Capítulo 41 - Donde todavía prosigue el cautivo su suceso
Capítulo 41 Donde todavía prosigue el cautivo su suceso
»No se pasaron quince días, cuando ya nuestro renegado tenía
comprada una muy buena barca, capaz de más de treinta personas: y,
para asegurar su hecho y dalle color, quiso hacer, como hizo, un
viaje a un lugar que se llamaba Sargel, que está treinta leguas de
Argel hacia la parte de Orán, en el cual hay mucha contratación de
higos pasos. Dos o tres veces hizo este viaje, en compañía del
tagarino que había dicho. Tagarinos llaman en Berbería a los moros
de Aragón, y a los de Granada, mudéjares; y en el reino de Fez
llaman a los mudéjares elches, los cuales son la gente de quien
aquel rey más se sirve en la guerra.
»Digo, pues, que cada vez que pasaba con su barca daba fondo en
una caleta que estaba no dos tiros de ballesta del jardín donde
Zoraida esperaba; y allí, muy de propósito, se ponía el renegado
con los morillos que bogaban el remo, o ya a hacer la zalá, o a
como por ensayarse de burlas a lo que pensaba hacer de veras; y
así, se iba al jardín de Zoraida y le pedía fruta, y su padre se la
daba sin conocelle; y, aunque él quisiera hablar a Zoraida, como él
después me dijo, y decille que él era el que por orden mía le había
de llevar a tierra de cristianos, que estuviese contenta y segura,
nunca le fue posible, porque las moras no se dejan ver de ningún
moro ni turco, si no es que su marido o su padre se lo manden. De
cristianos cautivos se dejan tratar y comunicar, aun más de aquello
que sería razonable; y a mí me hubiera pesado que él la hubiera
hablado, que quizá la alborotara, viendo que su negocio andaba en
boca de renegados. Pero Dios, que lo ordenaba de otra manera, no
dio lugar al buen deseo que nuestro renegado tenía; el cual, viendo
cuán seguramente iba y venía a Sargel, y que daba fondo cuando y
como y adonde quería, y que el tagarino, su compañero, no tenía más
voluntad de lo que la suya ordenaba, y que yo estaba ya rescatado,
y que sólo faltaba buscar algunos cristianos que bogasen el remo,
me dijo que mirase yo cuáles quería traer conmigo, fuera de los
rescatados, y que los tuviese hablados para el primer viernes,
donde tenía determinado que fuese nuestra partida. Viendo esto,
hablé a doce españoles, todos valientes hombres del remo, y de
aquellos que más libremente podían salir de la ciudad; y no fue
poco hallar tantos en aquella coyuntura, porque estaban veinte
bajeles en corso, y se habían llevado toda la gente de remo, y
éstos no se hallaran, si no fuera que su amo se quedó aquel verano
sin ir en corso, a acabar una galeota que tenía en astillero. A los
cuales no les dije otra cosa, sino que el primer viernes en la
tarde se saliesen uno a uno, disimuladamente, y se fuesen la vuelta
del jardín de Agi Morato, y que allí me aguardasen hasta que yo
fuese. A cada uno di este aviso de por sí, con orden que, aunque
allí viesen a otros cristianos, no les dijesen sino que yo les
había mandado esperar en aquel lugar.
»Hecha esta diligencia, me faltaba hacer otra, que era la que
más me convenía: y era la de avisar a Zoraida en el punto que
estaban los negocios, para que estuviese apercebida y sobre aviso,
que no se sobresaltase si de improviso la asaltásemos antes del
tiempo que ella podía imaginar que la barca de cristianos podía
volver. Y así, determiné de ir al jardín y ver si podría hablarla;
y, con ocasión de coger algunas yerbas, un día, antes de mi
partida, fui allá, y la primera persona con quién encontré fue con
su padre, el cual me dijo, en lengua que en toda la Berbería, y aun
en Costantinopla, se halla entre cautivos y moros, que ni es
morisca, ni castellana, ni de otra nación alguna, sino una mezcla
de todas las lenguas con la cual todos nos entendemos; digo, pues,
que en esta manera de lenguaje me preguntó que qué buscaba en aquel
su jardín, y de quién era.
Respondíle que era esclavo de Arnaúte Mamí (y esto, porque sabía
yo por muy cierto que era un grandísimo amigo suyo), y que buscaba
de todas yerbas, para hacer ensalada. Preguntóme, por el
consiguiente, si era hombre de rescate o no, y que cuánto pedía mi
amo por mí. Estando en todas estas preguntas y respuestas, salió de
la casa del jardín la bella Zoraida, la cual ya había mucho que me
había visto; y, como las moras en ninguna manera hacen melindre de
mostrarse a los cristianos, ni tampoco se esquivan, como ya he
dicho, no se le dio nada de venir adonde su padre conmigo estaba;
antes, luego cuando su padre vio que venía, y de espacio, la llamó
y mandó que llegase.
