La dama de blanco

I

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Han transcurrido cuatro meses. Ha llegado abril, el mes de la primavera, el mes de los cambios. El curso del tiempo siguió en nuestro nuevo hogar durante el intervalo desde el comienzo del invierno con paz y serenidad. Yo había empleado bien el largo ocio, había ampliado mucho el círculo de mis clientes y había dado un fundamento más sólido a nuestros medios de vida. Liberada de la tensión y de la ansiedad que la habían sometido a una prueba tan dura y la atosigaron durante tanto tiempo, Marian recobró su ánimo; y la energía natural de su carácter le iba retornando junto con buena parte —aunque no por completo— de su espíritu independiente y vigoroso de tiempos pasados.

Más flexible ante el cambio que su hermana, Laura presentaba un progreso más notable que las influencias saludables de su nueva vida habían producido. La mirada de dolor y de cansancio que había envejecido su rostro prematuramente, iba abandonándola con rapidez; y la expresión que había sido uno de sus principales atractivos en los días pasados, fue el primero de sus encantos que ahora había vuelto. Observándola con más detenimiento, descubrí tan sólo una consecuencia seria de la conspiración que había amenazado su vida y su razón. Su recuerdo de los acontecimientos desde el período en que vivió en Blackwater Park hasta el período en que nos encontramos en el cementerio de la iglesia de Limmeridge, parecía desesperadamente irrecuperable. A la menor referencia a aquélla época, se inmutaba y temblaba como antes; sus palabras se confundían; su memoria tambaleaba y se perdía impotente. En esto, y sólo en esto, el rastro del pasado se había grabado profundamente, demasiado profundamente para poderlo borrar.

En todo lo demás había avanzado tanto en su camino de recuperación, que en sus mejores días a veces se portaba y hablaba como la Laura de tiempos antiguos. Aquel cambio feliz produjo en nosotros dos su resultado natural. Los recuerdos imperecederos de nuestra vida en Cumberland despertaban ahora de su largo dormitar, en ella y en mí; recuerdos que no eran otros que los de nuestro amor.

Paulatina e imperceptiblemente nuestras relaciones de cada día se hacían tirantes. Las palabras cariñosas que con tanta naturalidad le dirigía en los días de su pena y sufrimiento, extrañamente ahora no acudían a mis labios. En los días cuando en mi mente estaban tan presentes el miedo de perderla, yo siempre la besaba al despedirnos por las noches y cuando nos encontrábamos por las mañanas. Ahora parecía que este beso estaba olvidado por nosotros, que había desaparecido de nuestras vidas. Nuestras manos temblaban de nuevo al tropezarse. Apenas nos atrevíamos a mirarnos siquiera, si Marian no se hallaba presente. La conversación, cuando quedábamos a solas se desvanecía a menudo. Cuando la rozaba casualmente, sentía latir mi corazón deprisa como latía en Limmeridge, y veía cómo en respuesta se encendía en sus mejillas el adorable rubor, como si de nuevo estuviéramos en medio de las colinas de Cumberland, como si de nuevo fuéramos maestro y discípula. A veces Laura se quedaba callada y pensativa, pero cuando Marian se lo preguntaba, negaba que hubiera estado pensando. Yo mismo me sorprendí un día olvidando mi trabajo por soñar ante un pequeño retrato en acuarela que hice en el pabellón de verano donde nos habíamos encontrado por primera vez, exactamente como solía olvidar los grabados del señor Fairlie por soñar ante aquella imagen recién terminada de pintar en aquellos tiempos lejanos. Por cambiadas que estuvieran ahora todas las circunstancias, la relación entre los dos en los días dorados de nuestra amistad parecía haber resucitado junto con el resucitar de nuestro amor. ¡Aquello era como si el tiempo nos hubiera llevado atrás a la ruina de nuestras esperanzas tempranas, a la antigua y familiar ribera!

