VIII
VIII
Antes de que llegara a la esquina de la plaza atrajo mi atención el ruido de una puerta que se cerraba en una de las casas que quedaban a mis espaldas.
Volví la cabeza y vi a un hombrecillo de escasa estatura, vestido de negro que estaba en el portal de la casa inmediatamente próxima a la morada de la señora Catherick. El hombre no dudó ni un momento sobre la dirección a seguir. Avanzó con rapidez hacia el recodo donde me había detenido. Reconocí en él al pasante que se había anticipado a mi visita a Blackwater Park y que intentó provocarme cuando le pregunté si se podía visitar la casa.
Esperé, sin moverme, para ver si en esta ocasión su objetivo era acercarse a hablarme. Ante mi sorpresa pasó por mi lado apresuradamente, sin decirme una palabra y sin siquiera mirarme a la cara. Era todo lo contrario a la forma de actuar que yo esperaba; mi curiosidad, o mejor dicho, mis sospechas se despertaron y decidí también seguirle para enterarme de qué tarea podía habérsele encomendado esta vez. Sin preocuparme de si me veía o no, fui tras él. Ni una vez volvió la cabeza; me conducía, a través de las calles, directamente hacia la estación del ferrocarril.
El tren estaba a punto de salir y unos viajeros retrasados se impacientaban junto a la ventanilla donde vendían los billetes. Me acerqué a ellos y oí al pasante pedir un billete para la estación de Blackwater. Tuve la satisfacción de comprobar que se marchaba en el tren, después de lo cual me fui.
No podía dar más que una interpretación a lo que acababa de ver y oír. Sin duda alguna aquel hombrecillo había salido de la casa vecina a la residencia de la señora Catherick. Probablemente se había instalado allí cumpliendo órdenes de Sir Percival, como un inquilino, en espera de que mis pesquisas me llevaran tarde o temprano a visitar a la señora Catherick. Seguramente me había visto entrar y salir y tenía prisa por partir en el primer tren para presentar su informe en Blackwater Park, donde, como era obvio, Sir Percival debía encontrarse (sabiendo cuanto sabía de mis desplazamientos) para actuar enseguida si yo volvía a Hampshire. Lo vi claramente, y por primera vez sentí que los temores de que Marian me habló al despedirnos podían convertirse en realidad. Parecía más que probable que no transcurrirían muchos días sin encontrarnos.
Fuera cual fuese el resultado que los acontecimientos estaban destinados a aportar, decidí seguir mi camino hasta llegar al fin tan ansiado, sin detenerme ni desviarme a causa de Sir Percival ni de nadie. La gran responsabilidad que pesaba sobre mí en Londres, la de realizar mis acciones de tal forma que le evitase el descubrimiento casual del escondite de Laura, había desaparecido ahora que yo estaba en Hampshire. Podía ir y venir como y donde se me antojase y de no seguir las oportunas precauciones las consecuencias sólo me afectarían a mí. Cuando salí de la estación, la noche invernal comenzaba a caer. Tenía pocas esperanzas de obtener algún provecho continuando mis pesquisas después de oscurecer y en un lugar completamente desconocido para mí. Así, pues, me dirigí al hotel más próximo y pedí cena y una cama. Luego escribí a Marian que seguía sano y salvo y con perspectivas de éxito.
Al marcharme le había dicho que dirigiera su primera carta (que yo esperaba recibir por la mañana del día siguiente) a «Correos, Welmingham»; ahora le pedía que dirigiera su segunda carta a la misma dirección. Podría recibirla con facilidad escribiendo al cartero si se me ocurriese ausentarme de la ciudad antes de que llegara.
El salón del hotel quedó completamente vacío en cuanto la noche avanzó. Pude reflexionar sin que nadie me molestara, como si estuviera en mi propia casa, sobre lo que había hecho aquella tarde. Antes de acostarme repasé detenidamente, de principio a fin, mi singular entrevista con la señora Catherick; confirmé, esta vez con tranquilidad, las conclusiones que había sacado apresuradamente horas antes aquel mismo día.