»Demasiada cosa sería decir yo agora la mucha hermosura, la
gentileza, el gallardo y rico adorno con que mi querida Zoraida se
mostró a mis ojos: sólo diré que más perlas pendían de su
hermosísimo cuello, orejas y cabellos, que cabellos tenía en la
cabeza. En las gargantas de los sus pies, que descubiertas, a su
usanza, traía, traía dos carcajes (que así se llamaban las manillas
o ajorcas de los pies en morisco) de purísimo oro, con tantos
diamantes engastados, que ella me dijo después que su padre los
estimaba en diez mil doblas, y las que traía en las muñecas de las
manos valían otro tanto. Las perlas eran en gran cantidad y muy
buenas, porque la mayor gala y bizarría de las moras es adornarse
de ricas perlas y aljófar, y así, hay más perlas y aljófar entre
moros que entre todas las demás naciones; y el padre de Zoraida
tenía fama de tener muchas y de las mejores que en Argel había, y
de tener asimismo más de docientos mil escudos españoles, de todo
lo cual era señora esta que ahora lo es mía. Si con todo este
adorno podía venir entonces hermosa, o no, por las reliquias que le
han quedado en tantos trabajos se podrá conjeturar cuál debía de
ser en las prosperidades. Porque ya se sabe que la hermosura de
algunas mujeres tiene días y sazones, y requiere accidentes para
diminuirse o acrecentarse; y es natural cosa que las pasiones del
ánimo la levanten o abajen, puesto que las más veces la
destruyen.
»Digo, en fin, que entonces llegó en todo estremo aderezada y en
todo estremo hermosa, o, a lo menos, a mí me pareció serlo la más
que hasta entonces había visto; y con esto, viendo las obligaciones
en que me había puesto, me parecía que tenía delante de mí una
deidad del cielo, venida a la tierra para mi gusto y para mi
remedio. Así como ella llegó, le dijo su padre en su lengua como yo
era cautivo de su amigo Arnaúte Mamí, y que venía a buscar
ensalada. Ella tomó la mano, y en aquella mezcla de lenguas que
tengo dicho me preguntó si era caballero y qué era la causa que no
me rescataba. Yo le respondí que ya estaba rescatado, y que en el
precio podía echar de ver en lo que mi amo me estimaba, pues había
dado por mí mil y quinientos zoltanís. A lo cual ella respondió:
En verdad que si tú fueras de mi padre, que yo hiciera que no
los moros. Bien podría ser eso, señora -le respondí-, mas
con cuantas personas hay en el mundo. Y ¿cuándo te
vas?, dijo Zoraida.
Mañana, creo yo -dije-, porque está aquí un bajel de Francia que se hace mañana a la vela, y pienso irme en él. ¿No es
amigos? No -respondí yo-, aunque si como hay nuevas que
mejor que sea.
Debes de ser, sin duda, casado en tu tierra -dijo Zoraida-, y por eso deseas ir a verte con tu mujer. No soy -respondí
allá. Y ¿es hermosa la dama a quien se la diste?,
dijo Zoraida. Tan hermosa es -respondí yo-que para encarecella
y decirte la verdad, te parece a ti mucho. Desto se riyó muy
de veras su padre, y dijo: Gualá, cristiano, que debe de ser
este reino. Si no, mírala bien, y verás cómo te digo verdad.
Servíanos de intérprete a las más de estas palabras y razones el
padre de Zoraida, como más ladino; que, aunque ella hablaba la
bastarda lengua que, como he dicho, allí se usa, más declaraba su
intención por señas que por palabras.
»Estando en estas y otras muchas razones, llegó un moro
corriendo, y dijo, a grandes voces, que por las bardas o paredes
del jardín habían saltado cuatro turcos, y andaban cogiendo la
fruta, aunque no estaba madura.
Sobresaltóse el viejo, y lo mesmo hizo Zoraida, porque es común
y casi natural el miedo que los moros a los turcos tienen,
especialmente a los soldados, los cuales son tan insolentes y
tienen tanto imperio sobre los moros que a ellos están sujetos, que
los tratan peor que si fuesen esclavos suyos. Digo, pues, que dijo
su padre a Zoraida: Hija, retírate a la casa y enciérrate, en
tierra. Yo me incliné, y él se fue a buscar los turcos,
dejándome solo con Zoraida, que comenzó a dar muestras de irse
donde su padre la había mandado. Pero, apenas él se encubrió con
los árboles del jardín, cuando ella, volviéndose a mí, llenos los
ojos de lágrimas, me dijo: Ámexi, cristiano, ámexi; que
quiere decir: "¿Vaste, cristiano, vaste?" Yo la respondí:
Señora, sí, pero no en ninguna manera sin ti: el primero jumá
alguna iremos a tierra de cristianos.
