Del Sentimiento Trágico de la Vida

IX. Fe, esperanza y caridad

IX. Fe, esperanza y caridad

Sanctiusque ac reverentius visum de actis

deorum credere quam scire.

Tácito, Germania, 34.

A este Dios cordial o vivo se llega, y se vuelve a Él cuando por el

Dios lógico o muerto se le ha dejado, por camino de fe y no de

convicción racional o matemática.

¿Y qué cosa es fe?

Así pregunta el catecismo de la doctrina cristiana que se nos enseñó en la escuela, y contesta así: creer lo que no vimos.

A lo que hace ya una docena de años corregí en un ensayo diciendo:

«¡creer lo que no vimos, no!, sino crear lo que no vemos». Y antes os he

dicho que creer en Dios es, en primera instancia al menos, querer que

le haya, anhelar la existencia de Dios.

La virtud teologal de la fe es, según el Apóstol Pablo, cuya

definición sirve de base a las tradicionales disquisiciones cristianas

sobre ella, «la sustancia de las cosas que se espera, la demostración de

lo que no se ve»: ἐλπιζομένων ὑπόστασις, πραγμάτων ἔλεγχος οὐ βλεπομένων (Hebreos XI, 1).

La sustancia, o más bien el sustento o base de la esperanza, la

garantía de ella. Lo cual conexiona, y más que conexiona subordina, la

fe a la esperanza. Y de hecho no es que esperamos porque creemos, sino

más bien que creemos porque esperamos. Es la esperanza en Dios, esto es,

el ardiente anhelo de que haya un Dios que garantice la eternidad de la

conciencia lo que nos lleva a creer en Él.

Pero la fe, que es al fin y al cabo algo compuesto en que entra un

elemento conocitivo, lógico o racional juntamente con uno afectivo,

biótico o sentimental, y en rigor irracional, se nos presenta en forma

de conocimiento. Y de aquí la insuperable dificultad de separarla de un

dogma cualquiera. La fe pura, libre de dogmas, de que tanto escribí en

un tiempo, es un fantasma. Ni con inventar aquello de la fe en la fe

misma se salía del paso. La fe necesita una materia en que ejercerse.

El creer es una forma de conocer, siquiera no fuese otra cosa que

conocer nuestro anhelo vital y hasta formularlo. Sólo que el término

creer tiene en nuestro lenguaje corriente una doble y hasta

contradictoria significación, queriendo decir, por una parte el mayor

grado de adhesión de la mente a un conocimiento como verdadero, y de

otra parte una débil y vacilante adhesión. Pues si en un sentido creer

algo es el mayor asentimiento que cabe dar, la expresión «creo que sea

así, aunque no estoy de ello seguro», es corriente y vulgar.

Lo cual responde a lo que respecto a la incertidumbre, como base de

fe, dijimos. La fe más robusta, en cuanto distinta de todo otro

conocimiento que no sea pístico o de fe —fiel como si

dijéramos—, se basa en incertidumbre. Y es porque la fe, la garantía de

lo que se espera, es, más que adhesión racional a un principio teórico,

confianza en la persona que nos asegura algo. La fe supone un elemento

personal objetivo. Mas bien que creemos algo, creemos a alguien que nos

promete o asegura esto o lo otro. Se cree a una persona y a Dios en

cuanto persona y personalización del Universo.

Este elemento personal, o religioso, en la fe es evidente. La fe,

suele decirse, no es en sí ni un conocimiento teórico o adhesión

racional a una verdad, ni se explica tampoco suficientemente su esencia

por la confianza en Dios. «La fe es la sumisión íntima a la autoridad

espiritual de Dios, la obediencia inmediata. Y en cuanto esta obediencia

es el medio de alcanzar un principio racional es la fe una convicción

personal.» Así dice Seeberg.

La fe que definió San Pablo, la πίστις, pistis, griega, se traduce mejor por confianza. La voz pistis, en efecto, procede del verbo πείθω, peitho, que si en su voz activa significa persuadir, en la media equivale a

confiar en uno, hacerle caso, fiarse de él, obedecer. Y fiarse, fidare se, procede del tema fid —de donde fides, fe, y de donde también confianza—. Y el tema griego πιθ —pith— y el latino fid parecen hermanos. Y en resolución, que la voz misma fe lleva en su

origen implícito el sentido de confianza, de rendimiento a una voluntad

ajena, a una persona. Sólo se confía en las personas. Confíase en la

Providencia que concebimos como algo personal y consciente, no en el

Hado, que es algo impersonal. Y así se cree en quien nos dice la verdad,

en quien nos da la esperanza; no en la verdad misma directa e

inmediatamente, no en la esperanza misma.

Y este sentido personal o más bien personificante de la fe, se delata

hasta en sus formas más bajas, pues es el que produce la fe en la

ciencia infusa, en la inspiración, en el milagro. Conocido es, en

efecto, el caso de aquel médico parisiense que al ver que en su barrio

le quitaba un curandero la clientela, trasladóse a otro, al más

distante, donde por nadie era conocido, anunciándose como curandero y

conduciéndose como tal. Y al denunciarle por ejercicio ilegal de la

medicina, exhibió su título, viniendo a decir poco más o menos esto:

«Soy médico, pero si como tal me hubiese anunciado, no habría obtenido

la clientela que como curandero tengo; mas ahora, al saber mis clientes

que he estudiado medicina y poseo título de médico, huirán de mí a un

curandero que les ofrezca la garantía de no haber estudiado, de curar

por inspiración.» Y es que se desacredita al médico a quien se le prueba

que no posee título ni hizo estudios, y se desacredita al curandero a

quien se le prueba que los hizo y que es médico titulado. Porque unos

creen en la ciencia, en el estudio, y otros creen en la persona, en la

inspiración y hasta en la ignorancia.

