que solía. Traía por padrino a un primo hermano de
Luscinda, y en toda la sala no había persona de fuera, sino los
criados de casa. De allí a un poco, salió de una recámara Luscinda,
acompañada de su madre y de dos doncellas suyas, tan bien aderezada
y compuesta como su calidad y hermosura merecían, y como quien era
la perfeción de la gala y bizarría cortesana. No me dio lugar mi
suspensión y arrobamiento para que mirase y notase en particular lo
que traía vestido; sólo pude advertir a las colores, que eran
encarnado y blanco, y en las vislumbres que las piedras y joyas del
tocado y de todo el vestido hacían, a todo lo cual se aventajaba la
belleza singular de sus hermosos y rubios cabellos; tales que, en
competencia de las preciosas piedras y de las luces de cuatro
hachas que en la sala estaban, la suya con más resplandor a los
ojos ofrecían. ¡Oh memoria, enemiga mortal de mi descanso! ¿De qué
sirve representarme ahora la incomparable belleza de aquella
adorada enemiga mía? ¿No será mejor, cruel memoria, que me acuerdes
y representes lo que entonces hizo, para que, movido de tan
manifiesto agravio, procure, ya que no la venganza, a lo menos
perder la vida?» No os canséis, señores, de oír estas digresiones
que hago; que no es mi pena de aquellas que puedan ni deban
contarse sucintamente y de paso, pues cada circunstancia suya me
parece a mí que es digna de un largo discurso.
A esto le respondió el cura que no sólo no se cansaban en oírle,
sino que les daba mucho gusto las menudencias que contaba, por ser
tales, que merecían no pasarse en silencio, y la mesma atención que
lo principal del cuento.
-«Digo, pues -prosiguió Cardenio-, que, estando todos en la
sala, entró el cura de la perroquia, y, tomando a los dos por la
mano para hacer lo que en tal acto se requiere, al decir:
¿Queréis, señora Luscinda, al señor don Fernando, que está
Iglesia?, yo saqué toda la cabeza y cuello de entre los
tapices, y con atentísimos oídos y alma turbada me puse a escuchar
lo que Luscinda respondía, esperando de su respuesta la sentencia
de mi muerte o la confirmación de mi vida. ¡Oh, quién se atreviera
a salir entonces, diciendo a voces!: ¡Ah Luscinda, Luscinda,
marido. ¡Ah, loco de mí, ahora que estoy ausente y lejos del
peligro, digo que había de hacer lo que no hice! ¡Ahora que dejé
robar mi cara prenda, maldigo al robador, de quien pudiera vengarme
si tuviera corazón para ello como le tengo para quejarme! En fin,
pues fui entonces cobarde y necio, no es mucho que muera ahora
corrido, arrepentido y loco.
»Estaba esperando el cura la respuesta de Luscinda, que se
detuvo un buen espacio en darla, y, cuando yo pensé que sacaba la
daga para acreditarse, o desataba la lengua para decir alguna
verdad o desengaño que en mi provecho redundase, oigo que dijo con
voz desmayada y flaca: Sí quiero; y lo mesmo dijo don
Fernando; y, dándole el anillo, quedaron en disoluble nudo ligados.
Llegó el desposado a abrazar a su esposa, y ella, poniéndose la
mano sobre el corazón, cayó desmayada en los brazos de su madre.
Resta ahora decir cuál quedé yo viendo, en el sí que había oído,
burladas mis esperanzas, falsas las palabras y promesas de
Luscinda: imposibilitado de cobrar en algún tiempo el bien que en
aquel instante había perdido. Quedé falto de consejo, desamparado,
a mi parecer, de todo el cielo, hecho enemigo de la tierra que me
sustentaba, negándome el aire aliento para mis suspiros y el agua
humor para mis ojos; sólo el fuego se acrecentó de manera que todo
ardía de rabia y de celos.