»Yo le dije esto de manera que ella me entendió muy bien a todas
las razones que entrambos pasamos; y, echándome un brazo al cuello,
con desmayados pasos comenzó a caminar hacia la casa; y quiso la
suerte, que pudiera ser muy mala si el cielo no lo ordenara de otra
manera, que, yendo los dos de la manera y postura que os he
contado, con un brazo al cuello, su padre, que ya volvía de hacer
ir a los turcos, nos vio de la suerte y manera que íbamos, y
nosotros vimos que él nos había visto; pero Zoraida, advertida y
discreta, no quiso quitar el brazo de mi cuello, antes se llegó más
a mí y puso su cabeza sobre mi pecho, doblando un poco las
rodillas, dando claras señales y muestras que se desmayaba, y yo,
ansimismo, di a entender que la sostenía contra mi voluntad. Su
padre llegó corriendo adonde estábamos, y, viendo a su hija de
aquella manera, le preguntó que qué tenía; pero, como ella no le
respondiese, dijo su padre: Sin duda alguna que con el
sobresalto de la entrada de estos canes se ha desmayado. Y,
quitándola del mío, la arrimó a su pecho; y ella, dando un suspiro
y aún no enjutos los ojos de lágrimas, volvió a decir: Ámexi,
cristiano, ámexi: "Vete, cristiano, vete". A lo que su padre
respondió:
No importa, hija, que el cristiano se vaya, que ningún mal
entraron. Ellos, señor, la sobresaltaron, como has dicho
amo, en ninguno las hay mejores para ensalada que en él.
Todas las que quisieres podrás volver -respondió Agi Morato-,
te fueses, o porque ya era hora que buscases tus yerbas.
»Con esto, me despedí al punto de entrambos; y ella,
arrancándosele el alma, al parecer, se fue con su padre; y yo, con
achaque de buscar las yerbas, rodeé muy bien y a mi placer todo el
jardín: miré bien las entradas y salidas, y la fortaleza de la
casa, y la comodidad que se podía ofrecer para facilitar todo
nuestro negocio. Hecho esto, me vine y di cuenta de cuanto había
pasado al renegado y a mis compañeros; y ya no veía la hora de
verme gozar sin sobresalto del bien que en la hermosa y bella
Zoraida la suerte me ofrecía.
»En fin, el tiempo se pasó, y se llegó el día y plazo de
nosotros tan deseado; y, siguiendo todos el orden y parecer que,
con discreta consideración y largo discurso, muchas veces habíamos
dado, tuvimos el buen suceso que deseábamos; porque el viernes que
se siguió al día que yo con Zoraida hablé en el jardín, nuestro
renegado, al anochecer, dio fondo con la barca casi frontero de
donde la hermosísima Zoraida estaba. Ya los cristianos que habían
de bogar el remo estaban prevenidos y escondidos por diversas
partes de todos aquellos alrededores. Todos estaban suspensos y
alborozados, aguardándome, deseosos ya de embestir con el bajel que
a los ojos tenían; porque ellos no sabían el concierto del
renegado, sino que pensaban que a fuerza de brazos habían de haber
y ganar la libertad, quitando la vida a los moros que dentro de la
barca estaban.
»Sucedió, pues, que, así como yo me mostré y mis compañeros,
todos los demás escondidos que nos vieron se vinieron llegando a
nosotros. Esto era ya a tiempo que la ciudad estaba ya cerrada, y
por toda aquella campaña ninguna persona parecía. Como estuvimos
juntos, dudamos si sería mejor ir primero por Zoraida, o rendir
primero a los moros bagarinos que bogaban el remo en la barca. Y,
estando en esta duda, llegó a nosotros nuestro renegado diciéndonos
que en qué nos deteníamos, que ya era hora, y que todos sus moros
estaban descuidados, y los más dellos durmiendo. Dijímosle en lo
que reparábamos, y él dijo que lo que más importaba era rendir
primero el bajel, que se podía hacer con grandísima facilidad y sin
peligro alguno, y que luego podíamos ir por Zoraida. Pareciónos
bien a todos lo que decía, y así, sin detenernos más, haciendo él
la guía, llegamos al bajel, y, saltando él dentro primero, metió
mano a un alfanje, y dijo en morisco:
Ninguno de vosotros se mueva de aquí, si no quiere que le
cueste la vida. Ya, a este tiempo, habían entrado dentro casi
todos los cristianos. Los moros, que eran de poco ánimo, viendo
hablar de aquella manera a su arráez, quedáronse espantados, y sin
ninguno de todos ellos echar mano a las armas, que pocas o casi
ningunas tenían, se dejaron, sin hablar alguna palabra, maniatar de
los cristianos, los cuales con mucha presteza lo hicieron,
amenazando a los moros que si alzaban por alguna vía o manera la
voz, que luego al punto los pasarían todos a cuchillo.