«Hay una distinción en la geografía del mundo que se nos presenta

cuando establecemos los diferentes pensamientos y deseos de los hombres

respecto a su religión. Recordemos cómo el mundo todo está en general

dividido en dos hemisferios por lo que a esto hace. Una mitad del mundo,

el gran Oriente oscuro, es místico. Insiste en no ver cosa alguna

demasiado clara. Poned distinta y clara una cualquiera de las grandes

ideas de la vida, e inmediatamente le parece al oriental que no es

verdadera. Tiene un instinto que le dice que los más vastos pensamientos

son demasiado vastos para la mente humana, y que si se presentan en

formas de expresión que la mente humana puede comprender, se violenta su

naturaleza y se pierde su fuerza. Y por otra parte, el occidental exige

claridad y se impacienta con el misterio. Le gusta una proposición

definida tanto como a su hermano del Oriente la desagrada. Insiste en

saber lo que significan para su vida personal las fuerzas eternas e

infinitas, cómo han de hacerle personalmente más feliz y mejor y casi

cómo han de construir la casa que le abrigue y cocerle la cena en el

fogón... Sin duda hay excepciones; místicos en Boston y San Luis,

hombres atenidos a los hechos en Bombay y Calcuta. Ambas disposiciones

de ánimo no pueden estar separadas una de otra por un océano o una

cordillera. En ciertas naciones y tierras, como, por ejemplo, entre los

judíos y en nuestra propia Inglaterra, se mezclan mucho. Pero en

general, dividen así el mundo. El Oriente cree en la luz de luna del

misterio; el Occidente, en el mediodía del hecho científico. El Oriente

pide al Eterno vagos impulsos; el Occidente coge el presente con ligera

mano y no quiere soltarlo hasta que le dé motivos razonables,

inteligibles. Cada uno de ellos entiende mal al otro, desconfía de él, y

hasta en gran parte le desprecia. Pero ambos hemisferios juntos, y no

uno de ellos por sí, forman el mundo todo.» Así dijo en uno de sus

sermones el Rvdo. Philips Brooks, obispo que fué de Massachusets, el

gran predicador unitariano (v. The mistery of iniquity and other sermons, sermón XII).

Podríamos más bien decir que en el mundo todo, lo mismo en Oriente

que en Occidente, los racionalistas buscan la definición y creen en el

concepto, y los vitalistas buscan la inspiración y creen en la persona.

Los unos estudian el Universo para arrancarle sus secretos; los otros

rezan a la Conciencia del Universo, tratan de ponerse en relación

inmediata con el Alma del mundo, con Dios, para encontrar garantía o

sustancia a lo que esperan, que es no morirse, y demostración de lo que

no ven.

Y como la persona es una voluntad y la voluntad se refiere siempre al

porvenir, el que cree, cree en lo que vendrá, esto es, en lo que

espera. No se cree, en rigor, lo que es y lo que fué, sino como

garantía, como sustancia de lo que será. Creer el cristiano en la

resurrección de Cristo, es decir, creer a la tradición y al Evangelio —y

ambas potencias son personales— que le dicen que el Cristo resucitó, es

creer que resucitará él un día por la gracia de Cristo. Y hasta la fe

científica, pues la hay, se refiere al porvenir y es acto de confianza.

El hombre de ciencia cree que en tal día venidero se verificará un

eclipse de sol, cree que las leyes que hasta hoy han regido al mundo

seguirán rigiéndolo.

Creer, vuelvo a decirlo, es dar crédito a uno, y se refiere a

persona. Digo que sé que hay un animal llamado caballo, y que tiene

estos y aquellos caracteres, porque lo he visto, y que creo en la

existencia del llamado jirafa u ornitorrinco, y que sea de este o el

otro modo, porque creo a los que aseguran haberlo visto. Y de aquí el

elemento de incertidumbre que la fe lleva consigo, pues una persona

puede engañarse o engañarnos.

Mas, por otra parte, este elemento personal de la creencia le da un

carácter afectivo, amoroso y sobre todo, en la fe religiosa, el

referirse a lo que se espera. Apenas hay quien sacrificara la vida por

mantener que los tres ángulos de un triángulo valgan dos rectos, pues

tal verdad no necesita del sacrificio de nuestra vida; mas, en cambio,

muchos han perdido la vida por mantener su fe religiosa, y es que los

mártires hacen la fe más aún que la fe los mártires. Pues la fe no es la

mera adhesión del intelecto a un principio abstracto, no es el

reconocimiento de una verdad teórica en que la voluntad no hace sino

movernos a entender; la fe es cosa de la voluntad, es movimiento del

ánimo hacia una verdad práctica, hacia una persona, hacia algo que nos

hace vivir y no tan sólo comprender la vida.

La fe nos hace vivir mostrándonos que la vida, aunque dependa de la

razón, tiene en otra parte su manantial y su fuerza, en algo

sobrenatural y maravilloso. Un espíritu singularmente equilibrado y muy

nutrido de ciencia, el del matemático Cournot, dijo ya que es la

tendencia a lo sobrenatural y a lo maravilloso lo que da vida, y que a

falta de eso, todas las especulaciones de la razón no vienen a parar

sino a la aflicción de espíritu. (Traité de l’enchaînement des idées fondamentales dans les sciences et dans l’histoire, § 329.) Y es que queremos vivir.

Mas, aunque decimos que la fe es cosa de la voluntad, mejor sería

acaso decir que es la voluntad misma, la voluntad de no morir, o más

bien otra potencia anímica distinta de la inteligencia, de la voluntad y

del sentimiento. Tendríamos, pues, el sentir, el conocer, el querer y

el creer, o sea crear. Porque ni el sentimiento, ni la inteligencia, ni

la voluntad crean, sino que se ejercen sobre materia dada ya, sobre

materia dada por la fe. La fe es el poder creador del hombre. Pero como

tiene más íntima relación con la voluntad que con cualquiera otra de las

potencias, la presentamos en forma volitiva. Adviértase, sin embargo,

como querer creer, es decir, querer crear, no es precisamente creer o

crear, aunque sí comienzo de ello.

La fe es, pues, si no potencia creativa, flor de la voluntad, y su

oficio crear. La fe crea, en cierto modo, su objeto. Y la fe en Dios

consiste en crear a Dios, y como es Dios el que nos da la fe en Él, es

Dios el que se está creando a sí mismo de continuo en nosotros. Por la

que dijo San Agustín: «Te buscaré, Señor, invocándote, y te invocaré

creyendo en Ti. Te invoca, Señor, mi fe, la fe que me diste, que me

inspiraste con la humanidad de tu Hijo, por el ministerio de tu

predicador.» (Confesiones, lib. I, capítulo I). El poder de

crear un Dios a nuestra imagen y semejanza, de personalizar el

Universo, no significa otra cosa sino que llevamos a Dios dentro, como

sustancia de lo que esperamos, y que Dios nos está de continuo creando a

su imagen y semejanza.

Y se crea a Dios, es decir, se crea Dios a sí mismo en nosotros por

la compasión, por el amor. Creer en Dios es amarle y temerle con amor, y

se empieza por amarle aun antes de conocerle, y amándole es como se

acaba por verle y descubrirle en todo.