La sacristía de la iglesia de Old Welmingham era el punto de partida al que lentamente retornaron mis pensamientos después de lo que había oído decir a la señora Catherick y de lo que le había visto hacer.
Cuando la señora Clements mencionó por primera vez en mi presencia la sacristía pensé que era el lugar más extraño y menos conveniente que Sir Percival hubiera podido elegir para verse clandestinamente con la mujer del sacristán. Aquella impresión fue la que me hizo aludir a «la sacristía de la iglesia» en la conversación con la señora Catherick, y fue por mera intuición, pues me parecía una de las peculiaridades sin importancia de aquella historia y se me ocurrió durante la conversación. Estaba preparado para que me contestase de forma confusa, o con ira; pero el infinito terror que se apoderó de ella al oírme pronunciar estas palabras me cogió totalmente por sorpresa. Hacía mucho que yo asociaba el Secreto de Sir Percival con la ocultación de algún crimen grave conocido por la señora Catherick, pero no llegué más lejos. Ahora, el terror que había sufrido aquella mujer me hacía asociar el crimen directa o indirectamente con la sacristía, y me convencía de que ella había sido algo más que un simple testigo: no cabía duda de que también había sido cómplice.
¿Qué crimen había sido aquél? Debía haber en él por una parte algo despreciable, y por otra algo peligroso, pues de no ser así no hubiera repetido la señora Catherick mis palabras sobre el poder y situación de Sir Percival, con tan señalado desdén como el que demostró. Se trataba, pues, de un criminal despreciable y peligroso, ella había tomado parte en él y tenía que ver con la sacristía de la iglesia.
La siguiente consideración que debía hacerse me condujo un paso más allá de este punto.
El indisimulado desprecio de la señora Catherick por Sir Percival se extendía a su madre. Se había referido con amargo sarcasmo a la gran familia de la que Sir Percival procedía «especialmente por parte de madre». ¿Qué quería decir esto? Parecían posibles sólo dos explicaciones. O bien su madre había sido de modesto origen, o bien su reputación había sufrido un perjuicio secreto que conocían tanto Sir Percival como la señora Catherick. Yo podía verificar solamente la primera explicación, consultando en el registro la inscripción de su matrimonio para averiguar el nombre de soltera y su origen, paso preliminar para ulteriores investigaciones.
Por otra parte, si la segunda suposición era cierta, ¿cuál podía ser aquella mancha sobre su reputación? Recordando lo que Marian me había contado de los padres de Sir Percival y sobre la vida sospechosa, retraída y poco comunicativa que llevaban, me pregunté si no sería posible que su madre jamás hubiera estado casada. En este caso el registro también podía, ofreciéndome la evidencia escrita de su matrimonio, demostrarme, en todo caso, que aquella sospecha no tenía el menor fundamento. Pero ¿dónde debía buscar el registro? Al llegar a este punto volvía a las conclusiones previas y el mismo proceso mental que me había descubierto el lugar en que se cometió el crimen me situó en el registro en la sacristía de la iglesia de Old Welmingham.
Éstos fueron los resultados de mi entrevista con la señora Catherick; eran consideraciones diversas, pero todas convergían tenazmente en un mismo punto, decisivo para el curso que iba a dar a mi proceder al día siguiente.
La mañana amaneció encapotada y oscura, pero no llovió. Dejé mi maleta en el hotel para que la guardasen hasta mi regreso y, después de enterarme del camino, me dirigí a pie hacia la iglesia de Old Welmingham.
Anduve algo más de dos millas por un sendero trazado en una suave curva.