»Hecho ya esto, quedándose en guardia dellos la mitad de los
nuestros, los que quedábamos, haciéndonos asimismo el renegado la
guía, fuimos al jardín de Agi Morato, y quiso la buena suerte que,
llegando a abrir la puerta, se abrió con tanta facilidad como si
cerrada no estuviera; y así, con gran quietud y silencio, llegamos
a la casa sin ser sentidos de nadie. Estaba la bellísima Zoraida
aguardándonos a una ventana, y, así como sintió gente, preguntó con
voz baja si éramos nizarani, como si dijera o preguntara si éramos
cristianos. Yo le respondí que sí, y que bajase. Cuando ella me
conoció, no se detuvo un punto, porque, sin responderme palabra,
bajó en un instante, abrió la puerta y mostróse a todos tan hermosa
y ricamente vestida que no lo acierto a encarecer. Luego que yo la
vi, le tomé una mano y la comencé a besar, y el renegado hizo lo
mismo, y mis dos camaradas; y los demás, que el caso no sabían,
hicieron lo que vieron que nosotros hacíamos, que no parecía sino
que le dábamos las gracias y la reconocíamos por señora de nuestra
libertad. El renegado le dijo en lengua morisca si estaba su padre
en el jardín. Ella respondió que sí y que dormía. Pues será
jardín. No -dijo ella-, a mi padre no se ha de tocar en
contentos; y esperaros un poco y lo veréis. Y, diciendo esto,
se volvió a entrar, diciendo que muy presto volvería; que nos
estuviésemos quedos, sin hacer ningún ruido. Preguntéle al renegado
lo que con ella había pasado, el cual me lo contó, a quien yo dije
que en ninguna cosa se había de hacer más de lo que Zoraida
quisiese; la cual ya que volvía cargada con un cofrecillo lleno de
escudos de oro, tantos, que apenas lo podía sustentar, quiso la
mala suerte que su padre despertase en el ínterin y sintiese el
ruido que andaba en el jardín; y, asomándose a la ventana, luego
conoció que todos los que en él estaban eran cristianos; y, dando
muchas, grandes y desaforadas voces, comenzó a decir en arábigo:
¡Cristianos, cristianos! ¡Ladrones, ladrones!; por los
cuales gritos nos vimos todos puestos en grandísima y temerosa
confusión.
Pero el renegado, viendo el peligro en que estábamos, y lo mucho
que le importaba salir con aquella empresa antes de ser sentido,
con grandísima presteza, subió donde Agi Morato estaba, y
juntamente con él fueron algunos de nosotros; que yo no osé
desamparar a la Zoraida, que como desmayada se había dejado caer en
mis brazos. En resolución, los que subieron se dieron tan buena
maña que en un momento bajaron con Agi Morato, trayéndole atadas
las manos y puesto un pañizuelo en la boca, que no le dejaba hablar
palabra, amenazándole que el hablarla le había de costar la vida.
Cuando su hija le vio, se cubrió los ojos por no verle, y su padre
quedó espantado, ignorando cuán de su voluntad se había puesto en
nuestras manos. Mas, entonces siendo más necesarios los pies, con
diligencia y presteza nos pusimos en la barca; que ya los que en
ella habían quedado nos esperaban, temerosos de algún mal suceso
nuestro.
»Apenas serían dos horas pasadas de la noche, cuando ya
estábamos todos en la barca, en la cual se le quitó al padre de
Zoraida la atadura de las manos y el paño de la boca; pero tornóle
a decir el renegado que no hablase palabra, que le quitarían la
vida. Él, como vio allí a su hija, comenzó a suspirar
ternísimamente, y más cuando vio que yo estrechamente la tenía
abrazada, y que ella sin defender, quejarse ni esquivarse, se
estaba queda; pero, con todo esto, callaba, porque no pusiesen en
efeto las muchas amenazas que el renegado le hacía. Viéndose, pues,
Zoraida ya en la barca, y que queríamos dar los remos al agua, y
viendo allí a su padre y a los demás moros que atados estaban, le
dijo al renegado que me dijese le hiciese merced de soltar a
aquellos moros y de dar libertad a su padre, porque antes se
arrojaría en la mar que ver delante de sus ojos y por causa suya
llevar cautivo a un padre que tanto la había querido. El renegado
me lo dijo; y yo respondí que era muy contento; pero él respondió
que no convenía, a causa que, si allí los dejaban apellidarían
luego la tierra y alborotarían la ciudad, y serían causa que
saliesen a buscallos con algunas fragatas ligeras, y les tomasen la
tierra y la mar, de manera que no pudiésemos escaparnos; que lo que
se podría hacer era darles libertad en llegando a la primera tierra
de cristianos. En este parecer venimos todos, y Zoraida, a quien se
le dio cuenta, con las causas que nos movían a no hacer luego lo
que quería, también se satisfizo; y luego, con regocijado silencio
y alegre diligencia, cada uno de nuestros valientes remeros tomó su
remo, y comenzamos, encomendándonos a Dios de todo corazón, a
navegar la vuelta de las islas de Mallorca, que es la tierra de
cristianos más cerca.
»Pero, a causa de soplar un poco el viento tramontana y estar la
mar algo picada, no fue posible seguir la derrota de Mallorca, y
fuenos forzoso dejarnos ir tierra a tierra la vuelta de Orán, no
sin mucha pesadumbre nuestra, por no ser descubiertos del lugar de
Sargel, que en aquella costa cae sesenta millas de Argel. Y,
asimismo, temíamos encontrar por aquel paraje alguna galeota de las
que de ordinario vienen con mercancía de Tetuán, aunque cada uno
por sí, y todos juntos, presumíamos de que, si se encontraba
galeota de mercancía, como no fuese de las que andan en corso, que
no sólo no nos perderíamos, mas que tomaríamos bajel donde con más
seguridad pudiésemos acabar nuestro viaje. Iba Zoraida, en tanto
que se navegaba, puesta la cabeza entre mis manos, por no ver a su
padre, y sentía yo que iba llamando a Lela Marién que nos
ayudase.
