La dama de blanco

IV

Mi primera idea en cuanto me encontré de nuevo en la calle, fue que no me quedaba otra alternativa más que la de actuar conforme a la información que acababa de recibir: encontrar al conde aquella misma noche o exponerme al riesgo de perder la última posibilidad para Laura. Miré el reloj: eran las diez de la noche.

Ni una sombra de duda cruzó mi mente respecto al motivo por el que el conde se había marchado del teatro. Estaba claro que escapar de nosotros aquella noche era sólo un acto preliminar a su abandono de Londres. Aquel hombre llevaba en su brazo la marca de la Hermandad —estaba tan seguro de ello como si él me hubiera enseñado la quemadura— y sobre su conciencia pesaba la traición inferida a la Hermandad, lo había visto cuando él reconoció a Pesca.

No era difícil comprender por qué este conocimiento no fue mutuo. Un hombre como el conde no se hubiera expuesto nunca a las terribles consecuencias del hecho de haberse convertido en espía, sin preocuparse de su seguridad personal con el mismo empeño con que se preocupaba de su remuneración pecuniaria. El rostro afeitado que yo señalé en la Opera pudo haber estado en tiempos de Pesca cubierto con barba; su oscuro cabello castaño podía ser una peluca y su nombre, evidentemente, era falso. El transcurso de los años le ayudaría también, pues su inmensa corpulencia quizá hubiese aparecido en los últimos tiempos. Sobraban razones para explicar por qué Pesca no le había reconocido; y sobraban razones para que el conde reconociese a Pesca, cuya singular estampa lo hacía notar estuviera donde estuviera.

He dicho que estaba seguro del propósito que el conde tenía en mente al huir de nosotros cuando se marchó del teatro. ¿Cómo iba a dudar de este propósito, si vi con mis propios ojos que, a pesar de aparecer bajo un aspecto cambiado, creyó que Pesca le había reconocido, y, por lo tanto, era un peligro para su vida? Si lograba verle aquella noche, si podía demostrarle que yo también sabía el peligro mortal que corría, ¿qué iba a pensar? Simplemente esto. Uno de los dos debería hacerse dueño de la situación. Uno de los dos debía inevitablemente quedar a la merced del otro.

Era mi deber ante mí mismo considerar las posibilidades de encontrarme con las adversidades antes de enfrentarme a ellas. Era mi deber ante mi esposa hacer cuanto estaba en mi poder por disminuir el riesgo.

Las posibilidades de la suerte adversa no requerían escrutinio: todas ellas convergían en una: si el conde descubría, con mi propia confesión, que el camino más recto hacia su seguridad era quitarme la vida, probablemente era el último hombre en la tierra que iba a desaprovechar la ocasión para distraer mi atención y hacerlo si se encontraba conmigo a solas. El único riesgo se presentaba, tras una breve reflexión, con bastante claridad.

Antes de hacerle saber mi descubrimiento personalmente, debía situar el propio descubrimiento de tal forma que se pudiera utilizar en contra suya en cualquier instante, y que estuviese a salvo de todo intento de suprimirlo que el conde pudiera emprender. Si, antes de acercarme a él, yo dejaba bajo sus pies una mina, y si dejaba instrucciones a una tercera persona para hacerla volar, al expirar un plazo determinado, si antes no se recibieran indicaciones para lo contrario procedentes de mi propia mano o de mi propia boca, en tal caso, la seguridad del conde quedaba en entera dependencia de la mía y yo tendría una abierta ventaja sobre él incluso estando dentro de su propia casa.

Esta idea se me ocurrió cuando me acercaba a nuestra nueva casa que habíamos alquilado al volver de la costa. Abrí la puerta con mi llave y entré sin molestar a nadie. En el zaguán había una vela encendida y la llevé a mi despacho para hacer mis preparativos y disponerlo todo para mi entrevista con el conde antes de que Laura o Marian tuvieran la menor sospecha de lo que me proponía hacer.

Una carta dirigida a Pesca era la medida de precaución más segura que yo podía tomar. La carta que escribí decía lo siguiente:

El hombre que le señalé en la Opera es miembro de la Hermandad y ha sido traidor a su confianza. Ponga a prueba estas dos afirmaciones mías inmediatamente. Usted conoce el nombre que utiliza en Inglaterra. Vive en Forest Road, num. 5, St. John’s Wood. Por el afecto que usted me tuvo siempre, use del poder con que está investido para actuar sin piedad y sin dilación contra ese hombre. Yo lo he expuesto todo y todo lo he perdido.

La prenda de mi fracaso la he pagado con mi vida.

Firmé y feché estas líneas, metí la carta en un sobre y lo lacré. Encima escribí esta disposición:

«No abra esta carta hasta mañana a las nueve. Si hasta entonces no ha sabido nada de mí, rompa el sobre al dar el reloj las campanadas y entérese de su contenido».

Puse mis iniciales debajo y protegí la carta con otro sobre lacrado en el que puse las señas de Pesca.

Ahora lo único que me quedaba por hacer era buscar el modo de enviar mi carta a su destino inmediatamente. Al hacerlo, habría cumplido con cuanto estaba en mi poder. Si algo me sucedía en casa del conde, ahora estaba todo dispuesto para que él respondiese de ello con su vida.