A cualquier otra mujer le hubiera podido decir las palabras decisivas que aún vacilaba en decirle a ella. Su incapacidad de valerse por sí misma, su soledad y su dependencia de todo el restringido afecto que yo podía mostrarle; mi temor a rozar demasiado pronto alguna secreta sensibilidad suya que mi instinto de hombre no hubiese sido bastante fino para descubrir…, todas estas consideraciones y otras semejantes me volvían silencioso y desconfiado de mí mismo. Sin embargo, yo comprendía que la reserva entre los dos debía terminar, que la actitud que el uno mantenía frente al otro, debía ser cambiada de alguna forma segura, en pro de nuestro futuro; y que era mi obligación antes que nadie, reconocer la necesidad del cambio.

Cuanto más pensaba sobre la relación entre nosotros, más difícil me parecía cambiarla, mientras las condiciones domésticas en que vivíamos los tres desde principios de invierno continuaban siendo las mismas. No puedo explicar el caprichoso estado de ánimo que engendró esta sensación pero, sin embargo, se apoderó de mí la idea de que un previo cambio de sitio y de circunstancias, una repentina ruptura de la tranquila monotonía de nuestras vidas que transformase las apariencias caseras bajo las que estábamos acostumbrados a presentarnos unos a otros, podrían abrirme el camino para hablar y podrían hacer más fácil y menos embarazosa para Laura y Marian la tarea de escuchar.

Llevaba este propósito cuando dije una mañana que creía que todos merecíamos unas vacaciones y un cambio de aire. Después de alguna reflexión, se decidió que iríamos unas dos semanas al mar.

Al día siguiente dejamos Fulham para trasladarnos a una población tranquila de la costa del Sur. En aquella época temprana fuimos los únicos forasteros en el pueblo. Las rocas, la playa y el campo nos ofrecían la soledad que tanto perseguíamos. El aire era suave; los panoramas de colinas, bosques y valles estaban hermosos con su alteración constante de luz y sombra en abril; el mar, nunca quieto, se removía debajo de nuestras ventanas, como si se deleitara también, como la tierra, de la frescura de la primavera.

Era mi obligación ante Marian consultar con ella antes de hablar a Laura y dejarme guiar después por su consejo.

Al tercer día de nuestra llegada encontré una oportunidad para hablarle a solas. En el mismo instante en que nuestras miradas se cruzaron, su rápido instinto descubrió en mi mente el pensamiento antes de que lo expresara. Con su habitual energía y decisión, ella habló enseguida.

—Estás pensando en aquel tema al que te referías cuando estuvimos hablando a solas la noche en que volviste de Hampshire —me dijo—. Desde hace algún tiempo estoy esperando que vuelvas a hablar de él. Es necesario que algo cambie en nuestra casa, Walter; no podemos seguir mucho tiempo como estamos ahora. Lo veo con tanta claridad como tú, con tanta claridad como lo ve Laura, aunque ella no dice nada. ¡De qué modo tan extraño los viejos tiempos de Cumberland parecen haber vuelto! Tú y yo juntos de nuevo, y el único tema de interés entre nosotros es Laura, de nuevo. Poco falta para que se me antoje que este cuarto es el pabellón de verano de Limmeridge, y que esas olas que se oyen a nuestras espaldas, se rompen en nuestra ribera.

—En aquellos días pasados me guió tu consejo —le dije—; y ahora, Marian, cuando la confianza es diez veces mayor, quiero que él vuelva a guiarme.

Respondió estrechando mi mano entre las suyas. Vi que la había emocionado profundamente mi recuerdo del pasado. Estábamos sentados junto a la ventana, y mientras yo hablaba y ella escuchaba, contemplábamos la magnificencia de la luz del sol resplandeciendo sobre el majestuoso mar.

