X. Religión, mitología de ultratumba y apocatástasis
X. Religión, mitología de ultratumba y apocatástasis
καὶ γὰρ ἴσως καὶ μάλιστα πρέπει
μέλλοντα ἐκεῖσε ἀποδημεῖν διασκοπεῖν τε καὶ μυθολογεῖν περὶ τῆςἀποδημίας τῆς ἐκεῖ, ποίαν τινὰ αὐτὴν οἰόμεθα εἶναι.
Platón. Fedón.
El sentimiento de divinidad y de Dios, y la fe, la esperanza y la
caridad en él fundadas, fundan a su vez la religión. De la fe en Dios
nace la fe en los hombres, de la esperanza en Él, la esperanza en éstos,
y de la caridad o piedad hacia Dios —pues como Cicerón, De natura deorum, lib. I, cap. 41, dijo, est enim pietas iustitia adversum deos—,
la caridad para con los hombres. En Dios se cifra no ya sólo la
Humanidad, sino el Universo todo, y éste espiritualizado e intimado, ya
que la fe cristiana dice que Dios acabará siendo todo en todos. Santa
Teresa dijo, y con más áspero y desesperado sentido lo repitió Miguel de
Molinos, que el alma debe hacerse cuenta de que no hay sino ella y
Dios.
Y a la relación con Dios, a la unión más o menos íntima con Él, es a lo que llamamos religión.
¿Qué es la religión? ¿En qué se diferencia de la religiosidad y qué
relaciones median entre ambas? Cada cual define la religión según la
sienta en sí más aún que según en los demás la observe, ni cabe
definirla sin de un modo o de otro sentirla. Decía Tácito (Hist.,
V, 4), hablando de los judíos, que era para éstos profano todo lo que
para ellos, para los romanos, era sagrado, y a la contraria entre los
judíos lo que para los romanos impuro: profana illic omnia quae apud nos sacra, rursum conversa apud illos quae nobis incesta. Y de aquí que llame él, el romano, a los judíos (V, 13) gente sometida a la superstición y contraria a la religión: gens superstitioni obnoxia, religionibus adversa, y que al fijarse en el cristianismo, que conocía muy mal y apenas si
distinguía del judaísmo, lo repute una perniciosa superstición, existialis superstitio, debida a odio al género humano, odium generis humani (Ab excessu Aug.
XV. 44). Así Tácito y así muchos con él. Pero ¿dónde acaba la religión y
empieza la superstición, o tal vez dónde acaba ésta para empezar
aquélla? ¿cual es el criterio para discernirlas?
A poco nos conduciría recorrer aquí, siquiera someramente, las
principales definiciones que de la religión, según el sentimiento de
cada definidor, han sido dadas. La religión, más que se define se
describe, y más que se describe se siente. Pero si alguna de esas
definiciones alcanzó recientemente boga, ha sido la de Schleiermacher,
de que es el sencillo sentimiento de una relación de dependencia con
algo superior a nosotros y el deseo de entablar relaciones con esa
misteriosa potencia. Ni está mal aquello de W. Hermann (en la obra ya citada),
de que el anhelo religioso del hombre es el deseo de la verdad de su
existencia humana. Y para acabar con testimonios ajenos, citaré el del
ponderado y clarividente Cournot, al decir que «las manifestaciones
religiosas son la consecuencia necesaria de la inclinación del hombre a
creer en la existencia de un mundo invisible, sobrenatural y
maravilloso, inclinación que ha podido mirarse, ya como reminiscencia de
un estado anterior, ya como el presentimiento de un destino futuro». (Traité de l’enchaînement des idées fondamentales dans les sciences et dans l’histoire,
§ 396.) Y estamos ya en lo del destino futuro, la vida eterna, o sea la
finalidad humana del Universo, o bien de Dios. A ello se llega por
todos los caminos religiosos, pues que es la esencia misma de toda
religión.
La religión, desde la del salvaje que personaliza en el fetiche al
Universo todo, arranca, en efecto, de la necesidad vital de dar
finalidad humana al Universo, a Dios, para lo cual hay que atribuirle
conciencia de sí y de su fin, por lo tanto. Y cabe decir que no es la
religión, sino la unión con Dios, sintiendo a éste como cada cual le
sienta. Dios da sentido y finalidad trascendentes a la vida; pero se la
da en relación con cada uno de nosotros que en Él creemos. Y así Dios es
para el hombre tanto como el hombre es para Dios, ya que se dió al
hombre haciéndose hombre, humanándose, por amor a él.
Y este religioso anhelo de unirnos con Dios no es ni por ciencia ni
por arte, es por vida. «Quien posee ciencia y arte, tiene religión;
quien no posee ni una ni otra, tenga religión», decía en uno de sus muy
frecuentes accesos de paganismo Goethe. Y sin embargo de lo que decía,
¿él, Goethe...?
Y desear unirnos con Dios no es perdernos y anegarnos en Él; que
perderse y anegarse es siempre ir a deshacerse en el sueño sin ensueños
del nirvana; es poseerlo, más bien que ser por Él poseídos. Cuando, en
vista de la imposibilidad humana de entrar un rico en el reino de los
cielos, le preguntaban a Jesús sus discípulos quién podrá salvarse,
respondiéndoles el Maestro que para con los hombres era ello imposible,
mas no para con Dios, Pedro le dijo: He aquí que nosotros lo hemos
dejado todo siguiéndote, ¿qué pues, tendremos?» Y Jesús les contestó, no
que se anegarían en el Padre sino que se sentarían en doce tronos para
juzgar a las doce tribus de Israel (Mat. XIX, 23-26.)
Fué un español, y muy español, Miguel de Molinos, el que en su Guía
espiritual que desembaraza al alma y la conduce por el interior camino
para alcanzar la perfecta contemplación y el rico tesoro de la paz
interior, dijo (§ 175): «que se ha de despegar y negar de cinco
cosas el que ha de llegar a la ciencia mística: la primera, de las
criaturas; la segunda, de las cosas temporales; la tercera, de los
mismos dones del Espíritu Santo; la cuarta, de sí misma, y la quinta se
ha de despegar del mismo Dios». Y añade que «esta última es la más
perfecta, porque el alma que así se sabe solamente despegar, es la que
se llega a perder en Dios, y sólo la que así se llega a perder es la que
se acierta a hallar.» Muy español Molinos, sí, y no menos española esta
paradójica expresión de quietismo o más bien de nihilismo —ya que él
mismo habla de aniquilación en otra parte—, pero no menos, sino acaso
más españoles los jesuítas que le combatieron volviendo por los fueros
del todo contra la nada. Porque la religión no es anhelo de aniquilarse,
sino de totalizarse, es anhelo de vida y no de muerte. La «eterna
religión de las entrañas del hombre... el ensueño individual del
corazón, es el culto de su ser, es la adoración de la vida», como sentía
el atormentado Flaubert. (Par les champs et par les grèves, VII.)
Cuando a los comienzos de la llamada edad moderna, con el
Renacimiento, resucita el sentimiento religioso pagano, toma éste forma
concreta en el ideal caballeresco con sus códigos del amor y del honor.
Pero es un paganismo cristianizado, bautizado. «La mujer, la dama —la donna—
era la divinidad de aquellos rudos pechos. Quien busque en las memorias
de la primera edad, ha de hallar este ideal de la mujer en su pureza y
en su omnipotencia: el Universo es la mujer. Y tal fué en los comienzos
de la edad moderna en Alemania, en Francia, en Provenza, en España, en
Italia. Hízose la historia a esta imagen; figurábanse a troyanos y
romanos como caballeros andantes, y así los árabes, sarracenos, turcos,
el soldán y Saladino.... En esta fraternidad universal se hallan los
ángeles, los santos, los milagros, el paraíso, en extraña mezcolanza con
lo fantástico y lo voluptuoso del mundo oriental, bautizado todo bajo
el nombre de caballería.» Así, Francesco de Sanctis (Storia della letteratura italiana, II), quien poco antes nos dice que para aquellos hombres «en el mismo paraíso el goce del amante es contemplar a su dama —Madonna— y sin su dama ni querría ir allá.»
¿Qué era, en efecto, la caballería, que luego depuró y cristianizó
Cervantes en Don Quijote, al querer acabar con ella por la risa, sino
una verdadera monstruosa religión híbrida de paganismo y cristianismo,
cuyo Evangelio fué acaso la leyenda de Tristán e Iseo? ¿Y la misma
religión cristiana de los místicos —estos caballeros andantes a lo
divino—, no culminó acaso en el culto a la mujer divinizada, a la Virgen
Madre? ¿Qué es la mariolatría de un San Buenaventura, el trovador de
María? Y ello era el amor a la fuente de la vida, a la que nos salva de
la muerte.
Mas avanzando el Renacimiento, de esta religión de la mujer se pasó a
la religión de la ciencia; la concupiscencia terminó en lo que era ya
en su fondo, en curiosidad, en ansia de probar del fruto del árbol del
bien y del mal. Europa corría a aprender a la Universidad de Bolonia. A
la caballería sucedió el platonismo. Queríase descubrir el misterio del
mundo y de la vida. Pero era en el fondo para salvar la vida, que con el
culto a la mujer quiso salvarse. Quería la conciencia humana penetrar
en la Conciencia Universal, pero era, supiéralo o no, para salvarse.
Y es que no sentimos e imaginamos la Conciencia Universal —y este
sentimiento e imaginación son la religiosidad— sino para salvar nuestras
sendas conciencias. ¿Y cómo?
Tengo que repetir una vez más que el anhelo de la inmortalidad del
alma, de la permanencia, en una u otra forma, de nuestra conciencia
personal e individual es tan de la esencia de la religión como el anhelo
de que haya Dios. No se da el uno sin el otro, y es porque en el fondo
los dos son una sola y misma cosa. Mas desde el momento en que tratamos
de concretar y racionalizar aquel primer anhelo, de definírnoslo a
nosotros mismos, surgen más dificultades aún que surgieron al tratar de
racionalizar a Dios.
