Del Sentimiento Trágico de la Vida

XI. El problema práctico

XI. El problema práctico

L’homme est périssable.—Il se peut; mais périssons en résistant,

et, si le néant nous est reservé, ne faisons pas que ce soit une

justice.

Sénancour: Obermann, lettre XC.

Varias veces, en el errabundo curso de estos ensayos, he definido, a

pesar de mi horror a las definiciones, mi propia posición frente al

problema que vengo examinando; pero sé que no faltará nunca el lector

insatisfecho, educado en un dogmatismo cualquiera, que se dirá: «Este

hombre no se decide, vacila; ahora parece afirmar una cosa, y luego la

contraria, está lleno de contradicciones; no le puedo encasillar; ¿qué

es?» Pues eso, uno que afirma contrarios, un hombre de contradicción y

de pelea, como de sí mismo decía Job: uno que dice una cosa con el

corazón y la contraria con la cabeza, y que hace de esta lucha su vida.

Más claro, ni el agua que sale de la nieve de las cumbres.

Se me dirá que esta es una posición insostenible, que hace falta un

cimiento en que cimentar nuestra acción y nuestras obras, que no cabe

vivir de contradicciones, que la unidad y la claridad son condiciones

esenciales de la vida y del pensamiento, y que se hace preciso unificar

éste. Y seguimos siempre en lo mismo. Porque es la contradicción íntima

precisamente lo que unifica mi vida y le da razón práctica de ser.

O más bien es el conflicto mismo, es la misma apasionada incertidumbre lo que unifica mi acción y me hace vivir y obrar.

Pensamos para vivir, he dicho; pero acaso fuera más acertado decir

que pensamos porque vivimos, y que la forma de nuestro pensamiento

responde a la de nuestra vida. Una vez más tengo que repetir que

nuestras doctrinas éticas y filosóficas en general no suelen ser sino la

justificación a posteriori de nuestra

conducta, de nuestros actos. Nuestras doctrinas suelen ser el medio que

buscamos para explicar y justificar a los demás y a nosotros mismos

nuestro propio modo de obrar. Y nótese que no sólo a los demás, sino a

nosotros mismos. El hombre, que no sabe en rigor por qué hace lo que

hace y no otra cosa, siente la necesidad de darse cuenta de su razón de

obrar, y la forja. Los que creemos móviles de nuestra conducta no suelen

ser sino pretextos. La misma razón que uno cree que le impulsa a

cuidarse para prolongar su vida, es la que en la creencia de otro le

lleva a éste a pegarse un tiro.

No puede, sin embargo, negarse que los razonamientos, las ideas, no

influyan en los actos humanos, y aun a las veces los determinen por un

proceso análogo al de la sugestión en un hipnotizado, y es por la

tendencia que toda idea —que no es sino un acto incoado o abortado—

tiene a resolverse en acción. Esta noción es la que llevó a Fouillée a

lo de las ideas-fuerzas. Pero son de ordinario fuerzas que acomodamos a

otras más íntimas y mucho menos conscientes.

Mas dejando por ahora todo esto, quiero establecer que la

incertidumbre, la duda, el perpetuo combate con el misterio de nuestro

final destino, la desesperación mental y la falta de sólido y estable

fundamento dogmático, pueden ser base de moral.

El que basa o cree basar su conducta —interna o externa, de

sentimiento o de acción— en un dogma o principio teórico que estima

incontrovertible, corre riesgo de hacerse un fanático, y, además, el día

en que se le quebrante o afloje ese dogma, su moral se relaja. Si la

tierra que cree firme vacila, él, ante el terremoto, tiembla, porque no

todos somos el estoico ideal a quien le hieren impávido las ruinas del

orbe hecho pedazos. Afortunadamente, le salvará lo que hay debajo de sus

ideas. Pues al que os diga que si no estafa y pone cuernos a su más

íntimo amigo, es porque teme al infierno, podéis asegurar que, si dejase

de creer en éste, tampoco lo haría, inventando entonces otra

explicación cualquiera. Y esto en honra del género humano.

Pero al que cree que navega, tal vez sin rumbo, en balsa movible y

anegable, no ha de inmutarle el que la balsa se le mueva bajo los pies y

amenace hundirse. Este tal cree obrar, no porque estime su principio de

acción verdadero, sino para hacerlo tal, para probarse su verdad, para

crearse su mundo espiritual.

Mi conducta ha de ser la mejor prueba, la prueba moral de mi anhelo

supremo; y si no acabo de convencerme, dentro de la última e

irremediable incertidumbre, de la verdad de lo que espero, es que mi

conducta no es bastante pura. No se basa, pues, la virtud en el dogma,

sino éste en aquélla, y es el mártir el que hace la fe más que la fe el

mártir. No hay seguridad y descanso —los que se pueden lograr en esta

vida, esencialmente insegura y fatigosa— sino en una conducta

apasionadamente buena.

Es la conducta, la práctica, la que sirve de prueba a la doctrina, a

la teoría. «El que quiera hacer la voluntad de Él —de Aquel que me

envió, dice Jesús— conocerá si es la doctrina de Dios o si hablo por mí

mismo» (Juan, VII, 17); y es conocido aquello de Pascal de: empieza por

tomar agua bendita, y acabarás creyendo. En esta misma línea pensaba

Juan Jacobo Moser, el pietista, que ningún ateo o naturalista tiene

derecho a considerar infundada la religión cristiana mientras no haya

hecho la prueba de cumplir con sus prescripciones y mandamientos (v.

Ritschl, Geschichte des Pietismus, lib. VII, 43).

¿Cuál es nuestra verdad cordial y antirracional? La inmortalidad del

alma humana, la de la persistencia sin término alguno de nuestra

conciencia, la de la finalidad humana del Universo. ¿Y cuál su prueba

moral? Podemos formularla así: obra de modo que merezcas a tu propio

juicio y a juicio de los demás la eternidad, que te hagas insustituíble,

que no merezcas morir. O tal vez así: obra como si hubieses de morirte

mañana, pero para sobrevivir y eternizarte. El fin de la moral es dar

finalidad humana, personal, al Universo; descubrir la que tenga —si es

que la tiene— y descubrirla obrando.

Hace ya más de un siglo, en 1804, el más hondo y más intenso de los

hijos espirituales del patriarca Rousseau, el más trágico de los

sentidores franceses, sin excluir a Pascal, Sénancour, en la carta XC de

las que constituyen aquella inmensa monodia de su Obermann

escribió las palabras que van como lema a la cabeza de este capítulo:

«El hombre es perecedero. Puede ser, mas perezcamos resistiendo, y si es

la nada lo que nos está reservado, no hagamos que sea esto justicia».

Cambiad esta sentencia de su forma negativa en la positiva diciendo: «Y

si es la nada lo que nos está reservado, hagamos que sea una injusticia

esto», y tendréis la más firme base de acción para quien no pueda o no

quiera ser un dogmático.

Lo irreligioso, lo demoniaco, lo que incapacita para la acción o nos

deja sin defensa ideal contra nuestras malas tendencias, es el pesimismo

aquel que

pone Goethe en boca de Mefistófeles cuando le hace decir: «Todo lo que

nace merece hundirse» (denn alles was entsteht ist wert dass es zugrunde geht).

Este es el pesimismo que los hombres llamamos malo, y no aquel otro que

ante el temor de que todo al cabo se aniquile, consiste en deplorarlo y

en luchar contra ese temor. Mefistófeles afirma que todo lo que nace

merece hundirse, aniquilarse, pero no que se hunda o se aniquile, y

nosotros afirmamos que todo cuanto nace merece elevarse, eternizarse,

aunque nada de ello lo consiga. La posición moral es la contraria.

Sí, merece eternizarse todo, absolutamente todo, hasta lo malo mismo,

pues lo que llamamos malo, al eternizarse perdería su maleza, perdiendo

su temporalidad. Que la esencia del mal está en su temporalidad, en que

no se enderece a fin último y permanente.

Y no estaría acaso de más decir aquí algo de esa distinción, una de

las más confusas que hay, entre lo que suele llamarse pesimismo y el

optimismo, confusión no menor que la que reina al distinguir el

individualismo del socialismo. Apenas cabe ya darse cuenta de qué sea

eso del pesimismo.