»Bien habríamos navegado treinta millas, cuando nos amaneció,
como tres tiros de arcabuz desviados de tierra, toda la cual vimos
desierta y sin nadie que nos descubriese; pero, con todo eso, nos
fuimos a fuerza de brazos entrando un poco en la mar, que ya estaba
algo más sosegada; y, habiendo entrado casi dos leguas, diose orden
que se bogase a cuarteles en tanto que comíamos algo, que iba bien
proveída la barca, puesto que los que bogaban dijeron que no era
aquél tiempo de tomar reposo alguno, que les diesen de comer los
que no bogaban, que ellos no querían soltar los remos de las manos
en manera alguna. Hízose ansí, y en esto comenzó a soplar un viento
largo, que nos obligó a hacer luego vela y a dejar el remo, y
enderezar a Orán, por no ser posible poder hacer otro viaje. Todo
se hizo con muchísima presteza; y así, a la vela, navegamos por más
de ocho millas por hora, sin llevar otro temor alguno sino el de
encontrar con bajel que de corso fuese.
»Dimos de comer a los moros bagarinos, y el renegado les consoló
diciéndoles como no iban cautivos, que en la primera ocasión les
darían libertad. Lo mismo se le dijo al padre de Zoraida, el cual
respondió:
Cualquiera otra cosa pudiera yo esperar y creer de vuestra
mejor parte de mi alma. En diciendo esto, comenzó a llorar tan
amargamente que a todos nos movió a compasión, y forzó a Zoraida
que le mirase; la cual, viéndole llorar, así se enterneció que se
levantó de mis pies y fue a abrazar a su padre, y, juntando su
rostro con el suyo, comenzaron los dos tan tierno llanto que muchos
de los que allí íbamos le acompañamos en él. Pero, cuando su padre
la vio adornada de fiesta y con tantas joyas sobre sí, le dijo en
su lengua: ¿Qué es esto, hija, que ayer al anochecer, antes que
más favorable?
Respóndeme a esto, que me tiene más suspenso y admirado que la
misma desgracia en que me hallo.
»Todo lo que el moro decía a su hija nos lo declaraba el
renegado, y ella no le respondía palabra. Pero, cuando él vio a un
lado de la barca el cofrecillo donde ella solía tener sus joyas, el
cual sabía él bien que le había dejado en Argel, y no traídole al
jardín, quedó más confuso, y preguntóle que cómo aquel cofre había
venido a nuestras manos, y qué era lo que venía dentro. A lo cual
el renegado, sin aguardar que Zoraida le respondiese, le respondió:
No te canses, señor, en preguntar a Zoraida, tu hija, tantas
muerte a la vida y de la pena a la gloria. ¿Es verdad lo
que éste dice, hija?, dijo el moro. Así es, respondió
Zoraida. ¿Que, en efeto -replicó el viejo-, tú eres cristiana,
y la que ha puesto a su padre en poder de sus enemigos? A lo
cual respondió Zoraida: La que es cristiana yo soy, pero no la
dejarte ni a hacerte mal, sino a hacerme a mí bien. Y ¿qué
bien es el que te has hecho, hija? Eso -respondió ella—
no yo.
»Apenas hubo oído esto el moro, cuando, con una increíble
presteza, se arrojó de cabeza en la mar, donde sin ninguna duda se
ahogara, si el vestido largo y embarazoso que traía no le
entretuviera un poco sobre el agua. Dio voces Zoraida que le
sacasen, y así, acudimos luego todos, y, asiéndole de la almalafa,
le sacamos medio ahogado y sin sentido, de que recibió tanta pena
Zoraida que, como si fuera ya muerto, hacía sobre él un tierno y
doloroso llanto. Volvímosle boca abajo, volvió mucha agua, tornó en
sí al cabo de dos horas, en las cuales, habiéndose trocado el
viento, nos convino volver hacia tierra, y hacer fuerza de remos,
por no embestir en ella; mas quiso nuestra buena suerte que
llegamos a una cala que se hace al lado de un pequeño promontorio o
cabo que de los moros es llamado el de La Cava Rumía, que en
nuestra lengua quiere decir La mala mujer cristiana; y es tradición
entre los moros que en aquel lugar está enterrada la Cava, por
quien se perdió España, porque cava en su lengua quiere decir mujer
mala, y rumía, cristiana; y aun tienen por mal agüero llegar allí a
dar fondo cuando la necesidad les fuerza a ello, porque nunca le
dan sin ella; puesto que para nosotros no fue abrigo de mala mujer,
sino puerto seguro de nuestro remedio, según andaba alterada la
mar.
»Pusimos nuestras centinelas en tierra, y no dejamos jamás los
remos de la mano; comimos de lo que el renegado había proveído, y
rogamos a Dios y a Nuestra Señora, de todo nuestro corazón, que nos
ayudase y favoreciese para que felicemente diésemos fin a tan
dichoso principio. Diose orden, a suplicación de Zoraida, como
echásemos en tierra a su padre y a todos los demás moros que allí
atados venían, porque no le bastaba el ánimo, ni lo podían sufrir
sus blandas entrañas, ver delante de sus ojos atado a su padre y
aquellos de su tierra presos. Prometímosle de hacerlo así al tiempo
de la partida, pues no corría peligro el dejallos en aquel lugar,
que era despoblado. No fueron tan vanas nuestras oraciones que no
fuesen oídas del cielo; que, en nuestro favor, luego volvió el
viento, tranquilo el mar, convidándonos a que tornásemos alegres a
proseguir nuestro comenzado viaje.
