Capítulo 51 - Que trata de lo que contó el cabrero a todos los que llevaban a don Quijote
Capítulo 51 Que trata de lo que contó el cabrero a todos los que llevaban a don
-«Tres leguas deste valle está una aldea que, aunque pequeña, es
de las más ricas que hay en todos estos contornos; en la cual había
un labrador muy honrado, y tanto, que, aunque es anexo al ser rico
el ser honrado, más lo era él por la virtud que tenía que por la
riqueza que alcanzaba. Mas lo que le hacía más dichoso, según él
decía, era tener una hija de tan estremada hermosura, rara
discreción, donaire y virtud, que el que la conocía y la miraba se
admiraba de ver las estremadas partes con que el cielo y la
naturaleza la habían enriquecido. Siendo niña fue hermosa, y
siempre fue creciendo en belleza, y en la edad de diez y seis años
fue hermosísima. La fama de su belleza se comenzó a estender por
todas las circunvecinas aldeas, ¿qué digo yo por las circunvecinas
no más, si se estendió a las apartadas ciudades, y aun se entró por
las salas de los reyes, y por los oídos de todo género de gente;
que, como a cosa rara, o como a imagen de milagros, de todas partes
a verla venían? Guardábala su padre, y guardábase ella; que no hay
candados, guardas ni cerraduras que mejor guarden a una doncella
que las del recato proprio.
»La riqueza del padre y la belleza de la hija movieron a muchos,
así del pueblo como forasteros, a que por mujer se la pidiesen; mas
él, como a quien tocaba disponer de tan rica joya, andaba confuso,
sin saber determinarse a quién la entregaría de los infinitos que
le importunaban. Y, entre los muchos que tan buen deseo tenían, fui
yo uno, a quien dieron muchas y grandes esperanzas de buen suceso
conocer que el padre conocía quien yo era, el ser natural del mismo
pueblo, limpio en sangre, en la edad floreciente, en la hacienda
muy rico y en el ingenio no menos acabado. Con todas estas mismas
partes la pidió también otro del mismo pueblo, que fue causa de
suspender y poner en balanza la voluntad del padre, a quien parecía
que con cualquiera de nosotros estaba su hija bien empleada; y, por
salir desta confusión, determinó decírselo a Leandra, que así se
llama la rica que en miseria me tiene puesto, advirtiendo que, pues
los dos éramos iguales, era bien dejar a la voluntad de su querida
hija el escoger a su gusto: cosa digna de imitar de todos los
padres que a sus hijos quieren poner en estado: no digo yo que los
dejen escoger en cosas ruines y malas, sino que se las propongan
buenas, y de las buenas, que escojan a su gusto.
No sé yo el que tuvo Leandra; sólo sé que el padre nos entretuvo
a entrambos con la poca edad de su hija y con palabras generales,
que ni le obligaban, ni nos desobligaba tampoco. Llámase mi
competidor Anselmo, y yo Eugenio, porque vais con noticia de los
nombres de las personas que en esta tragedia se contienen, cuyo fin
aún está pendiente; pero bien se deja entender que será
desastrado.
»En esta sazón, vino a nuestro pueblo un Vicente de la Rosa,
hijo de un pobre labrador del mismo lugar; el cual Vicente venía de
las Italias, y de otras diversas partes, de ser soldado. Llevóle de
nuestro lugar, siendo muchacho de hasta doce años, un capitán que
con su compañía por allí acertó a pasar, y volvió el mozo de allí a
otros doce, vestido a la soldadesca, pintado con mil colores, lleno
de mil dijes de cristal y sutiles cadenas de acero. Hoy se ponía
una gala y mañana otra; pero todas sutiles, pintadas, de poco peso
y menos tomo. La gente labradora, que de suyo es maliciosa, y
dándole el ocio lugar es la misma malicia, lo notó, y contó punto
por punto sus galas y preseas, y halló que los vestidos eran tres,
de diferentes colores, con sus ligas y medias; pero él hacía tantos
guisados e invenciones dellas, que si no se los contaran, hubiera
quien jurara que había hecho muestra de más de diez pares de
vestidos y de más de veinte plumajes. Y no parezca impertinencia y
demasía esto que de los vestidos voy contando, porque ellos hacen
una buena parte en esta historia.