Para justificar ante nuestra propia pobre razón el inmortal anhelo de
inmortalidad, hase apelado también a lo del consenso humano: Permanere animos arbitratur consensu nationum omnium, decía, con los antiguos, Cicerón (Tuscul. Quaest., XVI, 36); pero este mismo compilador de sus sentimientos confesaba que mientras leía en el Fedón platónico los razonamientos en pro de la inmortalidad del alma, asentía
a ellos, mas, así que dejaba el libro y empezaba a revolver en su mente
el problema, todo aquel asentimiento se le escapaba, assentio omnis illa illabitur
(cap. XI, 25). Y lo que a Cicerón, nos ocurre a los demás, y le ocurría a
Swedenborg, el más intrépido visionario de otro mundo, al confesar que
quien habla de la vida ultramundana sin doctas cavilaciones respecto al
alma o a su modo de unión con el cuerpo, cree que, después de muerto,
vivirá en goce y en visión espléndidas, como un hombre entre ángeles;
mas en cuanto se pone a pensar en la doctrina de la unión del alma con
el cuerpo, o en hipótesis respecto a aquélla, súrgenle dudas de si es el
alma así o asá, y en cuanto esto surge, la idea anterior desaparece (De coelo et inferno,
§ 183). Y, sin embargo, «lo que me toca, lo que me inquieta, lo que me
consuela, lo que me lleva a la abnegación y al sacrificio, es el destino
que me aguarda a mí o a mi persona, sean cuales
fueren el origen, la naturaleza, la esencia del lazo inasequible, sin el
cual place a los filósofos decidir que mi persona se desvanecería»,
como dice Cournot (Traité... § 297).
¿Hemos de aceptar la pura y desnuda fe en una vida eterna sin tratar
de representárnosla? Esto es imposible; no nos es hacedero hacernos a
ello. Y hay, sin embargo, quienes se dicen cristianos y tienen poco
menos que dejada de lado esa representación. Tomad un libro cualquiera
del protestantismo más ilustrado, es decir, del más racionalista, del
más cultural, la Dogmatik, del Dr.
Julio Kaftan, v. gr., y de las 668 páginas de que consta su sexta
edición, la de 1909, sólo una, la última, dedica a este problema. Y en
esa página, después de asentar que Cristo es así como principio y medio,
así también fin de la Historia, y que quienes en Cristo son alcanzarán
la vida de plenitud, la eterna vida de los que son en Cristo, ni una
sola palabra siquiera sobre lo que esa vida pueda ser. A lo mas, cuatro
palabras sobre la muerte eterna, esto es, el infierno, «porque lo exige
el carácter moral de la fe y de la esperanza cristiana». Su carácter
moral, ¿eh?, no su carácter religioso, pues éste no sé que exija tal
cosa. Y todo ello de una prudente parsimonia agnóstica.
Sí, lo prudente, lo racional, y alguien dirá que lo piadoso, es no
querer penetrar en misterios que están a nuestro conocimiento vedados,
no empeñarnos en lograr una representación plástica de la gloria eterna
como la de una Divina Comedia. La verdadera fe, la
verdadera piedad cristiana, se nos dirá, consiste en reposar en la
confianza de que Dios, por la gracia de Cristo, nos hará, de una o de
otra manera, vivir en Éste, su Hijo; que, como está en sus todopoderosas
manos nuestro destino, nos abandonemos a ellas seguros de que Él hará
de nosotros lo que mejor sea, para el fin último de la vida, del
espíritu y del universo. Tal es la lección que ha atravesado muchos
siglos, y, sobre todo, lo que va de Lutero hasta Kant.
Y sin embargo, los hombres no han dejado de tratar de representarse
el cómo puede ser esa vida eterna, ni dejarán nunca, mientras sean
hombres y no máquinas de pensar, de intentarlo. Hay libros de teología
—o de lo que ello fuere— llenos de disquisiciones sobre la condición en
que vivan los bienaventurados, sobre la manera de su goce, sobre las
propiedades del cuerpo glorioso, ya que sin algún cuerpo no se concibe
el alma.
Y a esta misma necesidad, verdadera necesidad de formarnos una
representación concreta de lo que pueda esa otra vida ser, responde en
gran parte la indestructible vitalidad de doctrinas como las del
espiritismo, la metempsicosis, la trasmigración de las almas a través de
los astros, y otras análogas; doctrinas que cuantas veces se las
declara vencidas ya y muertas, otras tantas renacen en una u otra forma
más o menos nueva. Y es insigne torpeza querer en absoluto prescindir de
ellas y no buscar su meollo permanente. Jamás se avendrá el hombre al
renunciamiento de concretar en representación esa otra vida.
¿Pero es acaso pensable una vida eterna y sin fin después de la
muerte? ¿Qué puede ser la vida de un espíritu desencarnado? ¿Qué puede
ser un espíritu así? ¿Qué puede ser una conciencia pura, sin organismo
corporal? Descartes dividió el mundo entre el pensamiento y la
extensión, dualismo que le impuso el dogma cristiano de la inmortalidad
del alma. ¿Pero es la extensión, la materia, la que piensa o se
espiritualiza, o es el pensamiento el que se extiende y materializa? Las
más graves cuestiones metafísicas surgen prácticamente —y por ello
adquieren su valor dejando de ser ociosas discusiones de curiosidad
inútil— al querer darnos cuenta de la posibilidad de nuestra
inmortalidad. Y es que la metafísica no tiene valor sino en cuanto trate
de explicar cómo puede o no puede realizarse ese nuestro anhelo vital. Y
así es que hay y habrá siempre una metafísica racional y otra vital, en
conflicto perenne una con otra, partiendo la una de la noción de causa,
de la de sustancia la otra.
Y aun imaginada una inmortalidad personal, ¿no cabe que la sintamos
como algo tan terrible como su negación? «Calipso no podía consolarse de
la marcha de Ulises; en su dolor, hallábase desolada de ser inmortal»,
nos dice el dulce Fenelón, el místico, al comienzo de su Telémaco. ¿No llegó a ser la condena de los antiguos dioses, como la de los demonios, el que no les era dado suicidarse?
Cuando Jesús, habiendo llevado a Pedro, Jacobo y Juan a un alto
monte, se trasfiguró ante ellos volviéndosele como la nieve de blanco
resplandeciente los vestidos, y se le aparecieron Moisés y Elías que con
él hablaban, le dijo Pedro al Maestro: «Maestro, estaría bien que nos
quedásemos aquí haciendo tres pabellones, para ti uno y otros dos para
Moisés y Elías», porque quería eternizar aquel momento. Y al bajar del
monte les mandó Jesús que a nadie dijesen lo que habían visto sino
cuando el Hijo del Hombre hubiese resucitado de los muertos. Y ellos,
reteniendo este dicho altercaban sobre qué sería aquello de resucitar de
los muertos, como quienes no lo entendían. Y fué después de esto cuando
encontró Jesús al padre del chico presa de espíritu mudo, al que le
dijo: «¡Creo, ayuda mi incredulidad!» (Marcos, IX).
Aquellos tres apóstoles no entendían qué sea eso de resucitar de los
muertos. Ni tampoco aquellos saduceos que le preguntaron al Maestro de
quién será mujer en la resurrección la que en esta vida hubiese tenido
varios maridos (Mat., XXII), que es cuando él
dijo que Dios no es Dios de muertos, sino de vivos. Y no nos es, en
efecto, pensable otra vida sino en las formas mismas de esta terrena y
pasajera. Ni aclara nada el misterio todo aquello del grano y el trigo
que de él sale con que el apóstol Pablo se contesta a la pregunta de:
«¿cómo resucitarán los muertos? ¿con qué cuerpo vendrán?» (I Cor., XV, 35).
¿Cómo puede vivir y gozar de Dios eternamente un alma humana sin
perder su personalidad individual, es decir, sin perderse? ¿Qué es gozar
de Dios? ¿Qué es la eternidad por oposición al tiempo? ¿Cambia el alma o
no cambia en la otra vida? Si no cambia, ¿cómo vive? Y si cambia, ¿cómo
conserva su individualidad en tan largo tiempo? Y la otra vida puede
excluir el espacio, pero no puede excluir el tiempo, como hace notar
Cournot ya citado.
Si hay vida en el cielo hay cambio, y Swedenborg hacía notar que los
ángeles cambian porque el deleite de la vida celestial perdería poco a
poco su valor si gozaran siempre de él en plenitud, y porque los
ángeles, lo mismo que los hombres, se aman a sí mismos, y el que a sí
mismo se ama, experimenta alteraciones de estado, y añade que a las
veces los ángeles se entristecen, y que él, Swedenborg, habló con
algunos de ellos cuando estaban tristes (De coelo et inferno,
§ 158, 160). En todo caso, nos es imposible concebir vida sin cambio,
cambio de crecimiento o de mengua, de tristeza o de alegría, de amor o
de odio.
Es que una vida eterna es impensable y más impensable aún una vida eterna de absoluta felicidad, de visión beatífica.
¿Y qué es esto de la visión beatífica? Vemos en primer lugar que se
le llama visión y no acción, suponiendo algo pasivo. Y esta visión
beatífica, ¿no supone pérdida de la propia conciencia? Un santo en el
cielo es, dice Bossuet, un ser que apenas se siente a sí mismo, tan
poseído está de Dios y tan abismado en su gloria... No puede uno
detenerse en él, porque se le encuentra fuera de sí mismo, y sujeto por
un amor inmutable a la fuente de su ser, y de su dicha (Du culte qui est dû à Dieu).
Y esto lo dice Bossuet el antiquietista. Esa visión amorosa de Dios
supone una absorción en Él. Un bienaventurado que goza plenamente de
Dios no debe pensar en sí mismo, ni acordarse de sí, ni tener de sí
conciencia, sino que ha de estar en perpetuo éxtasis —ἔκστασις— fuera de sí, en enajenamiento. Y un preludio de esa visión nos describen los místicos en el éxtasis.