No dudé un instante de que en manos de Pesca, si él quería hacer uso de ellos, estaban los medios necesarios para impedirle que se escapase, cualesquiera que fuesen las circunstancias. La extraordinaria ansiedad que había mostrado por permanecer en la ignorancia de la identidad del conde, o, en otras palabras, por continuar desentendiéndose de ciertos hechos y justificarse en su conciencia por permanecer inactivo, me hizo ver claro que los medios para ejercer la terrible justicia de la Hermandad los tenía al alcance de su mano, aunque siendo de natural humanitario, se había abstenido de confesármelo abiertamente. La seguridad mortal de que la venganza de las Sociedades políticas extranjeras perseguían al traidor a su causa, se escondiera éste donde se escondiera, se confirmaba demasiadas veces, incluso para mi superficial conocimiento, como para dejar lugar a dudas. Considerando este tema sólo como un lector de periódicos, acudían a mi memoria casos que se habían dado tanto en Londres como en París, de los extranjeros que aparecían apuñalados en las calles y a cuyos asesinos jamás se logró encontrar: de los cuerpos o de partes de cuerpo arrojados al Támesis o al Sena por manos que jamás se pudo descubrir; de las muertes causadas por la violencia secreta que sólo podían explicarse de un modo. No he ocultado nada que a mí se refiera a lo largo de estas páginas, y no ocultaré ahora que creía haber escrito la sentencia de muerte del conde Fosco, si llegaba a suceder la fatal contingencia que autorizase a Pesca a abrir el sobre.

Bajé a la planta baja para decir al casero que me buscase un mensajero. Ocurrió que en aquel momento precisamente subía la escalera y nos encontramos en el rellano. Su hijo, un muchacho despierto, fue a quien el casero, al enterarse de mi deseo, me propuso como mensajero. Encontramos al chico en el piso de arriba y le di las instrucciones necesarias. Tenía que coger un coche para llevar la carta, entregarla en las propias manos del profesor Pesca y traerme unas palabras escritas por aquel caballero en confirmación de su recibo; volvería en el coche, que quedaría esperando a la puerta para usarlo yo luego. Eran casi las diez y media. Calculé que en veinte minutos el muchacho estaría de vuelta y en otros veinte podía yo estar en St. John’s Wood.

Cuando el muchacho se fue a cumplir mi encargo, subí a mi cuarto para dejar en orden algunos papeles para que fuese fácil encontrarlos, en el caso de que sucediese lo peor. Metí la llave del antiguo escritorio donde los guardé; en un sobre que lacré escribí el nombre de Marian, y lo dejé sobre mi mesa. Hecho esto, bajé al salón donde esperaba encontrar a Laura y Marian, esperando que yo volviese a la Opera. Por primera vez sentí mi mano temblar cuando la puse en el tirador de la puerta.

En la estancia sólo se hallaba Marian. Estaba leyendo y cuando entré miró su reloj, sorprendida.

—¡Qué temprano vienes —me dijo—. Debes haberte marchado antes de que la ópera haya terminado!

—Sí —contesté—. Ni Pesca ni yo esperamos al final. ¿Dónde está Laura?

—Tuvo esta noche una de sus jaquecas y le aconsejé que se acostara después de tomar una taza de té.

Salí enseguida de la habitación con el pretexto de ver si Laura dormía. Los rápidos ojos de Marian empezaban a mirarme interrogativamente; la rápida inteligencia de Marian empezaba a comprender que algo pesaba sobre mi ánimo.

Cuando entré en nuestro dormitorio y me acerqué quedamente a la cama a la luz tenue de una lamparilla, mi mujer dormía.

No hacía un mes que nos habíamos casado. ¡Creo que había una excusa para mí si mi corazón estaba oprimido, si mi resolución vaciló por un momento cuando miré su rostro, que en el sueño ella había vuelto con confianza hacia mi almohada, cuando vi su mano abierta descansando sobre la colcha como si inconscientemente ella esperase las mías! Tan sólo me permití arrodillarme unos instantes junto a ella y mirarla de cerca, tan cerca que su aliento, que iba y venía, acariciaba mi rostro. Para despedirme, sólo rocé su mano y su mejilla con mis labios. Se agitó en su sueño y murmuró mi nombre, pero no se despertó. Me demoré un instante en la puerta para mirarla una vez más. «¡Dios te bendiga y proteja mi vida!», susurré, y salí.

Marian me esperaba en el rellano de la escalera. En sus manos tenía un papel doblado.

—El hijo del dueño ha traído esto para ti —me dijo—. Tiene un coche a la puerta y dice que le has mandado retenerlo para ti.

—Es verdad, Marian. Necesito el coche porque voy a salir otra vez.

Bajé la escalera diciendo esto y entré en el salón para leer el papel a la luz de la vela que había sobre la mesa. Contenía estas frases escritas con la letra de Pesca:

«He recibido su carta. Si no le veo antes de la hora que usted me indica, romperé el sello cuando el reloj dé las campanadas».

Guardé el papel en mi cartera y me dirigí a la puerta. Marian se me acercó desde el umbral y me empujó otra vez hacia dentro, así que la luz de la vela alumbró mi rostro de plano. Me cogió de las manos mientras sus ojos escudriñaban los míos.

—¡Comprendo! —dijo ella con un susurro lleno de ansia—. Esta noche pruebas la última posibilidad.

—Sí…, la última y la mejor —contesté.

—¡No vayas solo! ¡Por amor de Dios, Walter, no vayas solo! Déjame acompañarte. No me lo impidas sólo porque sea una mujer ¡Tengo que ir, quiero ir! Yo esperaré fuera, en el coche.

Me tocó a mí detenerla. Intentó liberarse de mis manos y llegar a la puerta antes.

—Necesito que me ayudes —le dije— quédate aquí y duerme esta noche en el cuarto de mi mujer. Déjame marchar tranquilo por Laura y te respondo de que todo lo demás saldrá bien. Anda, Marian, ven; dame un beso y demuéstrame que tienes el valor de esperar a que yo vuelva.