Hoy precisamente acabo de leer en The Nation (número de Julio 6, 1912) un editorial titulado Un infierno dramático (A dramatic Inferno), referente a una traducción inglesa de obras de Strindberg, y en él se

empieza con estas juiciosas observaciones: «Si hubiera en el mundo un

pesimismo sincero y total, sería por necesidad silencioso. La

desesperación que encuentra voz es un modo social, es el grito de

angustia que un hermano lanza a otro cuando van ambos tropezando por un

valle de sombras que está poblado de camaradas. En su angustia atestigua

que hay algo bueno en la vida, porque presupone simpatía... La congoja

real, la desesperación sincera, es muda y ciega; no escribe libros ni

siente impulso alguno a cargar a un universo intolerable con un

monumento más duradero que el bronce». En este juicio hay, sin duda, un

sofisma, porque el hombre a quien de veras le duele, llora y hasta

grita, aunque esté solo y nadie le oiga, para desahogarse, si bien esto

acaso provenga de hábitos sociales. Pero el león aislado en el desierto,

¿no ruge si le duele una muela? Mas aparte esto, no cabe negar el fondo

de verdad de esas reflexiones. El pesimismo que protesta y se defiende,

no puede decirse que sea tal pesimismo. Y desde luego no lo es, en

rigor, el que reconoce que nada debe hundirse aunque se hunda todo, y lo

es el que declara que se debe hundir todo aunque no se hunda nada.

El pesimismo, además, adquiere varios valores. Hay un pesimismo

eudemonístico o económico, y es el que niega la dicha; le hay ético, y

es el que niega el triunfo del bien moral; y le hay religioso, que es el

que desespera de la finalidad humana del Universo, de que el alma

individual se salve para la eternidad.

Todos merecen salvarse, pero merece ante todo y sobre todo la

inmortalidad, como en mi anterior capítulo dejé dicho, el que

apasionadamente y hasta contra razón la desea. Un escritor inglés que se

dedica a profeta —lo que no es raro en su tierra—, Wells, en su libro Anticipations,

nos dice que «los hombres activos y capaces, de toda clase de

confesiones religiosas de hoy en día, tienden en la práctica a no tener

para nada en cuenta (to disregard... altogether)

la cuestión de la inmortalidad». Y es por lo que las confesiones

religiosas de esos hombres activos y capaces a que Wells se refiere, no

suelen pasar de ser una mentira, y una mentira sus vidas si quieren

basarlas sobre religión. Mas acaso en el fondo no sea eso que afirma

Wells tan verdadero como él y otros se figuran. Esos hombres activos y

capaces viven en el seno de una sociedad empapada en principios

cristianos, bajo unas instituciones y unos sentimientos sociales que el

cristianismo fraguó y la fe en la inmortalidad del alma es en sus almas

como un río soterraño, al que ni se ve ni se oye, pero cuyas aguas

riegan las raíces de las acciones y de los propósitos de esos hombres.

Hay que confesar que no hay, en rigor, fundamento más sólido para la

moralidad que el fundamento de la moral católica. El fin del hombre es

la felicidad eterna, que consiste en la visión y goce de Dios por los

siglos de los siglos. Ahora, en lo que marra es en la busca de los

medios conducentes a ese fin; porque hacer depender la consecución de la

felicidad eterna de que se crea o no que el Espíritu Santo procede del

Padre y del Hijo, y no sólo de Aquél, o de que Jesús fué Dios y todo lo

de la unión hipostática, o hasta siquiera de que haya Dios, resulta, a

poco que se piense en ello, una monstruosidad. Un Dios humano —el único

que podemos concebir— no rechazaría nunca al que no pudiese creer en Él

con la cabeza, y no en su cabeza, sino en su corazón, dice el impío que

no hay Dios, es decir, que no quiere que le haya. Si a alguna creencia

pudiera estar ligada la consecución de la felicidad eterna, sería a la

creencia en esa misma felicidad y en que sea posible.

¿Y qué diremos de aquello otro del emperador de los pedantes, de

aquello de que no hemos venido al mundo a ser felices, sino a cumplir

nuestro deber? (Wir sind nicht auf der Welt, um glücklich zu sein, sondern um unsere Schuldigkeit zu tun.) Si estamos en el mundo para algo —um etwas—, ¿de dónde puede sacarse ese para, sino del fondo mismo de nuestra voluntad, que pide felicidad y no deber como fin último? Y si a ese para

se le quiere dar otro valor, un valor objetivo que diría cualquier

pedante saduceo, entonces hay que reconocer que la realidad objetiva, la

que quedaría aunque la humanidad desapareciese, es tan indiferente a

nuestro deber como a nuestra dicha, se le da tan poco de nuestra

moralidad como de nuestra felicidad. No sé que Júpiter, Urano o Sirio se

dejen alterar en su curso, porque cumplamos o no con nuestro deber, más

que por que seamos o no felices.

Consideraciones éstas que habrán de parecer de una ridícula vulgaridad y superficialidad de dilettante, a los pedantes esos. (El mundo intelectual se divide en dos clases: dilettantes de un lado y pedantes de otro.) ¡Qué le hemos de hacer! El hombre

moderno es el que se resigna a la verdad y a ignorar el conjunto de la

cultura, y si no, véase lo que al respecto dice Windelband en su estudio

sobre el sino de Hölderlin (Praeludien,

I). Sí, esos hombres culturales se resignan, pero quedamos unos cuantos

pobrecitos salvajes que no nos podemos resignar. No nos resignamos a la

idea de haber de desaparecer un día, y la crítica del gran Pedante no

nos consuela.

Lo sensato, a lo sumo, es aquello de Galileo Galilei, cuando decía:

«Dirá alguien acaso que es acerbísimo el dolor de la pérdida de la vida,

más yo diré que es menor que los otros; pues quien se despoja de la

vida, prívase al mismo tiempo de poder quejarse no ya de esa, mas de

cualquier otra pérdida». Sentencia de un humorismo, no sé si consciente o

inconsciente en Galileo, pero trágico.

Y volviendo atrás, digo que si a alguna creencia pudiera estar ligada

la consecución de la felicidad eterna, sería a la creencia en la

posibilidad de su realización. Mas en rigor, ni aun esto. El hombre

razonable dice en su cabeza: «No hay otra vida después de ésta», pero

sólo el impío lo dice en su corazón. Mas aun a este mismo impío, que no

es acaso sino un desesperado, ¿va un Dios humano a condenarle por su

desesperación? Harta desgracia tiene con ella.

Pero de todos modos, tomemos el lema calderoniano en su La vida es sueño:

que estoy soñando y que quiero

obrar bien, pues no se pierde

el hacer bien aun en sueños.

¿De veras no se pierde? ¿Lo sabía Calderón?

Y añadía:

Acudamos a lo eterno

que es la fama vividora

donde ni duermen las dichas

ni las grandezas reposan.

¿De veras? ¿Lo sabía Calderón?

Calderón tenía fe, robusta fe católica; pero al que no puede tenerla,

al que no puede creer en lo que D. Pedro Calderón de la Barca creía, le

queda siempre lo de Obermann.

Hagamos que la nada, si es que nos está reservada, sea una

injusticia; peleemos contra el destino, y aun sin esperanza de victoria;

peleemos contra él quijotescamente.

Y no sólo se pelea contra él anhelando lo irracional, sino obrando de

modo que nos hagamos insustituíbles, acuñando en los demás nuestra

marca y cifra, obrando sobre nuestros prójimos para dominarlos; dándonos

a ellos, para eternizarnos en lo posible.

Ha de ser nuestro mayor esfuerzo el de hacernos insustituíbles, el de

hacer una verdad práctica el hecho teórico —si es que esto de hecho

teórico no envuelve una contradicción in adiecto— de que es cada uno de nosotros único e irreemplazable, de que no pueda llenar otro el hueco que dejemos al morirnos.

Cada hombre es, en efecto, único e insustituíble; otro yo no puede

darse; cada uno de nosotros —nuestra alma, no nuestra vida— vale por el

Universo todo. Y digo el espíritu y no la vida, porque el valor,

ridículamente excesivo, que conceden a la vida humana los que no

creyendo en realidad en el espíritu, es decir, en su inmortalidad

personal, peroran contra la guerra y contra la pena de muerte, v. gr.,

es un valor que se lo conceden precisamente por no creer de veras en el

espíritu, a cuyo servicio está la vida. Porque sólo sirve la vida en

cuanto a su dueño y señor, el espíritu, sirve, y si el dueño perece con

la sierva, ni uno ni otra valen gran cosa.

