El Tulipán Negro

XXIX. En Donde Van Baerle, Antes De Abandonar Loevestein, Arregla Sus Cuentas Con Gryphus

El Tulipán Negro

XXIX. En Donde Van Baerle, Antes De Abandonar Loevestein, Arregla Sus Cuentas Con Gryphus

Ambos permanecieron quietos un instante, Gry­phus a la ofensiva, Van Baerle a la defensiva.

Luego, como la situación podía prolongarse indefi­nidamente, Cornelius se interesó por las causas de este recrudecimiento en la cólera de su antagonista:

—¡Y bien! —preguntó—. ¿Qué más quieres to­davía?

—Voy a decirte lo que quiero —respondió Gry­phus—. Quiero que me devuelvas a mi hija Rosa.

—¡Tu hija! —exclamó Cornelius.

—¡Sí, Rosa! Rosa a la que me has quitado con tu arte demoníaco. Vamos, ¿quieres decirme dónde está?

Y la actitud de Gryphus se hizo cada vez más ame­nazante.

—¿Rosa no está en Loevestein? —se extrañó Cor­nelius.

—Tú lo sabes bien. Una vez más, ¿quieres devolver­me a Rosa?

—Bueno —dijo Cornelius—, ésta es una trampa que me tiendes.

—Por última vez, ¿quieres decirme dónde está mi hija?

—¡Ah! Adivínalo, bribón, si es que no lo sabes.

—Espera, espera —gruñó Gryphus, pálido y con los labios agitados por la locura que comenzaba a invadir su cerebro—. ¡Ah! ¿No quieres decir nada? ¡Pues bien! Voy a despegarte los dientes con este cuchillo.

Dio un paso hacia Cornelius, y mostrándole el arma que brillaba en su mano, dijo:

—¿Ves este cuchillo? Con él he matado más de cin­cuenta gallos negros. Mataré también a su amo, el dia­blo, como los he matado a ellos, ¡espera, espera!

—Pero, miserable —exclamó Cornelius—, ¡estás, pues, decidido a asesinarme!

—Quiero abrirte el corazón, para ver dentro el lu­gar donde ocultas a mi hija.

Y diciendo estas palabras, con la ofuscación de la fiebre, Gryphus se precipitó sobre Cornelius, que ape­nas tuvo tiempo para saltar detrás de la mesa a fin de evitar el primer golpe.

Gryphus blandía su gran cuchillo profiriendo horri­bles amenazas.

Cornelius previó que si se hallaba fuera del alcance de la mano, no lo estaba fuera del alcance del arma, que lanzada a distancia podía atravesar el espacio, y venir a hundirse en su pecho; no perdió, pues, el tiempo, y con el garrote que había conservado cuidadosamente, ases­tó un vigoroso golpe sobre la muñeca que sostenía el cuchillo.

El cuchillo cayó a tierra, y Cornelius apoyó su pie encima.

Luego, como Gryphus parecía dispuesto a entablar una lucha a la que el dolor del garrotazo y la vergüen­za de haber sido desarmado dos veces habrían conver­tido en implacable, Cornelius tomó una gran decisión.

Arrolló a golpes a su carcelero con una sangre fría de las más heroicas, escogiendo el lugar donde caía cada vez la terrible estaca.

Gryphus no tardó en pedir gracia.

Pero antes de pedir gracia, había gritado, y mucho; sus gritos habían sido oídos y habían puesto en conmo­ción a todos los empleados de la casa. Dos portallaves, un inspector y tres o cuatro guardias, aparecieron de repente y sorprendieron a Cornelius operando con el garrote en la mano, el cuchillo bajo el pie.

Ante el aspecto de todos estos testimonios de la fe­choría que acababa de cometer, y cuyas circunstancias atenuantes, como se dice hoy en día, eran desconocidas, Cornelius se sintió perdido sin remedio.

En efecto, todas las apariencias se hallaban en su contra.

En un santiamén, Cornelius fue desarmado, y Gryphus, rodeado, levantado, sostenido, pudo contar, rugiendo de cólera, las magulladuras que hinchaban sus hombros y su espinazo, como otras tantas colinas sal­picando la cima de una montaña.