No me atreví a darle tiempo para decir una palabra más. Intentó de nuevo detenerme. Me liberé de sus manos y en un instante estaba fuera de la habitación. El muchacho, que estaba abajo, me oyó bajar las escaleras y abrió la puerta del zaguán; de un salto me encontré dentro del coche, antes de que el cochero tuviese tiempo de bajar del pescante.

—Forest Road, en St John’s Wood —le grité desde la ventana—. Si me lleva en un cuarto de hora le pago el doble.

—Lo haré, señor.

Miré mi reloj. Eran las once. No podía perder ni un minuto.

El movimiento veloz del coche, la conciencia de que cada instante me acercaba al conde, la idea de que por fin y sin poder volver atrás, había iniciado mi audaz empresa me pusieron en tal estado de excitación febril que no dejaba de animar al cochero para que fuese más rápido aún. Cuando dejamos atrás las calles y cruzamos el camino de St. John’s Wood, me asaltó tal impaciencia que me puse en pie y asomé la cabeza por la ventana para ver el fin de mi viaje antes de que llegásemos a él. Cuando el reloj de una iglesia distante dio a lo lejos las once y cuarto, el coche daba la vuelta por Forest Road. Mandé al cochero detenerse a unos pasos de la casa del conde, le pagué y después de despedirle, fui hacia la puerta de entrada.

Al acercarme a la verja del jardín vi que en dirección contraria venía hacia ella otra persona. Nos encontramos bajo el farol de gas y nos miramos el uno al otro. Reconocí al instante al extranjero de pelo ralo con la cicatriz en la mejilla y creí que él me reconocía a mí. Pero no dijo nada, y en lugar de parar ante la casa como yo hice siguió adelante. ¿Se hallaba por casualidad en Forest Road? ¿O había seguido al conde hasta su casa desde la Opera?

No me entretuve buscando respuestas a estas preguntas. Después de esperar un poco a que el desconocido desapareciese lentamente de mi vista, llamé a la campanilla. Eran las once y veinte, una hora suficientemente tardía para que al conde le fuese fácil deshacerse de mí pretextando que estaba acostado ya.

El único modo de evitar esta contingencia era dar mi nombre sin hacer preguntas preliminares y mandarle decir al mismo tiempo que yo tenía un serio motivo para desear verlo a aquella hora. Por eso, mientras estaba esperando, saqué mi tarjeta y escribí en ella, debajo de mi nombre «Asunto importante». La criada abrió la puerta cuando yo escribía con lápiz la última palabra y me preguntó con desconfianza, «qué deseaba».

—Tenga la amabilidad de entregar esta tarjeta a su señor —contesté dándosela.

Comprendí por el gesto vacilante de la muchacha que si hubiera preguntado directamente por el conde ella habría seguido sus instrucciones y me hubiera contestado que no estaba en casa. La seguridad con que le entregué la tarjeta la había confundido. Después de mirarme con perplejidad, entró en la casa llevando mi nota, cerró la puerta y me quedé esperando en el jardín.

Al poco rato volvió a salir, preguntando por el motivo de mi visita. Le contesté que saludase a su amo en mi nombre, diciéndole que por la índole del asunto que me traía a su casa no podía confiárselo a nadie más que a él. La criada volvió a entrar; luego reapareció para hacerme pasar al interior.

La seguí. Un instante después me hallaba en la casa del conde.

En el vestíbulo, la lámpara no estaba encendida, pero a la tenue luz del farolillo que llevaba la muchacha acompañándome atrás por la escalera, vi a una señora mayor asomarse silenciosamente desde un cuarto trastero del piso de abajo. Me lanzó una mirada viperina cuando entré en el vestíbulo, pero no dijo nada y subió lentamente la escalera sin contestar a mi saludo. Mi familiaridad con el Diario de Marian me permitió estar seguro de que la señora mayor era la condesa Fosco.

La criada me condujo al cuarto del que acababa de salir la condesa. Entré y me vi frente a frente con el conde.

No se había despojado aún de su traje de etiqueta, excepto del frac, que había dejado encima de una silla. Las mangas de la camisa estaban vueltas por los puños. A un lado había una cartera y, al otro, un baúl. Libros, papeles, prendas de vestir estaban tirados en desorden por el cuarto. Sobre una mesa junto a la puerta, estaba la jaula que me era tan conocida por descripción, con los ratones blancos. Los canarios y la cacatúa estaban probablemente en otra habitación. Él estaba sentado delante del baúl, metiendo cosas dentro y cuando entró se levantó con unos papeles en la mano, para recibirme. En su rostro quedaban aún huellas del sobresalto sufrido en la Opera. Sus redondas mejillas colgaban fláccidas y lívidas; sus fríos ojos, grises, estaban furtivamente atentos; su voz, su expresión, sus gestos delataban la misma actitud suspicaz cuando avanzó un paso a mi encuentro y me invitó, con distante cortesía, a sentarme.

—¿Viene usted a verme para algún asunto, señor? —me dijo—. Me gustaría saber de qué asunto puede tratarse.

La indisimulada curiosidad con la que me miraba mientras hablaba, me demostró que no me había visto aquella noche en la Opera. Primero vio a Pesca, y evidentemente desde aquel instante hasta que salió del teatro no había visto nada más. Mi nombre necesariamente le había hecho pensar que yo entraba en su casa con un propósito hostil respecto a él, pero fuera de esto, parecía ignorar por completo la verdadera índole de mi vista.

—He tenido suerte de encontrarle aquí esta noche —le dije—. ¿Parece usted estar a punto de emprender un viaje?

—¿Está relacionado su asunto con mi viaje?

—En cierto modo, sí.

—¿Cómo es eso? ¿Sabe usted adónde voy?

—No; sólo sé por qué se va usted de Londres.