Y el obrar de modo que sea nuestra aniquilación una injusticia, que

nuestros hermanos, hijos y los hijos de nuestros hermanos y sus hijos,

reconozcan que no debimos haber muerto, es algo que está al alcance de

todos.

El fondo de la doctrina de la redención cristiana, es que sufrió

pasión y muerte el único hombre, esto es, el Hombre, el Hijo del Hombre,

o sea el Hijo de Dios, que no mereció por su inocencia haberse muerto, y

que esta divina víctima propiciatoria se murió para resucitar y

resucitarnos, para librarnos de la muerte aplicándonos sus méritos y

enseñándonos el camino de la vida. Y el Cristo que se dió todo a sus

hermanos en humanidad sin reservarse nada, es el modelo de acción.

Todos, es decir, cada uno puede y debe proponerse dar de sí todo

cuanto puede dar, más aún de lo que puede dar, excederse, superarse a sí

mismo, hacerse insustituíble, darse a los demás para recogerse de

ellos. Y cada cual en su oficio, en su vocación civil. La palabra

oficio, officium, significa obligación,

deber, pero en concreto, y eso debe significar siempre en la práctica.

Sin que se deba tratar acaso tanto de buscar aquella vocación que más

crea uno que se le acomoda y cuadra, cuanto de hacer vocación del

menester en que la suerte o la Providencia o nuestra voluntad nos han

puesto.

El más grande servicio acaso que Lutero ha rendido a la civilización

cristiana, es el de haber establecido el valor religioso de la propia

profesión civil, quebrantando la noción monástica y medieval de la

vocación religiosa, noción envuelta en nieblas pasionales e imaginativas

y engendradora de terribles tragedias de vida. Si se entrara por los

claustros a inquirir qué sea eso de la vocación de pobres hombres a

quienes el egoísmo de sus padres les encerró de pequeñitos en la celda

de un noviciado, y de repente despiertan a la vida del mundo, ¡si es que

despiertan alguna vez! O los que en un trabajo de propia sugestión se

engañaron. Y Lutero, que lo vió de cerca y lo sufrió, pudo entender y

sentir el valor religioso de la profesión civil que a nadie liga por

votos perpetuos.

Cuanto respecto a las vocaciones de los cristianos nos dice el

Apóstol en el capítulo IV de su Epístola a los Efesios, hay que

trasladarlo a la vida civil, ya que hoy entre nosotros el cristiano

—sépalo o no y quiéralo o no— es el ciudadano, y en el caso en que él,

el Apóstol exclamó: «¡soy ciudadano romano!» exclamaríamos cada uno de

nosotros, aun los ateos: ¡soy cristiano! Y ello exige civilizar

el cristianismo, esto es, hacerlo civil deseclesiastizándolo, que fué

la labor de Lutero, aunque luego él, por su parte, hiciese iglesia.

The right man in the right place, dice

una sentencia inglesa: el hombre que conviene en el puesto que le

conviene. A lo que cabe replicar: ¡zapatero, a tus zapatos! ¿Quién sabe

el puesto que mejor conviene a uno y para el que está más apto? ¿Lo sabe

él mejor que los demás? ¿Lo saben los demás mejor que él? ¿Quién mide

capacidades y aptitudes? Lo religioso es, sin duda, tratar de hacer que

sea nuestra vocación el puesto en que nos encontramos, y, en último

caso, cambiarlo por otro.

Este de la propia vocación, es acaso el más grave y más hondo

problema social, el que está en la base de todos ellos. La llamada por

antonomasia cuestión social, es acaso más que un problema de reparto de

riquezas, de productos del trabajo, un problema de reparto de

vocaciones, de modos de producir. No por la aptitud —casi imposible de

averiguar sin ponerla antes a prueba y no bien especificada en cada

hombre, ya que para la mayoría de los oficios el hombre no nace, sino

que se hace—, no por la aptitud especial, sino por razones sociales,

políticas, rituales, se ha venido determinando el oficio de cada uno. En

unos tiempos y países las castas religiosas y la herencia; en otros,

las gildas y gremios; luego, la máquina, la necesidad casi siempre, la

libertad casi nunca. Y llega lo trágico de ello a esos oficios de

lenocinio en que se gana la vida vendiendo el alma, en que el obrero

trabaja a conciencia no ya de la inutilidad, sino de la perversidad

social de su trabajo, fabricando el veneno que ha de ir matándole, el

arma acaso con que asesinarán a sus hijos. Éste, y no el del salario, es

el problema más grave.

En mi vida olvidaré un espectáculo que pude presenciar en la ría de

Bilbao, mi pueblo natal. Martillaba a sus orillas no sé qué cosa, en un

astillero, un obrero, y hacíalo a desgana, como quien no tiene fuerzas o

no va sino a pretextar su salario, cuando de pronto se oye un grito de

una mujer: «¡Socorro!» Y era que un niño cayó a la ría. Y aquel hombre

se trasformó en un momento, y con una energía, presteza y sangre fría

admirables, se aligeró de ropa y se echó al agua a salvar al pequeñuelo.

Lo que da acaso su menor ferocidad al movimiento socialista agrario

es que el gañán del campo, aunque no gane más ni viva mejor que el

obrero industrial o minero, tiene una más clara conciencia del valor

social de su trabajo. No es lo mismo sembrar trigo que sacar diamantes

de la tierra.

Y acaso el mayor progreso social consiste en una cierta

indiferenciación del trabajo, en la facilidad de dejar uno para tomar

otro, no ya acaso más lucrativo, sino más noble —porque hay trabajos más

y menos nobles—. Mas suele suceder con triste frecuencia, que ni el que

ocupa una profesión y no la abandona suele preocuparse de hacer

vocación religiosa de ella, ni el que la abandona y va en busca de otra

lo hace con religiosidad de propósito.

Y, ¿no conocéis, acaso, casos en que uno, fundado en que el organismo

profesional a que pertenece y en que trabaja está mal organizado y no

funciona como debiera, se hurta al cumplimiento estricto de su deber, a

pretexto de otro deber más alto? ¿No llaman a este cumplimiento

ordenancismo y no hablan de burocracia y de fariseísmo de funcionarios? Y

ello suele ser a las veces como si un militar inteligente y muy

estudioso, que se ha dado cuenta de las deficiencias de la organización

bélica de su patria, y se las ha denunciado a sus superiores y tal vez

al público —cumpliendo en ello su deber—, se negara a ejecutar en

campaña una operación que se le ordenase, por estimarla de escasísima

probabilidad de buen éxito, o tal vez de seguro fracaso mientras no se

corrigiesen aquellas deficiencias. Merecía ser fusilado. Y en cuanto a

lo de fariseísmo...

Y queda siempre un modo de obedecer mandando, un modo de llevar a

cabo la operación que se estima absurda, corrigiendo su absurdidad,

aunque sólo sea con la propia muerte. Cuando en mi función burocrática

me he encontrado alguna vez con alguna disposición legislativa que por

su evidente absurdidad estaba en desuso, he procurado siempre aplicarla.

Nada hay peor que una pistola cargada en un rincón, y de la que no se

usa; llega un niño, se pone a jugar con ella y mata a su padre. Las

leyes en desuso son las más terribles de las leyes, cuando el desuso

viene de lo malo de la ley.

Y esto no son vaguedades, y menos en nuestra tierra. Porque mientras

andan algunos por acá buscando yo no sé qué deberes y responsabilidades

ideales, esto es, ficticios, ellos mismos no ponen su alma toda en aquel

menester inmediato y concreto de que viven, y los demás, la inmensa

mayoría, no cumplen con su oficio sino para eso que se llama vulgarmente

cumplir —para cumplir, frase terriblemente inmoral—, para

salir del paso, para hacer que se hace, para dar pretexto y no justicia

al emolumento, sea de dinero o de otra cosa.