»Alborotáronse todos con el desmayo de Luscinda, y,
desabrochándole su madre el pecho para que le diese el aire, se
descubrió en él un papel cerrado, que don Fernando tomó luego y se
le puso a leer a la luz de una de las hachas; y, en acabando de
leerle, se sentó en una silla y se puso la mano en la mejilla, con
muestras de hombre muy pensativo, sin acudir a los remedios que a
su esposa se hacían para que del desmayo volviese. Yo, viendo
alborotada toda la gente de casa, me aventuré a salir, ora fuese
visto o no, con determinación que si me viesen, de hacer un
desatino tal, que todo el mundo viniera a entender la justa
indignación de mi pecho en el castigo del falso don Fernando, y aun
en el mudable de la desmayada traidora. Pero mi suerte, que para
mayores males, si es posible que los haya, me debe tener guardado,
ordenó que en aquel punto me sobrase el entendimiento que después
acá me ha faltado; y así, sin querer tomar venganza de mis mayores
enemigos (que, por estar tan sin pensamiento mío, fuera fácil
tomarla), quise tomarla de mi mano y ejecutar en mí la pena que
ellos merecían; y aun quizá con más rigor del que con ellos se
usara si entonces les diera muerte, pues la que se recibe repentina
presto acaba la pena; mas la que se dilata con tormentos siempre
mata, sin acabar la vida.
»En fin, yo salí de aquella casa y vine a la de aquél donde
había dejado la mula; hice que me la ensillase, sin despedirme dél
subí en ella, y salí de la ciudad, sin osar, como otro Lot, volver
el rostro a miralla; y cuando me vi en el campo solo, y que la
escuridad de la noche me encubría y su silencio convidaba a
quejarme, sin respeto o miedo de ser escuchado ni conocido, solté
la voz y desaté la lengua en tantas maldiciones de Luscinda y de
don Fernando, como si con ellas satisficiera el agravio que me
habían hecho. Dile títulos de cruel, de ingrata, de falsa y
desagradecida; pero, sobre todos, de codiciosa, pues la riqueza de
mi enemigo la había cerrado los ojos de la voluntad, para
quitármela a mí y entregarla a aquél con quien más liberal y franca
la fortuna se había mostrado; y, en mitad de la fuga destas
maldiciones y vituperios, la desculpaba, diciendo que no era mucho
que una doncella recogida en casa de sus padres, hecha y
acostumbrada siempre a obedecerlos, hubiese querido condecender con
su gusto, pues le daban por esposo a un caballero tan principal,
tan rico y tan gentil hombre que, a no querer recebirle, se podía
pensar, o que no tenía juicio, o que en otra parte tenía la
voluntad: cosa que redundaba tan en perjuicio de su buena opinión y
fama. Luego volvía diciendo que, puesto que ella dijera que yo era
su esposo, vieran ellos que no había hecho en escogerme tan mala
elección, que no la disculparan, pues antes de ofrecérseles don
Fernando no pudieran ellos mesmos acertar a desear, si con razón
midiesen su deseo, otro mejor que yo para esposo de su hija; y que
bien pudiera ella, antes de ponerse en el trance forzoso y último
de dar la mano, decir que ya yo le había dado la mía; que yo
viniera y concediera con todo cuanto ella acertara a fingir en este
caso.
»En fin, me resolví en que poco amor, poco juicio, mucha
ambición y deseos de grandezas hicieron que se olvidase de las
palabras con que me había engañado, entretenido y sustentado en mis
firmes esperanzas y honestos deseos. Con estas voces y con esta
inquietud caminé lo que quedaba de aquella noche, y di al amanecer
en una entrada destas sierras, por las cuales caminé otros tres
días, sin senda ni camino alguno, hasta que vine a parar a unos
prados, que no sé a qué mano destas montañas caen, y allí pregunté
a unos ganaderos que hacia dónde era lo más áspero destas
sierras.