Se deslizó a mi lado con la rapidez del pensamiento, cerró la puerta con llave y metió la llave en su bolsillo.

—Usted y yo, señor Hartright, tenemos un conocimiento excelente cada uno de la reputación del otro —me dijo—. ¿Se le ocurre a usted por casualidad, al venir a esta casa, que yo no soy de la clase de hombres con los que se puede jugar?

—Sí, se me ocurrió —le contesté—, y no he venido a jugar con usted. Estoy aquí por un motivo de vida o muerte, y si esa puerta que usted acaba de cerrar estuviera abierta, nada de lo que usted diga o haga me impulsaría a atravesarla.

Di unos pasos hacia delante y me detuve frente a él pisando la esterilla de la chimenea. Él colocó su silla delante de la puerta y se sentó con el brazo apoyado sobre la mesa. La jaula con ratones blancos estaba a su lado y los animalitos se despertaron cuando el pesado brazo sacudió la mesa y se asomaron por los agujeros de los alambres.

—¿Un asunto de vida o muerte? —repitió para sí mismo—. Estas palabras son quizá más serias de lo que usted cree. ¿A qué se refiere?

—A lo que estoy diciendo.

Su ancha frente se perló de sudor. Su mano izquierda se deslizaba hacia el borde de la mesa. Allí había un cajón con una cerradura, y en la cerradura estaba la llave. Su dedo índice y el gordo se cerraron sobre la llave, pero no la hacían girar.

—¿De modo que usted sabe por qué me voy de Londres? —prosiguió—. Dígame, por favor, cuál es la causa.

Giró la llave en la cerradura y dejó el cajón abierto.

—Puedo hacer aún más que eso —le dije—. Puedo mostrarle la causa, si lo desea.

—¿Cómo puede mostrármela?

—Se ha quitado el frac —le dije—. Suba la manga del brazo izquierdo, y así verá usted esa causa.

El mismo color lívido, plomizo, que vi invadir su rostro en el teatro, se alteraba ahora. El brillo siniestro de sus ojos se clavó insistente y duro en los míos. No decía nada. Pero su mano izquierda abrió lentamente el cajón de la mesa y suavemente se deslizó dentro. Un ruido áspero de un objeto pesado que él movía sin que yo pudiera verlo, se dejó oír un instante y cesó enseguida. Ahora el silencio era tan intenso que incluso el débil traqueteo de los dientes de los ratones blancos contra los alambres de la jaula se distinguía con claridad desde el sitio donde yo estaba.

Mi vida pendía de un hilo, y yo lo sabía. En aquel momento final yo pensaba con su cerebro, sentía con sus dedos, y estaba tan seguro como si lo hubiera visto, del objeto que escondía en el cajón.

—Ya me ha dicho usted bastante —contestó con una serenidad repentina, tan poco natural y tan tenebrosa que fue para mis nervios una prueba más dura que cualquier arrebato de violencia—. Necesito un momento para pensar, si me permite. ¿Adivina usted en qué estoy pensando?

—Quizá lo adivine.

—Pues pienso —indicó tranquilamente—, si debo aumentar el desorden en este cuarto, desparramando sus sesos por la chimenea.

Vi en su rostro que, si me hubiera movido en aquel momento, él lo habría hecho.

—Le aconsejo que lea usted unas líneas de este papel que tengo aquí —continué—, antes de tomar la última decisión.

Mi propuesta pareció excitar su curiosidad. Asintió con la cabeza. Saqué de la cartera el papel enviado por Pesca para acusar recibo de mi carta y se la entregué extendiendo mi brazo. Luego volví a situarme donde estaba antes, frente a la chimenea.

Leyó en voz alta aquellas frases: «He recibido su carta. Si no le veo antes de la hora que usted me indica, romperé el sello cuando el reloj dé las campanadas».

Otro hombre en su lugar hubiera necesitado alguna explicación de estas palabras, pero el conde no experimentó tal necesidad. Con leer aquella nota una sola vez comprendió qué precaución había tomado, con tanta claridad como si hubiese estado a mi lado cuando la adopté. La expresión de su rostro cambió al instante y su mano emergió del cajón, vacía.

—No cierro el cajón, señor Hartright —me dijo—, y no le digo que no voy a esparcir sus sesos por la chimenea. Pero soy justo, incluso con mis enemigos y antes que nada quiero reconocer que estos sesos son más listos de lo que creo. ¡Vamos al grano, señor mío! ¿Usted necesita algo de mí?

—Lo necesito y pienso obtenerlo.

—¿En qué condiciones?

—Sin condiciones.

Su mano volvió a introducirse en el cajón.

—¡Vaya, seguimos dando vueltas —dijo—, y sus sesos tan listos están otra vez en peligro. Su tono es deplorablemente imprudente, señor, modérelo ahora mismo! El riesgo de dispararle aquí donde está, es para mí menos grave que el riesgo de dejarle salir de esta casa, salvo que lo haga en las condiciones que yo le dicte y apruebe. Ahora no lucha usted contra mi llorado amigo. Ahora está usted frente a frente ¡con FOSCO! Si las vidas de veinte señores Hartright fuesen escalones que me condujeran hacia mi seguridad, pasaría por todos ellos sostenido por mi sublime indiferencia y serenado por mi calma impenetrable. ¡Respéteme si aprecia usted su propia vida! Le conmino a que responda a tres preguntas antes de abrir la boca de nuevo. Escúchelas, son necesarias para esta entrevista. Responda a ellas porque son necesarias para mí.

Levantó un dedo de la mano derecha.

—Primera pregunta —dijo él—, ¿usted vino aquí poseyendo una información que puede ser verdadera como puede ser falsa, pero, dónde la consiguió?

—Me niego a decírselo.