Aquí tenéis un zapatero que vive de hacer zapatos, y que los hace con

el esmero preciso para conservar su clientela y no perderla. Ese otro

zapatero vive en un plano espiritual algo más elevado, pues que tiene el

amor propio del oficio, y por pique o pundonor se esfuerza en pasar por

el mejor zapatero de la ciudad o del reino, aunque esto no le dé ni más

clientela ni más ganancia, y sí solo más renombre y prestigio. Pero hay

otro grado aún mayor de perfeccionamiento moral en el oficio de la

zapatería, y es tender a hacerse para con sus parroquianos el zapatero

único e insustituíble, el que de tal modo les haga el calzado que tengan

que echarle de menos cuando se les muera —«se les muera», y no

sólo «se muera»—, y piensen ellos, sus parroquianos, que no debía

haberse muerto, y esto así porque les hizo calzado pensando en

ahorrarles toda molestia y que no fuese el cuidado de los pies lo que

les impidiera vagar a la contemplación de las más altas verdades; les

hizo el calzado por amor a ellos y por amor a Dios en ellos, se lo hizo

por religiosidad.

Adrede he escogido este ejemplo, que acaso os parezca pedestre. Y es

porque el sentimiento, no ya ético, sino religioso, de nuestras

respectivas zapaterías, anda muy bajo.

Los obreros se asocian, forman sociedades cooperativas y de

resistencia, pelean muy justa y noblemente por el mejoramiento de su

clase; pero no se ve que esas asociaciones influyan gran cosa en la

moral del oficio. Han llegado a imponer a los patronos el que éstos

tengan que recibir al trabajo a aquellos que la sociedad obrera

respectiva designe en cada caso, y no a otros; pero de la selección

técnica de los designados se cuidan bien poco. Ocasiones hay en que

apenas si le cabe al patrono rechazar al inepto por su ineptitud, pues

defienden ésta sus compañeros. Y cuando trabajan, lo hacen a menudo, no

más que por cumplir, por pretextar el salario, cuando no lo hacen mal

aposta para perjudicar al amo, que se dan casos de ello.

En aparente justificación de todo lo cual cabe decir que los patronos

por su parte, cien veces más culpables que sus obreros, maldito si se

cuidan ni de pagar mejor al que mejor trabaja, ni de fomentar la

educación general y técnica del obrero, ni mucho menos de la bondad

intrínseca del producto. La mejora de este producto que debía ser en sí,

aparte de razones de concurrencia industrial y mercantil, en bien de

los consumidores, por caridad, lo capital, no lo es ni para patronos ni

para obreros, y es que ni aquéllos ni éstos sienten religiosamente su

oficio social. Ni unos ni otros quieren ser instituíbles. Mal que se

agrava con esa desdichada forma de sociedades y empresas industriales

anónimas, donde con la firma personal, se pierde hasta aquella vanidad

de acreditarla que sustituye al anhelo de eternizarse. Con la

individualidad concreta, cimiento de toda religión, desaparece la

religiosidad del oficio.

Y lo que se dice de patronos y obreros, se dice mejor de cuantos a

profesiones liberales se dedican y de los funcionarios públicos. Apenas

si hay servidor del Estado que sienta la religiosidad de su menester

oficial y público. Nada más turbio, nada más confuso entre nosotros que

el sentimiento de los deberes para con el Estado, sentimiento que

oblitera aún más la Iglesia católica, que por lo que al Estado hace, es

en rigor de verdad, anarquista. Entre sus ministros no es raro hallar

quienes defiendan la licitud moral del matute y del contrabando, como si

el que matuteando o contrabandeando desobedece a la autoridad

legalmente constituída que lo prohibe, no pecara contra el cuarto

mandamiento de la ley de Dios, que al mandar honrar padre y madre, manda

obedecer a esa autoridad legal en cuanto ordene que no sea contrario,

como no lo es el imponer esos tributos, a la ley de Dios.

Son muchos los que, considerando el trabajo como un castigo, por

aquello de «comerás el pan con el sudor de tu frente», no estiman el

trabajo del oficio civil sino bajo su aspecto económico político y a lo

sumo bajo su aspecto estético. Para estos tales —entre los que se

encuentran principalmente los jesuítas— hay dos negocios: el negocio

inferior y pasajero de ganarnos la vida, de ganar el pan para nosotros y

nuestros hijos de una manera honrada —y sabida es la elasticidad de la

honradez—, y el gran negocio de nuestra salvación, de ganarnos la gloria

eterna. Aquel trabajo inferior o mundano no es menester llevarlo sino

en cuanto sin engaño ni grave detrimento de nuestros prójimos, nos

permita vivir decorosamente a la medida de nuestro rango social, pero de

modo que nos vaque el mayor tiempo posible para atender al otro gran

negocio. Y hay quienes elevándose un poco sobre esa concepción, más que

ética, económica, del trabajo de nuestro oficio civil, llegan hasta una

concepción y un sentimiento estéticos de él, que se cifran en adquirir

lustre y renombre en nuestro oficio, y hasta en hacer de él arte por el

arte mismo, por la belleza. Pero hay que elevarse aún más, a un

sentimiento ético de nuestro oficio civil que deriva y desciende de

nuestro sentimiento religioso, de nuestra hambre de eternización. El

trabajar cada uno en su propio oficio civil, puesta la vista en Dios,

por amor a Dios, lo que vale decir por amor a nuestra eternización, es

hacer de ese trabajo una obra religiosa.

El texto aquel de «comerás el pan con el sudor de tu frente», no

quiere decir que condenase Dios al hombre al trabajo, sino a la

penosidad de él. Al trabajo mismo no pudo condenarle, porque es el

trabajo el único consuelo práctico de haber nacido. Y la prueba de que

no le condenó al trabajo mismo está, para un cristiano, en que al

ponerle en el Paraíso, antes de la caída, cuando se hallaba aún en su

estado de inocencia, dice la Escritura que le puso en él para que lo

guardase y lo labrase (Génesis, II, 15). Y de hecho, ¿en qué iba a pasar

el tiempo en el Paraíso si no lo trabajaba? ¿Y es que acaso la visión

beatífica misma no es una especie de trabajo?

Y aun cuando el trabajo fuese nuestro castigo, deberíamos tender a

hacer de él, del castigo mismo, nuestro consuelo y nuestra redención, y

de abrazarnos a alguna cruz, no hay para cada uno otra mejor que la cruz

del trabajo de su propio oficio civil. Que no nos dijo el Cristo «toma

mi cruz y sígueme», sino «toma tu cruz y sígueme»; cada uno la suya, que

la del Salvador él solo la lleva. Y no consiste, por lo tanto, la

imitación de Cristo en aquel ideal monástico que resplandece en el libro

que lleva el nombre vulgar del Kempis, ideal sólo aplicable a un muy

limitado número de personas, y, por lo tanto, anticristiano, sino que

imitar a Cristo es tomar cada uno su cruz, la cruz de su propio oficio

civil, como Cristo tomó la suya, la de su oficio, civil también a la par

que religioso, y abrazarse a ella y llevarla puesta la vista en Dios y

tendiendo a hace una verdadera oración de los actos propios de ese

oficio. Haciendo zapatos y por hacerlos, se puede ganar la gloria si se

esfuerza el zapatero en ser como zapatero perfecto como es perfecto

nuestro Padre celestial.

Ya Fourier, el soñador socialista, soñaba con hacer el trabajo

atrayente en sus falansterios por la libre elección de las vocaciones y

por otros medios. El único es la libertad. El encanto del juego de azar,

que es trabajo, ¿de qué depende sino de que se somete uno libremente a

la libertad de la Naturaleza, esto es, al azar? Y no nos perdamos en un

cotejo entre el trabajo y el deporte.

Y el sentimiento de hacernos insustituíbles, de no merecer la muerte,

de hacer que nuestra aniquilación, si es que nos está reservada, sea

una injusticia, no sólo debe llevarnos a cumplir religiosamente, por

amor a Dios y a nuestra eternidad y eternización, nuestro propio oficio,

sino a cumplirlo apasionadamente, trágicamente si se quiere. Debe

llevarnos a esforzarnos por sellar a los demás con nuestro sello, por

perpetuarnos en ellos y en sus hijos, dominándolos, por dejar en todo

imperecedera nuestra cifra. La más fecunda moral es la moral de la

imposición mutua.