El que ve a Dios se muere, dice la Escritura (Jueces, XIII, 22), y la
visión eterna de Dios, ¿no es acaso una eterna muerte, un
desfallecimiento de la personalidad? Pero Santa Teresa, en el capítulo
XX de su Vida, al describirnos el último grado de oración,
el arrobamiento, arrebatamiento, vuelo o éxtasis del alma nos dice que
es ésta levantada como por una nube o águila caudalosa, pero «veisos
llevar y no sabéis dónde», y es «con deleite», y «si no se resiste, no
se pierde el sentido, al menos estaba de manera en mí que podía entender
era llevada», es decir, sin pérdida de conciencia. Y Dios «no parece se
contenta con llevar tan de veras el alma a sí, sino que quiere el
cuerpo aun siendo tan mortal y de tierra tan sucia». «Muchas veces se
engolfa el alma, o la engolfa el Señor en sí, por mejor decir, y
teniéndola en sí un poco, quédase con sola la voluntad», no con sola la
inteligencia. No es, pues, como se ve, visión, sino unión volitiva, y
entretanto, «el entendimiento y memoria divertidos... como una persona
que ha mucho dormido y soñado y aun no acaba de despertar.» Es «vuelo
suave, es vuelo deleitoso, vuelo sin ruido». Y es vuelo deleitoso, es
con conciencia de sí, sabiéndose distinto de Dios con quien se une uno. Y
a este arrobamiento se sube, según la mística doctora española, por la
contemplación de la Humanidad de Cristo, es decir, de algo concreto y
humano; es la visión del Dios vivo, no de la idea de Dios. Y en el
capítulo XXVIII nos dice que «cuando otra cosa no hubiere para deleitar
la vista en el cielo, sino la gran hermosura de los cuerpos
glorificados, es grandísima gloria, en especial ver la Humanidad de
Jesucristo Señor nuestro...» «Esta visión —añade—, aunque es imaginaria,
nunca la vi con los ojos corporales, ni ninguna, sino con los ojos del
alma.» Y resulta que en el cielo no se ve sólo a Dios, sino todo en
Dios; mejor dicho, se ve todo Dios, pues que Él lo abarca todo. Y esta
idea la recalca más Jacobo Boehme. La santa por su parte nos dice en las
Moradas sétimas, capítulo II, que «pasa esta secreta unión
en el centro muy interior del alma, que debe ser adonde está el mismo
Dios». Y luego que «queda el alma, digo el espíritu de esta alma, hecho
una cosa con Dios...»; y es «como si dos velas de cera se juntasen tan
en extremo, que toda la luz fuese una o que el pábilo y la luz y la cera
es todo uno; mas después bien se puede apartar la una vela de la otra, y
quedar en dos velas o el pábilo de la cera». Pero hay otra más íntima
unión, que es «como si cayendo agua del cielo en un río o fuente, adonde
queda hecho todo agua, que no podrán ya dividir ni apartar cuál es el
agua del río o la que cayó del cielo; o como si un arroyico pequeño
entra en la mar, que no habrá remedio de apartarse; o como si en una
pieza estuviesen dos ventanas por donde entrase gran luz, aunque entra
dividida, se hace todo una luz». ¿Y qué diferencia va de esto a aquel
silencio interno y místico de Miguel de Molinos, cuyo tercer grado y
perfectísimo es el silencio de pensamiento? (Guía, cap.
XVII, § 129). ¿No estamos cerca de aquello de que es la nada el camino
para llegar a aquel alto estado del ánimo reformado? (cap. XX, § 186).
¿Y qué extraño es que Amiel usara hasta por dos veces de la palabra
española nada en su Diario íntimo, sin duda por no
encontrar en otra lengua alguna otra más expresiva? Y, sin embargo, si
se lee con cuidado a nuestra mística doctora, se verá que nunca queda
fuera el elemento sensitivo, el del deleite, es decir, el de la propia
conciencia. Se deja el alma absorber de Dios para absorberlo, para
cobrar conciencia de su propia divinidad.
Una visión beatífica, una contemplación amorosa en que esté el alma
absorta en Dios y como perdida en Él aparece, o como un aniquilamiento
propio o como un tedio prolongado a nuestro modo natural de sentir. Y de
aquí ese sentimiento que observamos con frecuencia y que se ha
expresado más de una vez en expresiones satíricas no exentas de
irreverencia y acaso de impiedad, de que el cielo de la gloria eterna es
una morada de eterno aburrimiento. Sin que sirva querer desdeñar estos
sentimientos así, tan espontáneos y naturales, o pretender denigrarlos.
Claro está que sienten así los que no aciertan a darse cuenta de que
el supremo placer del hombre es adquirir y acrecentar conciencia. No
precisamente el de conocer, sino el de aprender. En conociendo una cosa,
se tiende a olvidarla, a hacer su conocimiento inconsciente, si cabe
decir así. El placer, el deleite más puro del hombre, va unido al acto
de aprender, de enterarse, de adquirir conocimiento, esto es, a una
diferenciación. Y de aquí, el dicho famoso de Lessing, ya citado.
Conocido es el caso de aquel anciano español que acompañaba a Vasco
Núñez de Balboa, cuando, al llegar a la cumbre del Darien, dieron vista a
los dos Océanos, y es que cayendo de rodillas, exclamó: «Gracias, Dios
mío, porque no me has dejado morir sin haber visto tal maravilla». Pero
si este hombre se hubiese quedado allí, pronto la maravilla habría
dejado de serlo, y con ella, el placer. Su goce fué el del
descubrimiento. Y acaso el goce de la visión beatífica sea, no
precisamente el de la contemplación de la Verdad suma, entera y toda,
que a esto no resistiría el alma, sino el de un continuo descubrimiento
de ella, el de un incesante aprender mediante un esfuerzo que mantenga
siempre el sentimiento de la propia conciencia activa.
Una visión beatífica de quietud mental, de conocimiento pleno y no de
aprensión gradual, nos es difícil concebir como otra cosa que como un
nirvana, una difusión espiritual, una disipación de la energía en el
seno de Dios, una vuelta a la inconsciencia por falta de choque, de
diferencia, o sea de actividad.
¿No es acaso que la condición misma que hace pensable nuestra eterna
unión con Dios, destruye nuestro anhelo? ¿Qué diferencia va de ser
absorbido por Dios a absorberle uno en sí? ¿Es el arroyico el que se
pierde en el mar o el mar en el arroyico? Lo mismo da.
El fondo sentimental es nuestro anhelo de no perder el sentido de la
continuidad de nuestra conciencia, de no romper el encadenamiento de
nuestros recuerdos, el sentimiento de nuestra propia identidad personal
concreta, aunque acaso vayamos poco a poco absorbiéndonos en Él,
enriqueciéndole. ¿Quién a los ochenta años se acuerda del que a los ocho
fué, aunque sienta el encadenamiento entre ambos? Y podría decirse que
el problema sentimental se reduce a si hay un Dios, una finalidad humana
al Universo. Pero, ¿qué es finalidad? Porque así como siempre cabe
preguntar por un por qué de todo por qué, así cabe preguntar también
siempre por un para qué de todo para qué. Supuesto que haya un Dios,
¿para qué Dios? Para sí mismo, se dirá. Y no faltará quien replique: ¿y
qué más da esta conciencia que la no conciencia? Mas siempre resultará
lo que ya dijo Plotino (Enn.,
II, IX, 8), que el por qué hizo el mundo, es lo mismo que el por qué
hay alma. O mejor aún que el por qué, διά τι, el para qué.
Para el que se coloca fuera de sí mismo, en una hipotética posición
objetiva —lo que vale decir inhumana—, el último para qué es tan
inasequible y en rigor tan absurdo, como el último por qué. ¿Qué más da,
en efecto, que no haya finalidad alguna? ¿Qué contradición lógica hay
en que el Universo no esté destinado a finalidad alguna, ni humana ni
sobrehumana? ¿En qué se opone a la razón que todo esto no tenga más
objeto que existir, pasando como existe y pasa? Esto, para el que se
coloca fuera de sí, pero para el que vive y sufre y anhela dentro de
sí... para éste es ello cuestión de vida o muerte.
¡Búscate, pues, a ti mismo! Pero al encontrarse, ¿no es que se
encuentra uno con su propia nada? «Habiéndose hecho el hombre pecador
buscándose a sí mismo, se ha hecho desgraciado al encontrarse», dijo
Bossuet (Traité de la concupiscence, cap. XI). «¡Búscate a ti mismo!», empieza por «¡conócete a ti mismo!» A lo que replica Carlyle (Past and present,
book III, chap. XI): «El último evangelio de este mundo es: ¡conócete
tu obra y cúmplela! ¡Conócete a ti mismo...! Largo tiempo ha que este
mismo tuyo te ha atormentado; jamás llegarás a conocerlo, me parece. No
creas que es tu tarea la de conocerte, eres un individuo inconocible;
conoce lo que puedes hacer y hazlo como un Hércules. Esto será lo
mejor». Sí; pero eso que yo haga, ¿no se perderá también al cabo? Y si
se pierde, ¿para qué hacerlo? Sí, sí; el llevar a cabo mi obra —¿y cuál
es mi obra?— sin pensar en mí, sea acaso amar a Dios. ¿Y qué es amar a
Dios?
Y por otra parte, al amar a Dios en mí, ¿no es que me amo más que a Dios, que me amo en Dios a mí mismo?
Lo que en rigor anhelamos para después de la muerte es seguir
viviendo esta vida, esta misma vida mortal, pero sin sus males, sin el
tedio y sin la muerte. Es lo que expresó Séneca, el español, en su Consolación a Marcia (XXVI); es lo que quería, volver a vivir esta vida: ista moliri.