—No importa: lo voy a averiguar. Ya la encontraré, si esta información es verdadera… y, ¡fíjese usted en que lo digo con toda resolución! Está usted negociando con ella a base de una traición suya o de otro hombre también traidor. Anoto esta circunstancia —para usos venideros— en mi memoria que no olvida nada… Continúo.

Levantó otro dedo y dijo:

—¡Segunda pregunta! Esas líneas que me ha pedido usted que lea no están firmadas. ¿Quién las escribió?

—Un hombre en quien yo tengo muchas razones para confiar de pleno, y usted, otras tantas para temer.

Mi respuesta produjo el efecto esperado. Su mano tembló de modo audible dentro del cajón.

—¿Cuánto tiempo tengo —preguntó, haciendo su tercera pregunta con tono más calmado—, antes de que suenen las campanadas del reloj y se rompa el sello?

—El tiempo suficiente para que nos pongamos de acuerdo —repliqué.

—Contésteme usted con claridad, señor Hartright. ¿Qué hora tiene que sonar en el reloj?

—Las nueve de mañana por la mañana.

—¿Las nueve de la mañana? Ya veo que usted ha preparado la trampa para antes de que yo consiga el pasaporte y pueda salir de Londres. ¿No será antes de eso, supongo? Ya lo veremos luego. Puedo retenerle a usted aquí de rehén y negociar el asunto de la carta para recuperarla antes de que le permita marcharse. Mientras tanto, tenga la bondad de exponerme sus condiciones.

—Va usted a escucharlas. Son sencillas y no necesito mucho tiempo para hacérselas saber. ¿Sabe usted a favor de quién actúo viniendo aquí?

Sonrió con un supremo dominio de sí mismo e hizo un gesto displicente con la mano derecha.

—Intentaré adivinarlo —dijo con mordacidad—. ¡A favor de una dama, por supuesto!

—De mi mujer.

Me miró y por primera vez vi en su rostro una expresión honesta, la expresión de franca estupefacción. Pude ver que a partir de este momento yo había descendido en su estima como hombre peligroso. Cerró enseguida el cajón, se cruzó de brazos y siguió escuchando con una sonrisa de atención sarcástica.

—Le supongo a usted suficientemente enterado —continué—, del curso que tomaron mis investigaciones hace muchos meses, para comprender que todo intento de negar ante mí hechos reales sería infructuoso. Usted es culpable de una conspiración infame. Y el motivo de ésta fue hacerse con una fortuna de diez mil libras.

No contestó nada. Pero su rostro se ensombreció de pronto con una angustia creciente.

—Guárdese su ganancia —continué.

(Su rostro volvió a iluminarse inmediatamente, y sus ojos se abrieron con un asombro siempre más grande).

—No he venido para degradarme disputándole el dinero que ha pasado por sus manos y que ha sido el precio de un crimen vil…

—Cuidado, señor Hartright. Su palabrería moral produce un excelente efecto en Inglaterra. Guárdela para usted y para sus compatriotas, si le parece. Las diez mil libras eran un legado que el anterior señor Fairlie dejó en su testamento a mi excelente esposa. Mire el asunto desde este punto de vista y lo discutiré con usted si así lo desea. Sin embargo, para un hombre con mis sentimientos, el tema es deplorablemente sórdido. Prefiero pasarlo de largo. Le invito a volver a la discusión de sus condiciones. ¿Qué quiere de mí?

—En primer lugar quiero una completa confesión de la conspiración escrita y firmada por usted en mi presencia.

Levantó otra vez un dedo. «¡Una!», dijo interrumpiéndome con la viva atención de un hombre práctico.

—En segundo lugar quiero una prueba fehaciente que no dependa de sus aseveraciones personales, de la fecha en que mi mujer salió de Blackwater Park para ir a Londres.

—Vaya, vaya; veo que pone usted el dedo en la llaga, —observó tranquilo—. ¿Algo más?

—De momento, nada más.

—Bien. Ha establecido usted sus condiciones, y ahora escuche las mías. La responsabilidad que representa para mí admitir lo que usted quiere llamar «conspiración» es quizá menor, después de todo, que la responsabilidad de dejarle a usted muerto sobre esa alfombra junto a la chimenea. Supongamos que admito su proposición… con mis condiciones. Escribiré la confesión que usted desea y tendrá usted la prueba fehaciente. ¿Le bastará, supongo, como tal prueba una carta de mi llorado amigo informándome del día y la hora en que su mujer llegaba a Londres, escrita firmada y fechada por él? Puedo dársela. También puedo proporcionarle las señas del hombre que me alquiló el coche para ir a buscar a mi huésped a la estación el día que llegó: su libro de encargos podrá informarle de la fecha, incluso si el cochero que condujo el coche no puede serte útil. Es lo que puedo hacer y haré con las siguientes condiciones. Primera: madame Fosco y yo saldremos de esta casa a la hora y de la forma que nos parezca y sin obstáculos de ningún tipo por su parte. Segunda: usted esperará aquí conmigo, a mi agente, que vendrá a las siete de la mañana para arreglar mis asuntos. Le dará una nota escrita para el hombre que tiene la carta lacrada, con orden suya expresa de que le devuelva esa carta. Usted esperará aquí hasta que mi agente vuelva y me entregue la carta sin abrir. Después de esto, me da a mí media hora para marcharme de esta casa, después de lo cual recupera usted la libertad de actuación y se va a donde quiera. Tercero, me debe usted una satisfacción como caballero por haberse inmiscuido en mis asuntos particulares y por el lenguaje que se ha permitido usted usar conmigo durante esta entrevista. La hora y el lugar, en el extranjero, se fijarán en una carta escrita con mi mano que le mandaré cuando me encuentre sano y salvo en el continente; la carta contendrá también una tira de papel de la longitud exacta de mi espada. Éstas son mis condiciones. Dígame si las acepta. Sí o no.