Los que dicen creer en Dios, y ni le aman ni le temen, no creen en

Él, sino en aquellos que les han enseñado que Dios existe, los cuales, a

su vez con harta frecuencia, tampoco creen en Él. Los que sin pasión de

ánimo, sin congoja, sin incertidumbre, sin duda, sin la desesperación

en el consuelo, creen creer en Dios, no creen sino en la idea Dios, mas

no en Dios mismo. Y así como se cree en Él por amor, puede también

creerse por temor, y hasta por odio, como creía en Él aquel ladrón Vanni

Fucci, a quien el Dante hace insultarle con torpes gestos desde el

Infierno. (Inf. XXV, 1, 3). Que también los demonios creen en Dios, y

muchos ateos.

¿No es, acaso, una manera de creer en Él esa furia con que le niegan y

hasta le insultan los que no quieren que le haya, ya que no logran

creer en Él? Quieren que exista como lo quieren los creyentes; pero

siendo hombres débiles y pasivos o malvados, en quienes la razón puede

más que la voluntad, se sienten arrastrados por aquélla, bien a su

íntimo pesar, y se desesperan y niegan por desesperación, y al negar,

afirman y crean lo que niegan, y Dios se revela en ellos, afirmándose

por la negación de sí mismo.

Mas a todo esto se me dirá que enseñar que la fe crea su objeto es

enseñar que el tal objeto no lo es sino para la fe, que carece de

realidad objetiva fuera de la fe misma; como por otra parte, sostener

que hace falta la fe para contener o para consolar al pueblo, es

declarar ilusorio el objeto de la fe. Y lo cierto es que creer en Dios

es hoy, ante todo y sobre todo, para los creyentes intelectuales querer

que Dios exista.

Querer que exista Dios, y conducirse y sentir como si existiera. Y

por este camino de querer su existencia, y obrar conforme a tal deseo,

es como creamos a Dios, esto es, como Dios se crea en nosotros, como se

nos manifiesta, se abre y se revela a nosotros. Porque Dios sale al

encuentro de quien le busca con amor y por amor, y se hurta de quien le

inquiere por fría razón no amorosa. Quiere Dios que el corazón descanse,

pero que no descanse la cabeza, ya que en la vida física duerme y

descansa a veces la cabeza, y vela y trabaja arreo el corazón. Y así, la

ciencia sin amor, nos aparta de Dios y el amor, aun sin ciencia y acaso

mejor sin ella, nos lleva a Dios; y por Dios a la sabiduría.

¡Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios!

Y si se me preguntara cómo creo en Dios, es decir, cómo Dios se crea

en mí mismo y se me revela, tendré acaso que hacer sonreir, reir o

escandalizarse tal vez al que se lo diga.

Creo en Dios como creo en mis amigos, por sentir el aliento de su

cariño y su mano invisible e intangible que me trae y me lleva y me

estruja, por tener íntima conciencia de una providencia particular y de

una mente universal que me traza mi propio destino. Y el concepto de la

ley —¡concepto al cabo!— nada me dice ni me enseña.

Una y otra vez durante mi vida heme visto en trance de suspensión

sobre el abismo; una y otra vez heme encontrado sobre encrucijadas en

que se me abría un haz de senderos, tomando uno de los cuales renunciaba

a los demás, pues que los caminos de la vida son irrevertibles, y una y

otra vez en tales únicos momentos he sentido el empuje de una fuerza

consciente, soberana y amorosa. Y ábresele a uno luego la senda del

Señor.

Puede uno sentir que el Universo le llama y le guía como una persona a

otra, oir en su interior su voz sin palabras que le dice: ¡Ve y predica

a los pueblos todos! ¿Cómo sabéis que un hombre que se os está delante

tiene una conciencia como vosotros, y que también la tiene, más o menos

oscura, un animal y no una piedra? Por la manera como el hombre, a modo

de hombre, a vuestra semejanza se conduce con vosotros, y la manera como

la piedra no se conduce para con vosotros, sino que sufre vuestra

conducta. Pues así es como creo que el Universo tiene una cierta

conciencia como yo, por la manera como se conduce conmigo humanamente, y

siento que una personalidad me envuelve.

Ahí está una masa informe; parece una especie de animal; no se le

distinguen miembros; sólo veo dos ojos, y ojos que me miran con mirada

humana, de semejante, mirada que me pide compasión, y oigo que respira. Y

concluyo que en aquella masa informe hay una conciencia. Y así, y no de

otro modo, mira al creyente el cielo estrellado, con mirada

sobrehumana, divina, que le pide suprema compasión y amor supremo, y oye

en la noche serena la respiración de Dios que le toca en el cogollo del

corazón, y se revela a él. Es el Universo que vive, sufre, ama y pide

amor.

De amar estas cosillas de tomo que se nos van como se nos vinieron,

sin tenernos apego alguno, pasamos a amar las cosas más permanentes y

que no pueden agarrarse con las manos; de amar los bienes pasamos a amar

el Bien; de las cosas bellas, a la Belleza; de lo verdadero, a la

Verdad; de amar los goces, a amar la Felicidad, y, por último, a amar al

Amor. Se sale uno de sí mismo para adentrarse más en su Yo supremo; la

conciencia individual se nos sale a sumergirse en la Conciencia total de

que forma parte, pero sin disolverse en ella. Y Dios no es sino el Amor

que surge del dolor universal y se hace conciencia.

Aun esto, se dirá, es moverse en un cerco de hierro, y tal Dios no es

objetivo. Y aquí convendría darle a la razón su parte y examinar qué

sea eso de que algo existe, es objetivo.

¿Qué es, en efecto, existir, y cuándo decimos que una cosa existe?

Existir es ponerse algo de tal modo fuera de nosotros, que precediera a

nuestra percepción de ello y pueda subsistir fuera cuando

desaparezcamos. ¿Y estoy acaso seguro de que algo me precediera o de que

algo me ha de sobrevivir? ¿Puede mi conciencia saber que hay algo fuera

de ella? Cuanto conozco o puedo conocer está en mi conciencia. No nos

enredemos, pues, en el insoluble problema de otra objetividad de

nuestras percepciones, sino que existe cuanto obra, y existir es obrar.

Y aquí volverá a decirse que no es Dios, sino la idea de Dios, la que

obra en nosotros. Y diremos que Dios por su idea, y más bien muchas

veces por sí mismo. Y volverán a redargüirnos pidiéndonos pruebas de la

verdad objetiva de la existencia de Dios, pues que pedimos señales. Y

tendremos que preguntar con Pilato: ¿qué es la verdad?

Así preguntó, en efecto, y sin esperar respuesta, volvióse a lavarse

las manos para sincerarse de haber dejado condenar a muerte al Cristo. Y

así preguntan muchos ¿qué es verdad? sin ánimo alguno de recibir

respuesta, y sólo para volverse a lavarse las manos del crimen de haber

contribuído a matar a Dios de la propia conciencia o de las conciencias

ajenas.