En el lugar más alto del camino estaba la iglesia, un edificio viejo, curtido por la intemperie, sostenido por los lados con pesados arbotantes y con una tosca torre cuadrada delante. La sacristía, que estaba detrás, constituía un saliente en la mole de la iglesia y parecía ser de la misma época. Alrededor del edificio, aquí y allá, se veían las ruinas del pueblo que la señora Clements me había descrito como el lugar donde su marido pasó sus últimos años y que la mayor parte de sus habitantes había abandonado hacía mucho tiempo para instalarse en la nueva ciudad. Algunas de las casas vacías no conservaban más que sus muros exteriores. Otras permanecían enteras esperando derrumbarse con el paso del tiempo, unas pocas seguían aún habitadas por gentes de condición evidentemente más humilde. Era un panorama desolador, pero, sin embargo, las ruinas más tristes no lo eran tanto como el pueblo moderno, del que yo acababa de salir. Aquí podía descansar la vista; en los campos de alrededor había árboles que, aunque sin hojas, alteraban la monotonía de la perspectiva y ayudaban a la mente a mirar hacia delante, hacia las sombras de la época de verano.
Cuando me alejé de la parte trasera de la iglesia y pasé junto a las primeras casas desmanteladas, buscando a alguien que pudiese indicarme dónde vivía el sacristán, vi a dos hombres que, tras salir de detrás de una tapia, me siguieron. El más alto, corpulento, musculoso y con uniforme de guardabosque me era desconocido. El otro era uno de los que me habían vigilado en Londres el día que visité el despacho del señor Kyrle. Me fijé bastante en él entonces y ahora estaba seguro de que no me equivocaba al identificarlo.
Ninguno de los dos intentó hablarme y ambos se mantuvieron a respetuosa distancia, pero el motivo por el que se hallaban en los alrededores de la iglesia era más que obvio. Era exactamente lo que yo había supuesto: Sir Percival estaba preparado para mi llegada. La noche anterior se le comunicó mi visita a la señora Catherick y ordenó a estos dos hombres apostarse en las proximidades de la iglesia, anticipándose a mi aparición en Old Welmingham. Si yo hubiese deseado una prueba de que mis investigaciones por fin habían tomado una dirección correcta, aquel plan preparado para vigilarme me la había proporcionado.
Seguí andando, alejándome de la iglesia hasta llegar a una casa habitada en la que en su pequeña huerta trabajaba un hombre. Me indicó la casa en que vivía el sacristán; estaba cerca de allí, era una casa solitaria en las afueras del pueblo abandonado. El sacristán acababa de ponerse el levitón. Era un viejo bonachón, amigable y hablador, que tenía una opinión muy desfavorable (según comprobé enseguida) del lugar en que vivía y un satisfecho sentido de su propia superioridad respecto a sus vecinos en virtud de la gran distinción que le proporcionaba haber estado una vez en Londres.
—Suerte que ha venido tan pronto, señor —dijo el viejo cuando le expliqué el objeto de mi visita—. Diez minutos más y no me encuentra en casa. Asuntos de la parroquia, señor, y para un hombre de mi edad una buena caminata además. Pero gracias a Dios aún conservo buenas piernas. Mientras las piernas le sirvan a uno puede hacer mucho todavía. ¿No lo cree así, señor?
Mientras hablaba cogió sus llaves, que estaban colgando de un gancho junto a la chimenea, y cerró la puerta con ellas cuando salimos.
—No tengo a nadie que se ocupe de la casa —decía el sacristán sin ocultar su gusto por sentirse libre de cualquier estorbo familiar—. Mi mujer está ahí, en el camposanto de la parroquia, y mis hijos todos casados… Vaya un sitio miserable que es éste, ¿verdad? Pero, sin embargo, la parroquia es extensa, y no todos los hombres podrían llevarla como yo. Es cuestión de estudios, y yo hice los míos y algo más que eso. Puedo hablar el inglés como la reina (¡Dios la bendiga!) y esto es algo que no podrían hacer la mayor parte de las gentes de por aquí. Supongo que usted es de Londres. Yo estuve allí hará cosa de veinticinco años. ¿Qué hay de nuevo allí, podría contármelo, señor?
Charlando de este modo me condujo hasta la sacristía. Miré a mi alrededor por si los dos espías seguían estando a la vista. Pero no pude verlos en ninguna parte. Era probable que, después de haberme visto entrar en casa del sacristán, se hubieran escondido para poder vigilarme con mayor libertad.