Ante todo, cambiar en positivos los mandamientos que en forma

negativa nos legó la Ley Antigua. Y así donde se nos dijo: ¡no

mentirás!, entender que nos dice: ¡dirás siempre la verdad, oportuna o

inoportunamente! aunque sea cada uno de nosotros, y no los demás, quien

juzgue en cada caso de esa oportunidad. Y donde se nos dijo: ¡no

matarás!, entender: ¡darás vida y la acrecentarás! Y donde: ¡no

hurtarás!, que dice: ¡acrecentarás la riqueza pública! Y donde: ¡no

cometerás adulterio!, esto: ¡darás a tu tierra y al cielo hijos sanos,

fuertes y buenos! Y así todo lo demás.

El que no pierda su vida, no la logrará. Entrégate, pues, a los

demás, pero para entregarte a ellos domínalos primero. Pues no cabe

dominar sin ser dominado. Cada uno se alimenta de la carne de aquel a

quien devora. Para dominar al prójimo, hay que conocerlo y quererlo.

Tratando de imponerle mis ideas, es como recibo las suyas. Amar al

prójimo, es querer que sea como yo, que sea otro yo, es decir, es querer

yo ser él; es querer borrar la divisoria entre él y yo, suprimir el

mal. Mi esfuerzo por imponerme a otro, por ser y vivir yo en él y de él,

por hacerle mío —que es lo mismo que hacerme suyo—, es lo que da

sentido religioso a la colectividad, a la solidaridad humana.

El sentimiento de solidaridad parte de mí mismo; como soy sociedad,

necesito adueñarme de la sociedad humana; como soy un producto social,

tengo que socializarme y de mí voy a Dios —que soy yo proyectado al

Todo— y de Dios a cada uno de mis prójimos.

De primera intención protesto contra el inquisidor y a él prefiero el

comerciante que viene a colocarme sus mercancías; pero si recogido en

mí mismo lo pienso mejor, veré que aquél, el inquisidor, cuando es de

buena intención, me trata como a un hombre, como a un fin en sí, pues si

me molesta es por el caritativo deseo de salvar mi alma, mientras que

el otro no me considera sino como a un cliente, como a un medio, y su

indulgencia y tolerancia no es en el fondo sino la más absoluta

indiferencia respecto a mi destino. Hay mucha más humanidad en el

inquisidor.

Como suele haber mucha más humanidad en la guerra que no en la paz.

La no resistencia al mal implica resistencia al bien, y aun fuera de la

defensiva, la ofensiva misma es lo más divino acaso de lo humano. La

guerra es escuela de fraternidad y lazo de amor; es la guerra la que,

por el choque y la agresión mutua, ha puesto en contacto a los pueblos, y

les ha hecho conocerse y quererse. El más puro y más fecundo abrazo de

amor que se den entre sí los hombres, es el que sobre el campo de

batalla se dan el

vencedor y el vencido. Y aun el odio depurado que surge de la guerra es

fecundo. La guerra es, en su más estricto sentido, la santificación del

homicidio; Caín se redime como general de ejércitos. Y si Caín no

hubiese matado a su hermano Abel, habría acaso muerto a manos de éste.

Dios se reveló sobre todo en la guerra; empezó siendo el Dios de los

ejércitos, y uno de los mayores servicios de la cruz es el de defender

en la espada la mano que esgrime ésta.

Fué Caín el fratricida, el fundador del Estado, dicen los enemigos de

éste. Y hay que aceptarlo y volverlo en gloria del Estado, hijo de la

guerra. La civilización empezó el día en que un hombre, sujetando a otro

y obligándole a trabajar para los dos, pudo vagar a la contemplación

del mundo y obligar a su sometido a trabajos de lujo. Fué la esclavitud

lo que permitió a Platón especular sobre la república ideal, y fué la

guerra la que trajo la esclavitud. No en vano es Atena la diosa de la

guerra y de la ciencia. Pero, ¿será menester repetir una vez más estas

verdades tan obvias, mil veces desatendidas y que otras mil vuelven a

renacer?

El precepto supremo que surge del amor a Dios y la base de toda moral

es éste: entrégate por entero: da tu espíritu para salvarlo, para

eternizarlo. Tal es el sacrificio de vida.

Y el entregarse supone, lo he de repetir, imponerse. La verdadera moral religiosa es en el fondo agresiva, invasora.

El individuo en cuanto individuo, el miserable individuo que vive

preso del instinto de conservación y de los sentidos, no quiere sino

conservarse, y todo su hipo es que no penetren los demás en su esfera,

que no le inquieten, que no le rompan la pereza, a cambio de lo cual, o

para dar ejemplo y norma, renuncia a penetrar él en los otros, a

romperles la pereza, a inquietarles, a apoderarse de ellos. El «no hagas

a otro lo que para ti no quieras», lo traduce él así: yo no me meto con

los demás; que no se metan los demás conmigo. Y se achica y se

engurruña y perece en esta avaricia espiritual y en esta moral repulsiva

del individualismo anárquico: cada uno para sí. Y como cada uno no es

él mismo, mal puede ser para sí.

Mas así que el individuo se siente en la sociedad, se siente en Dios,

y el instinto de perpetuación le enciende en amor a Dios y en caridad

dominadora, busca perpetuarse en los demás, perennizar su espíritu,

eternizarlo, desclavar a Dios, y sólo anhela sellar su espíritu en los

demás espíritus y recibir el sello de éstos. Es que se sacudió de la

pereza y de la avaricia espirituales.

La pereza, se dice, es la madre de todos los vicios, y la pereza, en

efecto, engendra los dos vicios, la avaricia y la envidia, que son a su

vez fuente de todos los demás. La pereza es el peso de la materia, de

suyo inerte, en nosotros, y esa pereza, mientras nos dice que trata de

conservarnos por el ahorro, en realidad no trata sino de amenguarnos, de

anonadarnos.

Al hombre o le sobra materia o le sobra espíritu, o mejor dicho, o

siente hambre de espíritu, esto es, de eternidad, o hambre de materia,

resignación a anonadarse. Cuando le sobra espíritu y siente hambre de

más de él, lo vierte y derrama fuera, y al derramarlo, se le acrecienta

con lo de los demás; y, por el contrario, cuando, avaro de sí mismo, se

recoge en sí pensando mejor conservarse, acaba por perderlo todo, y le

ocurre lo que al que recibió un solo talento: lo enterró para no

perderlo, y se quedó sin él. Porque al que tiene, se le dará; pero al

que no tiene sino poco, hasta eso poco le será quitado.

Sed perfectos como vuestro Padre celestial lo es, se nos dijo, y este

terrible precepto —terrible porque la perfección infinita del Padre nos

es inasequible— debe ser nuestra suprema norma de conducta. El que no

aspire a lo imposible, apenas hará nada hacedero que valga la pena.

Debemos aspirar a lo imposible, a la perfección absoluta e infinita, y

decir al Padre: ¡Padre, no puedo: ayuda a mi impotencia! Y él lo hará en

nosotros.

Y ser perfecto es serlo todo, es ser yo y ser todos los demás, es ser

humanidad, es ser universo. Y no hay otro camino para ser todo lo demás

sino darse a todo, y cuando todo sea en todo, todo será en cada uno de

nosotros. La apocatástasis es más que un ensueño místico, es una norma

de acción, es un faro de altas hazañas.

De donde la moral invasora, dominadora, agresiva, inquisidora, si

queréis. Porque la caridad verdadera es invasora, y consiste en meter mi

espíritu en los demás espíritus, en darles mi dolor como pábulo y

consuelo a sus dolores, en despertar con mi inquietud sus inquietudes,

en aguzar su hambre de Dios con mi hambre de Él. La caridad no es brezar

y adormecer a nuestros hermanos en la inercia y modorra de la materia,

sino despertarles en la zozobra y el tormento del espíritu.

A las catorce obras de misericordia que se nos enseñó en el Catecismo

de la doctrina cristiana, habría que añadir a las veces una más, y es

la de despertar al dormido. A las veces por lo menos, y desde luego

cuando el dormido duerme al borde de una sima, el despertarle es mucho

más misericordioso que enterrarle después de muerto, pues dejemos que

los muertos entierren a sus muertos. Bien se dijo aquello de «quien bien

te quiera, te hará llorar», y la caridad suele hacer llorar. «El amor

que no mortifica, no merece tan divino nombre», decía el encendido

apóstol portugués Fr. Thomé de Jesus (Trabalhos de Jesus,

parte primera); el de esta jaculatoria: «¡Oh fuego infinito, oh amor

eterno, que si no tienes donde abraces y te alargues y muchos corazones a

que quemes lloras!» El que ama al prójimo, le quema el corazón, y el

corazón, como la leña fresca, cuando se quema, gime y destila lágrimas.