Se levantó el atestado, inmediatamente, con las vio­lencias ejercidas por el prisionero sobre su guardián, y el atestado inspirado por Gryphus no podía ser tildado de tibio: se trataba nada menos que de una tentativa de asesinato, proyectado desde hacía tiempo y realizado contra el carcelero, con premeditación por consiguien­te, y en abierta rebelión.

Mientras se escribía contra Cornelius, los informes dados por Gryphus hacían su presencia inútil, y los portallaves lo habían descendido a su habitación moli­do a golpes y gimiendo.

Durante ese tiempo, los guardias que se habían apo­derado de Cornelius se ocupaban en instruirlo caritati­vamente sobre los usos y costumbres de Loevestein, que él ya conocía, por lo demás, tan bien como ellos, por la lectura que le habían hecho del reglamento en el momento de su entrada en prisión, y algunos artículos de ese reglamento le habían entrado perfectamente en la memoria.

Le relataron, además, cómo se había aplicado este reglamento con respecto a un prisionero llamado Ma­thias, el cual, en 1668, es decir, cinco años antes, había cometido un acto de rebeldía, por otra parte mucho más anodino que el que acababa de permitirse Cornelius.

Había hallado que su sopa estaba demasiado caliente y se la había arrojado a la cabeza del jefe de los guardia­nes, el cual, a continuación de esta ablución, había teni­do la desgracia de levantarse un trozo de piel del rostro al enjugarse.

Mathias, en doce horas, había sido sacado de su cel­da; luego, conducido a la oficina de la prisión donde había sido inscrito como salido de Loevestein.

Después, conducido a la explanada, desde donde la vista es muy hermosa y alcanza once leguas de exten­sión.

Allí le habían atado las manos; luego, vendado los ojos, recitando tres oraciones.

Después le habían invitado a hacer una genuflexión, y las guardias de Loevestein, en número de doce, a una señal del sargento, le habían alojado hábilmente cada uno una bala de mosquete en el cuerpo.

Aquel tal Mathias había muerto al instante.

Cornelius escuchó con la mayor atención este de­sagradable relato.

Luego, habiéndolo escuchado, exclamó:

—¡Ah! ¡Ah! ¿En doce horas, decís?

—Sí, la duodécima incluso ni siquiera había sonado aún, a lo que creo —dijo el narrador muy satisfecho.

—Gracias —repuso Cornelius.

El guardia no había borrado la graciosa sonrisa que le servía de puntuación a su relato cuando un paso so­noro se oyó en la escalera.

Unas espuelas tintineaban en los bordes gastados de los escalones.

Los guardias se apartaron para dejar paso a un oficial.

Éste entró en la celda de Cornelius en el momento en que el escribano de Loevestein todavía instruía el atestado.

—¿Es aquí el número 11? —preguntó.

—Sí, coronel —respondió un suboficial.

—Entonces ¿es ésta la celda del prisionero Corne­lius van Baerle?

—Precisamente, coronel.

—¿Dónde está el prisionero?

—Aquí estoy, señor —respondió Cornelius palide­ciendo un poco, a pesar de todo su valor.

—¿Sois vos el señor Cornelius van Baerle? —pre­guntó el recién llegado, dirigiéndose esta vez al mismo prisionero.

—Sí, señor.

—Entonces, seguidme.

—¡Oh! ¡Oh! —exclamó Cornelius, cuyo corazón se estremecía, preso de las primeras angustias de la muer­te—. Qué de prisa va el trabajo en la fortaleza de Loe­vestein, ¡y el bellaco me había hablado de doce horas!

—¡Eh! ¿Qué es lo que os he dicho? —observó el guardia historiador al oído del paciente.

—Una mentira.

—¿Cómo?

Vos me habíais prometido doce horas.

—¡Ah, sí! Pero os han enviado una ayuda de campo de Su Alteza, incluso uno de sus más íntimos, ¡el señor Van Deken! ¡Cáspita! No le hicieron tal honor al pobre Mathias.

«Vamos, vamos —se dijo Cornelius, hinchando su pecho con la mayor cantidad de aire posible—, vamos, mostremos a esa gente que un burgués, ahijado de Corneille de Witt, puede, sin poner mal gesto, contener balas de mosquete como el llamado Mathias.»