La extraordinaria mezcla de resolución repentina, de astuta previsión, de bravata burlesca que sonaban en aquel discurso me dejó por un momento perplejo, pero sólo por un momento. La única cuestión que se debía tener en consideración, era si estaba justificado o no llegar a la posesión de los medios para establecer la identidad de Laura a costa de permitir escapar impune al canalla que se la había hurtado. Yo sabía que el deseo de conseguir el justo reconocimiento de mi mujer en la casa donde nació, por los que la habían expulsado de allí como una impostora, y de desmentir públicamente la falsedad que profanaba aún la lápida sobre la tumba de su madre, era un deseo mucho más puro que el deseo vindicativo que se había inmiscuido en mi propósito desde el principio. Y sin embargo, no puedo afirmar con honestidad que mis propias convicciones morales fueran suficientemente fuertes para determinar el desenlace de esta lucha que se desarrollaba en mi interior. Les ayudó mi recuerdo de la muerte de Sir Percival. ¡Qué horrendo fue el cumplimiento de la justicia que entonces fue arrancado de mis débiles manos en el último momento! ¿Qué derecho tenía yo para decidir, en mi pobre ignorancia terrena del futuro, que también este hombre iba a escapar impune sólo porque se me escapase a mí? Pensé en estas cosas quizás con la superstición inherente a mi naturaleza, quizá con un sentido más digno que el de la superstición. Era difícil ahora que por fin lo había atrapado, volver a soltarlo por propia voluntad, pero me forcé a hacer el sacrificio. Dicho brevemente, me dejé guiar por el único motivo superior del que yo estaba seguro, el de servir a la causa de Laura y a la causa de la Verdad.

—Acepto sus condiciones —le dije—. Con una reserva por mi parte.

—¿Qué reserva es ésta? —preguntó.

—Me refiero a la carta lacrada —respondí—. Exijo que la destruya en mi presencia sin abrirla, en cuanto se la entreguen.

El objeto que yo perseguía al estipularlo era simplemente evitar que Fosco llevase consigo una prueba material de la índole de mi comunicación a Pesca, que Fosco descubriría por fuerza cuando por la mañana diese las señas a su agente. Pero el conde no podría hacer uso de su descubrimiento basándose en su propio testimonio verbal —aun en el caso poco probable de que realmente lo intentase—. Eso disminuía mis remordimientos en relación a Pesca.

—Acepto su reserva —respondió, después de considerar la cuestión con gravedad durante un par de minutos—. No merece la pena ni discutirla. Romperé la carta cuando llegue a mis manos.

Mientras hablaba se levantó de la silla que ocupaba frente a mí. Parecía que hiciera un esfuerzo por liberar su ánimo de toda la presión que nuestra entrevista le había infligido.

—¡Uf! —exclamó, desperezándose placenteramente—; la escaramuza ha sido dura. Siéntese, señor Hartright. Dentro de unas horas nos enfrentaremos como enemigos mortales. Entretanto, intercambiemos atenciones y cumplidos como verdaderos caballeros. Permítame que me tome la libertad y llame a mi mujer.

Giró la llave y abrió la puerta. «¡Eleanor!» gritó con su voz cavernosa. La señora de mirada viperina apareció en el umbral.

— madame Fosco: el señor Hartright —dijo el conde haciendo la presentación con una dignidad natural—. Ángel mío —continuó dirigiéndose a su mujer—, ¿te permitiría tu fatiga preparar los equipajes y hacerme un buen café? Tengo que arreglar un asunto literario con el señor Hartright, y necesito estar en posesión de todas mis facultades para hacerme justicia a mí mismo.

madame Fosco inclinó su cabeza dos veces: una con frialdad ante mí, y con sumisión ante su marido, y se deslizó fuera del cuarto.

El conde Fosco se acercó al escritorio que estaba junto a la ventana, abrió un cajón y sacó varias hojas de papel y unas cuantas plumas. Esparció las plumas por la mesa de tal manera que en todas direcciones había alguna al alcance de su mano para cuando quisiera cogerla, y luego cortó las hojas, del tamaño de cuartillas de las que usan los periodistas profesionales.

—Éste será un documento magistral —dijo, mirándome por encima del hombro—. El hábito de la composición literaria me es perfectamente familiar. Entre todas las cualidades intelectuales que un hombre puede poseer, una de las más raras es la gran facilidad de ordenar las propias ideas. ¡Inmenso privilegio! Yo lo poseo. Y ¿usted?

Esperando el café se puso a dar vueltas por el cuarto, murmurando algo y resaltando sitios donde se presentaban obstáculos para la ordenación de sus ideas, dándose golpecitos en la frente, de vez en cuando, con la palma de la mano. La enorme audacia con que él aceptaba la situación en la que le había puesto y que él convertía en un pedestal desde el que su vanidad servía al acariciado propósito de admirarse a sí mismo, no dejaba de embelesarme. A pesar de la sincera repugnancia que me inspiraba aquel hombre, la prodigiosa fuerza de su carácter, incluso en sus aspectos más triviales, me impresionaba a pesar mío.

madame Fosco trajo el café. El conde le expresó su agradecimiento besándole la mano y la acompañó hasta la puerta; volvió, se sirvió una taza de café y la puso sobre el escritorio.

—¿Puedo ofrecerle un poco de café, señor Hartright? —me preguntó antes de sentarse.

Decliné la invitación.

—¿Cómo? ¿No creerá que voy a envenenarle? —dijo jovialmente—. El intelecto de los ingleses es sano, no se puede negarlo, —continuó acomodándolo junto a la mesa—, pero tiene un grave defecto… no sabe cuándo hay que tener cautela.

