El Tulipán Negro

XXXII. El Último Ruego

El Tulipán Negro

XXXII. El Último Ruego

En este solemne momento y cuando se dejaban oír esos aplausos, una carroza discurría por la ruta que bordeaba el bosque, rodando lentamente a causa de los niños empujados fuera de la avenida de los árboles por las prisas de los hombres y de las mujeres.

Esta carroza, polvorienta, fatigados los caballos, chi­rriando sobre sus ejes, encerraba al desgraciado Van Baerle, a quien, por la portezuela abierta, comenzaba a ofrecérsele el espectáculo que, muy imperfectamente sin duda, hemos intentado poner bajo los ojos de nuestros lectores.

Esta muchedumbre, ese ruido, ese reflejo de todos los esplendores humanos y naturales, deslumbraba al prisionero como un rayo que hubiera entrado en su calabozo.

A pesar del poco interés que había puesto su com­pañero en responderle, cuando le había interrogado sobre su propia suerte, se aventuró a interrogarle una última vez sobre qué significaba aquel bullicio, que en un principio debía y podía creer le era totalmente extraño.

—Os lo ruego, ¿qué es todo esto, señor coronel? —preguntó al oficial encargado de escoltarle.

—Como podéis ver, señor —replicó aquél—, se tra­ta de una fiesta.

—¡Ah! ¡Una fiesta! —exclamó Cornelius con ese tono lúgubremente indiferente de un hombre que no disfruta de ninguna alegría en este mundo desde hace mucho tiempo.

Después, tras un instante de silencio y cuando el coche había rodado unas pocos metros más, preguntó:

—¿La fiesta patronal de Haarlem? Porque veo mu­chas flores.

—Es, en efecto, una fiesta en la que las flores repre­sentan el papel principal, señor.

—¡Oh! ¡Los dulces aromas! ¡Los bellos colores! —exclamó Cornelius.

—Deteneos, que el señor lo vea —ordenó el oficial, con uno de esos gestos de dulce piedad que son pro­pios sólo de los militares, al soldado encargado del postillón.

—¡Oh! Gracias, señor, por vuestra cortesía —repli­có melancólicamente Van Baerle—. Pero esto constitu­ye para mí una alegría más dolorosa que para los otros: ahorrádmela, os lo ruego.

—Como queráis; continuemos entonces. He orde­nado que nos detuviéramos, porque pasáis por amador de las flores, sobre todo, de aquellas por las que se ce­lebra hoy la fiesta.

—¿Y por qué flores celebran hoy la fiesta, señor?

—Por los tulipanes.

—¡Por los tulipanes! —repitió Van Baerle—. ¿Hoy es la fiesta de los tulipanes?

—Sí, señor; pero ya que este espectáculo os resulta desagradable, continuemos.

Y el oficial se dispuso a dar la orden de continuar el camino.

Pero Cornelius le detuvo, pues una duda dolorosa acababa de cruzar su mente.

—Señor —preguntó con voz temblorosa—, ¿será hoy acaso cuando se otorga el premio?

—El premio del tulipán negro; sí.

Las mejillas de Cornelius se tiñeron de púrpura, un temblor corrió por todo su cuerpo y el sudor perló su frente.

Luego, pensando que, ausentes él y su tulipán, la fiesta abortaría sin duda a falta de un hombre y de una flor que coronar, dijo:

—Por desgracia, todas estas bravas gentes serán tan desdichadas como yo, porque no verán esta gran solem­nidad a la que son convidados, o por lo menos, la verán incompleta.

—¿Qué queréis decir, señor?

—Quiero decir que nunca —contestó Cornelius reclinándose en el fondo del coche—, excepto por al­guien a quien yo conozco, será hallado el tulipán negro.

—Entonces, señor —dijo el oficial—, ese alguien a quien vos conocéis lo ha hallado; porque eso es lo que todo Haarlem contempla en este momento, la flor que vos consideráis como inhallable.

—¡El tulipán negro! —exclamó Van Baerle asoman­do la mitad de su cuerpo por la portezuela—. ¿Dónde? ¿Dónde?

—Allá abajo, sobre el trono, ¿lo veis?

—¡Lo veo!

—¡Vamos, señor! —dijo el oficial—. Ahora hay que partir.

—¡Oh! Por piedad, por favor, señor —rogó Van Baerle—. No me llevéis. ¡Dejadme mirar todavía! ¡Cómo, eso que veo allá abajo es el tulipán negro, bien negro...! ¿Es posible? ¡Oh, señor! ¿Lo habéis visto? Debe de tener manchas, debe de ser imperfecto, tal vez esté teñido de negro solamente: ¡oh!, si yo estuviera allí sabría decíroslo, señor; dejadme bajar, dejádmelo ver de cerca, os lo ruego.

—¿Estáis loco, señor?

—Os lo suplico.

—Pero ¿olvidáis que estáis prisionero?