¿Qué es verdad? Dos clases hay de verdad, la lógica u objetiva, cuyo

contrario es el error, y la moral o subjetiva a que se opone la mentira.

Y ya en otro ensayo he tratado de demostrar cómo el error es hijo de la

mentira.

La verdad moral, camino para llegar a la otra, también moral, nos

enseña a cultivar la ciencia, que es ante todo y sobre todo una escuela

de sinceridad y de humildad. La ciencia nos enseña, en efecto, a someter

nuestra razón a la verdad y a conocer y a juzgar las cosas como ellas

son; es decir, como ellas quieren ser, y no como nosotros queremos que

ellas sean. En una investigación religiosamente científica, son los

datos mismos de la realidad, son las percepciones que del mundo

recibimos las que en nuestra mente llegan a formularse en ley, y no

somos nosotros los que las formulamos. Son los números mismos los que en

nosotros hacen matemáticas. Y es la ciencia la más recogida escuela de

resignación y de humildad, pues nos enseña a doblegarnos ante el hecho,

al parecer, más menudo. Y es pórtico de la religión; pero dentro de

ésta, su función acaba.

Y es que así como hay verdad lógica a que se opone el error y verdad

moral a que se opone la mentira, hay también verdad estética o

verosimilitud a que se opone el disparate, y verdad religiosa o de

esperanza a que se opone la inquietud de la desesperanza absoluta. Pues

ni la verosimilitud estética, la de lo que cabe expresar con sentido, es

la verdad lógica, la de lo que se demuestra con razones, ni la verdad

religiosa, la de la fe, la sustancia de lo que se espera, equivale a la

verdad moral, sino que se le sobrepone. El que afirma su fe a base de

incertidumbre, no miente ni puede mentir.

Y no sólo no se cree con la razón ni aun sobre la razón o por debajo

de ella, sino que se cree contra la razón. La fe religiosa, habrá que

decirlo una vez más, no es ya tan sólo irracional, es contrarracional.

«La poesía es la ilusión antes del conocimiento; la religiosidad, la

ilusión después del conocimiento. La poesía y la religiosidad suprimen

el vaudeville de la mundana sabiduría de vivir. Todo individuo que no vive o poética o religiosamente es tonto.» Así nos dice Kierkegaard (Afsluttende uvidenskabelig Efterskrift, cap. 4, sect. II, A § 2), el mismo que nos dice también que el

cristianismo es una salida desesperada. Y así es, pero sólo mediante la

desesperación de esta salida podemos llegar a la esperanza, a esa

esperanza cuya ilusión vitalizadora sobrepuja a todo conocimiento

racional, diciéndonos que hay siempre algo irreductible a la razón. Y de

ésta, de la razón, puede decirse lo que del Cristo, y es que quien no

está con ella, está contra ella. Lo que no es racional, es

contrarracional. Y así es la esperanza.

Por todo este camino llegamos siempre a la esperanza.

El misterio del amor, que lo es de dolor, tiene una forma misteriosa,

que es el tiempo. Atamos el ayer al mañana con eslabones de ansia, y no

es el ahora, en rigor, otra cosa que el esfuerzo del antes por hacerse

después; no es el presente, sino el empeño del pasado por hacerse

porvenir. El ahora es un punto que no bien pronunciado se disipa, y, sin

embargo, en ese punto está la eternidad toda, sustancia del tiempo.

Cuanto ha sido no puede ya ser sino como fué, y cuanto es no puede

ser sino como es; lo posible queda siempre relegado a lo venidero, único

reino de libertad y en que la imaginación, potencia creadora y

libertadora, carne de la fe, se mueve a sus anchas.

El amor mira y tiende siempre al porvenir, pues que su obra es la

obra de nuestra perpetuación; lo propio del amor es esperar, y sólo de

esperanzas se mantiene. Y así que el amor ve realizado su anhelo, se

entristece y descubre al punto que no es su fin propio aquello a que

tendía, y que no se lo puso Dios sino como señuelo para moverle a la

obra; que su fin está más allá, y emprende de nuevo tras él su afanosa

carrera de engaños y desengaños por la vida. Y va haciendo recuerdos de

sus esperanzas fallidas, y saca de esos recuerdos nuevas esperanzas. La

cantera de las visiones de nuestro porvenir está en los soterraños de

nuestra memoria; con recuerdos nos fragua la imaginación esperanzas. Y

es la humanidad como una moza henchida de anhelos, hambrienta de vida y

sedienta de amor, que teje sus días con ensueños, y espera, espera

siempre, espera sin cesar al amador eterno, que por estarle destinado

desde antes de antes, desde mucho más atrás de sus remotos recuerdos,

desde allende la cuna hacia el pasado, ha de vivir con ella y para ella,

después de después, hasta mucho más allá de sus remotas esperanzas,

hasta allende la tumba, hacia el porvenir. Y el deseo más caritativo

para con esta pobre enamorada es, como para con la moza que espera

siempre a su amado, que las dulces esperanzas de la primavera de su vida

se le conviertan, en el invierno de ella, en recuerdos más dulces

todavía y recuerdos engendradores de esperanzas nuevas. ¡Qué jugo de

apacible felicidad, de resignación al destino debe dar en los días de

nuestro sol más breve el recordar esperanzas que no se han realizado

aún, y que por no haberse realizado conservan su pureza!

El amor espera, espera siempre sin cansarse nunca de esperar, y el

amor a Dios, nuestra fe en Dios, es ante todo esperanza en Él. Porque

Dios no muere, y quien espera en Dios, vivirá siempre. Y es nuestra

esperanza fundamental, la raíz y tronco de nuestras esperanzas todas, la

esperanza de la vida eterna.

Y si es la fe la sustancia de la esperanza, ésta es a su vez la forma

de la fe. La fe antes de darnos esperanza es una fe informe, vaga,

caótica, potencial, no es sino la posibilidad de creer, anhelo de creer.

Mas hay que creer en algo, y se cree en lo que se espera, se cree en la

esperanza. Se recuerda el pasado, se conoce el presente, sólo se cree

en el porvenir. Creer lo que no vimos es creer lo que veremos. La fe es,

pues, lo repito, fe en la esperanza; creemos lo que esperamos.

El amor nos hace creer en Dios, en quien esperamos, y de quien

esperamos la vida futura; el amor nos hace creer en lo que el ensueño de

la esperanza nos crea.

La fe es nuestro anhelo a lo eterno, a Dios, y la esperanza es el

anhelo de Dios, de lo eterno, de nuestra divinidad, que viene al

encuentro de aquélla y nos eleva. El hombre aspira a Dios por la fe, y

le dice: «Creo, ¡dame, Señor, en qué creer!» Y Dios, su divinidad, le

manda la esperanza en otra vida para que crea en ella. La esperanza es

el premio a la fe. Sólo el que cree espera de verdad, y sólo el que de

verdad espera, cree. No creemos sino lo que esperamos, ni esperamos sino

lo que creemos.