Hundió la pluma en el tintero, puso delante de sí la primera octavilla acercándola con el dedo gordo contra la mesa; se aclaró la voz y comenzó a escribir. Escribía haciendo mucho ruido y con mucha rapidez, con letra tan grande y torpe, con espacios tan amplios entre las líneas, que llegaba al final de la cuartilla en menos de dos minutos desde el momento en que la había empezado. Cuando terminaba una, la numeraba y la tiraba por encima del hombro al suelo, para que no le estorbase. Cuando su primera pluma estaba gastada, ésta también fue enviada por encima del hombro y en un segundo el conde se aferraba a otra pluma de las que estaban esparcidas sobre la mesa. Cuartilla tras cuartilla, por docenas, por cincuentenas, por centenares, volaban por encima de sus hombros a sus dos lados, hasta que la nevada de papel cubrió todo el espacio alrededor de su silla. Pasaba hora tras hora, y yo seguía sentado, observándolo; y él seguía sentado, escribiendo. Sólo se detenía para tomar un trago de café y, cuando el café se terminó, para dar una palmadita en su frente, de cuando en cuando. El reloj dio la una, las dos, las tres, las cuatro… las cuartillas continuaban volando alrededor suyo; la pluma incansable, no dejaba de raspar el papel, desde arriba hasta abajo, el blanco caos de papel seguía elevándose más y más junto a su silla. A las cuatro oí un repentino rasgueo de la pluma, indicativo de los rasgos floridos con que el conde trazaba su firma. «¡Bravo!», exclamó él poniéndose en pie de un salto, con la energía de un joven y mirándome con sonrisas de soberbio triunfo.

—¡He terminado, señor Hartright! —anunció, golpeándose su ancho pecho—. He terminado para mi profunda satisfacción, y para su profundo asombro cuando lea lo que he escrito. El tema está agotado; el Hombre —Fosco— no está. Procedo a la ordenación de mis cuartillas, a su revisión y a su lectura dirigida solemnemente sólo a sus oídos. Acaban de dar las cuatro. ¡Está bien! Ordenación, revisión y lectura de cuatro a cinco. Un sueñecillo para refrescarme, de cinco a seis. Últimos preparativos de seis a siete. Asuntos de mi agente y de la carta lacrada de siete a ocho. A las ocho, en route. ¡He aquí el programa!

Se sentó en el suelo, con las piernas cruzadas, en medio de sus papeles, los reunió valiéndose de un punzón y un trozo de cuerda; los revisó; escribió en la cabecera de la primera página su nombre y todos los títulos y honores que constituían su personal distinción, y luego me leyó el manuscrito con un énfasis teatral y sonoro y con gestos teatrales y profusos. El lector tendrá después ocasión de formar su propio juicio sobre el documento. Por ahora será suficiente decir que respondía a mi propósito.

Luego me escribió las señas de la persona que le alquiló el coche y me entregó la carta de Sir Percival. Estaba fechada en Hampshire el día 25 de julio y anunciaba el viaje de «Lady Glyde» a Londres, que tendría lugar el día 26, es decir, ¡el mismo día, el 25 de julio, en que el certificado del doctor atestiguaba que había muerto en St. John’s Wood, estaba viva, por la demostración del propio Sir Percival, se hallaba en Blackwater Park y al día siguiente iba a emprender un viaje!; cuando yo obtuviese del cochero la prueba de este viaje, la evidencia del hecho sería completa.

—Las cinco y cuarto —dijo el conde mirando su reloj—. Es hora de un sueño reparador. Como habrá podido observar, señor Hartright, tengo algún parecido con Napoleón el Grande. Pues también me parezco a ese hombre inmortal porque sé conciliar el sueño con fuerza de voluntad. Dispénseme por un momento. Voy a llamar a madame Fosco para que le entretenga este rato.

Comprendiendo, lo mismo que él, que llamaba a madame Fosco para estar seguro de que yo no saldría de su casa mientras dormía, no le contesté y me dediqué a atar los papeles que el conde me había entregado.

madame entró, tan fría, pálida y venenosa como siempre.

—Ángel mío, procura divertir al señor Hartright —le dijo el conde.

Le acercó una silla, besó por segunda vez su mano, se retiró hacia un sofá y a los tres minutos dormía con la paz y felicidad del hombre más virtuoso de la tierra.

madame Fosco cogió de la mesa un libro, se sentó y me miró con la malicia porfiada y vindicativa de la mujer que no olvida ni perdona jamás.

—He estado escuchando toda su conversación con mi marido —dijo—. Si yo hubiera estado en su lugar, el cadáver de usted yacería sobre esa alfombra.

Diciendo estas palabras abrió el libro y no volvió a mirarme ni hablamos hasta que su marido se despertó.

Abrió sus ojos y se levantó del sofá exactamente una hora después de que se hubiera dormido.

—Me encuentro infinitamente más descansado —observó—. Eleanor, querida esposa mía, ¿lo has preparado todo ahí arriba? Eso está bien. En diez minutos acabo de arreglar mi maletín y me visto de viaje en otros diez. ¿Qué me queda por hacer hasta que venga el agente? Miró a su alrededor y se fijó en la jaula de sus ratones blancos.

—¡Dios mío!, —exclamó, quejumbroso—, aún me queda por sufrir una mutilación de mis sentimientos. ¡Inocentes animalitos, hijos de mi corazón! ¿Qué voy a hacer con ellos? Ahora ya no vivimos en ninguna parte, ahora estamos viajando sin cesar. Cuanto menos equipaje llevemos, mejor para nosotros. Mi cacatúa, mis canarios y mis ratoncitos, ¿quién va a mirar y cuidar de ellos cuando su buen papá se vaya?