Y el hacer eso es generosidad, una de las dos virtudes madres que

surgen cuando se vence a la inercia, a la pereza. Las más de nuestras

miserias vienen de avaricia espiritual.

El remedio al dolor, que es, dijimos, el choque de la conciencia en

la inconsciencia no es hundirse en ésta, sino elevarse a aquélla y

sufrir más. Lo malo del dolor se cura con más dolor, con más alto dolor.

No hay que darse opio, sino poner vinagre y sal en la herida del alma,

porque cuando te duermas y no sientas ya el dolor, es que no eres. Y hay

que ser. No cerréis, pues, los ojos a la Esfinge acongojadora, sino

miradla cara a cara, y dejad que os coja y os masque en su boca de cien

mil dientes venenosos y os trague. Veréis qué dulzura cuando os haya

tragado, qué dolor más sabroso.

Y a esto se va prácticamente por la moral de la imposición mutua. Los

hombres deben tratar de imponerse los unos a los otros, de darse

mutuamente sus espíritus, de sellarse mutuamente las almas.

Es cosa que da en qué pensar eso de que hayan llamado a la moral

cristiana moral de esclavos, ¿quiénes? ¡Los anarquistas! El anarquismo

sí que es moral de esclavos, pues sólo el esclavo canta a la libertad

anárquica. ¡Anarquismo, no!, sino panarquismo; no aquello de ni

Dios ni amo, sino todos dioses y amos todos, todos esforzándose por

divinizarse, por inmortalizarse. Y para ello dominando a los demás.

¡Y hay tantos modos de dominar! A las veces, hasta pasivamente, al

parecer al menos, se cumple con esta ley de vida. El acomodarse al

ámbito, el imitar, el ponerse uno en lugar de otro, la simpatía, en fin,

además de ser una manifestación de la unidad de la especie, es un modo

de expansionarse, de ser otro. Ser vencido, o por lo menos aparecer

vencido, es muchas veces vencer; tomar lo de otro, es un modo de vivir

en él.

Y es que al decir dominar, no quiero decir como el tigre. También

domina el zorro por la astucia, y la liebre huyendo, y la víbora por su

veneno, y el mosquito por su pequeñez, y el calamar por su tinta con que

oscurece el ámbito y huye. Y nadie se escandalice de esto, pues el

mismo Padre de todos, que dió fiereza, garras y fauces al tigre, dió

astucia al zorro, patas veloces a la liebre, veneno a la víbora,

pequeñez al mosquito y tinta al calamar. Y no consiste la nobleza o

innobleza en las armas de que se use, pues cada especie, y hasta cada

individuo, tiene las suyas, sino en cómo se las use, y, sobre todo, en

el fin para que uno las esgrima.

Y entre las armas de vencer hay también la de la paciencia y la

resignación apasionadas, llenas de actividad y de anhelos anteriores.

Recordad aquel estupendo soneto del gran luchador, del gran inquietador

puritano Juan Milton, el secuaz de Cromwell y cantor de Satanás, el que

al verse ciego y considerar su luz apagada e inútil en él aquel talento

cuya ocultación es muerte, oye que la Paciencia le dice: «Dios no

necesita ni de obra de hombre ni de sus dones; quienes mejor llevan su

blando yugo, le sirven mejor; su estado es regio; miles hay que se

lanzan a su señal y corren sin descanso tierras y mares, pero también le

sirven los que no hacen sino estarse y aguardar».

They also serve who only stand and wait.

Sí, también le sirven los que sólo se están aguardándole, pero es cuando

le aguardan apasionadamente, hambrientamente, llenos de anhelo de

inmortalidad en Él.

Y hay que imponerse, aunque sólo sea por la paciencia. «Mi vaso es

pequeño, pero bebo en mi vaso» —decía un poeta egoísta y de un pueblo de

avaros—. No, en mi vaso beben todos, quiero que todos beban de él; se

lo doy, y mi vaso crece, según el número de los que en él beben, y

todos, al poner en él sus labios, dejan allí algo de su espíritu. Y bebo

también de los vasos de los demás, mientras ellos beben del mío. Porque

cuanto más soy de mí mismo, y cuanto soy más yo mismo, más soy de los

demás; de la plenitud de mí mismo me vierto a mis hermanos, y al

verterme a ellos, ellos entran en mí.

«Sed perfectos como vuestro Padre», se nos dijo, y nuestro Padre es

perfecto porque es Él, y es cada uno de sus hijos que en él viven, son y

se mueven. Y el fin de la perfección, es que seamos todos una sola cosa

(Juan, XVII, 21), todos un cuerpo en Cristo (Rom., XII, 5), y que, al

cabo, sujetas todas las cosas al Hijo, el Hijo mismo se sujete a su vez a

quien le sujetó todo para que Dios sea todo en todos. Y esto es hacer

que el Universo sea conciencia; hacer de la Naturaleza sociedad, y

sociedad humana. Y entonces se le podrá a Dios llamar Padre a boca

llena.

Ya sé que los que dicen que la ética es ciencia, dirán que todo esto

que vengo exponiendo no es más que retórica; pero cada cual tiene su

lenguaje y su pasión. Es decir, el que la tiene, y el que no tiene

pasión, de nada le sirve tener ciencia.

Y a la pasión que se expresa por esta retórica, le llaman egotismo

los de la ciencia ética, y el tal egotismo es el único verdadero remedio

del egoísmo, de la avaricia espiritual, del vicio de conservarse y

ahorrarse, y no de tratar de perennizarse dándose.

«No seas, y podrás más que todo lo que es», decía nuestro Fr. Juan de los Ángeles en uno de sus Diálogos de la conquista del reino de Dios (Dial., III, 8); pero ¿qué quiere decir eso de no seas? ¿No querrá

acaso decir paradójicamente, como a menudo en los místicos sucede, lo

contrario de lo que tomado a la letra y a primera lección dice? ¿No es

una inmensa paradoja, un gran contrasentido trágico, más bien, la moral

toda de la sumisión y del quietismo? La moral monástica, la puramente

monástica, ¿no es un absurdo? Y llamo aquí moral monástica a la del

cartujo solitario, a la del eremita, que huye del mundo —llevándolo

acaso consigo— para vivir sólo y a solas con un Dios sólo también y

solitario; no a la del dominico inquisidor, que recorre la Provenza a

quemar corazones de albigenses.

«¡Que lo haga todo Dios!» —dirá alguien—; pero es que si el hombre se cruza de brazos, Dios se echa a dormir.

Esa moral cartujana y la otra moral científica, la que sacan de la

ciencia ética —¡oh, la ética como ciencia! ¡la ética racional y

racionalista! ¡pedantería de pedanterías y todo pedantería!—, eso sí que

puede ser egoísmo y frialdad de corazón.

Hay quien dice aislarse con Dios para mejor salvarse, para mejor

redimirse; pero es que la redención tiene que ser colectiva, pues que la

culpa lo es. «Lo religioso es la determinación de totalidad, y todo lo

que está fuera de esto es engaño de los sentidos, por lo cual el mayor

criminal es, en el fondo, inocente y un hombre bondadoso, un santo.» Así

Kierkegaard (Afsluttende, etc., II, II, cap IV, sect. II, A.)

¿Y se comprende, por otra parte, que se quiera ganar la otra vida, la

eterna, renunciando a ésta, a la temporal? Si algo es la otra vida, ha

de ser continuación de ésta, y sólo como continuación, más o menos

depurada, de ella la imagina nuestro anhelo, y si así es, cual sea esta

vida del tiempo será la de la eternidad.