»Viendo esto, desatamos a los moros, y uno a uno los pusimos en
tierra, de lo que ellos se quedaron admirados; pero, llegando a
desembarcar al padre de Zoraida, que ya estaba en todo su acuerdo,
dijo: ¿Por qué pensáis, cristianos, que esta mala hembra huelga
nuestra. Y, volviéndose a Zoraida, teniéndole yo y otro
cristiano de entrambos brazos asido, porque algún desatino no
hiciese, le dijo: ¡Oh infame moza y mal aconsejada muchacha!
malditos sean los regalos y deleites en que te he criado! Pero, viendo yo que llevaba término de no acabar tan presto, di
priesa a ponelle en tierra, y desde allí, a voces, prosiguió en sus
maldiciones y lamentos, rogando a Mahoma rogase a Alá que nos
destruyese, confundiese y acabase; y cuando, por habernos hecho a
la vela, no podimos oír sus palabras, vimos sus obras, que eran
arrancarse las barbas, mesarse los cabellos y arrastrarse por el
suelo; mas una vez esforzó la voz de tal manera que podimos
entender que decía: ¡Vuelve, amada hija, vuelve a tierra, que
desierta arena dejará la vida, si tú le dejas! Todo lo cual
escuchaba Zoraida, y todo lo sentía y lloraba, y no supo decirle ni
respondelle palabra, sino: Plega a Alá, padre mío, que Lela
amado, la juzgas por mala. Esto dijo, a tiempo que ni su padre
la oía, ni nosotros ya le veíamos; y así, consolando yo a Zoraida,
atendimos todos a nuestro viaje, el cual nos le facilitaba el
proprio viento, de tal manera que bien tuvimos por cierto de vernos
otro día al amanecer en las riberas de España.
»Mas, como pocas veces, o nunca, viene el bien puro y sencillo,
sin ser acompañado o seguido de algún mal que le turbe o
sobresalte, quiso nuestra ventura, o quizá las maldiciones que el
moro a su hija había echado, que siempre se han de temer de
cualquier padre que sean; quiso, digo, que estando ya engolfados y
siendo ya casi pasadas tres horas de la noche, yendo con la vela
tendida de alto baja, frenillados los remos, porque el próspero
viento nos quitaba del trabajo de haberlos menester, con la luz de
la luna, que claramente resplandecía, vimos cerca de nosotros un
bajel redondo, que, con todas las velas tendidas, llevando un poco
a orza el timón, delante de nosotros atravesaba; y esto tan cerca,
que nos fue forzoso amainar por no embestirle, y ellos, asimesmo,
hicieron fuerza de timón para darnos lugar que pasásemos.
»Habíanse puesto a bordo del bajel a preguntarnos quién éramos,
y adónde navegábamos, y de dónde veníamos; pero, por preguntarnos
esto en lengua francesa, dijo nuestro renegado: Ninguno
a toda ropa. Por este advertimiento, ninguno respondió
palabra; y, habiendo pasado un poco delante, que ya el bajel
quedaba sotavento, de improviso soltaron dos piezas de artillería,
y, a lo que parecía, ambas venían con cadenas, porque con una
cortaron nuestro árbol por medio, y dieron con él y con la vela en
la mar; y al momento, disparando otra pieza, vino a dar la bala en
mitad de nuestra barca, de modo que la abrió toda, sin hacer otro
mal alguno; pero, como nosotros nos vimos ir a fondo, comenzamos
todos a grandes voces a pedir socorro y a rogar a los del bajel que
nos acogiesen, porque nos anegábamos. Amainaron entonces, y,
echando el esquife o barca a la mar, entraron en él hasta doce
franceses bien armados, con sus arcabuces y cuerdas encendidas, y
así llegaron junto al nuestro; y, viendo cuán pocos éramos y cómo
el bajel se hundía, nos recogieron, diciendo que, por haber usado
de la descortesía de no respondelles, nos había sucedido
aquello.