Y es lo que pedía Job (XIX, 25-27), ver a Dios en carne, no en
espíritu. ¿Y qué otra cosa significa aquella cómica ocurrencia de la vuelta eterna que brotó de las trágicas entrañas del pobre Nietzsche, hambriento de inmortalidad concreta y temporal?
Esa visión beatífica que se nos presenta como primera solución
católica, ¿cómo puede cumplirse, repito, sin anegar la conciencia de sí?
¿No será como en el sueño en que soñamos sin saber lo que soñamos?
¿Quién apetecería una vida eterna así? Pensar sin saber que se piensa,
no es sentirse a sí mismo, no es serse. Y la vida eterna, ¿no es acaso
conciencia eterna, no sólo ver a Dios, sino ver que se le ve, viéndose
uno a sí mismo a la vez y como distinto de Él? El que duerme, vive, pero
no tiene conciencia de sí; ¿y apetecerá nadie un sueño así eterno?
Cuando Circe recomienda a Ulises que baje a la morada de los muertos a
consultar al adivino Tiresias, dícele que éste es allí, entre las
sombras de los muertos, el único que tiene sentido, pues los demás se
agitan como sombras (Odisea X, 487-495). Y es que los otros, aparte de
Tiresias, ¿vencieron a la muerte? ¿Es vencerla acaso errar así como
sombras sin sentido?
Por otra parte, ¿no cabe acaso imaginar que sea esta nuestra vida
terrena respecto a la otra como es aquí el sueño para con la vigilia?
¿No será ensueño nuestra vida toda, y la muerte un despertar? ¿Pero
despertar a qué? ¿Y si todo esto no fuese sino un ensueño de Dios, y
Dios despertara un día? ¿Recordará su ensueño?
Aristóteles, el racionalista, nos habla en su Ética de la superior felicidad de la vida contemplativa —βίος θεωρητικός—,
y es corriente en los racionalistas todos poner la dicha en el
conocimiento. Y la concepción de la felicidad eterna, del goce de Dios,
como visión beatífica, como conocimiento y comprensión de Dios, es algo
de origen racionalista, es la clase de felicidad que corresponde al Dios
idea del aristotelismo. Pero es que para la felicidad se requiere,
además de la visión, la delectación, y ésta es muy poco racional y sólo
conseguidera sintiéndose uno distinto de Dios.
Nuestro teólogo católico aristotélico, el que trató de racionalizar
el sentimiento católico, Santo Tomás de Aquino, dícenos en su Summa (primae secundae partis quaestio,
IV, art. 1.º) que «la delectación se requiere para la felicidad, que la
delectación se origina de que el apetito descansa en el bien
conseguido, y que como la felicidad no es otra cosa que la consecución
del sumo bien, no puede haber felicidad sin delectación concomitante».
Pero, ¿qué delectación es la del que descansa? Descansar, requiescere,
¿no es dormir y no tener siquiera conciencia de que se descansa? «De la
misma visión de Dios, se origina la delectación» —añade el teólogo—.
Pero el alma, ¿se siente a sí misma como distinta de Dios? «La
delectación que acompaña a la operación del intelecto no impide ésta,
sino más bien la conforta» —dice luego—. ¡Claro está! Si no, ¿qué dicha
es ésa? Y para salvar la delectación, el deleite, el placer que tiene
siempre, como el dolor, algo de material, y que no concebimos sino en un
alma encarnada en cuerpo, hubo que imaginar que el alma bienaventurada
esté unida a su cuerpo. Sin alguna especie de cuerpo, ¿cómo el deleite?
La inmortalidad del alma pura, sin alguna especie de cuerpo o
periespíritu, no es inmortalidad verdadera. Y en el fondo, el anhelo de
prolongar esta vida, ésta y no otra, ésta de carne y de dolor, ésta de
que maldecimos a las veces tan sólo porque se acaba. Los más de los
suicidas no se quitarían la vida si tuviesen la seguridad de no morirse
nunca sobre la tierra. El que se mata, se mata por no esperar a morirse.
Cuando el Dante llega a contarnos en el canto XXXIII del Paradiso
cómo llegó a la visión de Dios, nos dice que como a aquél que ve
soñando y después del sueño le queda la pasión impresa, y no otra cosa,
en la mente; así a él, que casi cesa toda su visión y aun le destila en
el corazón lo dulce que nació de ella,
Cotal son io, che quasi tutta cessamia visione, ed ancor mi distillanel cuor lo dolce che nacque da essa,
no de otro modo que la nieve se descuaja al sol,
così la neve al Sol si disigilla.
Esto es, que se le va la visión, lo intelectual, y le queda el deleite, la passione impressa, lo emotivo, lo irracional, lo corporal, en fin.
Una felicidad corporal, de deleite, no sólo espiritual, no sólo visión es lo que apetecemos. Esa otra felicidad, esa beatitud
racionalista, la de anegarse en la comprensión, sólo puede... no digo
satisfacer ni engañar, porque creo que ni le satisfizo ni le engañó, a
un Spinoza. El cual, al fin de su Ética, en las
proposiciones XXXV y XXXVI de la parte quinta, establece que Dios se ama
a sí mismo con infinito amor intelectual; que el amor intelectual de la
mente a Dios es el mismo amor de Dios con que Dios se ama a sí mismo;
no en cuanto es infinito, sino en cuanto puede explicarse por la esencia
de la mente humana considerada en respecto de eternidad, esto es, que
el amor intelectual de la mente hacia Dios es parte del infinito amor
con que Dios a sí mismo se ama. Y después de estas trágicas, de estas
desoladoras proposiciones, la última del libro todo, la que cierra y
corona esa tremenda tragedia de la Ética, nos dice que la
felicidad no es premio de la virtud, sino la virtud misma, y que no nos
gozamos en ella por comprimir los apetitos, sino que por gozar de ella
podemos comprimirlos. ¡Amor intelectual! ¡amor intelectual! ¿Qué es eso
de amor intelectual? Algo así como un sabor rojo, o un sonido amargo, o
un color aromático, o más bien, algo así como un triángulo enamorado o
una elipse encolerizada, una pura metáfora, pero una metáfora trágica. Y
una metáfora que corresponde trágicamente a aquello de que también el
corazón tiene sus razones. ¡Razones de corazón! ¡amores de cabeza!
¡deleite intelectivo! ¡intelección deleitosa! ¡tragedia, tragedia y
tragedia!
Y, sin embargo, hay algo que se puede llamar amor intelectual y que
es el amor de entender, la vida misma contemplativa de Aristóteles,
porque el comprender es algo activo y amoroso, y la visión beatífica es
la visión de la verdad total. ¿No hay acaso en el fondo de toda pasión
la curiosidad? ¿No cayeron según el relato bíblico, nuestros primeros
padres por el ansia de probar el fruto del árbol de la ciencia del bien y
del mal, y ser como dioses, conocedores de esa ciencia? La visión de
Dios, es decir, del Universo mismo en su alma, en su íntima esencia, ¿no
apagaría todo nuestro anhelo? Y esta perspectiva sólo no puede
satisfacer a los hombres groseros que no penetran el que el mayor goce
de un hombre es ser más hombre, esto es, más dios, y que es más dios
cuanta más conciencia tiene.
Y ese amor intelectual, que no es sino el llamado amor platónico, es
un medio de dominar y de poseer. No hay, en efecto, más perfecto dominio
que el conocimiento; el que conoce algo, lo posee. El conocimiento une
al que conoce con lo conocido. «Yo te contemplo y te hago mía al
contemplarte»; tal es la fórmula. Y conocer a Dios, ¿qué ha de ser sino
poseerlo? El que a Dios conoce, es ya Dios él.
Cuenta B. Brunhes (La Dégradation de l’Énergie, IVe
partie, chap. XVIII, E. 2) haberle contado M. Sarrau, que lo tenía del
P. Gratry, que éste se paseaba por los jardines del Luxemburgo
departiendo con el gran matemático y católico Cauchy, respecto a la
dicha que tendrían los elegidos en conocer, al fin sin restricción ni
velo las verdades largo tiempo perseguidas trabajosamente en este mundo.
Y aludiendo el P. Gratry a los estudios de Cauchy sobre la teoría
mecánica de la reflexión de la luz, emitió la idea de que uno de los más
grandes goces intelectuales del ilustre geómetra sería penetrar en el
secreto de la luz, a lo que replicó Cauchy que no le parecía posible
saber en esto más que ya sabía, ni concebía que la inteligencia más
perfecta pudiese comprender el misterio de la reflexión mejor que él lo
había expuesto, ya que había dado una teoría mecánica del fenómeno. «Su
piedad —añade Brunhes—, no llegaba hasta creer que fuese posible hacer
otra cosa ni hacerla mejor.»
Hay en este relato dos partes que nos interesan. La primera es la
expresión de lo que sea la contemplación, el amor intelectual o la
visión beatífica para hombres superiores, que hacen del conocimiento su
pasión central, y otra la fe en la explicación mecanicista del mundo.
A esta disposición mecanicista del intelecto va unida la ya célebre
fórmula de «nada se crea, nada se pierde, todo se trasforma», con que se
ha querido interpretar el ambiguo principio de la conservación de la
energía, olvidando que para nosotros, para los hombres, prácticamente,
energía es la energía utilizable, y que ésta se pierde de continuo, se
disipa por la difusión del calor, se degrada, tendiendo a la nivelación y
a lo homogéneo. Lo valedero para nosotros, más aún, lo real para
nosotros, es lo diferencial, que es lo cualitativo; la cantidad pura,
sin diferencias, es como si para nosotros no existiese, pues que no
obra. Y el Universo material, el cuerpo del Universo, parece camina poco
a poco, y sin que sirva la acción retardadora de los organismos vivos y
más aún la acción consciente del hombre, a un estado de perfecta
estabilidad, de homogeneidad (v. Brunhes, obra citada). Que si el espíritu tiende a concentrarse, la energía material tiende a difundirse.