«Este mundo y el otro son como dos mujeres de un solo marido, que si

agradas a la una, mueves a la otra a envidia» —dice un pensador árabe;

citado por Windelband (Das Heilige, en el vol. II de Präludien)—;

mas tal pensamiento no ha podido brotar sino de quien no ha sabido

resolver en una lucha fecunda, en una contradicción práctica, el

conflicto trágico entre su espíritu y el mundo. «Venga a nos el tu

reino», nos enseñó el Cristo a pedir a su Padre, y no «vayamos al tu

reino», y según las primitivas creencias cristianas, la vida eterna

había de cumplirse sobre esta misma tierra, y como continuación de la de

ella. Hombres y no ángeles se nos hizo, para que buscásemos nuestra

dicha a través de la vida, y el Cristo de la fe cristiana no se

angelizó, sino que se humanó, tomando cuerpo real y efectivo, y no

apariencia de él para redimirnos. Y según esa misma fe, los ángeles,

hasta los más encumbrados, adoran a la Virgen, símbolo supremo de la

Humanidad terrena. No es, pues, el ideal angélico un ideal cristiano, y

desde luego no lo es humano, ni puede serlo. Es, además, un ángel algo

neutro, sin sexo y sin patria.

No nos cabe sentir la otra vida, la vida eterna, lo he repetido ya

varias veces, como una vida de contemplación angélica; ha de ser vida de

acción. Decía Goethe que «el hombre debe creer en la inmortalidad;

tiene para ello un derecho conforme a su naturaleza». Y añadía así: «La

convicción de nuestra perduración me brota del concepto de la actividad.

Si obro sin tregua hasta mi fin, la Naturaleza está obligada —so ist die Natur verpflichtet

a proporcionarme otra forma de existencia, ya que mi actual espíritu no

puede soportar más». Cambiad lo de Naturaleza por Dios, y tendréis un

pensamiento que no deja de ser cristiano, pues los primeros padres de la

Iglesia no creyeron que la inmortalidad del alma fuera un don natural

—es decir, algo racional—, sino un don divino de gracia. Y lo que es de

gracia suele ser, en el fondo, de justicia, ya que la justicia es divina

y gratuita, no natural. Y agregaba Goethe: «No sabría empezar nada con

una felicidad eterna; si no me ofreciera nuevas tareas y nuevas

dificultades a que vencer». Y así es, la ociosidad contemplativa no es

dicha.

Mas, ¿no tendrá alguna justificación la moral eremítica, cartujana,

la de la Tebaida? ¿No se podrá, acaso, decir que es menester se

conserven esos tipos de excepción para que sirvan de eterno modelo a los

otros? ¿No crían los hombres caballos de carrera, inútiles para todo

otro menester utilitario, pero que mantienen la pureza de la sangre y

son padres de excelentes caballos de tiro y de silla? ¿No hay, acaso, un

lujo ético, no menos justificable que el otro? Pero, por otra parte,

¿no es esto, en el fondo, estética y no moral, y mucho menos religión?

¿No es que será estético y no religioso, ni siquiera ético, el ideal

monástico contemplativo medieval? Y al fin los de entre aquellos

solitarios que nos han contado sus coloquios a solas con Dios, han hecho

una obra eternizadora, se han metido en las almas de los demás. Y ya

sólo con eso, con que el claustro haya podido darnos un Eckart, un Suso,

un Taulero, un Ruisbroquio, un Juan de la Cruz, una Catalina de Siena,

una Ángela de Foligno, una Teresa de Jesús, está justificado el

claustro.

Pero nuestras Órdenes españolas son, sobre todo, la de Predicadores,

que Domingo de Guzmán instituyó para la obra agresiva de estirpar la

herejía, la Compañía de Jesús, una milicia en medio del mundo, y con

ello está dicho todo, la de las Escuelas Pías, para la obra también

invasora de la enseñanza... Cierto es que se me dirá que también la

reforma del Carmelo, Orden contemplativa que emprendió Teresa de Jesús,

fué obra española. Sí, española fué, y en ella se buscaba libertad.

Era el ansia de libertad, de libertad interior, en efecto, lo que en

aquellos revueltos tiempos de Inquisición llevaba a las almas escogidas

al claustro. Encarcelábanse para ser mejor libres. «¿No es linda cosa

que una pobre monja de San José pueda llegar a enseñorear toda la tierra

y elementos?» decía en su Vida Santa Teresa. Era el ansia

pauliniana de libertad, de sacudirse de la ley externa, que era bien

dura, y, como decía el Maestro Fray Luis de León, bien cabezuda

entonces.

¿Pero lograron libertad así? Es muy dudoso que la lograran, y hoy

imposible. Porque la verdadera libertad no es esa de sacudirse de la ley

externa; la libertad es la conciencia de la ley. Es libre no el que se

sacude de la ley, sino el que se adueña de ella. La libertad hay que

buscarla en medio del mundo que es donde vive la ley, y con la ley la

culpa, su hija. De lo que hay que libertarse es de la culpa, que es

colectiva.

En vez de renunciar al mundo para dominarlo —¿quién no conoce el

instinto colectivo de dominación de las órdenes religiosas cuyos

individuos renuncian al mundo?— lo que habría que hacer es dominar al

mundo para poder renunciar a él. No buscar la pobreza y la sumisión,

sino buscar la riqueza para emplearla en acrecentar la conciencia

humana, y buscar el poder para servirse de él con el mismo fin.

Es cosa curiosa que frailes y anarquistas se combatan entre sí,

cuando en el fondo profesan la misma moral y tienen un tan íntimo

parentesco unos con otros. Como que el anarquismo viene a ser una

especie de monacato ateo, y más una doctrina religiosa que ética o

económico social. Los unos parten de que el hombre nace malo, en pecado

original, y la gracia le hace luego bueno, si es que le hace tal, y los

otros de que nace bueno y la sociedad le pervierte luego. Y en

resolución, lo mismo da una cosa que otra, pues en ambas se opone el

individuo a la sociedad, y como si precediera, y, por lo tanto, hubiese

de sobrevivir, a ella. Y las dos morales son morales de claustro.

Y el que la culpa es colectiva no ha de servir para sacudirme de ella

sobre los demás, sino para cargar sobre mí las culpas de los otros, las

de todos; no para difundir mi culpa y anegarla en la culpa total, sino

para hacer la culpa total mía; no para enajenar mi culpa, sino para

ensimismarme y apropiarme, adentrándomela, la de todos. Y cada uno debe

contribuir a curarla, por lo que otros no hacen. El que la sociedad sea

culpable, agrava la culpa de cada uno. «Alguien tiene que hacerlo, ¿pero

por qué he de ser yo?; es la frase que repiten los débiles bien

intencionados. Alguien tiene que hacerlo, ¿por qué no yo?, es el grito

de un serio servidor del hombre que afronta cara a cara un serio

peligro. Entre estas dos sentencias median siglos enteros de evolución

moral.» Así dijo Mrs. Annie Besant, en su autobiografía. Así dijo la

teósofa.

El que la sociedad sea culpable agrava la culpa de cada uno, y es más

culpable el que más siente la culpa. Cristo, el inocente, como conocía

mejor que nadie la intensidad de la culpa, era en un cierto sentido el

más culpable. En él llegó a conciencia la divinidad de la humanidad y

con ella su culpabilidad. Suele dar que reir a no pocos el leer de

grandísimos santos que por pequeñísimas faltas, por faltas que hacen

sonreirse a un hombre de mundo, se tuvieron por los más grandes

pecadores. Pero la intensidad de la culpa no se mide por el acto

externo, sino por la conciencia de ella, y a uno le causa agudísimo

dolor lo que a otro apenas si un ligero cosquilleo. Y en un santo puede

llegar la conciencia moral a tal plenitud y agudeza, que el más leve

pecado le remuerda más que al mayor criminal su crimen. Y la culpa

estriba en tener conciencia de ella, está en el que juzga y en cuanto

juzga. Cuando uno comete un acto pernicioso creyendo de buena fe hacer

una acción virtuosa, no podemos tenerle por moralmente culpable, y

cuando otro cree que es mala una acción indiferente o acaso beneficiosa,

y la lleva a cabo, es culpable. El acto pasa, la intención queda, y lo

malo del mal acto es que malea la intención, que haciendo mal a

sabiendas se predispone uno a seguir haciéndolo, se oscurece la

conciencia. Y no es lo mismo hacer el mal que ser malo. El mal oscurece

la conciencia, y no sólo la conciencia moral, sino la conciencia

general, la psíquica. Y es que es bueno cuanto exalta y ensancha la

conciencia, y malo lo que la deprime y amengua.