La puerta de la sacristía era de roble macizo, asegurada con grandes clavos; el sacristán metió una llave grande y pesada en la cerradura con los aires de hombre consciente que sabe que va a toparse con dificultades que no está muy seguro de poder superar dignamente.
—He tenido que traerle a usted por este lado —dijo— porque la puerta de la iglesia que comunica con la sacristía está atrancada por el lado de ésta. De otra forma hubiéramos podido entrar por la iglesia. Es una cerradura infantil si las hay. Es tan grande que podría ser de una cárcel; la han roto varias veces y habría que cambiarla. Se lo he dicho por lo menos cincuenta veces al mayordomo de la iglesia y siempre me contesta lo mismo: «Ya me ocuparé de eso», y nunca lo hace. ¡Ay, ésta lo mismo!: «Ya me ocuparé de eso», y nunca lo hace. ¡Ay, este pueblo es un rincón olvidado! Qué diferencia con Londres ¿verdad, señor? ¡Dios nos ampare!, si todos estamos aquí como dormidos. No andamos con la época.
Después de manipular durante algún tiempo la llave, consiguió que la cerradura cediese y abrió la puerta.
La sacristía era más amplia de lo que yo esperaba, a juzgar por el exterior del edificio. Resultaba un cuarto tenebroso, húmedo y melancólico con su bajo techo de vigas. A lo largo de las dos paredes más próximas al interior de la iglesia se veían grandes alacenas de madera, carcomidas y medio deshechas por los años. En el exterior de una de ellas, colgaban de un gancho unas cuantas sobrepellices cuyas faldas se abultaban formando un fardo de aspecto poco reverente. Debajo de las sobrepellices había, en el suelo, tres arcones de tapas medio abiertas, la paja salía por todas partes entre sus maderas casi desclavadas. Detrás, en un rincón, yacían papeles polvorientos, algunos eran grandes y estaban enrollados como si fueran planos hechos por algún arquitecto; otros estaban atados, liados como facturas o cartas. Antaño el cuarto había estado iluminado por un ventanuco que ahora estaba tapiado y tan sólo podía entrar la luz por una claraboya en el techo. La atmósfera era densa y húmeda y aumentaba la cargazón del ambiente el que la puerta que daba a la iglesia estuviera cerrada a cal y canto. Aquella puerta también era de roble macizo y estaba aherrojada, arriba y abajo, desde la sacristía.
—Debería estar más limpio, ¿verdad, señor? —me dijo el regocijado sacristán—; pero ¿qué quiere usted que haga cuando se vive en un rincón como éste? Mire usted, mire estos arcones. Hace un año o más debían haber salido para Londres y aquí siguen ocupando sitio, y así seguirán hasta que los clavos se les caigan. Pero ya le digo, señor, que esto no es Londres. ¡Aquí estamos dormidos, no marchamos con la época!
—¿Qué es lo que hay en esos arcones? —pregunté.
—Tallas de madera del púlpito, paneles del altar e imágenes del coro —dijo el sacristán—. Esculturas de los doce apóstoles sobre madera, y ninguna con la nariz entera. Todas están deshechas, carcomidas, se están convirtiendo en polvo, son ya tan quebradizas como la cerámica y tan viejas como la misma iglesia, si no más.
—¿Y para qué las mandan a Londres? ¿Para restaurarlas?