Y pasó orgullosamente por delante del escribano que, interrumpido en sus funciones, se apresuró a decir al oficial:

—Pero, coronel Van Deken, el atestado no se ha terminado todavía.

—No vale la pena terminarlo —respondió el oficial.

—¡Bueno! —replicó el escribano encerrando filosó­ficamente sus papeles y su pluma en una cartera gasta­da y grasienta.

«Estaba escrito —pensó el pobre Cornelius—, que no daría mi nombre en este mundo ni a un niño, ni a una flor, ni a un libro, esas tres obligaciones de las que Dios impone una por lo menos, según se asegura, a todo hombre un poco organizado al que digna dejar gozar sobre la tierra de la propiedad de un alma y del usufruc­to de un cuerpo.»

Y siguió al oficial con el ánimo resuelto y la cabeza alta.

Cornelius contó los peldaños que conducían a la explanada, lamentando no haber preguntado al guardián cuántos había; lo cual, en su oficiosa complacencia, éste no hubiera dejado de decírselo.

Lo que más lamentaba el reo en este trayecto, que consideraba como el que debía conducirle definitiva­mente al comienzo del gran viaje, era el ver a Gryphus y no poder ver a Rosa. ¡Qué satisfacción, en efecto, de­bía de brillar en el rostro del padre! ¡Qué dolor en el rostro de la hija!

Cómo iba a aplaudir Gryphus este suplicio, vengan­za feroz de un acto eminentemente justo, al que Corne­lius consideraba haber realizado como un deber.

Pero a Rosa, la pobre muchacha, no la vería, ¡iba a morir sin haberle dado el último beso o por lo menos el último adiós!

¡Iba a morir finalmente, sin tener ninguna noticia del gran tulipán negro, y despertaría allá arriba, sin sa­ber hacia qué lado debía volver los ojos para encon­trarlo!

En verdad, para no deshacerse en lágrimas en seme­jante momento, el pobre tulipanero tenía más oes triplex alrededor del corazón de las que Horacio atribuye al na­vegante que visita por primera vez los infames escollos coralíferos.

Cornelius tuvo ocasión de mirar a la derecha; Cor­nelius tuvo ocasión de mirar a la izquierda, pero llegó a la explanada sin haber percibido a Rosa; sin haber percibido a Gryphus.

Había en ello casi una compensación.

Cornelius llegó a la explanada, buscó valientemen­te con los ojos a sus ejecutores, los guardias, y vio, en efecto, a una docena de soldados reunidos y charlando.

Pero reunidos y charlando sin mosquetes, reunidos y charlando sin estar alineados.

Cuchicheando incluso entre ellos más bien que charlando, conducta que le pareció a Cornelius indigna de la gravedad que preside de ordinario semejantes su­cesos.

De repente, Gryphus, cojeando, tambaleándose, apoyándose en una muleta, apareció fuera de su habita­ción. Había iluminado para una última mirada todo el fuego de sus viejos ojos grises de gato. Entonces se puso a vomitar contra Cornelius tal torrente de abominables imprecaciones que Cornelius, dirigiéndose al oficial, le dijo:

—Señor, no creo que esté bien dejarme insultar así por este hombre, y sobre todo en semejante momento.

—Escuchad, pues —replicó el oficial riendo—, es muy natural que ese valiente os guarde rencor. ¿Parece que lo habéis molido a golpes?

—Pero, señor, lo hice defendiendo mi cuerpo.

—¡Bah! —exclamó el coronel imprimiendo a sus hombros un gesto eminentemente filosófico—. Bah; dejadle decir. ¿Qué os importa al presente?

Un sudor frío cruzó por la frente de Cornelius ante esa respuesta, que consideraba como una ironía un poco brutal, por parte, sobre todo, de un oficial que se le había dicho estaba agregado a la persona del príncipe.

El desgraciado comprendió que la cosa no tenía re­medio, que no tenía ya amigos, y se resignó.

—Sea —murmuró bajando la cabeza—, cosas peo­res se le hicieron a Cristo, y por inocente que yo sea, no puedo compararme a Él. Cristo se habría dejado golpear por su carcelero y no le hubiera pegado.

