El Tulipán Negro

VIII. Una Desaparición

El Tulipán Negro

VIII. Una Desaparición

Lo que acababa de suceder era, como se supone, la obra diabólica de Mynheer Isaac Boxtel. Recordamos que con la ayuda de su telescopio, no había perdido un solo detalle de aquella entrevista de Corneille de Witt con su ahijado.

Recordamos que no había oído nada, pero que lo había visto todo.

Recordamos que había adivinado la importancia de los papeles confiados por el Ruart de Pulten a su ahija­do, viendo a éste encerrar cuidadosamente el paquete a él entregado en el cajón donde guardaba las cebollas más preciosas.

Resultaba, pues, que cuando Boxtel, que seguía la política con mucha más atención que su vecino Corne­lius, supo que Corneille de Witt había sido arrestado como culpable de alta traición hacia los Estados, pensó que, por su parte, no tendría probablemente más que decir una palabra para hacer arrestar también al ahijado.

Sin embargo, por feliz que se sintiera el corazón de Boxtel, tembló al principio ante la idea de denunciar a un hombre, máxime porque aquella denuncia podía conducirle al patíbulo.

Pero lo terrible de las malas ideas, es que, poco a poco, los malos espíritus se familiarizan con ellas. Por otra parte, Mynheer Isaac Boxtel se envalentonaba con este sofisma:

«Corneille de Witt es un mal ciudadano, ya que es acusado de alta traición y arrestado.»

«Yo soy un buen ciudadano, ya que no soy acusa­do absolutamente de nada y soy libre como el aire.»

«Ahora bien, si Corneille de Witt es un mal ciuda­dano, lo cual es cosa cierta, ya que es acusado de alta traición y arrestado, su cómplice, Cornelius van Baer­le, no es menos mal ciudadano que él.»

«Así pues, como soy un buen ciudadano, y es deber de los buenos ciudadanos denunciar a los malos ciuda­danos, es deber mío, Isaac Boxtel, denunciar a Corne­lius van Baerle.»

Pero este razonamiento no hubiera tal vez, por es­pecioso que fuera, adquirido un imperio completo so­bre Boxtel, y quizá el envidioso no hubiese cedido al simple deseo de venganza que le roía el corazón, si al unísono del demonio de la envidia no hubiera surgi­do el demonio de la codicia.

Boxtel no ignoraba hasta qué punto había llegado Van Baerle en su búsqueda del gran tulipán negro.

Por modesto que fuera Cornelius, no había podido ocultar a sus más íntimos que tenía la casi certeza de ganar en el año de gracia de 1673 el premio de cien mil florines instituido por la Sociedad Hortícola de Haarlem.

Y esta casi certeza de Cornelius van Baerle hacía consumir en fiebre a Isaac Boxtel.

Si Cornelius era arrestado, esto ocasionaría eviden­temente un gran trastorno en la casa. En la noche que siguiera al arresto, nadie pensaría en vigilar los tulipanes del jardín.

Y en aquella noche, Boxtel saltaría el muro, y como sabía dónde encontrar la cebolla que debía dar el gran tulipán negro, se la llevaría; en lugar de florecer en la casa de Cornelius, el tulipán negro florecería en la suya, y él sería quien consiguiera el premio de los cien mil florines, en vez de Cornelius, sin contar con ese honor supremo de llamar a la nueva flor Tulipa nigra Boxtellensis.

Resultado que satisfacía no solamente su venganza, sino su codicia.

Despierto, no pensaba más que en el gran tulipán negro; dormido, no soñaba más que con él.

Por último, el 19 de agosto, hacia las dos de la tar­de, la tentación fue tan fuerte que Mynheer Isaac no pudo resistirla más tiempo.

En consecuencia, envió una denuncia anónima, la cual reemplazaba la autenticidad por la precisión, y la echó al correo.

Jamás papel venenoso deslizado en los buzones de Venecia produjo un más rápido y terrible efecto.

Aquella misma noche, el principal magistrado reci­bió la comunicación; en el mismo instante convocó a sus colegas para la mañana siguiente. Al día siguiente por la mañana estaban reunidos, habían decidido el arresto y entregado la orden, a fin de que fuera ejecutada, a maese Van Spennen, que la había desempeñado, como hemos visto, con el deber de un digno holandés, arrestando a Cornelius van Baerle en el preciso momento en que los orangistas de La Haya asaban los despojos de los cadá­veres de Corneille y de Jean de Witt.

Pero, sea por vergüenza o por debilidad ante el cri­men, Isaac Boxtel no había tenido el valor de asestar aquel día su telescopio, ni sobre el jardín, ni sobre el taller, ni sobre el secadero.