¿Y no tiene esto acaso una íntima relación con nuestro problema? ¿No
habrá una relación entre esta conclusión de la filosofía científica
respecto a un estado final de estabilidad y homogeneidad y el ensueño
místico de la apocatástasis? ¿Esa muerte del cuerpo del Universo no será
el triunfo final de su espíritu, de Dios?
Es evidente la relación íntima que media entre la exigencia religiosa
de una vida eterna después de la muerte, y las conclusiones —siempre
provisorias— a que la filosofía científica llega respecto al probable
porvenir del Universo material o sensitivo. Y el hecho es que así como
hay teólogos de Dios y de la inmortalidad del alma, hay también los que
Brunhes (obra citada,
cap. XXVI, § 2) llama teólogos del monismo, a los que estaría mejor
llamar ateólogos, gentes que persisten en el espíritu de afirmación a priori;
y que se hace insoportable —añade— cuando abrigan la pretensión de
desdeñar la teología. Un ejemplar de estos señores es Haeckel, ¡que ha
logrado disipar los enigmas de la Naturaleza!
Estos ateólogos se han apoderado de la conservación de la energía,
del «nada se crea y nada se pierde, todo se trasforma», que es de origen
teológico ya en Descartes, y se han servido de él para dispensarnos de
Dios. «El mundo construído para durar —escribe Brunhes—, que no se
gasta, o más bien repara por sí mismo las grietas que aparecen en él;
¡qué hermoso tema de ampliaciones oratorias!; pero estas mismas
ampliaciones, después de haber servido en el siglo XVII para probar la
sabiduría del Creador, han servido en nuestros días de argumentos para
los que pretenden pasarse sin él.» Es lo de siempre: la llamada
filosofía científica, de origen y de inspiración teológica o religiosa
en su fondo, yendo a dar en una ateología o irreligión, que no es otra
cosa que teología y religión. Recordemos aquello de Ritschl, ya citado
en estos ensayos.
Ahora, la última palabra de la ciencia, más bien aún que de la
filosofía científica, parece ser que el mundo material, sensible, camina
por la degradación de la energía, por la predominancia de los fenómenos
irrevertibles, a una nivelación última, a una especie de homogéneo
final. Y éste nos recuerda aquél hipotético homogéneo primitivo de que
tanto usó y abusó Spencer, y aquella fantástica inestabilidad de lo
homogéneo. Inestabilidad de que necesitaba el agnosticismo ateológico de
Spencer para explicar el inexplicable paso de lo homogéneo a lo
heterogéneo. Porque, ¿cómo puede surgir heterogeneidad alguna, sin
acción externa, del perfecto y absoluto homogéneo? Mas había que
descartar todo género de creación, y para ello el ingeniero desocupado,
metido a metafísico, como lo llamó Papini, inventó lo de la
inestabilidad de lo homogéneo, que es más... ¿cómo lo diré?, más místico
y hasta más mitológico, si se quiere, que la acción creadora de Dios.
Acertado anduvo aquel positivista italiano, Roberto Ardigó, que,
objetando a Spencer, le decía que lo más natural era suponer que siempre
fué como hoy, que siempre hubo mundos en formación, en nebulosa, mundos
formados y mundos que se deshacían; que la heterogeneidad es eterna.
Otro modo, como se ve, de no resolver.
¿Será esta la solución? Mas en tal caso, el Universo sería infinito, y
en realidad no cabe concebir un Universo eterno y limitado como el que
sirvió de base a Nietzsche para lo de la vuelta eterna. Si el Universo
ha de ser eterno, si han de seguirse en él, para cada uno de sus mundos,
períodos de homogeneización, de degradación de energía, y otras de
heterogeneización, es menester que sea infinito, que haya lugar siempre y
en cada mundo para una acción de fuera. Y de hecho, el cuerpo de Dios
no puede ser sino eterno e infinito.
Mas para nuestro mundo parece probada su gradual nivelación, o si
queremos, su muerte. ¿Y cuál ha de ser la suerte de nuestro espíritu en
este proceso? ¿Menguará con la degradación de la energía de nuestro
mundo y volverá a la inconsciencia, o crecerá más bien a medida que la
energía utilizable mengua y por los esfuerzos mismos para retardarlo y
dominar a la Naturaleza, que es lo que constituye la vida del espíritu?
¿Serán la conciencia y su soporte extenso dos poderes en contraposición
tal que el uno crezca a expensas del otro?
El hecho es que lo mejor de nuestra labor científica, que lo mejor de
nuestra industria, es decir, lo que en ella no conspira a destrucción
—que es mucho—, se endereza a retardar ese fatal proceso de degradación
de la energía. Ya la vida misma orgánica, sostén de la conciencia, es un
esfuerzo por evitar en lo posible ese término fatídico, por irlo
alargando.
De nada sirve querernos engañar con himnos paganos a la Naturaleza, a
aquella a que con más profundo sentido llamó Leopardi, este ateo
cristiano, «madre en el parto, en el querer madrastra», en aquel su
estupendo canto a la retama (La Ginestra).
Contra ella se ordenó en un principio la humana compañía; fué horror
contra la impía Naturaleza lo que anudó primero a los hombres en cadena
social. Es la sociedad humana, en efecto, madre de la conciencia refleja
y del ansia de inmortalidad, la que inaugura el estado de gracia sobre
el de Naturaleza, y es el hombre el que, humanizando, espiritualizando a
la Naturaleza con su industria, la sobrenaturaliza.
El trágico poeta portugués, Antero de Quental, soñó en dos estupendos sonetos que tituló Redención,
que hay un espíritu preso, no ya en los átomos o en los iones o en los
cristales, sino —como a un poeta corresponde— en el mar, en los árboles,
en la selva, en la montaña, en el viento, en las individualidades y
formas todas materiales, y que un día, todas esas almas, en el limbo aún
de la existencia, despertarán en la conciencia, y cerniéndose como puro
pensamiento, verán a las formas, hijas de la ilusión, caer deshechas
como un sueño vano. Es el ensueño grandioso de la concientización de
todo.
¿No es acaso que empezó el Universo, este nuestro Universo —¿quién
sabe si hay otros?— con un cero de espíritu —y cero no es lo mismo que
nada— y un infinito de materia, y marcha a acabar en un infinito de
espíritu con un cero de materia? ¡Ensueños!
¿No es acaso que todo tiene un alma, y que esa alma pide liberación?
«¡Oh tierras de Alvargonzález — en el corazón de España, — tierras
pobres, tierras tristes, — tan tristes que tienen alma!», canta nuestro
poeta Antonio Machado (Campos de Castilla). La tristeza de
los campos, ¿está en ellos o en nosotros que los contemplamos? ¿No es
que sufren? Pero, ¿qué puede ser un alma individual en el mundo de la
materia? ¿Es individuo una roca o una montaña? ¿Lo es un árbol?
Y siempre resulta, sin embargo, que luchan el espíritu y la materia. Ya lo dijo Espronceda al decir que:
Aquí, para vivir en santa calma,
o sobra la materia o sobra el alma.
¿Y no hay en la historia del pensamiento, o si queréis,
de la imaginación humana, algo que corresponda a ese proceso de
reducción de lo material, en el sentido de una reducción de todo a
conciencia?
Sí, la hay, y es del primer místico cristiano, de San Pablo de Éfeso,
del apóstol de los gentiles, de aquel que por no haber visto con los
ojos carnales de la cara al Cristo carnal y mortal, al ético, le creó en
sí inmortal y religioso, de aquél que fué arrebatado al tercer cielo,
donde vió secretos inefables (II Corintios, XIII). Y este primer místico
cristiano soñó también en un triunfo final del espíritu, de la
conciencia, y es lo que se llama técnicamente en teología la
apocatástasis o reconstitución.
Es en los versículos 26 al 28 del capítulo XV de su primera epístola a
los Corintios donde nos dice que el último enemigo que ha de ser
dominado será la muerte, pues Dios puso todo bajo sus pies; pero cuando
diga que todo le está sometido, es claro que excluyendo al que hizo que
todo se le sometiese, y cuando le haya sometido todo, entonces también
Él, el Hijo, se someterá al que le sometió todo para que Dios sea todo
en todos: ἵνα ᾖ ὁ θεὸς πάντα ἐν πᾶσιν. Es decir, que el fin es que Dios, la Conciencia, acabe siéndolo todo en todo.
Doctrina que se completa con cuanto el mismo Apóstol expone respecto
al fin de la historia toda del mundo en su Epístola a los Efesios.
Preséntanos en ella, como es sabido, a Cristo —que es por quien fueron
hechas las cosas todas del cielo y de la tierra, visibles e invisibles
(Col. I, 16)—, como cabeza de todo (I, 22), y en él, en esta cabeza,
hemos de resucitar todos para vivir en comunión de santos y comprender
con todos los santos cual sea la anchura, la largura, la profundidad y
la altura, y conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento
(III, 18, 19). Y a este recogernos en Cristo, cabeza de la Humanidad, y
como resumen de ella, es a lo que el Apóstol llama recaudarse,
recapitularse o recogerse todo en Cristo, ἀνακεφαλαιώσασθαι τὰ πάντα ἐν τῷ Χριστῷ. Y esta recapitulación —ἀνακεφαλαίωσις, anacefaleosis—,
fin de la historia del mundo y del linaje humano, no es sino otro
aspecto de la apocatástasis. Esta, la apocatástasis, el que llegue a ser
Dios todo en todos, redúcese, pues, a la anacefaleosis, a que todo se
recoja en Cristo, en la Humanidad, siendo por lo tanto la Humanidad el
fin de la creación. Y esta apocatástasis, esta humanación o divinización
de todo, ¿no suprime la materia? ¿Pero es que suprimida la materia, que
es el principio de individuación —principium individuationis,
según la Escuela—, no vuelve todo a una conciencia pura, que en pura
pureza, ni se conoce a sí, ni es cosa alguna concebible y sentible? Y
suprimida toda materia, ¿en qué se apoya el espíritu?