Luego, volviéndose hacia el oficial, que parecía es­perar complaciente a que acabara sus reflexiones, pre­guntó:

—Veamos, señor, ¿adónde me lleváis?

El oficial le señaló una carroza enganchada a cuatro caballos, que le recordó mucho a la carroza que en pa­recidas circunstancias había ya herido sus miradas en la Buytenhoff.

—Subid —ordenó.

—¡Ah! —murmuró Cornelius—. ¡Parece que no se me harán a mí los honores de la explanada!

Pronunció estas palabras en voz bastante alta para que el historiador que parecía agregado a su persona las oyera.

Éste creyó, sin duda, que era deber suyo darle nue­vos informes a Cornelius, porque se acercó a la porte­zuela, y mientras el oficial, de pie sobre el estribo daba unas órdenes, le dijo por lo bajo:

—Hemos visto a condenados conducidos a su pro­pia ciudad, y para que el ejemplo fuera más eficaz, su­frir allí el suplicio delante de la puerta de su propia casa. Esto depende.

Cornelius hizo un gesto de agradecimiento.

«¡Pues bien! —se dijo—. Aquí hay, en buena hora, un muchacho al que no le falta nunca el placer de una consolación cuando se presenta la ocasión. Por mi fe, amigo mío, os estoy muy obligado. ¡Adiós!»

El coche empezó a rodar.

—¡Ah! ¡Criminal! ¡Ah! ¡Bandido! —aulló Gryphus mostrando el puño a su víctima que se le escapaba—. Y decir que se va sin devolverme a mi hija.

«Si me conducen a Dordrecht —murmuró Corne­lius para sí—, veré al pasar por delante de mi casa si mis pobres platabandas han sido destrozadas.»

XXX

En El Que Se Comienza A Imaginar

Cuál Era El Suplicio Reservado

A Cornelius Van Baerle

El coche rodó todo el día. Dejó Dordrecht a la iz­quierda, atravesó Rótterdam, alcanzó Delft. A las cinco de la tarde había recorrido, por lo menos, veinte leguas.

Cornelius dirigió algunas preguntas al oficial que le servía a la vez de guardia y de compañero, pero, por circunspectas que fueran sus demandas, tuvo el disgus­to de verlas sin respuesta.

Cornelius lamentó no tener a su lado a aquel guar­dia tan complaciente que hablaba sin hacérselo de rogar.

Sin duda, le hubiera proporcionado sobre los moti­vos de ésta, su extraña tercera aventura, detalles tan gra­ciosos y explicaciones tan precisas como sobre las dos primeras.

Pasaron la noche en el coche. Al día siguiente, al alba, Cornelius se halló más allá de Leiden, teniendo al mar del Norte a su izquierda y al mar de Haarlem a su derecha.

Tres horas después entraban en Haarlem.

Cornelius no sabía en absoluto lo que había ocu­rrido en Haarlem, y nosotros le dejaremos en esta ignorancia hasta que sea sacado de ella por los aconteci­mientos.

Pero no puede suceder lo mismo con el lector, que tiene el derecho de ser puesto al corriente de las cosas, incluso antes que nuestro héroe.

Hemos visto que Rosa y el tulipán, como dos her­manos o como dos huérfanos, habían sido dejados, por el príncipe de Orange, en casa del presidente Van Systens.

Rosa no recibió ninguna noticia del estatúder antes de la tarde del día en que lo había visto de frente.

Hacia la tarde, un oficial entró en la casa de Van Systens: venía de parte de Su Alteza a invitar a Rosa a que se llegara al Ayuntamiento.

Allí, en la gran sala de las deliberaciones donde fue introducida, halló al príncipe, que escribía.

Estaba solo y tenía a sus pies un gran lebrel de Fri­sia que le miraba fijamente, como si el fiel animal qui­siera intentar hacer lo que ningún hombre podía ha­cer... leer en el pensamiento de su amo.

Guillermo continuó escribiendo un instante todavía; luego, levantando la mirada y viendo a Rosa de pie cerca de la puerta:

—Acercaos, señorita —dijo sin dejar lo que escribía.

Rosa dio unos pasos hacia la mesa.

—Monseñor —saludó deteniéndose.