—Eso es, señor —para restaurarlas y lo que no pueda restaurarse se copia en madera sana. Pero ¡bendito sea Dios!, el dinero no abunda aquí y todo sigue esperando nuevas suscripciones que nadie hace. Todo esto se llevó a cabo el año pasado. Seis señores organizaron una cena en el hotel de la ciudad nueva. Pronunciaron discursos, aprobaron resoluciones, recogieron firmas y mandaron imprimir miles de prospectos. Unos prospectos hermosos, señor, con inscripciones en letra gótica florida en tinta roja que decían que era una pena no restaurar la iglesia y arreglar sus famosas tallas, etcétera. Ahí están los prospectos que no han podido repartirse, los planos y los presupuestos de los arquitectos y toda la correspondencia, y al final acabó todo con un montón de líos, riñendo todos entre sí, todo está aquí, en este rincón, detrás de los rincones. El dinero corrió algo al principio, ¿qué va usted a esperar si no se está en Londres? Se reunió lo bastante para embalar las tallas estropeadas, hacer los presupuestos y pagar la factura del impresor, y después no quedaba ya ni un penique. Así están las cosas, como le digo. No tenemos a nadie que se ocupe de esto; ninguno del pueblo nuevo se interesa por instalarnos bien… Éste es un rincón abandonado y ésta sacristía está en desorden, pero ¿quién va a remediarlo? Eso es lo que yo quisiera saber.
Tenía tanto afán en ver el registro que no puse gran empeño en fomentar su verborrea. Convine con él en que nadie iba a poner la sacristía en orden y le sugerí, discretamente, que podíamos empezar a revisar el registro sin más demora.
—Ay, sí, claro, usted quiere ver el registro de matrimonios —dijo el sacristán, sacando un manojo de llaves de su bolsillo—. ¿Desde que época quiere usted comenzar?
La señorita Marian había mencionado la edad de Sir Percival cuando hablamos del compromiso de matrimonio con Laura. Entonces me había dicho que Sir Percival tenía cuarenta y cinco años. Hice mis cálculos teniendo en cuenta que había transcurrido un año desde que obtuve aquella información y deduje que debía haber nacido en mil ochocientos cuatro, por tanto yo debería empezar mi investigación desde esa época.
—Quisiera empezar desde mil ochocientos cuatro —dije.
—¿De ahí para atrás o de ahí en adelante? —preguntó el sacristán.
—De esa época para atrás.
Abrió la puerta de una de las alacenas, de la que colgaban las sobrepellices y sacó un voluminoso libro con una mugrienta encuadernación de cuero pardo. Me sorprendió la falta de seguridad del lugar en que se guardaba el registro. La puerta de la alacena estaba desvencijada y vencida por los años; el candado era de los más corrientes. Yo podría forzarlo fácilmente con ayuda de un bastón de paseo que tenía en la mano.
—¿Consideran ustedes que es un sitio suficientemente seguro para guardar aquí el registro? —pregunté—. ¿No es cierto que un documento tan importante como éste debería estar protegido por una cerradura más fuerte y en una caja de hierro?
—¡Vaya, qué coincidencia! —dijo el sacristán, volviendo a cerrar el libro enseguida después de abrirlo, y golpeando cariñosamente con la mano sus tapas—. Ésas eran las palabras que me repetía mi antiguo amo durante años y años, cuando yo era un muchacho: «¿Por qué este registro (se refería a éste mismo registro que está ahora bajo mi mano) no se guarda en una caja de hierro?». Se lo oí decir más de cien veces. En aquellos tiempos era procurador, señor, y tenía el nombramiento de notario de la sacristía de esta iglesia. Era un caballero distinguido y afectuoso y de los más originales que se han conocido. Mientras vivió, llevaba un duplicado de este registro, que tenía en su despacho de Knowlesbury, y de vez en cuando lo enviaba por correo aquí para anotar las nuevas inscripciones. No se lo creerá, pero cada trimestre tenía uno o dos días designados especialmente para venir aquí en su caballo blanco y comparar la copia con el registro, no confiando en los ojos y las manos de otro. «¿Cómo puedo saber —solía decir— cómo puedo saber que en ésta sacristía el registro no pueda ser robado o destruido? ¿Por qué no lo guardan en una caja de seguridad? ¿Por qué no son los demás tan cuidadosos como yo para estas cosas? Cualquier día puede ocurrir un accidente y si el registro desaparece, la parroquia comprenderá el valor que tiene mi copia». Después de decir esto solía tomar su polvo de rapé y mirar a su alrededor con la prestancia de un loco. ¡Ah!, ahora no es fácil encontrar otro igual para hacer su trabajo. Puede usted ir a Londres y no encontrará a otro como él, ni siquiera allí. ¿Qué años me ha dicho usted, señor? ¿Mil ochocientos qué?