Y aquí acaso cabría aquello que ya Sócrates, según Platón, se

proponía, y es si la virtud es ciencia. Lo que equivale a decir si la

virtud es racional.

Los eticistas, los de que la moral es ciencia, los que al leer todas

estas divagaciones dirán: ¡retórica, retórica, retórica!, creerán, me

parece, que la virtud se adquiere por ciencia, por estudio racional, y

hasta que las matemáticas nos ayudan a ser mejores. No lo sé, pero yo

siento que la virtud, como la religiosidad, como el anhelo de no morirse

nunca —y todo ello es la misma cosa en el fondo—, se adquiere más bien

por pasión.

Pero y la pasión ¿qué es? se me dirá. No lo sé; o, mejor dicho, lo sé

muy bien, porque la siento, y, sintiéndola no necesito definírmela. Es

más aún: temo que si llego a definirla, dejaré de sentirla y de tenerla.

La pasión es como el dolor, y como el dolor, crea su objeto. Es más

fácil al fuego hallar combustible que al combustible fuego.

Vaciedad y sofistería habrá de parecer esto, bien lo sé. Y se me dirá

también que hay la ciencia de la pasión, y que hay la pasión de la

ciencia, y que es en la esfera moral donde la razón y la vida se aunan.

No lo sé, no lo sé, no lo sé... Y acaso esté yo diciendo en el fondo,

aunque más turbiamente lo mismo que esos, los adversarios que me finjo

para tener a quien combatir, dicen, sólo que más claro, más definida y

más racionalmente. No lo sé, no lo sé... Pero sus cosas me hielan y me

suenan a vaciedad afectiva.

Y volviendo a lo mismo, ¿es la virtud ciencia? ¿Es la ciencia virtud?

Porque son dos cosas distintas. Puede ser ciencia la virtud, ciencia de

saber conducirse bien, sin que por eso toda otra ciencia sea virtud.

Ciencia es la de Maquiavelo; y no puede decirse que su virtú sea virtud moral siempre. Sabido es, además, que no son mejores ni los más inteligentes, ni los más instruidos.

No, no, no; ni la fisiología enseña a digerir, ni la lógica a

discurrir, ni la estética a sentir la belleza o a expresarla, ni la

ética a ser bueno. Y menos mal si no enseña a ser hipócrita; porque la

pedantería, sea de lógica, sea de estética, sea de ética, no es en el

fondo sino hipocresía.

Acaso la razón enseña ciertas virtudes burguesas, pero no hace ni

héroes ni santos. Porque santo es el que hace el bien no por el bien

mismo, sino por Dios, por la eternización.

Acaso, por otra parte, la cultura, es decir, la Cultura —¡oh, la

cultura!—, obra sobre todo de filósofos y de hombres de ciencia, no la

han hecho ni los héroes ni los santos. Porque los santos se han cuidado

muy poco del progreso de la cultura humana; se cuidaron más bien de la

salvación de las almas individuales de aquellos con quienes convivían.

¿Qué significa, por ejemplo, en la historia de la cultura humana nuestro

San Juan de la Cruz, aquel frailecito incandescente, como se le ha

llamado culturalmente —y no sé si cultamente—, junto a Descartes?

Todos esos santos, encendidos de religiosa caridad hacia sus

prójimos, hambrientos de eternización propia y ajena, que iban a quemar

corazones ajenos, inquisidores acaso, todos esos santos, ¿qué han hecho

por el progreso de la ciencia de la ética? ¿Inventó acaso alguno de

ellos el imperativo categórico, como lo inventó el solterón de

Koenigsberg, que si no fué santo mereció serlo?

Quejábaseme un día el hijo de un gran profesor de ética, de uno a

quien apenas si se le caía de la boca el imperativo ese, que vivía en

una desoladora sequedad de espíritu, en un vacío interior. Y hube de

decirle: —Es que su padre de usted, amigo mío, tenía un río soterraño en

el espíritu, una fresca corriente de antiguas creencias infantiles, de

esperanzas de ultratumba; y cuando creía alimentar su alma con el

imperativo ese o con algo parecido, lo estaba en realidad alimentando

con aquellas aguas de la niñez. Y a usted le ha dado la flor acaso de su

espíritu, sus doctrinas racionales de moral, pero no la raíz, no lo

soterraño, no lo irracional.

¿Por qué prendió aquí, en España, el krausismo y no el hegelianismo o

el kantismo, siendo estos sistemas mucho más profundos, racional y

filosóficamente, que aquél? Porque el uno nos le trajeron con raíces. El

pensamiento filosófico de un pueblo o de una época es como su flor, es

aquello que está fuera y está encima; pero esa flor, o si se quiere

fruto, toma sus jugos de las raíces de la planta, y las raíces, que

están dentro y están debajo de tierra, son el sentimiento religioso. El

pensamiento filosófico de Kant, suprema flor de la evolución mental del

pueblo germánico, tiene sus raíces en el sentimiento religioso de

Lutero, y no es posible que el kantismo, sobre todo en su parte

práctica, prendiese y diese flores y frutos en pueblos que ni habían

pasado por la Reforma ni acaso podían pasar por ella. El kantismo es

protestante, y nosotros, los españoles, somos fundamentalmente

católicos. Y si Krause echó aquí algunas raíces —más que se cree, y no

tan pasajeras como se supone—, es porque Krause tenía raíces pietistas, y

el pietismo, como lo demostró Ritschl en la historia de él (Geschichte der Pietismus),

tiene raíces específicamente católicas, y significa en gran parte la

invasión, o más bien la persistencia del misticismo católico en el seno

del racionalismo protestante. Y así se explica que se krausizaran aquí

hasta no pocos pensadores católicos.

Y puesto que los españoles somos católicos, sepámoslo o no lo

sepamos, queriéndolo o sin quererlo, y aunque alguno de nosotros presuma

de racionalista o de ateo, acaso nuestra más honda labor de cultura y

lo que vale más que de cultura, de religiosidad —si es que no son lo

mismo—, es tratar de darnos clara cuenta de ese nuestro catolicismo

subconsciente, social o popular. Y esto es lo que he tratado de hacer en

esta obra.

Lo que llamo el sentimiento trágico de la vida en los hombres y en

los pueblos es por lo menos nuestro sentimiento trágico de la vida, el

de los españoles y el pueblo español, tal y como se refleja en mi

conciencia, que es una conciencia española, hecha en España. Y este

sentimiento trágico de la vida es el sentimiento mismo católico de ella,

pues el catolicismo y mucho más el popular, es trágico. El pueblo

aborrece la comedia. El pueblo, cuando Pilato, el señorito, el

distinguido, el esteta, racionalista si queréis, quiere darle comedia y

le presenta al Cristo en irrisión diciéndole: ¡He aquí el hombre!, se

amotina y grita: ¡crucifícale! ¡crucifícale! No quiere comedia, sino

tragedia. Y lo que el Dante, el gran católico, llamó comedia divina, es

la más trágica tragedia que se haya escrito.

Y como he querido en estos ensayos mostrar el alma de un español y en

ella el alma española, he escatimado las citas de escritores españoles

prodigando, acaso en exceso, las de los de otros países. Y es que todas

las almas humanas son hermanas.

Y hay una figura, una figura cómicamente trágica, una figura en que

se ve todo lo profundamente trágico de la comedia humana, la figura de

Nuestro Señor Don Quijote, el Cristo español, en que se cifra y encierra

el alma inmortal de este mi pueblo. Acaso la pasión y muerte del

Caballero de la Triste Figura es la pasión y muerte del pueblo español.

Su muerte y su resurrección. Y hay una filosofía, y hasta una metafísica

quijotesca, y una lógica y una ética quijotescas también, y una

religiosidad —religiosidad católica española— quijotesca. Es la

filosofía, es la lógica, es la ética, es la religiosidad que he tratado

de esbozar y más de sugerir que de desarrollar en esta obra.

Desarrollarlas racionalmente no; la locura quijotesca no consiente la

lógica científica.

Y ahora, antes de concluir, y despedirme de mis lectores, quédame

hablar del papel que le está reservado a Don Quijote en la tragi-comedia

europea moderna.

Vamos a verlo en un último ensayo de éstos.

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