Fué la esperanza la que llamó a Dios Padre, y es ella la que sigue

dándole ese nombre preñado de consuelo y de misterio. El padre nos dió

la vida y nos da el pan para mantenerla, y al padre pedimos que nos la

conserve. Y si el Cristo fué el que a corazón más lleno y a boca más

pura llamó Padre a su padre y nuestro, si el sentimiento cristiano se

encumbra en el sentimiento de la paternidad de Dios, es porque en el

Cristo sublimó el linaje humano su hambre de eternidad.

Se dirá tal vez que este anhelo de la fe, que esta esperanza es, más

que otra cosa, un sentimiento estético. Lo informa también acaso, pero

sin satisfacerle del todo.

En el arte, en efecto, buscamos un remedo de eternización. Si en lo

bello se aquieta un momento el espíritu, y descansa y se alivia, ya que

no se le cure la congoja, es por ser lo bello revelación de lo eterno,

de lo divino de las cosas, y la belleza no es sino la perpetuación de la

momentaneidad. Que así como la verdad es el fin del conocimiento

racional, así la belleza es el fin de la esperanza, acaso irracional en

su fondo.

Nada se pierde, nada pasa del todo, pues que todo se perpetúa de una

manera o de otra, y todo, luego de pasar por el tiempo, vuelve a la

eternidad. Tiene el mundo temporal raíces en la eternidad, y allí está

junto el ayer con el hoy y el mañana. Ante nosotros pasan las escenas

como en un cinematógrafo, pero la cinta permanece una y entera más allá

del tiempo.

Dicen los físicos que no se pierde un solo pedacito de materia ni un

solo golpecito de fuerza, sino que uno y otro se trasforman y trasmiten

persistiendo. ¿Y es que se pierde acaso forma alguna, por huidera que

sea? Hay que creer —¡creerlo y esperarlo!— que tampoco, que en alguna

parte quede archivada y perpetuada, que hay un espejo de eternidad en

que se suman, sin perderse unas en otras, las imágenes todas que

desfilan por el tiempo. Toda impresión que me llegue queda en mi cerebro

almacenada, aunque sea tan hondo o con tan poca fuerza que se hunda en

lo profundo de mi subconsciencia; pero desde allí anima mi vida, y si mi

espíritu todo, si el contenido total de mi alma se me hiciera

consciente, resurgirían todas las fugitivas impresiones olvidadas no

bien percibidas, y aun las que se me pasaron inadvertidas. Llevo dentro

de mí todo cuanto ante mí desfiló y conmigo lo perpetúo, y acaso va todo

ello en mis gérmenes, y viven en mí mis antepasados todos por entero, y

vivirán, juntamente conmigo, en mis descendientes. Y voy yo tal vez,

todo yo, con todo este mi universo, en cada una de mis obras, o por lo

menos va en ellas lo esencial de mí, lo que me hace ser yo, mi esencia

individual.

Y esta esencia individual de cada cosa, esto que la hace ser ella y

no otra, ¿cómo se nos revela sino como belleza? ¿Qué es la belleza de

algo si no es su fondo eterno, lo que une su pasado con su porvenir, lo

que de ello reposa y queda en las entrañas de la eternidad? ¿O qué es

más bien sino la revelación de su divinidad?

Y esta belleza, que es la raíz de eternidad, se nos revela por el

amor, y es la más grande revelación del amor de Dios y la señal de que

hemos de vencer al tiempo. El amor es quien nos revela lo eterno nuestro

y de nuestros prójimos.

¿Es lo bello, lo eterno de las cosas, lo que despierta y enciende

nuestro amor a ellas, o es nuestro amor a las cosas lo que nos revela lo

bello, lo eterno de ellas? ¿No es acaso la belleza una creación del

amor, lo mismo que el mundo sensible lo es del instinto de conservación y

el suprasensible del de perpetuación y en el mismo sentido? ¿No es la

belleza y la eternidad con ella una creación del amor? «Nuestro hombre

exterior —escribe el Apóstol, II Cor.,

IV, 16— se va desgastando, pero el interior se renueva de día en día.»

El hombre de las apariencias que pasan se desgasta, y con ellas pasa;

pero el hombre de la realidad queda y crece. «Porque lo que al presente

es momentáneo y leve en nuestra tribulación, nos da un peso de gloria

sobremanera alto y eterno» (vers. 17). Nuestro dolor nos da congoja, y

la congoja, al estallar de la plenitud de sí misma, nos parece consuelo.

«No mirando nosotros a las cosas que se ven, sino a las que no se ven;

porque las cosas que se ven son temporales, mas las que no se ven son

eternas» (versículo 18).

Este dolor da esperanza, que es lo bello de la vida, la suprema

belleza, o sea el supremo consuelo. Y como el amor es doloroso, es

compasión, es piedad, la belleza surge de la compasión, y no es sino el

consuelo temporal que ésta se busca. Trágico consuelo. Y la suprema

belleza es la de la tragedia. Acongojados al sentir que todo pasa, que

pasamos nosotros, que pasa lo nuestro, que pasa cuanto nos rodea, la

congoja misma nos revela el consuelo de lo que no pasa, de lo eterno, de

lo hermoso.

Y esta hermosura así revelada, esta perpetuación de la momentaneidad,

sólo se realiza prácticamente, sólo vive por obra de la caridad. La

esperanza en la acción es la caridad, así como la belleza en acción es

el bien.

*

La raíz de la caridad que eterniza cuanto ama y nos saca la belleza

en ello oculta, dándonos el bien, es el amor a Dios, o si se quiere, la

caridad hacia Dios, la compasión a Dios. El amor, la compasión, lo

personaliza todo, dijimos; al descubrir el sufrimiento en todo y

personalizándolo todo, personaliza también al Universo mismo, que

también sufre, y nos descubre a Dios. Porque Dios se nos revela porque

sufre y porque sufrimos; porque sufre exige nuestro amor, y porque

sufrimos nos da el suyo y cubre nuestra congoja con la congoja eterna é

infinita.

Este fué el escándalo del cristianismo entre judíos y helenos, entre

fariseos y estoicos, y éste, que fué su escándalo, el escándalo de la

cruz, sigue siéndolo y lo seguirá aún entre cristianos; el de un Dios

que se hace hombre para padecer y morir y resucitar por haber padecido y

muerto, el de un Dios que sufre y muere. Y esta verdad de que Dios

padece, ante la que se sienten aterrados los hombres, es la revelación

de las entrañas mismas del Universo y de su misterio, la que nos reveló

al enviar a su Hijo a que nos redimiese sufriendo y muriendo. Fué la

revelación de lo divino del dolor, pues sólo es divino lo que sufre.