Sabía muy bien lo que iba a pasar en la casa del po­bre Cornelius para tener necesidad de mirar en ella. Incluso no se levantó cuando su único criado que envi­diaba la suerte de los criados de Cornelius no menos amargamente que Boxtel envidiaba la suerte del amo, entró en su habitación. Boxtel le dijo:

—Hoy no me levantaré; estoy enfermo.

Hacia las nueve, oyó un gran ruido en la calle y tem­bló ante lo que significaba; en ese momento estaba más pálido que un verdadero enfermo, más tembloroso que un verdadero febril.

Entró su criado y Boxtel se ocultó bajo la sábana.

—¡Ah, señor! —exclamó el criado, no sin imaginar­se que iba, aun deplorando la desgracia ocurrida a Van Baerle, a anunciar una buena noticia a su amo—. ¡Ah, señor! ¿No sabéis lo que pasa en este momento?

—¿Cómo quieres tú que lo sepa? —respondió Box­tel con voz casi ininteligible.

—¡Pues bien! En este momento, mi señor Boxtel, están arrestando a vuestro vecino el doctor Cornelius van Baerle, como culpable de alta traición a los Estados.

—¡Bah! —murmuró Boxtel con voz débil—. ¡No es posible!

—¡Cáspita! Esto es lo que se dice, por lo menos; por otra parte, acabo de ver entrar en su casa al juez Van Spennen y a los arqueros.

—¡Ah! Si los has visto —dijo Boxtel— es otra cosa.

—En todo caso, voy a informarme —anunció el criado— y estad tranquilo, os mantendré al corriente.

Boxtel se contentó con aprobar con un signo el celo de su criado.

Éste salió y volvió a entrar quince minutos después.

—¡Oh, señor! Todo lo que os he contado —dijo­— es la pura verdad.

—¿Cómo?

—Han arrestado al señor Van Baerle; lo han meti­do en un coche y acaban de expedirlo a La Haya.

—¡A La Haya!

—Sí, donde, si lo que dicen es verdad, no hará buen tiempo para él.

—¿Y qué dicen? —preguntó Boxtel.

—¡Cáspita, señor! Se dice, pero no es muy seguro, que los burgueses deben de estar a esta hora asesinan­do a los señores Corneille y Jean de Witt.

—¡Oh! —murmuró o más bien hipó Boxtel cerran­do los ojos para no ver la terrible imagen que se ofrecía sin duda a su mirada.

«¡Cáspita! —exclamó para sí el criado al salir—. Es preciso que Mynheer Isaac Boxtel esté muy enfermó para no haber saltado del lecho ante semejante noticia.»

En efecto, Isaac Boxtel estaba muy enfermo; enfer­mo como un hombre que acaba de asesinar a otro.

Pero él había asesinado a ese hombre con una doble finalidad; la primera estaba cumplida, faltaba cumplir la segunda.

Llegó la noche. La noche que esperaba Boxtel.

Se levantó del lecho y poco después se subía al sico­moro.

Había calculado bien: nadie pensaba en guardar el jardín; casa y criados estaban trastornados.

Oyó sonar sucesivamente las diez, las once y media­noche.

A la medianoche, con el corazón brincándole, las manos temblorosas y el rostro lívido, descendió del ár­bol, cogió una escalera, la aplicó contra el muro, subió hasta el penúltimo escalón y escuchó.

Todo estaba tranquilo. Ni un ruido turbaba el silen­cio de la noche.

Una sola luz brillaba en toda la casa.

La de la nodriza.

Ese silencio y esta oscuridad enardecieron a Boxtel.

Pasó una pierna por encima del muro, deteniéndo­se un momento sobre el remate; luego, bien seguro de que no había nada que temer, pasó la escalera de su jar­dín al de Cornelius y descendió.

Después, como sabía exactamente el lugar donde se hallaban enterrados los bulbos del futuro tulipán negro, corrió en su dirección, siguiendo sin embargo los sen­deros para no ser traicionado por la huella de sus pasos, y, llegado al sitio preciso, con una alegría salvaje, hun­dió sus manos en la tierra blanda.

No encontró nada y creyó haberse equivocado.

Mientras tanto, el sudor perlaba su frente.

Buscó al lado: nada.

Buscó a la derecha, a la izquierda: nada.

Buscó por delante y por detrás: nada.

Le faltó poco para volverse loco, cuando se dio cuenta por último que la tierra estaba removida ya desde aquella misma mañana.

En efecto, mientras Boxtel se hallaba en el lecho, Cornelius había descendido a su jardín desenterrando la cebolla, y como hemos visto, la había dividido en tres bulbos.