—Sea cual fuere el resultado de estas confidencias —continué—, y terminen feliz o desgraciadamente para mí, los intereses de Laura seguirán siendo los de mi vida. Cuando nos vayamos de aquí, sea cual sea la relación que nos una, mi determinación de arrancar al conde Fosco la confesión que no llegué a obtener de su cómplice, irá a Londres conmigo, tan seguro como que yo mismo voy. Ni tú ni yo podemos decir cómo ese hombre querrá defenderse de mí si lo cojo entre la espada y la pared; sólo sabemos por sus propias palabras y actos que es capaz de atacarme haciendo mal a Laura y sin vacilar un instante y sin un asomo de remordimiento. En nuestra actual situación, no tengo sobre ella derecho alguno de los que sanciona la sociedad y protege la ley, y que me apoyaría en mi resistencia ante él o en mi protección de ella. Esto me deja con una seria desventaja. Si he de luchar por nuestra causa contra el conde, con una fuerte conciencia de la seguridad de Laura, debo luchar por mi mujer. ¿Estás de acuerdo conmigo, en esto Marian?

—Estoy de acuerdo con cada palabra que has dicho, —contestó.

—No quiero suplicar hablando de mi corazón —seguí— ni quiero apelar al amor que ha sobrevivido todos los cambios y todas las conmociones, quiero fundar mi única vindicación de pensar y de hablar de ella como de mi mujer y en aquello que acabo de decir. Si la posibilidad de conseguir del conde la confesión es como supongo, la última posibilidad real de establecer públicamente el hecho de la existencia de Laura, la razón menos egoísta que puedo aducir en defensa de nuestro matrimonio está reconocida por nosotros dos. Pero, quizá me equivoco en mi opinión y tenemos a nuestro alcance otros medios de conseguir nuestro propósito, medios más seguros y menos peligrosos. Me he afanado por buscarlos en mi imaginación pero no los he encontrado. ¿Los conoces tú?

—No. También yo he estado pensando en eso, pero fue en vano.

—Por lo que parece —continué—, se te han ocurrido las mismas preguntas, al considerar este tema difícil, que se me han ocurrido a mí. ¿Debemos llevarla a Limmeridge, ahora que de nuevo se parece a sí misma y confiar en que la reconozca la gente del pueblo o los niños de la escuela? ¿Debemos someterla al examen legal de su letra? Suponte que así lo hagamos. Suponte que se la ha reconocido y que la identidad de su letra está restablecida. ¿Proporcionará el éxito en ambos casos algo más que un excelente fundamento para el juicio en el tribunal de justicia? ¿Demostrarán el reconocimiento y la letra su identidad al señor Fairlie?, ¿la llevará de nuevo al castillo de Limmeridge, en contra del testimonio de su tía, en contra el testimonio del certificado médico, en contra del hecho del entierro y del de la inscripción sobre la tumba? ¡No! Lo único que podemos esperar es suscitar serias dudas acerca del hecho de su muerte, dudas que sólo podrá aclarar una investigación legal. Voy a suponer que disponemos (en realidad no es así) del dinero suficiente para sufragar esta investigación en todas sus etapas. Voy a suponer que los prejuicios del señor Fairlie pueden ceder ante los razonamientos; que el falso testimonio del conde y de su mujer puedan rebatirse; junto con todos los demás testimonios falsos que el reconocimiento no pueda atribuirse a que se haya confundido Laura con Anne Catherick ni que nuestros enemigos declaren que la letra es un engaño inteligente, —todas éstas son suposiciones que, más o menos, pasan por altas probabilidades reales—, pero asumámoslas y preguntémonos a nosotros mismos: ¿Cuál sería la primera consecuencia de la primera pregunta que se haga Laura misma sobre el tema de la conspiración? Sabemos demasiado bien cuál será esta consecuencia, puesto que sabemos que jamás ha recobrado sus recuerdos de lo que le había pasado en Londres. Examinémosla en privado, examínesela en público, es totalmente incapaz de ayudar a la defensa de su propio caso. Si tú, Marian, no lo ves con la misma claridad con que lo veo yo, mañana mismo iremos a Limmeridge para hacer este experimento.