Y los hombres hicieron dios al Cristo, que padeció, y descubrieron

por él la eterna esencia de un Dios vivo, humano, esto es, que sufre

—sólo no sufre lo muerto, lo inhumano—, que ama, que tiene sed de amor,

de compasión, que es persona. Quien no conozca al Hijo jamás conocerá al

Padre, y al Padre sólo por el Hijo se le conoce; quien no conozca al

Hijo del hombre, que sufre congojas de sangre y desgarramientos del

corazón, que vive con el alma triste hasta la muerte, que sufre dolor

que mata y resucita, no conocerá al Padre ni sabrá del Dios paciente.

El que no sufre, y no sufre porque no vive, es ese lógico y congelado ens realissimum, es el primum movens, es esa entidad impasible y por impasible no más que pura idea. La

categoría no sufre, pero tampoco vive ni existe como persona. Y, ¿cómo

va a fluir y vivir el mundo desde una idea impasible? No sería sino idea

del mundo mismo. Pero el mundo sufre y el sufrimiento es sentir la

carne de la realidad, es sentirse de bulto y de tomo el espíritu, es

tocarse a sí mismo, es la realidad inmediata.

El dolor es la sustancia de la vida y la raíz de la personalidad,

pues sólo sufriendo se es persona. Y es universal, y lo que a los seres

todos nos une es el dolor, la sangre universal o divina que por todos

circula. Eso que llamamos voluntad, ¿qué es sino dolor?

Y tiene el dolor sus grados, según se adentra; desde aquel dolor que

flota en el mar de las apariencias, hasta la eterna congoja, la fuente

del sentimiento trágico de la vida, que va a posarse en lo hondo de lo

eterno, y allí despierta el consuelo; desde aquel dolor físico que nos

hace retorcer el cuerpo, hasta la congoja religiosa, que nos hace

acostarnos en el seno de Dios y recibir allí el riego de sus lágrimas

divinas.

La congoja es algo mucho más hondo, más íntimo y más espiritual que

el dolor. Suele uno sentirse acongojado hasta en medio de eso que

llamamos felicidad y por la felicidad misma, a la que no se resigna y

ante la cual tiembla. Los hombres felices que se resignan a su aparente

dicha, a una dicha pasajera, creeríase que son hombres sin sustancia, o,

por lo menos, que no la han descubierto en sí, que no se la han tocado.

Tales hombres suelen ser impotentes para amar y para ser amados, y

viven, en su fondo, sin pena ni gloria.

No hay verdadero amor sino en el dolor, y en este mundo hay que

escoger o el amor, que es el dolor, o la dicha. Y el amor no nos lleva a

otra dicha que a la del amor mismo, y su trágico consuelo de esperanza

incierta. Desde el momento en que el amor se hace dichoso, se satisface,

ya no desea y ya no es amor. Los satisfechos, los felices, no aman;

aduérmense en la costumbre, rayana en el anonadamiento. Acostumbrarse es

ya empezar a no ser. El hombre es tanto más hombre, esto es, tanto más

divino, cuanta más capacidad para el sufrimiento, o mejor dicho, para la

congoja, tiene.

Al venir al mundo, dásenos a escoger entre el amor y la dicha, y

queremos —¡pobrecillos!— uno y otra: la dicha de amar y el amor de la

dicha. Pero debemos pedir que se nos dé amor y no dicha, que no se nos

deje adormecernos en la costumbre, pues podríamos dormirnos del todo, y,

sin despertar, perder conciencia para no recobrarla. Hay que pedir a

Dios que se sienta uno en sí mismo, en su dolor.

¿Qué es el Hado, qué la Fatalidad, sino la hermandad del amor y el

dolor, y ese terrible misterio de que, tendiendo el amor a la dicha, así

que la toca se muere, y se muere la verdadera dicha con él? El amor y

el dolor se engendran mutuamente, y el amor es caridad y compasión, y

amor que no es caritativo y compadeciente no es tal amor. Es el amor, en

fin, la desesperación resignada.

Eso que llaman los matemáticos un problema de máximos y mínimos, lo

que también se llama ley de economía, es la fórmula de todo movimiento

existencial, esto es, pasional. En mecánica material y en la social, en

industria y economía política, todo el problema se reduce a lograr el

mayor resultado útil posible con el menor posible esfuerzo, lo más de

ingresos con lo menos de gastos, lo más de placeres con lo menos de

dolores. Y la fórmula terrible, trágica, de la vida íntima espiritual

es, o lograr lo más de dicha con lo menos de amor, o lo más de amor con

lo menos de dicha. Y hay que escoger entre una y otra cosa. Y estar

seguro de que quien se acerque al infinito del amor, al amor infinito,

se acerca al cero de la dicha, a la suprema congoja. Y en tocando a este

cero, se está fuera de la miseria que mata. «No seas y podrás más que

todo lo que es», dice el maestro Fr. Juan de los Ángeles en uno de sus Diálogos de la conquista del reino de Dios. (Dial. III, 8.) Y hay algo más congojoso que el sufrir.

Esperaba aquel hombre, al recibir el tan temido golpe, haber de

sufrir tan reciamente como hasta sucumbir al sufrimiento, y el golpe le

vino encima y apenas si sintió dolor; pero luego, vuelto en sí, al

sentirse insensible, se sobrecogió de espanto, de un trágico espanto,

del más espantoso, y gritó, ahogándose en angustia: «¡Es que no existo!»

¿Qué te aterraría más: sentir un dolor que te privase de sentido al

atravesarte las entrañas con un hierro candente, o ver que te las

atravesaban así, sin sentir dolor alguno? ¿No has sentido nunca el

espanto, el horrendo espanto, de sentirte sin lágrimas y sin dolor? El

dolor nos dice que existimos, el dolor nos dice que existen aquellos que

amamos; el dolor nos dice que existe el mundo en que vivimos, y el

dolor nos dice que

existe y que sufre Dios; pero es el dolor de la congoja, de la congoja

de sobrevivir y ser eternos. La congoja nos descubre a Dios y nos hace

quererle.

Creer en Dios es amarle, y amarle es sentirle sufriente, compadecerle.