—Soy un prisionero, es verdad, pero soy un hom­bre de honor; y por mi honor, señor, no me escaparé, no intentaré huir. ¡Dejadme solamente mirar la flor!

—Pero ¿mis órdenes, señor?

Y el oficial hizo un nuevo movimiento para ordenar al soldado que reemprendiera el camino.

Cornelius le detuvo una vez más.

—¡Oh! Sed paciente, sed generoso, toda mi vida descansa en un gesto de vuestra piedad. ¡Ay! Mi vida, señor, no será probablemente muy larga ahora. ¡Ah! Vos no sabéis lo que yo sufro; vos no sabéis todo lo que combate en mi cabeza y en mi corazón; porque en fin —continuó Cornelius con desesperación—, si fuera mi tulipán, si fuera el que le han robado a Rosa, ¡oh, señor! Comprendéis bien lo que es haber hallado el tulipán negro, haberlo visto un instante, haber reconocido que era perfecto, que era a la vez una obra maestra del arte y de la Naturaleza y perderla, perderla para siempre. ¡Oh! Es preciso que vaya a verlo. Me mataréis después si queréis, pero lo veré, lo veré.

—Callad, desdichado, y no os asoméis, porque aquí esta ya la escolta de Su Alteza el estatúder que cruza la vuestra, y si el príncipe observa un escándalo, oye un ruido, ése sería vuestro fin y el mío.

Van Baerle, todavía más asustado por su compañe­ro que por sí mismo, volvió a echarse en el asiento, pero no pudo mantenerse allí ni medio minuto, y apenas aca­baban de pasar los veinte primeros jinetes cuando se asomó de nuevo a la portezuela, gesticulando y supli­cando al estatúder, precisamente en el momento en que éste pasaba por su lado.

Guillermo, impasible y sencillo, como de costum­bre, se dirigía a la plaza para cumplir con su deber de presidente. Tenía en la mano su rollo de vitela que, en esta jornada de fiesta, se había convertido en su bastón de mando.

Viendo a ese hombre que gesticulaba y suplicaba, reconociendo también quizá al oficial que acompaña­ba a ese hombre, el príncipe estatúder dio la orden de detenerse.

En el mismo instante, sus caballos estremeciéndose bajo sus corvejones de acero, hicieron alto a seis pasos de Van Baerle, encajado en su carroza.

—¿Qué es esto? —preguntó el príncipe al oficial que, a la primera orden del estatúder, había saltado del coche y se acercaba respetuosamente a él.

—Monseñor —contestó—, es el prisionero de Esta­do que, por vuestra orden, a ido a buscar a Loevestein, y que os lo traía a Haarlem, como Vuestra Alteza deseaba.

—¿Qué quiere?

—Pide con insistencia que se le permita detenerse un instante aquí.

—Para ver el tulipán negro, monseñor —gritó Van Baerle, juntando las manos— y luego, cuando lo haya visto, cuando sepa lo que debo saber, moriré, si es pre­ciso, pero al morir bendeciré a Vuestra Alteza miseri­cordiosa, intermediaria entre la divinidad y yo; a Vues­tra Alteza que permitirá que mi obra haya tenido un fin y su glorificación.

Era, en efecto, un curioso espectáculo éste de los dos hombres, cada uno a la portezuela de su carroza, rodea­dos de sus guardias; el uno poderoso, el otro miserable; el uno dispuesto a subir a su trono, el otro creyéndose a punto de subir al patíbulo.

Guillermo había mirado fríamente a Cornelius y escuchado su vehemente ruego.

Entonces, dirigiéndose al oficial, dijo:

—Ese hombre ¿es el prisionero rebelde que ha que­rido matar a su carcelero en Loevestein?

Cornelius lanzó un suspiro y bajó la cabeza. Su dulce y honrado rostro enrojeció y palideció a la vez. Estas palabras del príncipe omnipotente, omniscien­te, esta infalibilidad divina que, por algún mensajero se­creto a invisible al resto de los hombres, conocía ya su crimen, le aseguraban no solamente la severidad del cas­tigo, sino también una negativa.

No intentó luchar, no intentó defenderse en abso­luto: ofreció al príncipe ese espectáculo lindante a una candorosa desesperación, muy inteligible y muy emo­cionante para un corazón tan grande y para un espíritu tan amplio como el del que lo contemplaba.

—Permitid al prisionero que baje —dijo el estatú­der— y que vaya a ver el tulipán negro, bien digno de ser visto, por lo menos, una vez.

—¡Oh! —exclamó Cornelius a punto de desvane­cerse de alegría y tambaleándose sobre el estribo de la carroza—. ¡Oh, monseñor!

Y se sofocó; y sin el brazo del oficial que le prestó su apoyo, hubiera sido de rodillas y con la frente en el polvo como el pobre Cornelius hubiera dado las gracias a Su Alteza.

Dado este permiso, el príncipe continuó su camino por el bosque, en medio de las aclamaciones más entu­siastas.

Llegó enseguida a su estrado, y el cañón tronó en las profundidades del horizonte.

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