—Sí lo veo, Walter. Incluso si dispusiéramos de medios para pagar todos los gastos legales, incluso si al final ganásemos, el retraso sería insoportable; la continua tensión, después de todo lo que hemos tenido que aguantar ya, me rompería el corazón. Tienes razón, cuando dices que no tiene sentido ir a Limmeridge. Pero yo quisiera estar segura también de que tienes razón al decidir que hay que recurrir a la última posibilidad y probar la suerte con el conde. ¿Hay aquí alguna posibilidad?

—Indudablemente, la hay. Es la posibilidad de restablecer la fecha olvidada del viaje de Laura a Londres. No voy a repetir las razones que te di hace ya algún tiempo pero estoy más convencido que nunca de que hay discrepancias entre la fecha de aquel viaje y la del certificado de muerte. Ahí está el punto débil de la conspiración entera y todo se vendrá abajo si la atacamos de este lado, y los medios necesarios para emprender el ataque están en posesión del conde. Si consigo arrebatárselos el objetivo de tu vida y de la mía será alcanzado. Si fracaso, el perjuicio infligido a Laura nunca será remediado en el mundo.

—Pero, Walter, ¿crees que fracasarás?

—No me atrevo a presagiar el éxito; y, por esa misma razón, Marian, te hablo con esta claridad y franqueza. En mi corazón y en mi conciencia, creo que las esperanzas del futuro para Laura son precarias. Sé que ha perdido su fortuna, sé que la última posibilidad de devolverle su sitio en el mundo está en manos de su peor enemigo, de un hombre que ahora es absolutamente inexpugnable y que puede permanecer inexpugnable hasta el fin. Ahora que ella ha perdido todas sus ventajas mundanas; cuando toda esperanza de recobrar su dignidad y su situación es más que dudosa; cuando por delante no tiene otro porvenir más claro que el que su marido quiera prepararle ahora, el pobre profesor de dibujo puede por fin abrir su corazón sin hacer daño a nadie. En los días de su prosperidad, Marian, yo sólo guiaba su mano que pido, ahora en el tiempo de la adversidad, como la mano de mi esposa.

Los ojos de Marian buscaron los míos mirándome con cariño; yo no podía decir nada más. El corazón me rebosaba, mis labios temblaron. A pesar mío yo estaba a punto de implorar su compasión. Me levanté para salir de la habitación. Ella se levantó al mismo tiempo, puso suavemente su mano sobre mi hombro y me detuvo.

—¡Walter! —me dijo—, una vez os separé para bien tuyo y para bien de ella. ¡Espera aquí, hermano mío! Espera, mi más querido y más fiel amigo, hasta que Laura venga y te diga lo que he hecho.

Por primera vez desde la mañana en que nos despedimos en Limmeridge rozó con sus labios mi frente. Una lágrima resbaló por mi mejilla cuando me besó. Se volvió con prontitud, señaló la silla de la que yo me había levantado, y salió de la habitación.

Me senté junto a la ventana para aguardar allí esta crisis de mi vida. Durante aquel lapso sobrecogedor mi mente estaba enteramente en blanco. No tenía conciencia más que de una intensidad dolorosa de todos mis sentidos de percepción. El sol me cegaba con su brillo, las blancas gaviotas que se perseguían a lo lejos me parecía que aleteaban junto a mi cara, el plácido murmullo de las olas en la playa se asemejaba para mis oídos a un trueno.

La puerta se abrió y Laura entró sola en la habitación. Así había entrado en el salón de desayuno de Limmeridge aquella mañana en que nos separamos. Entonces se me acercó a paso lento e inseguro, llena de tristeza y vacilación. Ahora la felicidad apresuraba sus pies, la felicidad iluminaba su rostro. Sólo aquellos brazos queridos me rodearon, sólo aquellos labios dulces buscaron los míos.

—¡Mi vida! —murmuró—, ¡ahora podemos confesar que nos queremos!

Su cabeza se anidó con audacia y ternura en mi pecho.

—¡Oh —me dijo con inocencia—, por fin soy tan feliz!

Diez días después éramos aún más felices. Estábamos casados.

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