Acaso parezca blasfemia esto de que Dios sufre, pues el sufrimiento

implica limitación. Y, sin embargo, Dios, la Conciencia del Universo,

está limitado por la materia bruta en que vive, por lo inconsciente, de

que trata de libertarse y de libertarnos. Y nosotros, a nuestra vez,

debemos tratar de libertarle de ella. Dios sufre en todos y en cada uno

de nosotros; en todas y en cada una de las conciencias, presas de la

materia pasajera, y todos sufrimos en Él. La congoja religiosa no es

sino el divino sufrimiento, sentir que Dios sufre en mí, y que yo sufro

en Él.

El dolor universal es la congoja de todo por ser todo lo demás sin

poder conseguirlo, de ser cada uno el que es, siendo a la vez todo lo

que no es, y siéndolo por siempre. La esencia de un ser no es sólo el

empeño en persistir por siempre, como nos enseñó Spinoza, sino, además,

el empeño por universalizarse, es el hambre y sed de eternidad y de

infinitud. Todo ser creado tiende no sólo a conservarse en sí, sino a

perpetuarse, y además a invadir a todos los otros, a ser los otros sin

dejar de ser él, a ensanchar sus linderos al infinito, pero sin

romperlos. No quiere romper sus muros y dejarlo todo en tierra llana,

comunal, indefensa, confundiéndose y perdiendo su individualidad, sino

que quiere llevar sus muros a los extremos de lo creado y abarcarlo todo

dentro de ellos. Quiere el máximo de individualidad con el máximo

también de personalidad, aspira a que el Universo sea él, a Dios.

Y ese vasto yo, dentro del cual quiere cada yo meter al Universo,

¿qué es sino Dios? Y por aspirar a Él le amo, y esa mi aspiración a Dios

es mi amor a Él, y como yo sufro por ser Él, también Él sufre por ser

yo y cada uno de nosotros.

Bien sé que a pesar de mi advertencia, de que se trata aquí de dar

forma lógica a un sistema de sentimientos alógicos, seguirá más de un

lector escandalizándose de que le hable de un Dios paciente, que sufre, y

de que aplique a Dios mismo, en cuanto Dios, la pasión de Cristo. El

Dios de la teología llamada racional excluye, en efecto, todo

sufrimiento. Y el lector pensará que esto del sufrimiento no puede tener

sino un valor metafórico aplicado a Dios, como le tiene, dicen, cuando

el Antiguo Testamento nos habla de pasiones humanas, del Dios de Israel.

Pues no caben cólera, ira y venganza sin sufrimiento. Y por lo que hace

que sufra atado a la materia, se me dirá, con Plotino (Enéada segunda,

IX, 7), que el alma del todo no puede estar atada, por aquello mismo

—que son los cuerpos o la materia— que está por ella atado.

En esto va incluso el problema todo del origen del mal, tanto del mal

de culpa como del mal de pena, pues si Dios no sufre, hace sufrir, y si

no es su vida, pues que Dios vive, un ir haciéndose conciencia total

cada vez más llena, es decir, cada vez más Dios, es un ir llevando las

cosas todas hacia sí, un ir dándose a todo, un hacer que la conciencia

de cada parte entre en la conciencia del todo, que es Él mismo, hasta

llegar a ser Él todo en todos, πάντα ἐν πᾶσι,

según la expresión de San Pablo, el primer místico cristiano. Mas de

esto, en el próximo ensayo sobre la apocatástasis o unión beatífica.

Por ahora, digamos que una formidable corriente de dolor empuja a

unos seres hacia otros, y les hace amarse y buscarse, y tratar de

completarse, y de ser cada uno él mismo y los otros a la vez. En Dios

vive todo, y en su padecimiento padece todo, y al amar a Dios amamos en

Él a las criaturas, así como al amar a las criaturas y compadecerles,

amamos en ellas y compadecemos a Dios. El alma de cada uno de nosotros

no será libre mientras haya algo esclavo en este mundo de Dios, ni Dios

tampoco, que vive en el alma de cada uno de nosotros, será libre

mientras no sea libre nuestra alma.

Y lo más inmediato es sentir y amar mi propia miseria, mi congoja,

compadecerme de mí mismo, tenerme a mí mismo amor. Y esta compasión,

cuando es viva y superabundante, se vierte de mí a los demás, y del

exceso de mi compasión propia, compadezco a mis prójimos. La miseria

propia es tanta, que la compasión que hacia mí mismo me despierta se me

desborda pronto, revelándome la miseria universal.

Y la caridad, ¿qué es sino un desbordamiento de compasión? ¿Qué es

sino dolor reflejado, que sobrepasa y se vierte a compadecer los males

ajenos y ejercer caridad?

Cuando el colmo de nuestro compadecimiento nos trae a la conciencia

de Dios en nosotros, nos llena tan grande congoja por la miseria divina

derramada en todo, que tenemos que verterla fuera, y lo hacemos en forma

de caridad. Y al así verterla, sentimos alivio y la dulzura dolorosa

del bien. Es lo que llamó «dolor sabroso» la mística doctora Teresa de

Jesús, que de amores dolorosos sabía. Es como el que contempla algo

hermoso y siente la necesidad de hacer partícipes de ello a los demás.

Porque el impulso a la producción, en que consiste la caridad, es obra

de amor doloroso.

Sentimos, en efecto, una satisfacción en hacer el bien cuando el bien

nos sobra, cuando estamos henchidos de compasión, y estamos henchidos

de ella cuando Dios, llenándonos el alma, nos da la dolorosa sensación

de la vida universal, del universal anhelo a la divinización eterna. Y

es que no estamos en el mundo puestos nada más junto a los otros, sin

raíz común con ellos, ni nos es su suerte indiferente, sino que nos

duele su dolor, nos acongojamos con su congoja, y sentimos nuestra

comunidad de origen y de dolor aun sin conocerla. Son el dolor y la

compasión que de él nace los que nos revelan la hermandad de cuanto de

vivo y más o menos consciente existe. «Hermano lobo» llamaba San

Francisco de Asís al pobre lobo que siente dolorosa hambre de ovejas, y

acaso el dolor de tener que devorarlas, y esa hermandad nos revela la

paternidad de Dios, que Dios es Padre y existe. Y como Padre ampara

nuestra común miseria.

Es, pues, la caridad el impulso a libertarme y a libertar a todos mis

prójimos del dolor y a libertar de él a Dios que nos abarca a todos.

Es el dolor algo espiritual y la revelación más inmediata de la

conciencia, que acaso no se nos dió el cuerpo sino para dar ocasión a

que el dolor se manifestase. Quien no hubiese nunca sufrido, poco o

mucho, no tendría conciencia de sí. El primer llanto del hombre al nacer

es cuando, entrándole el aire en el pecho y limitándole parece como que

le dice: ¡tienes que respirarme para poder vivir!