Nuestro renegado tomó el cofre de las riquezas de Zoraida, y dio
con él en la mar, sin que ninguno echase de ver en lo que hacía. En
resolución, todos pasamos con los franceses, los cuales, después de
haberse informado de todo aquello que de nosotros saber quisieron,
como si fueran nuestros capitales enemigos, nos despojaron de todo
cuanto teníamos, y a Zoraida le quitaron hasta los carcajes que
traía en los pies. Pero no me daba a mí tanta pesadumbre la que a
Zoraida daban, como me la daba el temor que tenía de que habían de
pasar del quitar de las riquísimas y preciosísimas joyas al quitar
de la joya que más valía y ella más estimaba. Pero los deseos de
aquella gente no se estienden a más que al dinero, y desto jamás se
vee harta su codicia; lo cual entonces llegó a tanto, que aun hasta
los vestidos de cautivos nos quitaran si de algún provecho les
fueran. Y hubo parecer entre ellos de que a todos nos arrojasen a
la mar envueltos en una vela, porque tenían intención de tratar en
algunos puertos de España con nombre de que eran bretones, y si nos
llevaban vivos, serían castigados, siendo descubierto su hurto. Mas
el capitán, que era el que había despojado a mi querida Zoraida,
dijo que él se contentaba con la presa que tenía, y que no quería
tocar en ningún puerto de España, sino pasar el estrecho de
Gibraltar de noche, o como pudiese, y irse a la Rochela, de donde
había salido; y así, tomaron por acuerdo de darnos el esquife de su
navío, y todo lo necesario para la corta navegación que nos
quedaba, como lo hicieron otra día, ya a vista de tierra de España,
con la cual vista, todas nuestras pesadumbres y pobrezas se nos
olvidaron de todo punto, como si no hubieran pasado por nosotros:
tanto es el gusto de alcanzar la libertad perdida.
»Cerca de mediodía podría ser cuando nos echaron en la barca,
dándonos dos barriles de agua y algún bizcocho; y el capitán,
movido no sé de qué misericordia, al embarcarse la hermosísima
Zoraida, le dio hasta cuarenta escudos de oro, y no consintió que
le quitasen sus soldados estos mesmos vestidos que ahora tiene
puestos. Entramos en el bajel; dímosles las gracias por el bien que
nos hacían, mostrándonos más agradecidos que quejosos; ellos se
hicieron a lo largo, siguiendo la derrota del estrecho; nosotros,
sin mirar a otro norte que a la tierra que se nos mostraba delante,
nos dimos tanta priesa a bogar que al poner del sol estábamos tan
cerca que bien pudiéramos, a nuestro parecer, llegar antes que
fuera muy noche; pero, por no parecer en aquella noche la luna y el
cielo mostrarse escuro, y por ignorar el paraje en que estábamos,
no nos pareció cosa segura embestir en tierra, como a muchos de
nosotros les parecía, diciendo que diésemos en ella, aunque fuese
en unas peñas y lejos de poblado, porque así aseguraríamos el temor
que de razón se debía tener que por allí anduviesen bajeles de
cosarios de Tetuán, los cuales anochecen en Berbería y amanecen en
las costas de España, y hacen de ordinario presa, y se vuelven a
dormir a sus casas. Pero, de los contrarios pareceres, el que se
tomó fue que nos llegásemos poco a poco, y que si el sosiego del
mar lo concediese, desembarcásemos donde pudiésemos.
»Hízose así, y poco antes de la media noche sería cuando
llegamos al pie de una disformísima y alta montaña, no tan junto al
mar que no concediese un poco de espacio para poder desembarcar
cómodamente. Embestimos en la arena, salimos a tierra, besamos el
suelo, y, con lágrimas de muy alegrísimo contento, dimos todos
gracias a Dios, Señor Nuestro, por el bien tan incomparable que nos
había hecho. Sacamos de la barca los bastimentos que tenía,
tirámosla en tierra, y subímonos un grandísimo trecho en la
montaña, porque aún allí estábamos, y aún no podíamos asegurar el
pecho, ni acabábamos de creer que era tierra de cristianos la que
ya nos sostenía.
Amaneció más tarde, a mi parecer, de lo que quisiéramos.
Acabamos de subir toda la montaña, por ver si desde allí algún
poblado se descubría, o algunas cabañas de pastores; pero, aunque
más tendimos la vista, ni poblado, ni persona, ni senda, ni camino
descubrimos. Con todo esto, determinamos de entrarnos la tierra
adentro, pues no podría ser menos sino que presto descubriésemos
quien nos diese noticia della. Pero lo que a mí más me fatigaba era
el ver ir a pie a Zoraida por aquellas asperezas, que, puesto que
alguna vez la puse sobre mis hombros, más le cansaba a ella mi
cansancio que la reposaba su reposo; y así, nunca más quiso que yo
aquel trabajo tomase; y, con mucha paciencia y muestras de alegría,
llevándola yo siempre de la mano, poco menos de un cuarto de legua
debíamos de haber andado, cuando llegó a nuestros oídos el son de
una pequeña esquila, señal clara que por allí cerca había ganado;
y, mirando todos con atención si alguno se parecía, vimos al pie de
un alcornoque un pastor mozo, que con grande reposo y descuido
estaba labrando un palo con un cuchillo. Dimos voces, y él, alzando
la cabeza, se puso ligeramente en pie, y, a lo que después supimos,
los primeros que a la vista se le ofrecieron fueron el renegado y
Zoraida, y, como él los vio en hábito de moros, pensó que todos los
de la Berbería estaban sobre él; y, metiéndose con estraña ligereza
por el bosque adelante, comenzó a dar los mayores gritos del mundo
diciendo:
¡Moros, moros hay en la tierra! ¡Moros, moros! ¡Arma,
arma!