Pensativo dio unas vueltas por el cuarto. No le había preocupado tener que escribir su confesión pero estaba notoriamente consternado y perplejo ante la cuestión mucho más importante de la suerte de sus favoritos. Después de larga reflexión, de pronto volvió a sentarse delante del escritorio.

—¡Una idea! —exclamó—. Voy a regalar mis canarios y mi cacatúa a esta gran metrópoli. El agente los donará en mi nombre al jardín zoológico de Londres. Tengo que componer ahora mismo el documento con la descripción de mi donativo.

Empezó a escribir, repitiendo en alto las palabras según fluían de su pluma, tan ágil:

Número uno: Cacatúa de plumaje descollante: una atracción por sí sola para todos los visitantes de gustos refinados. Número dos: Canarios de inteligencia y viveza sin rival, dignos del jardín del Edén y dignos también del Regent’s Park. Homenaje a la zoología británica. Donado por FOSCO.

La pluma volvió a rasguear con fuerza, y la rúbrica floreada completó la firma.

—Conde, no has incluido a los ratones —dijo madame Fosco.

Se separó de la mesa, cogió su mano y la llevó a su corazón.

—Toda resolución humana, Eleanor —dijo con solemnidad— tiene sus límites. Los míos están inscritos en este Documento. No soy capaz de separarme de mis ratones blancos. Compréndeme, ángel mío y mételos en su jaula de viaje, que está arriba.

—¡Qué admirable ternura! —dijo madame Fosco, admirando a su marido y lanzando una última mirada viperina hacia mí. Cogió la jaula con delicadeza y salió del cuarto.

El conde miró el reloj. A pesar de su ostentación de serenidad, empezaba a impacientarse esperando la llegada del agente. Las bujías se habían apagado hacía mucho y la luz del sol del nuevo día entraba en la estancia.

A las siete y cinco sonó la campanilla de la puerta y apareció el agente. Era extranjero y tenía una barba oscura.

—El señor Hartright; Monsieur Rubelle —dijo el conde, presentándonos.

Llevó a su agente (un espía extranjero sin duda alguna, eso se le notaba en cada facción de su rostro) a un rincón del cuarto: le susurró unas instrucciones y luego salió, dejándonos solos. El « Monsieur Rubelle» me sugirió muy ceremonioso, que estaba dispuesto a cumplir el recado. Escribí dos líneas a Pesca, autorizándole a entregar mi carta lacrada «al portador», puse las señas y entregué la nota a Monsieur Rubelle.

El agente esperó a que volviese su amo, arropado ya con su traje de viaje. El conde examinó las señas de la carta antes de dejar al agente marcharse. «¡Me lo figuraba!», dijo, volviéndose hacia mí con una mirada sombría, y desde aquel instante su actitud cambió una vez más.

Terminó de preparar su equipaje y se sentó consultando un mapa, haciendo anotaciones en su cuaderno y mirando continuamente su reloj. Ni una sola palabra dirigida a mí salió de sus labios. El escaso tiempo que faltaba para que emprendiese el viaje, y la prueba que acababa de ver, de la comunicación que existía entre Pesca y yo, evidentemente habían ocupado toda su atención en las medidas necesarias para preparar una escapatoria segura.

Un poco antes de las ocho volvió Monsieur Rubelle con mi carta sin abrir en la mano. El conde examinó detenidamente la inscripción y el sello, encendió una vela y quemó la carta.

—He cumplido mi promesa —dijo—. Pero este asunto, señor Hartright, no ha terminado aún.

El agente había dejado a la puerta el coche que le había traído. Él y la criada empezaron a meter en el coche el equipaje. madame Fosco bajó las escaleras con la cara cubierta por un espeso velo y en la mano la jaula de viaje con los ratones blancos; ni me habló ni me miró. Su marido la acompañó hasta el coche.

—Sígame hasta el pasillo, —me murmuró al oído—. Tal vez quiera hablarle en el último momento.

Salí del cuarto; el agente estaba en el jardín. El conde volvió solo y juntos nos adentramos en el pasillo.

—¡Recuerde la tercera condición —susurró—. Tendrá usted noticias mías, señor Hartright. Es probable que le exija la satisfacción antes de lo que usted se figura! Me cogió la mano antes de que yo pudiera impedirlo, y me la retorció con fuerza; luego se dirigió hacia la puerta, se detuvo y se me acercó de nuevo.

—Una palabra más, —dijo, confidencial—. La última vez que vi a la señorita Halcombe la encontré muy delgada, parecía enferma. Me preocupa esta admirable mujer. ¡Cuídela! ¡Con la mano en el corazón se lo suplico solemnemente, cuide de la señorita Halcombe!

Éstas fueron las últimas palabras que me dijo antes de introducir su descomunal cuerpo dentro del coche y marcharse.

El agente y yo esperamos unos instantes en la puerta siguiéndolo con la mirada. Mientras permanecíamos allí, un poco más abajo en la carretera, detrás de una esquina, apareció un segundo coche. Siguió la dirección que había tomado el del conde, y al pasar delante de la casa y de la puerta abierta del jardín su ocupante se asomó a la ventanilla para mirarnos. ¡Otra vez el desconocido de la Opera! ¡El extranjero de la cicatriz en la mejilla izquierda!

—Tiene usted que esperar aquí conmigo media hora más, señor —dijo Monsieur Rubelle.

—Esperaré.

Volvimos al salón. Yo no estaba de humor para hablar con el agente ni para dejar que éste me hablase. Saqué los papeles que el conde había depositado en mis manos y leí la terrible historia de la conspiración, relatada por el hombre que la había planeado y perpetrado.

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