El mundo material o sensible, el que nos crean los sentidos, hemos de

creer con la fe, enseñe lo que nos enseñare la razón, que no existe

sino para encarnar y sustentar al otro mundo, al mundo espiritual o

imaginable, al que la imaginación nos crea. La conciencia tiende a ser

más conciencia cada vez, a concientizarse, a tener conciencia plena de

toda ella misma, de su contenido todo. En las profundidades de nuestro

propio cuerpo, en los animales, en las plantas, en las rocas, en todo lo

vivo, en el Universo todo, hemos de creer con la fe, enseñe lo que nos

enseñare la razón, que hay un espíritu que lucha por conocerse, por

cobrar conciencia de sí, por serse —pues serse es conocerse— por ser

espíritu puro, y como sólo puede lograrlo mediante el cuerpo, mediante

la materia, la crea y de ella se sirve a la vez que de ella quede preso.

Sólo puede verse uno la cara retratada en un espejo, pero del espejo en

que se ve queda preso para verse, y se ve en él tal y como el espejo le

deforma, y si el espejo se le rompe, rómpesele su imagen, y si se le

empaña, empáñasele.

Hállase el espíritu limitado por la materia en que tiene que vivir y

cobrar conciencia de sí, de la misma manera que está el pensamiento

limitado por la palabra, que es su cuerpo social. Sin materia no hay

espíritu, pero la materia hace sufrir al espíritu limitándolo. Y no es

el dolor, sino el obstáculo que la materia pone al espíritu, es el

choque de la conciencia con lo inconsciente.

Es el dolor, en efecto, la barrera que la inconsciencia, o sea la

materia, pone a la conciencia, al espíritu; es la resistencia a la

voluntad, el límite que el universo visible pone a Dios, es el muro con

que topa la conciencia al querer ensancharse a costa de la

inconsciencia, es la resistencia que esta última pone a concientizarse.

Aunque lo creamos por autoridad, no sabemos tener corazón, estómago o

pulmones, mientras no nos duelen, oprimen o angustian. Es el dolor

físico, o siquiera la molestia, lo que nos revela la existencia de

nuestras propias entrañas. Y así ocurre también con el dolor espiritual,

con la angustia, pues no nos damos cuenta de tener alma hasta que ésta

nos duele.

Es la congoja lo que hace que la conciencia vuelva sobre sí. El no

acongojado conoce lo que hace y lo que piensa, pero no conoce de veras

que lo hace y lo piensa. Piensa, pero no piensa que piensa, y sus

pensamientos son como si no fuesen suyos. Ni él es tampoco de sí mismo. Y

es que solo por la congoja, por la pasión de no morir nunca, se adueña

de sí mismo un espíritu humano.

El dolor, que es un deshacimiento, nos hace descubrir nuestras

entrañas, y en el deshacimiento supremo, el de la muerte, llegaremos por

el dolor del anonadamiento a las entrañas de nuestras entrañas

temporales, a Dios, a quien en la congoja espiritual respiramos y

aprendemos a amar.

Es así como hay que creer con la fe, enséñenos lo que nos enseñare la razón.

El origen del mal no es, como ya de antiguo lo han visto muchos, sino

eso que por otro nombre se llama inercia de la materia, y en el

espíritu pereza. Y por algo se dijo que la pereza es la madre de todos

los vicios. Sin olvidar que la suprema pereza es la de no anhelar

locamente la inmortalidad.

La conciencia, el ansia de más y más, cada vez más, el hambre de

eternidad y sed de infinitud, las ganas de Dios, jamás se satisfacen;

cada conciencia quiere ser ella y ser todas las demás sin dejar de ser

ella, quiere ser Dios. Y la materia, la conciencia, tiende a ser menos,

cada vez menos, a no ser nada, siendo la suya una sed de reposo. El

espíritu dice: ¡quiero ser!, y la materia le responde: ¡no lo quiero!

Y en el orden de la vida humana el individuo, movido por el mero

instinto de conservación, creador del mundo material, tendería a la

destrucción, a la nada, si no fuese por la sociedad que dándole el

instinto de perpetuación, creador del mundo espiritual, le lleva y

empuja al todo, a inmortalizarse. Y todo lo que el hombre hace como mero

individuo, frente a la sociedad, por conservarse aunque sea a costa de

ella, es malo, y es bueno cuanto hace como persona social, por la

sociedad en que él se incluye, por perpetuarse en ella y perpetuarla. Y

muchos que parecen grandes egoístas y que todo lo atropellan por llevar a

cabo su obra, no son sino almas encendidas en caridad y

rebosantes de ella porque su yo mezquino, lo someten y soyugan al yo

social que tiene una misión que cumplir.

El que ata la obra del amor, de la espiritualización, de la

liberación, a formas transitorias e individuales, crucifica a Dios en la

materia; crucifica a Dios en la materia todo el que hace servir el

ideal a sus intereses temporales o a su gloria mundana. Y el tal es un

deicida.

La obra de la caridad, del amor a Dios, es tratar de libertarle de la

materia bruta, tratar de espiritualizarlo, concientizarlo o

universalizarlo todo; es soñar en que lleguen a hablar las rocas y obrar

conforme a ese ensueño; que se haga todo lo existente consciente, que

resucite el Verbo.

No hay sino verlo en el símbolo eucarístico. Han apresado al Verbo en

un pedazo de pan material, y lo han apresado en él para que nos lo

comamos, y al comérnoslo nos lo hagamos nuestro, de este nuestro cuerpo

en que el espíritu habita, y que se agite en nuestro corazón y piense en

nuestro cerebro y sea conciencia. Lo han apresado en ese pan para que

enterrándolo en nuestro cuerpo resucite en nuestro espíritu.

Y es que hay que espiritualizarlo todo. Y esto se consigue dando a

todos y a todo mi espíritu que más se acrecienta cuanto más lo reparto. Y

dar mi espíritu es invadir el de los otros y adueñarme de ellos.

En todo esto hay que creer con la fe, enséñenos lo que nos enseñare la razón.

*

Y ahora vamos a ver las consecuencias prácticas de todas estas más o

menos fantásticas doctrinas, a la lógica, a la estética, a la ética

sobre todo, su concreción religiosa. Y acaso entonces podrá hallarlas

más justificadas quien quiera que, a pesar de mis advertencias, haya

buscado aquí el desarrollo científico o siquiera filosófico, de un

sistema irracional.

No creo excusado remitir al lector una vez más a cuanto dije al final

del sexto capítulo, aquel titulado «En el fondo del abismo»; pero ahora

nos acercamos a la parte práctica o pragmática de todo este tratado.

Mas antes nos falta ver cómo puede concretarse el sentimiento religioso

en la visión esperanzosa de otra vida.

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