»Con estas voces quedamos todos confusos, y no sabíamos qué
hacernos; pero, considerando que las voces del pastor habían de
alborotar la tierra, y que la caballería de la costa había de venir
luego a ver lo que era, acordamos que el renegado se desnudase las
ropas del turco y se vistiese un gilecuelco o casaca de cautivo que
uno de nosotros le dio luego, aunque se quedó en camisa; y así,
encomendándonos a Dios, fuimos por el mismo camino que vimos que el
pastor llevaba, esperando siempre cuándo había de dar sobre
nosotros la caballería de la costa. Y no nos engañó nuestro
pensamiento, porque, aún no habrían pasado dos horas cuando,
habiendo ya salido de aquellas malezas a un llano, descubrimos
hasta cincuenta caballeros, que con gran ligereza, corriendo a
media rienda, a nosotros se venían, y así como los vimos, nos
estuvimos quedos aguardándolos; pero, como ellos llegaron y vieron,
en lugar de los moros que buscaban, tanto pobre cristiano, quedaron
confusos, y uno dellos nos preguntó si éramos nosotros acaso la
ocasión por que un pastor había apellidado al arma.
Sí, dije yo; y, queriendo comenzar a decirle mi suceso, y de dónde veníamos y quién éramos, uno de los cristianos que con
nosotros venían conoció al jinete que nos había hecho la pregunta,
y dijo, sin dejarme a mí decir más palabra: ¡Gracias sean dadas
Pedro de Bustamante, tío mío. Apenas hubo dicho esto el
cristiano cautivo, cuando el jinete se arrojó del caballo y vino a
abrazar al mozo, diciéndole: Sobrino de mi alma y de mi vida,
milagrosa libertad. Así es -respondió el mozo-, y tiempo
nos quedará para contároslo todo.
»Luego que los jinetes entendieron que éramos cristianos
cautivos, se apearon de sus caballos, y cada uno nos convidaba con
el suyo para llevarnos a la ciudad de Vélez Málaga, que legua y
media de allí estaba.
Algunos dellos volvieron a llevar la barca a la ciudad,
diciéndoles dónde la habíamos dejado; otros nos subieron a las
ancas, y Zoraida fue en las del caballo del tío del cristiano.
Saliónos a recebir todo el pueblo, que ya de alguno que se había
adelantado sabían la nueva de nuestra venida. No se admiraban de
ver cautivos libres, ni moros cautivos, porque toda la gente de
aquella costa está hecha a ver a los unos y a los otros; pero
admirábanse de la hermosura de Zoraida, la cual en aquel instante y
sazón estaba en su punto, ansí con el cansancio del camino como con
la alegría de verse ya en tierra de cristianos, sin sobresalto de
perderse; y esto le había sacado al rostro tales colores que, si no
es que la afición entonces me engañaba, osaré decir que más hermosa
criatura no había en el mundo; a lo menos, que yo la hubiese
visto.
»Fuimos derechos a la iglesia, a dar gracias a Dios por la
merced recebida; y, así como en ella entró Zoraida, dijo que allí
había rostros que se parecían a los de Lela Marién. Dijímosle que
eran imágines suyas, y como mejor se pudo le dio el renegado a
entender lo que significaban, para que ella las adorase como si
verdaderamente fueran cada una dellas la misma Lela Marién que la
había hablado. Ella, que tiene buen entendimiento y un natural
fácil y claro, entendió luego cuanto acerca de las imágenes se le
dijo. Desde allí nos llevaron y repartieron a todos en diferentes
casas del pueblo; pero al renegado, Zoraida y a mí nos llevó el
cristiano que vino con nosotros, y en casa de sus padres, que
medianamente eran acomodados de los bienes de fortuna, y nos
regalaron con tanto amor como a su mismo hijo.
»Seis días estuvimos en Vélez, al cabo de los cuales el
renegado, hecha su información de cuanto le convenía, se fue a la
ciudad de Granada, a reducirse por medio de la Santa Inquisición al
gremio santísimo de la Iglesia; los demás cristianos libertados se
fueron cada uno donde mejor le pareció; solos quedamos Zoraida y
yo, con solos los escudos que la cortesía del francés le dio a
Zoraida, de los cuales compré este animal en que ella viene; y,
sirviéndola yo hasta agora de padre y escudero, y no de esposo,
vamos con intención de ver si mi padre es vivo, o si alguno de mis
hermanos ha tenido más próspera ventura que la mía, puesto que, por
haberme hecho el cielo compañero de Zoraida, me parece que ninguna
otra suerte me pudiera venir, por buena que fuera, que más la
estimara. La paciencia con que Zoraida lleva las incomodidades que
la pobreza trae consigo, y el deseo que muestra tener de verse ya
cristiana es tanto y tal, que me admira y me mueve a servirla todo
el tiempo de mi vida, puesto que el gusto que tengo de verme suyo y
de que ella sea mía me lo turba y deshace no saber si hallaré en mi
tierra algún rincón donde recogella, y si habrán hecho el tiempo y
la muerte tal mudanza en la hacienda y vida de mi padre y hermanos
que apenas halle quien me conozca, si ellos faltan.» No tengo más,
señores, que deciros de mi historia; la cual, si es agradable y
peregrina, júzguenlo vuestros buenos entendimientos; que de mí sé
decir que quisiera habérosla contado más brevemente, puesto que el
temor de enfadaros más de cuatro circunstancias me ha quitado de la
lengua.