Las mismas dificultades, las mismas impensabilidades, se nos vienen por otro camino.
Alguien podría decir, por otra parte, que la apocatástasis, el que
Dios llegue a ser todo en todos, supone que no lo era antes. El que los
seres todos lleguen a gozar de Dios, supone que Dios llega a gozar de
los seres todos, pues la visión beatífica es mutua, y Dios se
perfecciona con ser mejor conocido, y de almas se alimenta y con ellas
se enriquece.
Podría en este camino de locos ensueños imaginarse un Dios
inconsciente, dormitando en la materia, y que va a un Dios consciente
del todo, consciente de su divinidad; que el Universo todo se haga
consciente de sí como todo y de cada una de las conciencias que le
integran, que se haga Dios. Mas, en tal caso, ¿cómo empezó ese Dios
inconsciente? ¿No es la materia misma? Dios no sería así el principio,
sino el fin del Universo; pero, ¿puede ser fin lo que no fué principio?
¿O es que hay fuera del tiempo, en la eternidad, diferencia entre
principio y fin? «El alma del todo no estaría atada por aquello mismo
(esto es: la materia) que está por ella atado», dice Plotino (Enn.,
II. IX, 7). ¿O no es más bien la Conciencia del Todo que se esfuerza
por hacerse de cada parte, y en que cada conciencia parcial tenga de
ella, de la total, conciencia? ¿No es un Dios monoteísta o solitario que
camina a hacerse panteísta? Y si no es así, si la materia y el dolor
son extraños a Dios se preguntará uno: ¿para qué creó Dios el mundo?
¿Para qué hizo la materia e introdujo el dolor? ¿No era mejor que no
hubiese hecho nada? ¿Qué gloria le añade el crear ángeles u hombres que
caigan y a los que tenga que condenar a tormento eterno? ¿Hizo acaso el
mal para curarlo? ¿O fué la redención, y la redención total y absoluta,
de todo y de todos, su designio? Porque no es esta hipótesis ni más
racional ni más piadosa que la otra.
En cuanto tratamos de representarnos la felicidad eterna,
preséntasenos una serie de preguntas sin respuesta alguna satisfactoria,
esto es, racional, sea que partamos de una suposición monoteísta o de
una panteísta o siquiera panenteísta.
Volvamos a la apocatástasis pauliniana.
Al hacerse Dios todo en todos, ¿no es acaso que se completa, que
acaba de ser Dios, conciencia infinita que abarca las conciencias todas?
¿Y qué es una conciencia infinita? Suponiendo, como supone, la
conciencia, límite, o siendo más bien la conciencia conciencia de
límite, de distinción, ¿no excluye por lo mismo la infinitud? ¿Qué valor
tiene la noción de infinitud aplicada a la conciencia? ¿Qué es una
conciencia toda ella conciencia, sin nada fuera de ella que no lo sea?
¿De qué es conciencia la conciencia en tal caso? ¿De su contenido? ¿O no
será más bien que nos acercamos a la apocatástasis o apoteosis final
sin llegar nunca a ella a partir de un caos, de una absoluta
inconsciencia, en lo eterno del pasado?
¿No será más bien eso de la apocatástasis, de la vuelta de todo a
Dios, un término ideal a que sin cesar nos acercamos sin haber nunca de
llegar a él, y unos a más ligera marcha que otros? ¿No será la absoluta y
perfecta felicidad eterna una eterna esperanza que de realizarse
moriría? ¿Se puede ser feliz sin esperanza? Y no cabe esperar ya una vez
realizada la posesión, porque ésta mata la esperanza, el ansia. ¿No
será, digo, que todas las almas crezcan sin cesar, unas en mayor
proporción que otras, pero habiendo todas de pasar alguna vez por un
mismo grado cualquiera de crecimiento, y sin llegar nunca al infinito, a
Dios, a quien de continuo se acercan? ¿No es la eterna felicidad una
eterna esperanza, con su núcleo eterno de pesar para que la dicha no se
suma en la nada?
Siguen las preguntas sin respuesta.
«Será todo en todos», dice el Apóstol. ¿Pero lo será de distinta
manera en cada uno o de la misma en todos? ¿No será Dios todo en un
condenado? ¿No está en su alma? ¿No está en el llamado infierno? ¿Y cómo
está en él?
De donde surgen nuevos problemas, y son los referentes a la oposición
entre cielo e infierno, entre felicidad e infelicidad eternas.
¿No es que al cabo se salvan todos, incluso Caín y Judas, y Satanás
mismo, como desarrollando la apocatástasis pauliniana quería Orígenes?
Cuando nuestros teólogos católicos quieren justificar racionalmente
—o sea éticamente— el dogma de la eternidad de las penas del infierno,
dan unas razones tan especiosas, ridículas e infantiles que parece
mentira hayan logrado curso. Porque decir que siendo Dios infinito la
ofensa a Él inferida es infinita también, y exige, por lo tanto, un
castigo eterno, es, aparte de lo inconcebible de una ofensa infinita,
desconocer que en moral y no en policía humanas, la gravedad de la
ofensa se mide, más que por la dignidad del ofendido, por la intención
del ofensor, y que una intención culpable infinita es un desatino, y
nada más. Lo que aquí cabría aplicar son aquellas palabras del Cristo,
dirigiéndose a su Padre: «¡Padre, perdónalos, porque no saben lo que se
hacen!», y no hay hombre que al ofender a Dios o a su prójimo sepa lo
que se hace. En ética humana, o si se quiere en policía —eso que llaman
derecho penal, y que es todo menos derecho— humana una pena eterna es un
desatino.
«Dios es justo, y se nos castiga; he aquí cuanto es indispensable
sepamos; lo demás no es para nosotros sino pura curiosidad.» Así,
Lamennais (Essai, parte IV, cap.
VII), y así otros con él. Y así también Calvino. ¿Pero hay quien se
contente con eso? ¡Pura curiosidad! ¡Llamar pura curiosidad a lo que más
estruja el corazón!
¿No será acaso que el malo se aniquila porque deseó aniquilarse, o
que no deseó lo bastante eternizarse por ser malo? ¿No podremos decir
que no es el creer en otra vida lo que le hace a uno bueno, sino que por
ser bueno cree en ella? ¿Y qué es ser bueno y ser malo? Esto es ya del
dominio de la ética, no de la religión. O más bien, ¿no es de la ética
el hacer el bien, aun siendo malo, y de la religión el ser bueno, aun
haciendo mal?
¿No se nos podrá acaso decir, por otra parte, que si el pecador sufre
un castigo eterno es porque sin pecar cesa, porque los condenados no
cesan de pecar? Lo cual no resuelve el problema, cuyo absurdo todo
proviene de haber concebido el castigo como vindicta o venganza, no como
corrección; de haberlo concebido a la manera de los pueblos bárbaros. Y
así un infierno policíaco, para meter miedo en este mundo. Siendo lo
peor que ya no amedrenta, por lo cual habrá que cerrarlo.
Mas, por otra parte, en concepción religiosa y dentro del misterio,
¿por qué no una eternidad de dolor, aunque esto subleve nuestros
sentimientos? ¿por qué no un Dios que se alimenta de nuestro dolor? ¿Es
acaso nuestra dicha el fin del Universo? ¿o no alimentamos con nuestro
dolor alguna dicha ajena? Volvamos a leer en las Euménides
del formidable trágico Esquilo aquellos coros de las Furias, porque los
dioses nuevos, destruyendo las antiguas leyes, les arrebataban a Orestes
de las manos; aquellas encendidas invectivas contra la redención
apolínea. ¿No es que la redención arranca de las manos de los dioses a
los hombres, su presa y su juguete, con cuyos dolores juegan y se gozan
como los chiquillos atormentando a un escarabajo, según la sentencia del
trágico? Y recordemos aquello de: ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿por qué me has
abandonado?
Sí, ¿por qué no una eternidad de dolor? El infierno es una
eternización del alma, aunque sea en pena. ¿No es la pena esencial a la
vida?
Los hombres andan inventando teorías para explicarse eso que llaman
el origen del mal. ¿Y por qué no el origen del bien? ¿por qué suponer
que es el bien lo positivo y originario, y el mal lo negativo y
derivado? «Todo lo que es en cuanto es, es bueno», sentenció San
Agustín; pero, ¿por qué? ¿qué quiere decir ser bueno? Lo bueno es bueno
para algo, conducente a un fin, y decir que todo es bueno, vale decir
que todo va a su fin. Pero ¿cuál es su fin? Nuestro apetito es
eternizarnos, persistir, y llamamos bueno a cuanto conspira a ese fin, y
malo a cuanto tiende a amenguarnos o destruirnos la conciencia.
Suponemos que la conciencia humana es fin y no medio para otra cosa que
no sea conciencia, ya humana, ya sobrehumana.
Todo optimismo metafísico, como el de Leibnitz, o pesimismo de igual
orden, como el de Schopenhauer, no tienen otro fundamento. Para
Leibnitz,
este mundo es el mejor, porque conspira a perpetuar la conciencia y con
ella la voluntad, porque la inteligencia acrecienta la voluntad y la
perfecciona, porque el fin del hombre es la contemplación de Dios, y
para Schopenhauer es este mundo el peor de los posibles, porque conspira
a destruir la voluntad, porque la inteligencia, la representación,
anula a la voluntad, su madre. Y así Franklin, que creía en otra vida,
aseguraba que volvería a vivir ésta, la vida que vivió, de cabo a rabo, from its beginning to the end;
y Leopardi, que no creía en otra, aseguraba que nadie aceptaría volver a
vivir la vida que vivió. Ambas doctrinas, no ya éticas, sino
religiosas, y el sentimiento del bien moral, en cuanto valor
teleológico, de origen religioso también.