—Está bien —contestó el príncipe—. Sentaos.

Rosa obedeció, porque el príncipe la miraba. Pero apenas el príncipe hubo vuelto los ojos sobre el papel, se retiró avergonzada.

El príncipe acabó su carta.

Durante ese tiempo, el lebrel había acudido ante Rosa y la había examinado y acariciado.

¡Ah! ¡Ah! —exclamó Guillermo dirigiéndose a su perro—. Bien se ve que es una compatriota; la reconoces.

Luego, volviéndose hacia Rosa y fijando sobre ella su mirada escrutadora y velada al mismo tiempo, dijo:

—Veamos, hija mía...

El príncipe tenía veintitrés años, Rosa dieciocho o veinte; habría hablado mejor diciendo mi hermana.

—Hija mía —repitió con ese acento extrañamente imponente que helaba a todos los que se le acercaban—, estamos solos, charlemos. No temáis y hablad confiada.

Todos los miembros de Rosa empezaron a temblar y, sin embargo, no había más que benevolencia en la fisonomía del príncipe.

. —Monseñor... —balbuceó.

—¿Vos tenéis un padre en Loevestein?

—Sí, monseñor.

—¿No le amáis?

—No le amo, por lo menos, monseñor, como una hija debería amar a su padre.

—Es malo no amar a su padre, hija mía, pero es bueno no mentir a su príncipe.

Rosa bajó los ojos.

—¿Y por qué razón no amáis a vuestro padre?

—Mi padre es malo.

—¿Y de qué forma se manifiesta su maldad?

—Mi padre maltrata a los prisioneros.

—¿A todos?

—A todos.

—Pero ¿no le reprocháis maltratar a uno en parti­cular?

—Mi padre maltrata particularmente al señor Van Baerle, que...

—¿Que es vuestro amante?

Rosa retrocedió un paso.

—Al que yo amo, monseñor —respondió con or­gullo. .

—¿Desde hace tiempo? —preguntó el príncipe.

—Desde el día en que le vi.

—¿Y vos, le visteis...?

—A la mañana siguiente del día en que fueron tan terriblemente ejecutados el ex gran pensionario Jean y su hermano Corneille.

Los labios del príncipe se apretaron, su frente se plegó, sus párpados se bajaron de forma que ocultaron un instante sus ojos. Al cabo de un momento de silen­cio, continuó:

—Pero ¿de qué os sirve amar a un hombre destina­do a vivir y a morir en prisión?

—Si vive y muere en prisión, monseñor, me servirá para ayudarle a vivir y a morir.

—¿Y vos aceptaríais esta posición de ser la mujer de un prisionero?

—Sería la más orgullosa y la más feliz de las criatu­ras humanas siendo la esposa del señor Van Baerle; pero...

—Pero ¿qué?

—No me atrevo a decirlo, monseñor. No me atre­vo. Perdonad.

—Hay una nota de esperanza en vuestro acento; ¿qué esperáis?

La muchacha levantó sus bellos ojos sobre Guiller­mo, sus ojos límpidos y de una inteligencia tan pe­netrante que fueron a buscar la clemencia dormida en el fondo de ese corazón sumido en un sueño que parecía el de la muerte.

—¡Ah! Ya comprendo.

Rosa sonrió juntando sus manos.

—Confiáis en mí —dijo el príncipe.

—Sí, monseñor. ¡Hum!

El príncipe selló la carta que acababa de escribir y llamó a uno de sus oficiales.

—Señor Van Deken —ordenó—, llevad a Loeve­stein este mensaje; tomaréis nota de las órdenes que doy al gobernador, y en lo que a vos respecta, ejecutadlas. El oficial saludó, y pronto se oyó repicar bajo la bóveda sonora de la casa el vigoroso galope de un ca­ballo.

—Hija mía —prosiguió después el príncipe—, el domingo es la fiesta del tulipán, y el domingo es pasa­do mañana. Poneos muy bella con los quinientos flori­nes que tengo aquí; porque deseo que ese día sea una gran fiesta para vos.

—¿Cómo quiere Vuestra Alteza que me vista? —murmuró Rosa.

—Poneos el vestido de las esposas frisonas —dijo Guillermo—, os sentará muy bien.

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