—Ochocientos cuatro —contesté, decidiendo en mi interior que no le daría al viejo más oportunidades de hablar hasta que yo hubiese terminado con la revisión del registro.
El sacristán se colocó los lentes, volvió unas hojas humedeciendo con todo cuidado el índice y el pulgar cada tres páginas.
—Aquí está, señor —me dijo dando otro golpecito cariñoso al libro abierto. Éste es el año que desea.
Como yo no sabía en qué mes había nacido Sir Percival, tuve que empezar a revisarlo desde finales del año. Las anotaciones del registro estaban hechas a la antigua, en hojas en blanco, señalando la separación entre cada asiento con líneas en tinta al final de cada uno de ellos.
Llegué a comienzos del año ochocientos cuatro sin haber encontrado la anotación del casamiento y seguí buscando en el diciembre del ochocientos tres, luego, en noviembre y octubre, luego…
¡No! No tuve que buscar en el mes de septiembre. ¡Bajo el encabezamiento de aquel mes encontré el casamiento!
Examiné la anotación detenidamente.
Se hallaba al final de una página y a falta de espacio estaba escrita de tal modo que ocupaba menos sitio que las inscripciones de casamientos anteriores. La que le precedía llamó mi atención porque el nombre de pila del novio era el mismo que el mío. La que le seguía encabezaba la página siguiente; se destacaba por otra parte porque ocupaba mucho más sitio; allí estaba registrado el matrimonio de dos hermanos en la misma fecha. El asiento del matrimonio de Sir Félix Glyde no tenía nada de particular, de no ser la estrechez de espacio en que lo habían metido al final de una página. La declaración referente a su mujer era la que suele darse en casos semejantes: «Cecilia Jane Elster, de Park View Cottages, Knowlesbury, hija única del difunto Patrick Elster, antiguo señor de Bath».
Apunté todos los detalles en mi libreta, lleno de dudas y de descorazonamiento pensando en lo que debía emprender ahora. El secreto que yo creía tener entre las manos parecía estar más lejos que nunca de mi alcance.
¿Qué pruebas de que había algún misterio inexplicable me había dado aquella visita a la sacristía? No veía pruebas algunas por ninguna parte. ¿Qué había adelantado en mis sospechas para descubrir la mancha que empañaba la buena fama de la madre de Sir Percival? El único hecho que acababa de comprobar aseguraba y afirmaba su honra. Nuevas dudas, nuevas dificultades. ¿Qué debería hacer ahora? Veía ante mí en una interminable perspectiva que la única solución inmediata que me quedaba parecía ser ésta: debía indagar sobre la «señorita Elster de Knowlesbury» confiando en la posibilidad de acercarme al objetivo principal de mi investigación si antes descubría el secreto del desprecio de la señora Catherick hacia la madre de Sir Percival.
—¿Ha encontrado lo que deseaba, señor? —me preguntó el sacristán al verme cerrar el libro.
—Sí —contesté—; pero tengo aún que hacer algunas pesquisas. ¿Supongo que el sacerdote que regentaba esta parroquia en el ochocientos tres no vive ya?
—No, señor; murió dos o tres años antes de llegar yo aquí, y esto fue en el año veintisiete. Conseguí este puesto, señor —el viejo insistía en su empeño en hablar—, porque el sacristán anterior lo dejó libre. Dicen que su mujer le hizo huir de su casa y que ella vive aún allí, en la ciudad nueva. No sé qué habrá de cierto en esta historia. Todo lo que sé es que este destino fue para mí. Así lo pidió el señor Wansborough, el hijo de mi antiguo amo de quien le hablé antes. Es un caballero agradable y bondadoso; va de monterías, tiene perros de punta y vuelta y todo lo demás que hace falta para la caza. Ahora es notario de esta parroquia, lo mismo que fue su padre.