Y vuelve uno a preguntarse: ¿no se salvan, no se eternizan, y no ya
en dolor, sino en dicha, todos, lo mismo los que llamamos buenos que los
llamados malos?
¿En esto de bueno y de malo no entra la malicia del que juzga? ¿La
maldad está en la intención del que ejecuta el acto o no está más bien
en la del que lo juzga malo? ¡Pero es lo terrible que el hombre se juzga
a sí mismo, se hace juez de sí propio!
¿Quiénes se salvan? Ahora otra imaginación —ni más ni menos racional
que cuantas van interrogativamente expuestas—, y es que sólo se salven
los que anhelaron salvarse, que sólo se eternicen los que vivieron
aquejados de terrible hambre de eternidad y de eternización. El que
anhela no morir nunca, y cree no haberse nunca de morir en espíritu, es
porque lo merece, o más bien, sólo anhela la eternidad personal el que
la lleva ya dentro. No deja de anhelar con pasión su propia
inmortalidad, y con pasión avasalladora de toda razón, sino aquel que no
la merece, y porque no la merece no la anhela. Y no es injusticia no
darle lo que no sabe desear, porque pedid y se os dará. Acaso se le dé a
cada uno lo que deseó. Y acaso el pecado aquel contra el Espíritu
Santo, para el que no hay, según el Evangelio, remisión, no sea otro que
no desear a Dios, no anhelar eternizarse.
«Según es vuestro espíritu, así es vuestra rebusca; hallaréis lo que deseéis, y esto es ser cristiano», as is your sort of mind — so is your sort of search; you’ll find — what you desire, and that’s to be — a Christian, decía R. Browning (Christmas-Eve and Easter-Day, VII).
El Dante condena en su Infierno a los epicúreos, a los que no
creyeron en otra vida, a algo más terrible que no tenerla y es a la
conciencia de que no la tienen, y esto en forma plástica, haciendo que
permanezcan durante la eternidad toda encerrados dentro de sus tumbas,
sin luz, sin aire, sin fuego, sin movimiento, sin vida. (Inferno, X, 10-15).
¿Qué crueldad hay en negar a uno lo que no deseó o no pudo desear? Virgilio el dulce, en el canto VI de su Eneida (426-429), nos hace oir las voces y vagidos quejumbrosos de los niños que lloran a la entrada del infierno, continuo auditae voces, vagitus et ingens
infantumque animae flentes in limine primo,
desdichados que apenas entraron en la vida ni
conocieron sus dulzuras, y a quienes un negro día les arrebató de los
pechos maternos para sumergirlos en acerbo luto,
quos dulcis vitae exsortes et ab ubere raptos
abstulit atra dies et funere mersit acerbo.
¿Pero qué vida perdieron, si no la conocían ni la anhelaban? ¿O es que en realidad no la anhelaron?
Aquí podrá decirse que la anhelaron otros por ellos, que sus padres
les quisieron eternos, para con ellos recrearse luego en la gloria. Y
así entramos en un nuevo campo de imaginaciones, y es el de la
solidaridad y representatividad de la salvación eterna.
Son muchos, en efecto, los que se imaginan al linaje humano como un
ser, un individuo colectivo y solidario, y en que cada miembro
representa o puede llegar a representar a la colectividad toda y se
imaginan la salvación como algo colectivo también. Como algo colectivo
el mérito, y como algo colectivo también la culpa; y la redención. O se
salvan todos o no se salva nadie, según este modo de sentir y de
imaginar; la redención es total y es mutua; cada hombre un Cristo de su
prójimo.
¿Y no hay acaso como un vislumbre de esto en la creencia popular
católica de las benditas ánimas del Purgatorio y de los sufragios que
por ellas, por sus muertos, rinden los vivos y los méritos que les
aplican? Es corriente en la piedad popular católica este sentimiento de
trasmisión de méritos, ya a vivos, ya a muertos.
No hay tampoco que olvidar el que muchas veces se ha presentado ya en
la historia del pensamiento religioso humano la idea de la inmortalidad
restringida a un número de elegidos, de espíritus representativos de
los demás, y que en cierto modo los incluyen en sí, idea de abolengo
pagano —pues tales eran los héroes y semi-dioses— que se abroquela a las
veces en aquello de que son muchos los llamados y pocos los elegidos.
En estos días mismos en que me ocupaba en preparar este ensayo llegó a mis manos la tercera edición del Dialogue sur la vie et sur la mort,
de Charles Bonnefon, libro en que imaginaciones análogas a las que
vengo exponiendo hallan expresión concentrada y sugestiva. Ni el alma
puede vivir sin el cuerpo, ni éste sin aquélla, nos dice Bonnefon, y así
no existen en realidad ni la muerte ni el nacimiento, ni hay en rigor,
ni cuerpo, ni alma, ni nacimiento, ni muerte, todo lo cual son
abstracciones o apariencias, sino tan sólo una vida pensante, de que
formamos parte, y que no puede ni nacer ni morir. Lo que le lleva a
negar la individualidad humana, afirmando que nadie puede decir: «yo
soy», sino más bien, «nosotros somos», o mejor aún: «es en nosotros». Es
la humanidad, la especie, la que piensa y ama en nosotros. Y como se
trasmiten los cuerpos se trasmiten las almas. «El pensamiento vivo o la
vida pensante que somos volverá a encontrarse inmediatamente bajo una
forma análoga a la que fué nuestro origen y correspondiente a nuestro
ser en el seno de una mujer fecundado.» Cada uno de nosotros, pues, ha
vivido ya y volverá a vivir, aunque lo ignore. «Si la humanidad se eleva
gradualmente por encima de sí misma, ¿quién nos dice que al momento de
morir el último hombre, que contendrá en sí a todos los demás, no haya
llegado a la humanidad superior tal como existe en cualquier otra parte,
en el cielo?... Solidarios todos, recogeremos todos poco a poco los
frutos de nuestros esfuerzos.» Según este modo de imaginar y de sentir,
como nadie nace nadie muere, sino que cada alma no ha cesado de luchar y
varias veces hase sumergido en medio de la pelea humana «desde que el
tipo de embrión correspondiente a la misma conciencia se representaba en
la sucesión de los fenómenos humanos». Claro es que como Bonnefon
empieza por negar la individualidad personal, deja fuera nuestro
verdadero anhelo, que es el de salvarla; mas como, por otra parte, él,
Bonnefon, es individuo personal y siente ese anhelo, acude a la
distinción entre llamados y elegidos, y a la noción de espíritus
representativos, y concede a un número de hombres esa inmortalidad
individual representativa. De estos elegidos dice que «serán un poco más
necesarios a Dios que nosotros mismos». Y termina este grandioso
ensueño en que «de ascensión en ascensión no es imposible que lleguemos a
la dicha suprema, y que nuestra vida se funda en la Vida perfecta como
la gota de agua en el mar. Comprenderemos entonces —prosigue diciendo—
que todo era necesario, que cada filosofía o cada religión tuvo su hora
de verdad, que a través de nuestros rodeos y errores y en los momentos
más sombríos de nuestra historia, hemos columbrado el faro y que
estábamos todos predestinados a participar de la Luz Eterna. Y si el
Dios que volveremos a encontrar posee un cuerpo —y no podemos concebir
Dios vivo que no le tenga—, seremos una de sus células conscientes a la
vez que las miríadas de razas brotadas en las miríadas de soles. Si este
ensueño se cumpliera, un océano de amor batiría nuestras playas, y el
fin de toda vida añadir una gota de agua a su infinito». ¿Y qué es este
ensueño cósmico de Bonnefon sino la forma plástica de la apocatástasis
pauliniana?
Sí, este tal ensueño, de viejo abolengo cristiano, no es otra cosa,
en el fondo, que la anacefaleosis pauliniana, la fusión de los hombres
todos en el Hombre, en la Humanidad toda hecha Persona, que es Cristo, y
con los hombres todo, y la sujeción luego de todo ello a Dios, para que
Dios, la Conciencia, lo sea todo en todos. Lo cual supone una redención
colectiva y una sociedad de ultratumba.
A mediados del siglo XVIII dos pietistas de origen protestante, Juan
Jacobo Moser y Federico Cristóbal Oetinger, volvieron a dar fuerza y
valor a la anacefaleosis pauliniana. Moser declaraba que su religión no
consistía en tener por verdaderas ciertas doctrinas y vivir
virtuosamente conforme a ellas, sino en unirse de nuevo con Dios por
Cristo; a lo que corresponde el conocimiento, creciente hasta el fin de
la vida, de los propios pecados y de la misericordia y paciencia de
Dios, la alteración del sentido natural todo, la adquisición de la
reconciliación fundada en la muerte de Cristo, el goce de la paz con
Dios en el testimonio permanente del Espíritu Santo, respecto a la
remisión de los pecados; el conducirse según el modelo de Cristo, lo
cual sólo brota de la fe, el acercarse a Dios y tratar con Él, y la
disposición de morir en gracia y la esperanza del juicio que otorga la
bienaventuranza en el próximo goce de Dios y en trato con todos los santos. (Ritschl: Geschichte des Pietismus,
III, § 43.) El trato con todos los santos, es decir, la sociedad eterna
humana. Y Oetinger, por su parte, considera la felicidad eterna, no
como la visión de Dios en su infinitud, sino basándose en la Epístola a
los Efesios, como la contemplación de Dios en la armonía de la criatura
con Cristo. El trato con todos los santos era, según él, esencial al
contenido de la felicidad eterna. Era la realización del reino de Dios,
que resulta así ser el reino del Hombre. Y al exponer estas doctrinas de
los dos pietistas confiesa Ritschl (obra citada, III, § 46) que ambos
testigos adquirieron para el protestantismo con ellas algo de tanto
valor como el método teológico de Spener, otro pietista.