»Sentábase en un poyo que debajo de un gran álamo está en
nuestra plaza, y allí nos tenía a todos la boca abierta, pendientes
de las hazañas que nos iba contando. No había tierra en todo el
orbe que no hubiese visto, ni batalla donde no se hubiese hallado;
había muerto más moros que tiene Marruecos y Túnez, y entrado en
más singulares desafíos, según él decía, que Gante y Luna, Diego
García de Paredes y otros mil que nombraba; y de todos había salido
con vitoria, sin que le hubiesen derramado una sola gota de sangre.
Por otra parte, mostraba señales de heridas que, aunque no se
divisaban, nos hacía entender que eran arcabuzazos dados en
diferentes rencuentros y faciones. Finalmente, con una no vista
arrogancia, llamaba de vos a sus iguales y a los mismos que le
conocían, y decía que su padre era su brazo, su linaje, sus obras,
y que debajo de ser soldado, al mismo rey no debía nada. Añadiósele
a estas arrogancias ser un poco músico y tocar una guitarra a lo
rasgado, de manera que decían algunos que la hacía hablar; pero no
pararon aquí sus gracias, que también la tenía de poeta, y así, de
cada niñería que pasaba en el pueblo, componía un romance de legua
y media de escritura.
»Este soldado, pues, que aquí he pintado, este Vicente de la
Rosa, este bravo, este galán, este músico, este poeta fue visto y
mirado muchas veces de Leandra, desde una ventana de su casa que
tenía la vista a la plaza.
Enamoróla el oropel de sus vistosos trajes, encantáronla sus
romances, que de cada uno que componía daba veinte traslados,
llegaron a sus oídos las hazañas que él de sí mismo había referido,
y, finalmente, que así el diablo lo debía de tener ordenado, ella
se vino a enamorar dél, antes que en él naciese presunción de
solicitalla. Y, como en los casos de amor no hay ninguno que con
más facilidad se cumpla que aquel que tiene de su parte el deseo de
la dama, con facilidad se concertaron Leandra y Vicente; y, primero
que alguno de sus muchos pretendientes cayesen en la cuenta de su
deseo, ya ella le tenía cumplido, habiendo dejado la casa de su
querido y amado padre, que madre no la tiene, y ausentádose de la
aldea con el soldado, que salió con más triunfo desta empresa que
de todas las muchas que él se aplicaba.
»Admiró el suceso a toda el aldea, y aun a todos los que dél
noticia tuvieron; yo quedé suspenso, Anselmo, atónito, el padre
triste, sus parientes afrentados, solícita la justicia, los
cuadrilleros listos; tomáronse los caminos, escudriñáronse los
bosques y cuanto había, y, al cabo de tres días, hallaron a la
antojadiza Leandra en una cueva de un monte, desnuda en camisa, sin
muchos dineros y preciosísimas joyas que de su casa había sacado.
Volviéronla a la presencia del lastimado padre; preguntáronle su
desgracia; confesó sin apremio que Vicente de la Roca la había
engañado, y debajo de su palabra de ser su esposo la persuadió que
dejase la casa de su padre; que él la llevaría a la más rica y más
viciosa ciudad que había en todo el universo mundo, que era
Nápoles; y que ella, mal advertida y peor engañada, le había
creído; y, robando a su padre, se le entregó la misma noche que
había faltado; y que él la llevó a un áspero monte, y la encerró en
aquella cueva donde la habían hallado. Contó también como el
soldado, sin quitalle su honor, le robó cuanto tenía, y la dejó en
aquella cueva y se fue: suceso que de nuevo puso en admiración a
todos.
