La dama de blanco

II

II

Era la mañana del tercer día después de mi llegada, la mañana del 16 de octubre.

Me había quedado con mi madre y mi hermana tratando de no amargar su alegría por mi llegada, tal como estaba amargada la mía. Había hecho todo lo que puede hacer un hombre para levantarse después del golpe y aceptar la vida con resignación, para que mi tristeza llevara a mi corazón ternura y no desesperación. Fue inútil y desesperante. Las lágrimas no calmaron mis ojos doloridos ni hallé consuelo en el cariño de mi madre y la compasión de mi hermana.

A la tercera mañana les abrí mi corazón. Por fin brotaron de mis labios las palabras que me quemaban desde el día en que mi madre me dio la terrible noticia.

—Dejadme marchar sólo por algún tiempo —dije—. Sabré sobrellevar mejor mi pena cuando vuelva a ver el lugar en que la conocí, cuando me arrodille y rece ante la tumba en la que descansa para siempre.

Emprendí mi viaje a la tumba de Laura Fairlie.

Era una serena tarde de otoño cuando me apeé del tren que me dejó en la estación solitaria y comencé a andar por aquella carretera familiar. El sol poniente brillaba débilmente entre las ligeras nubes blancas, el aire era cálido e inmóvil, la paz del solitario paisaje estaba más acentuada y triste en aquella época en que el año tocaba a su fin.

Llegué al páramo; de nuevo estaba en la ladera de la colina. Miré frente a mí, hacia el sendero, y distinguí a lo lejos los familiares árboles del jardín, la cruz ancha y suave del camino y los altos muros blancos de Limmeridge House. Las dichas y los cambios, las aventuras y los peligros de los meses y meses pasados, todo ello se empequeñecía y quedaba reducido a nada en mi mente. ¡Me pareció que era ayer cuando pisaba por última vez aquella fragante campiña cubierta de brezos! Creí que la iba a ver salir a mi encuentro con su pequeño sombrero de paja cuyas alas protegían su rostro del sol, su sencillo traje ondeando al aire y su grueso libro de dibujos dispuesto en su mano.

¿Dónde está ¡oh, muerte!, tu aguijón? ¿Dónde, ¡oh, sepulcro!, tu victoria?

Miré a un lado. Allí, abajo en el valle estaba la solitaria iglesia gris, el pórtico donde esperé la llegada de la dama de blanco, las colinas que rodeaban el tranquilo cementerio, el arroyo cuya agua fría fluía en su lecho de piedra. ¡Ahí estaba la cruz de mármol, blanca y hermosa, a la cabecera del sepulcro! ¡El sepulcro que ahora cobijaba a la madre y a la hija!

Me acerqué a él. Crucé una vez más el bajo portillo de piedra y me descubrí la cabeza al pisar aquel terreno consagrado. Consagrado al amor y a la bondad, consagrado al recuerdo y al dolor.

Me detuve frente al pedestal sobre el que se alzaba la cruz. En la parte que estaba más próxima a mí leí la inscripción recién grabada; las letras negras, profundas, claras y crueles contaban la historia de su vida y de su muerte. Quise leerlas. No pude leer más que su nombre: «Dedicada a la memoria de Laura…». Los dulces ojos azules nublados por sus lágrimas, la rubia cabeza inclinada suavemente, las inocentes palabras de despedida pidiéndome que la dejase, ¡qué último recuerdo podía ser más feliz! ¡El recuerdo que llevé conmigo y que conmigo había regresado hasta su tumba!

Por segunda vez quise leer el epitafio… Al final vi la fecha de su muerte sobre ella…

Sobre ella había más líneas escritas en el mármol, y entre ellas, un nombre que perturbaba mis pensamientos. Me fui al otro lado del sepulcro, donde no había nada que leer, ninguna vileza del mundo que separó su espíritu del mío.

Me arrodillé, frente a la tumba. Apoyé mis manos y mi cabeza sobre la ancha piedra blanca y cerré mis ojos cansados a la tierra que se extendía a mi alrededor y a la luz que caía sobre mí. La hice volver a mi lado. ¡Amor mío, amor mío, ahora puede hablarte mi corazón! De nuevo era sólo ayer cuando nos separamos, ayer cuando tu suave mano descansó en la mía, ayer cuando mis ojos se miraron en los tuyos por última vez. ¡Amor mío, amor mío!

El tiempo había volado, y el silencio había descendido, como la oscura noche, sobre su curso.

El primer sonido que sobrevino después de aquella paz celestial se deslizó suavemente, como una ligera brisa, sobre la hierba del cementerio. Oí que se me acercaba lentamente, hasta que llegó a mis oídos cambiado: parecía el ruido de pasos que avanzaban; luego se detenían.

Levanté la cabeza. Faltaba poco para que el sol se pusiera. Las nubes se habían separado y la tenue luz oblicua bañaba las colinas. El final de aquel día era frío, claro y sereno en el quieto valle de la muerte.

Detrás de mí, en el cementerio, vi en la fría claridad del ocaso a dos mujeres. Miraban hacia la tumba; me miraban a mí. Se acercaron un poco y volvieron a detenerse. Llevaban velos, que me ocultaban sus rostros. Una de ellas lo levantó. A la luz plácida de la noche vi el rostro de Marian Halcombe. ¡Había cambiado! ¡Había cambiado como si hubieran pasado años! Sus ojos grandes y salvajes me miraban con extraño terror. Su rostro, fatigado y exhausto, inspiraba compasión. Como si la pena, el temor y la angustia la hubieran marcado con su hierro al rojo vivo.

Di un paso hacia ella. No se movió, ni dijo una palabra. La mujer que estaba a su lado, y que no levantó el velo, lanzó un débil gemido. Me detuve. Las fuerzas me abandonaron; y un indecible terror me hizo temblar de pies a cabeza.

La mujer con el rostro cubierto se separó de su compañera, y con lentitud se dirigió hacia mí. Una sola vez Marian Halcombe habló. La voz era lo que yo recordaba. No había cambiado, con sus ojos alterados y su rostro demacrado.

—¡Es mi sueño, es mi sueño!

Le oí pronunciar quedamente estas palabras en medio de aquel silencio horripilante. Cayó de rodillas y levantó sus manos crispadas al cielo.

—¡Padre nuestro, dadle fortaleza! ¡Padre, ayúdale en esta hora decisiva!

La mujer se me acercaba, despacio y en silencio. La miré y desde aquel instante no puede mirar a nadie más.

La voz que rogaba por mí tembló y pasó a ser un susurro; luego, de repente se levantó, me llamó con horror, me gritó con desesperación que me marchase.

Pero la mujer cubierta por el velo se había adueñado de mí, de mi cuerpo y de mi alma. Se detuvo a un lado de la tumba. Nos quedamos frente a frente, separados por la lápida sepulcral. Ella estaba junto a la inscripción del pedestal; su vestido tocaba las letras negras.

La voz se acercó, se elevaba más y más, estaba llena de pasión.

—¡No descubras la cara! ¡No la mires! ¡Por amor de Dios, evítale este trauma!

La mujer levantó el velo.

DEDICADO A LA MEMORIA DE LAURA,

LADY GLYDE…

Laura, Lady Glyde, se erguía junto al epitafio y me miraba por encima del sepulcro.

FIN DE LA PRIMERA PARTE

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