Dijéronme que hacia esta parte. Luego me encaminé a ella, con
intención de acabar aquí la vida, y, en entrando por estas
asperezas, del cansancio y de la hambre se cayó mi mula muerta, o,
lo que yo más creo, por desechar de sí tan inútil carga como en mí
llevaba. Yo quedé a pie, rendido de la naturaleza, traspasado de
hambre, sin tener, ni pensar buscar, quien me socorriese.
»De aquella manera estuve no sé qué tiempo, tendido en el suelo,
al cabo del cual me levanté sin hambre, y hallé junto a mí a unos
cabreros, que, sin duda, debieron ser los que mi necesidad
remediaron, porque ellos me dijeron de la manera que me habían
hallado, y cómo estaba diciendo tantos disparates y desatinos, que
daba indicios claros de haber perdido el juicio; y yo he sentido en
mí, después acá, que no todas veces le tengo cabal, sino tan
desmedrado y flaco que hago mil locuras, rasgándome los vestidos,
dando voces por estas soledades, maldiciendo mi ventura y
repitiendo en vano el nombre amado de mi enemiga, sin tener otro
discurso ni intento entonces que procurar acabar la vida voceando;
y cuando en mí vuelvo, me hallo tan cansado y molido, que apenas
puedo moverme. Mi más común habitación es en el hueco de un
alcornoque, capaz de cubrir este miserable cuerpo. Los vaqueros y
cabreros que andan por estas montañas, movidos de caridad, me
sustentan, poniéndome el manjar por los caminos y por las peñas por
donde entienden que acaso podré pasar y hallarlo; y así, aunque
entonces me falte el juicio, la necesidad natural me da a conocer
el mantenimiento, y despierta en mí el deseo de apetecerlo y la
voluntad de tomarlo. Otras veces me dicen ellos, cuando me
encuentran con juicio, que yo salgo a los caminos y que se lo quito
por fuerza, aunque me lo den de grado, a los pastores que vienen
con ello del lugar a las majadas.
»Desta manera paso mi miserable y estrema vida, hasta que el
cielo sea servido de conducirle a su último fin, o de ponerle en mi
memoria, para que no me acuerde de la hermosura y de la traición de
Luscinda y del agravio de don Fernando; que si esto él hace sin
quitarme la vida, yo volveré a mejor discurso mis pensamientos;
donde no, no hay sino rogarle que absolutamente tenga misericordia
de mi alma, que yo no siento en mí valor ni fuerzas para sacar el
cuerpo desta estrecheza en que por mi gusto he querido
ponerle».
Ésta es, ¡oh señores!, la amarga historia de mi desgracia:
decidme si es tal, que pueda celebrarse con menos sentimientos que
los que en mí habéis visto; y no os canséis en persuadirme ni
aconsejarme lo que la razón os dijere que puede ser bueno para mi
remedio, porque ha de aprovechar conmigo lo que aprovecha la
medicina recetada de famoso médico al enfermo que recebir no la
quiere. Yo no quiero salud sin Luscinda; y, pues ella gustó de ser
ajena, siendo, o debiendo ser, mía, guste yo de ser de la
desventura, pudiendo haber sido de la buena dicha. Ella quiso, con
su mudanza, hacer estable mi perdición; yo querré, con procurar
perderme, hacer contenta su voluntad, y será ejemplo a los por
venir de que a mí solo faltó lo que a todos los desdichados sobra,
a los cuales suele ser consuelo la imposibilidad de tenerle, y en
mí es causa de mayores sentimientos y males, porque aun pienso que
no se han de acabar con la muerte.
Aquí dio fin Cardenio a su larga plática y tan desdichada como
amorosa historia. Y, al tiempo que el cura se prevenía para decirle
algunas razones de consuelo, le suspendió una voz que llegó a sus
oídos, que en lastimados acentos oyeron que decía lo que se dirá en
la cuarta parte desta narración, que en este punto dio fin a la
tercera el sabio y atentado historiador Cide Hamete Benengeli.