»Duro se nos hizo de creer la continencia del mozo, pero ella lo
afirmó con tantas veras, que fueron parte para que el desconsolado
padre se consolase, no haciendo cuenta de las riquezas que le
llevaban, pues le habían dejado a su hija con la joya que, si una
vez se pierde, no deja esperanza de que jamás se cobre. El mismo
día que pareció Leandra la despareció su padre de nuestros ojos, y
la llevó a encerrar en un monesterio de una villa que está aquí
cerca, esperando que el tiempo gaste alguna parte de la mala
opinión en que su hija se puso. Los pocos años de Leandra sirvieron
de disculpa de su culpa, a lo menos con aquellos que no les iba
algún interés en que ella fuese mala o buena; pero los que conocían
su discreción y mucho entendimiento no atribuyeron a ignorancia su
pecado, sino a su desenvoltura y a la natural inclinación de las
mujeres, que, por la mayor parte, suele ser desatinada y mal
compuesta.
»Encerrada Leandra, quedaron los ojos de Anselmo ciegos, a lo
menos sin tener cosa que mirar que contento le diese; los míos en
tinieblas, sin luz que a ninguna cosa de gusto les encaminase; con
la ausencia de Leandra, crecía nuestra tristeza, apocábase nuestra
paciencia, maldecíamos las galas del soldado y abominábamos del
poco recato del padre de Leandra.
Finalmente, Anselmo y yo nos concertamos de dejar el aldea y
venirnos a este valle, donde él, apacentando una gran cantidad de
ovejas suyas proprias, y yo un numeroso rebaño de cabras, también
mías, pasamos la vida entre los árboles, dando vado a nuestras
pasiones, o cantando juntos alabanzas o vituperios de la hermosa
Leandra, o suspirando solos y a solas comunicando con el cielo
nuestras querellas.
»A imitación nuestra, otros muchos de los pretendientes de
Leandra se han venido a estos ásperos montes, usando el mismo
ejercicio nuestro; y son tantos, que parece que este sitio se ha
convertido en la pastoral Arcadia, según está colmo de pastores y
de apriscos, y no hay parte en él donde no se oiga el nombre de la
hermosa Leandra. Éste la maldice y la llama antojadiza, varia y
deshonesta; aquél la condena por fácil y ligera; tal la absuelve y
perdona, y tal la justicia y vitupera; uno celebra su hermosura,
otro reniega de su condición, y, en fin, todos la deshonran, y
todos la adoran, y de todos se estiende a tanto la locura, que hay
quien se queje de desdén sin haberla jamás hablado, y aun quien se
lamente y sienta la rabiosa enfermedad de los celos, que ella jamás
dio a nadie; porque, como ya tengo dicho, antes se supo su pecado
que su deseo. No hay hueco de peña, ni margen de arroyo, ni sombra
de árbol que no esté ocupada de algún pastor que sus desventuras a
los aires cuente; el eco repite el nombre de Leandra dondequiera
que pueda formarse: Leandra resuenan los montes, Leandra murmuran
los arroyos, y Leandra nos tiene a todos suspensos y encantados,
esperando sin esperanza y temiendo sin saber de qué tememos. Entre
estos disparatados, el que muestra que menos y más juicio tiene es
mi competidor Anselmo, el cual, teniendo tantas otras cosas de que
quejarse, sólo se queja de ausencia; y al son de un rabel, que
admirablemente toca, con versos donde muestra su buen
entendimiento, cantando se queja. Yo sigo otro camino más fácil, y
a mi parecer el más acertado, que es decir mal de la ligereza de
las mujeres, de su inconstancia, de su doble trato, de sus promesas
muertas, de su fe rompida, y, finalmente, del poco discurso que
tienen en saber colocar sus pensamientos e intenciones que tienen.»
Y ésta fue la ocasión, señores, de las palabras y razones que dije
a esta cabra cuando aquí llegué; que por ser hembra la tengo en
poco, aunque es la mejor de todo mi apero. Ésta es la historia que
prometí contaros; si he sido en el contarla prolijo, no seré en
serviros corto: cerca de aquí tengo mi majada, y en ella tengo
fresca leche y muy sabrosísimo queso, con otras varias y sazonadas
frutas, no menos a la vista que al gusto agradables.