—¿No me dijo usted que su antiguo amo vivía en Knowlesbury? —le pregunté, acordándome de aquella larga historia sobre el escrupuloso caballero a la antigua que me había hecho escuchar mi hablador amigo antes de abrir el libro de registro.
—Sí, por supuesto, señor —replicó el sacristán—. El viejo señor Wansborough vivía en Knowlesbury y su hijo vive allí también.
—Me decía usted que es notario de la parroquia como su padre lo fue. ¿Qué significa eso de notario parroquial?
—¿Es posible que no lo sepa usted, señor, viniendo de Londres? En cada parroquia tiene que haber un notario parroquial y un sacristán. El sacristán es más o menos lo que yo soy (sólo que tengo muchos más estudios que la mayor parte de ellos, aunque no lo digo por alardear). El notario parroquial es un cargo para un abogado que se ocupa de todos los asuntos referentes a la parroquia. Es exactamente igual que en Londres. Allí cada parroquia tiene su notario que siempre es abogado.
—¿Entonces el señor Wansborough hijo es abogado, verdad?
—¡Claro que sí, señor! Es abogado con domicilio en la calle principal de Knowlesbury, en el mismo despacho que dejó su padre. ¡Cuántas veces habré limpiado el polvo de aquellos muebles y habré visto llegar a mi viejo amo montando su caballo blanco, saludando por la calle a todo el mundo, quitándose el sombrero a diestro y siniestro…! ¡Qué hombre tan popular fue y lo que hubiera lucido en Londres!
—¿A qué distancia está de aquí Knowlesbury?
—Un buen trecho, señor —me contestó el sacristán, con esa idea exagerada de las distancias y esa percepción vívida de las dificultades que representa desplazarse de un sitio a otro que es propia a todo pueblerino—. ¡Le aseguro que son más de cinco millas!
Todavía era temprano. Había tiempo suficiente para llegar andando a Knowlesbury y volver a Welmingham y probablemente el procurador local era la persona más apropiada en la ciudad para ayudarme a averiguar algo sobre la personalidad y la situación de la madre de Sir Percival antes de su matrimonio. Resuelto a salir para Knowlesbury enseguida me dirigí a la puerta de la sacristía.
—Gracias, muchas gracias, señor —me dijo el sacristán cuando deslicé en la mano unas monedas—. ¿Está usted realmente decidido a irse a pie hasta el pueblo? Bien, usted tiene buenas piernas y eso es una bendición, ¿no es cierto? Ésa es la carretera; no tiene pérdida. Me gustaría poder acompañarle porque es un placer encontrar a un caballero de Londres en un mísero rincón como éste. Así se entera uno de las cosas. Buenos días y gracias otra vez, señor.
Nos separamos. Cuando dejé la iglesia atrás, me volví; los dos hombres estaban de nuevo en el camino de abajo y hablaban con un tercero; éste era el hombrecito de negro a quien había seguido hasta la estación la noche anterior.
Los tres se quedaron hablando un rato y luego se separaron. El hombre de negro se dirigió sólo hacia Welmingham y los otros dos siguieron juntos, esperando obviamente que me alejase para seguirme después.
Continué mi camino aparentando no haberlos visto. En aquel momento su presencia no me irritó, más bien avivó las esperanzas que ya iba perdiendo.
Con la sorpresa de haber descubierto el testimonio de aquel casamiento había olvidado la conclusión que había sacado al ver por primera vez a aquellos hombres en la cercanía de la sacristía. Su nueva aparición me recordó que Sir Percival había previsto mi visita a la iglesia de Old Welmingham, como primer resultado de mi entrevista con la señora Catherick. De no ser así no hubiera situado allí a sus agentes para que me esperasen. Aunque lo que vi en la sacristía parecía coherente y claro, algo falso se ocultaba tras ello; en el libro de registros había algo que yo no había descubierto aún.
—Debo volver —me dije al dirigir una mirada de despedida a la torre de la vieja iglesia—. Debo molestar al servicial viejo una vez más para que vuelva a luchar con la cerradura perversa y abra la puerta de la sacristía.