Boxtel no podía decidirse a abandonar el lugar. Había revuelto con sus manos más de tres metros cua­drados.

Finalmente, ya no le quedó ninguna duda de su desgracia.

Ebrio de cólera, alcanzó la escalera, pasó la pierna por encima del muro, alzó la escalera, tirándola a su jar­dín y saltó tras ella.

De repente, le embargó una última esperanza.

Que los bulbos estuvieran en el secadero.

Sólo se trataba de penetrar en el secadero como ha­bía penetrado en el jardín.

Allí los encontraría.

Por lo demás, la tarea no era mucho más difícil.

Las vidrieras del secadero se alzaban como las de un invernadero.

Cornelius van Baerle las había abierto aquella mis­ma mañana y a nadie se le había ocurrido cerrarlas.

Todo consistía en procurarse una escalera bastante larga, una escalera de seis metros en lugar de cuatro.

Boxtel había observado que en la calle donde vivía había una casa en reparación; a lo largo de aquella casa habían levantado una escalera gigantesca.

Esa escalera era la que necesitaba Boxtel, si los obre­ros no se la habían llevado.

Corrió a la casa; la escalera estaba allí.

La cogió y se la llevó con gran trabajo a su jardín; con más trabajo todavía, la apoyó contra el muro que dividía su casa de la de su vecino Cornelius van Baerle.

La escalera alcanzaba de justeza las celosías.

Boxtel se metió una linterna sorda encendida en su bolsillo, subió por la escalera y penetró en el secadero.

Llegado a ese tabernáculo, se detuvo, apoyándose contra la mesa; las piernas le flaqueaban y su corazón latía hasta ahogarle.

Allí, era todavía peor que en el jardín: se diría que el aire del campo quitaba a la propiedad lo que tenía de respetable; el que salta por encima de un seto o escala un muro, se detiene ante la puerta o la ventana de una ha­bitación.

En el jardín, Boxtel no era más que un merodeador; en la habitación, era un ladrón.

Sin embargo, recobró el valor: no había llegado has­ta allí para regresar a su casa con las manos vacías.

Y se puso a buscar, a abrir y cerrar todos los cajo­nes, a incluso el cajón privilegiado donde había estado el depósito que acababa de ser tan fatal a Cornelius; encontró, como en un jardín, etiquetadas las plantas, la Joannis, la Witt, el tulipán marrón, el tulipán café tos­tado, pero del tulipán negro o más bien de los bulbos donde estaba todavía dormido y oculto en los limbos de la floración, no había ninguna señal.

Y, sin embargo, en el registro de las simientes y de los bulbos llevado por partida doble por Van Baerle con más cuidado y exactitud que el registro comercial de las primeras firmas de Amsterdam, Boxtel leyó estas líneas:

Hoy, 20 de agosto de 1672, he desenterrado la cebo­lla del gran tulipán negro que he separado en tres bul­bos perfectos.

—¡Esos bulbos! ¡Esos bulbos! —aulló Boxtel devas­tando todo el secadero—. ¿Dónde ha podido ocultarlos?

Luego, de repente, golpeándose la frente hasta aplas­tarse el cerebro, exclamó en voz alta:

—¡Oh! ¡Miserable de mí! ¡Ah, tres veces perdido Boxtel! ¿Es que alguien se separa de sus bulbos, es que alguien los abandona en Dordrecht cuando se parte para La Haya, es que alguien puede vivir sin esos bulbos, cuando esos bulbos son los del gran tulipán negro? ¡Habrá tenido tiempo de cogerlos, el muy infame! ¡Los tiene encima, se los ha llevado a La Haya!

Fue como un relámpago que mostrara a Boxtel el abismo de un crimen inútil.

Cayó fulminado sobre aquella misma mesa, en aquel mismo lugar donde, unas horas antes, el infortunado Baerle había admirado tan largo rato y tan deliciosa­mente los bulbos del tulipán negro.

«¡Pues bien! Después de todo —se dijo el envidio­so, levantando su lívida cabeza—, si él los tiene, sólo puede guardarlos mientras esté vivo, y...»

El resto de su horrible pensamiento se absorbió en una espantosa sonrisa.

«Los bulbos están en La Haya —pensó—. No es, pues, en Dordrecht donde he de vivir.

»¡A La Haya a por los bulbos! ¡A La Haya!»

Y Boxtel, sin prestar atención a las inmensas rique­zas que abandonaba, preocupado por aquella otra ines­timable riqueza, salió por la celosía, se dejó deslizar a lo largo de la escalera, llevó el instrumento de robo adon­de lo había cogido, y, parecido a un animal de presa, entró rugiendo en su casa.

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