Vese, pues, cómo el íntimo anhelo místico cristiano, desde San Pablo,
ha sido dar finalidad humana, o sea divina, al universo, salvar la
conciencia humana y salvarla haciendo una persona de la humanidad toda. A
ello responde la anacefaleosis, la recapitulación de todo, todo lo de
la tierra y el cielo, lo visible y lo invisible, en Cristo, y la
apocatástasis, la vuelta de todo a Dios, a la conciencia, para que Dios
sea todo en todo. Y ser Dios todo en todo ¿no es acaso el que cobre todo
conciencia y resucite en ésta todo lo que pasó, y se eternice todo
cuanto en el tiempo fué? Y entre ello, todas las conciencias
individuales, las que han sido, las que son y las que serán, y tal como
se dieron, se dan y se darán, en sociedad y solidaridad.
Mas este resucitar a conciencia todo lo que alguna vez fué, ¿no trae
necesariamente consigo una fusión de lo idéntico, una amalgama de lo
semejante? Al hacerse el linaje humano verdadera sociedad en Cristo,
comunión de santos, reino de Dios, ¿no es que las engañosas y hasta
pecaminosas diferencias individuales se borran, y queda sólo de cada
hombre que fué lo esencial de él en la sociedad perfecta? ¿No resultaría
tal vez, según la suposición de Bonnefon, que esta conciencia que vivió
en el siglo XX en este rincón de esta tierra se sintiese la misma que
tales otras que vivieron en otros siglos y acaso en otras tierras?
¡Y qué no puede ser una efectiva y real unión, una unión sustancial e
íntima, alma a alma, de todos los que han sido! «Si dos criaturas
cualesquiera se hicieran una, harían más que ha hecho el mundo.»
If any two creatures grew into oneThey would do more than the world has done,
sentenció Browning (The flight of the Duchess), y el Cristo nos dejó dicho que donde se reunan dos en su nombre, allí está Él.
La gloria es, pues, según muchos, sociedad, más perfecta sociedad que
la de este mundo, es la sociedad humana hecha persona. Y no falta quien
crea que el progreso humano todo conspira a hacer de nuestra especie un
ser colectivo con verdadera conciencia —¿no es acaso un organismo
humano individual, una especie de federación de células?— y que cuando
la haya adquirido plena, resucitarán en ella cuantos fueron.
La gloria, piensan muchos, es sociedad. Como nadie vive aislado nadie
puede sobrevivir aislado tampoco. No puede gozar de Dios en el cielo
quien vea que su hermano sufre en el infierno, porque fueron comunes la
culpa y el mérito. Pensamos con los pensamientos de los demás, y con sus
sentimientos sentimos. Ver a Dios, cuando Dios sea todo en todos, es
verlo todo en Dios y vivir en Dios con todo.
Este grandioso ensueño de la solidaridad final humana es la
anacefaleosis y la apocatástasis paulinianas. Somos los cristianos,
decía el Apóstol (I Cor., XII, 27), el cuerpo de Cristo, miembros de él, carne de su carne y hueso de sus huesos (Efesios, V, 30), sarmientos de la vid.
Pero en esta final solidarización, en ésta la verdadera y suprema cristinación
de las criaturas todas, ¿qué es de cada conciencia individual? ¿qué es
de mí, de este pobre yo frágil, de este yo esclavo del tiempo y del
espacio, de este yo que la razón me dice ser un mero accidente pasajero;
pero por salvar al cuál, vivo y sufro y espero y creo? Salvada la
finalidad humana del Universo, si al fin se salva; salvada la
conciencia, ¿me resignaría a hacer el sacrificio de este mi pobre yo,
por el cual y sólo por el cual conozco esa finalidad y esa conciencia?
Y henos aquí en lo más alto de la tragedia, en su nudo, en la
perspectiva de este supremo sacrificio religioso: el de la propia
conciencia individual en aras de la Conciencia Humana perfecta, de la
Conciencia Divina.
Pero, ¿hay tal tragedia? Si llegáramos a ver claro esa anacefaleosis;
si llegáramos a comprender y sentir que vamos a enriquecer a Cristo,
¿vacilaríamos un momento en entregarnos del todo a Él? El arroyico que
entra en el mar y siente en la dulzura de sus aguas el amargor de la sal
oceánica, ¿retrocedería hacia su fuente? ¿querría volver a la nube que
nació de mar? ¿no es su gozo sentirse absorbido?
Y, sin embargo...
Sí, a pesar de todo, la tragedia culmina aquí.
Y el alma, mi alma al menos, anhela otra cosa, no absorción, no
quietud, no paz, no apagamiento, sino eterno acercarse sin llegar nunca,
inacabable anhelo, eterna esperanza que eternamente se renueva sin
acabarse del todo nunca. Y con ello un eterno carecer de algo y un dolor
eterno. Un dolor, una pena, gracias a la cual se crece sin cesar en
conciencia y en anhelo. No pongáis a la puerta de la Gloria como a la
del Infierno puso el Dante el: Lasciate ogni speranza!
¡No matéis el tiempo! Es nuestra vida una esperanza que se está
convirtiendo sin cesar en recuerdo, que engendra a su vez a la
esperanza. ¡Dejadnos vivir! La eternidad, como un eterno presente, sin
recuerdo y sin esperanza, es la muerte. Así son las ideas, pero así no
viven los hombres. Así son las ideas en el Dios-Idea; pero no pueden
vivir así los hombres en el Dios vivo, en el Dios-Hombre.
Un eterno Purgatorio, pues, más que una Gloria; una ascensión eterna.
Si desaparece todo dolor, por puro y espiritualizado que lo supongamos,
toda ansia, ¿qué hace vivir a los bienaventurados? Si no sufren allí
por Dios, ¿cómo le aman? Y si aun allí, en la Gloria, viendo a Dios poco
a poco y cada vez de más cerca sin llegar a Él del todo nunca, no les
queda siempre algo por conocer y anhelar, no les queda siempre un poso
de incertidumbre, ¿cómo no se aduermen?
O en resolución, si allí no queda algo de la tragedia íntima del
alma, ¿qué vida es esa? ¿Hay acaso goce mayor que acordarse de la
miseria —y acordarse de ella es sentirla— en el tiempo de la felicidad?
¿No añora la cárcel quien se libertó de ella? ¿No echa de menos aquellos
sus anhelos de libertad?
*
¡Ensueños mitológicos!, se dirá. Ni como otra cosa los hemos
presentado. Pero, ¿es que el ensueño mitológico no contiene su verdad?
¿Es que el ensueño y el mito no son acaso revelaciones de una verdad
inefable, de una verdad irracional, de una verdad que no puede probarse?
¡Mitología! Acaso; pero hay que mitologizar respecto a la otra vida
como en tiempo de Platón. Acabamos de ver que cuando tratamos de dar
forma concreta, concebible, es decir, racional, a nuestro anhelo
primario, primordial y fundamental de vida eterna consciente de sí y de
su individualidad personal, los absurdos estéticos, lógicos y éticos se
multiplican y no hay modo de concebir sin contradicciones y
despropósitos la visión beatífica y la apocatástasis.
¡Y sin embargo!...
Sin embargo, sí, hay que anhelarla, por absurda que nos parezca, es
más, hay que creer en ella, de una manera o de otra, para vivir. Para
vivir, ¿eh?, no para comprender el Universo. Hay que creer en ella, y
creer en ella es ser religioso. El cristianismo, la única religión que
nosotros, los europeos del siglo XX, podemos de veras sentir, es, como
decía Kierkegaard, una salida desesperada (Afsluttende uvidenskabelig Efterskrift,
II, I, cap. I), salida que sólo se logra mediante el martirio de la fe,
que es la crucifixión de la razón, según el mismo trágico pensador.
No sin razón quedó dicho por quien pudo decirlo aquello de la locura
de la cruz. Locura, sin duda, locura. Y no andaba del todo descaminado
el humorista yanqui —Oliver Wendell Holmes— al hacer decir a uno de los
personajes de sus ingeniosas conversaciones que se formaba mejor idea de
los que estaban encerrados en un manicomio por monomanía religiosa que
no de los que, profesando los mismos principios religiosos andaban
sueltos y sin enloquecer. Pero ¿es que realmente no viven éstos también,
gracias a Dios, enloquecidos? ¿Es que no hay locuras mansas, que no
sólo nos permiten convivir con nuestros prójimos sin detrimento de la
sociedad, sino que más bien nos ayudan a ello, dándonos como nos dan
sentido y finalidad a la vida y a la sociedad mismas?
Y después de todo, ¿qué es la locura y cómo distinguirla de la razón
no poniéndose fuera de una y de otra, lo cual nos es imposible?
Locura tal vez, y locura grande, querer penetrar en el misterio de
ultratumba; locura querer sobreponer nuestras imaginaciones, preñadas de
contradicción íntima, por encima de lo que una sana razón nos dicta. Y
una sana razón nos dice que no se debe fundar nada sin cimientos, y que
es labor, más que ociosa, destructiva, la de llenar con fantasías el
hueco de lo desconocido. Y sin embargo...
Hay que creer en la otra vida, en la vida eterna de más allá de la
tumba, y en una vida individual y personal, en una vida en que cada uno
de nosotros sienta su conciencia y la sienta unirse, sin confundirse,
con las demás conciencias todas en la Conciencia Suprema, en Dios; hay
que creer en esa otra vida para poder vivir ésta y soportarla y darle
sentido y finalidad. Y hay que creer acaso en esa otra vida para
merecerla, para conseguirla, o tal vez ni la merece ni la consigue el
que no la anhela sobre la razón y, si fuere menester, hasta contra ella.
Y hay, sobre todo, que sentir y conducirse como si nos estuviese
reservada una continuación sin fin de nuestra vida terrenal después de
la muerte; y si es la nada lo que nos está reservado, no hacer que esto
sea una justicia, según la frase de Obermann.
Lo que nos trae como de la mano a examinar el aspecto práctico o ético de nuestro único problema.