El Tulipán Negro

X. La Hija Del Carcelero

El Tulipán Negro

X. La Hija Del Carcelero

Aquella misma tarde, cuando traía la pitanza del prisionero, Gryphus, al abrir la puerta de la prisión, resbaló en el húmedo enlosado y trastabilló intentando sostenerse. Pero, apoyando la mano en falso, se rompió el brazo por encima de la muñeca.

Cornelius hizo un movimiento hacia el carcelero.

—No es nada —dijo Gryphus no dándose cuenta de la gravedad del accidente—. No os mováis.

Y quiso levantarse apoyándose sobre su brazo, pero el hueso se le dobló; solamente entonces sintió Gry­phus el dolor y lanzó un grito.

Comprendió que tenía el brazo roto, y este hombre tan duro para los demás cayó desmayado sobre el um­bral de la puerta, donde se quedó inerte y frío, pareci­do a un muerto.

Durante ese tiempo, la puerta de la prisión había permanecido abierta, y Cornelius se hallaba casi libre.

Pero no se le ocurrió la idea de aprovecharse de este accidente; había visto la forma en que el brazo se había doblado y el ruido que había hecho; sabía que existía fractura y dolor; no pensó en otra cosa que en socorrer al herido, por mal intencionado que le hubiera parecido en la única entrevista que había tenido con él. Al ruido que Gryphus hizo al caer, al gemido que había dejado escapar, se oyó un paso precipitado en la escalera, y a la aparición que siguió inmediatamente al rumor de ese paso, Cornelius profirió un pequeño gri­to al que respondió el grito agudo de una joven.

La que había respondido al grito lanzado por Cor­nelius era la bella frisona, que viendo a su padre tendi­do en el suelo y al prisionero inclinado sobre él, creyó al principio que Gryphus, cuya brutalidad conocía, ha­bía caído a continuación de una lucha sostenida entre aquél y su padre.

Cornelius comprendió lo que ocurría en el corazón de la joven en el mismo momento en que la sospecha entraba en la mente de aquélla.

Pero traída por la primera ojeada a la verdad, y aver­gonzada por lo que había llegado a pensar, levantó ha­cia el joven sus bellos ojos húmedos, diciendo:

—Perdón y gracias, señor. Perdón por lo que había pensado, y gracias por lo que vos hacéis.

Cornelius enrojeció.

—No hago más que cumplir con mi deber de cris­tiano —contestó—, al socorrer a mi semejante.

—Sí, y al socorrerlo esta tarde, habéis olvidado las injurias que os dirigió esta mañana. Señor, esto es más que humanidad, es más que cristianismo.

Cornelius alzó la mirada hacia la bella niña, comple­tamente asombrado por haber oído salir de la boca de una hija del pueblo una palabra a la vez tan noble y tan compasiva.

Pero no tuvo tiempo de testimoniarle su sorpresa. Gryphus, recobrado de su desmayo, abrió los ojos, y su acostumbrada brutalidad le volvió con la vida:

—¡Ah! Ved lo que ocurre —dijo—. Se da uno pri­sa en traer la cena, me caigo al apresurarme, al caer me rompo el brazo, y vos me dejáis aquí sobre los ladrillos.

—Silencio, padre mío —intervino Rosa—. Sois injusto con este joven, al que he hallado ocupado en socorreros.

—¡Él! —exclamó Gryphus con aire de duda.

—Es verdad, señor, y estoy dispuesto a socorre­ros más.

—¿Vos? —dijo Gryphus—. ¿Sois, pues, médico?

—Ésa es mi carrera primitiva —contestó el prisionero.

—¿De forma que podríais componerme el brazo?

—Perfectamente.

—¿Y qué necesitáis para ello, veamos?

—Dos cuñas de madera y unas tiras de tela.

—Ya oyes, Rosa —comentó Gryphus—. El prisio­nero va a arreglarme el brazo; esto es una economía; vamos, ayúdame a levantarme, parezco de plomo.

Rosa presentó su hombro al herido; éste rodeó el cuello de la joven con su brazo intacto, y haciendo un esfuerzo, se puso de pie, mientras Cornelius, para aho­rrarle camino, empujaba hacia él un sillón.

Gryphus se sentó y luego, volviéndose hacia su hija dijo:

—¡Y bien! ¿No has oído? Ve a buscar lo que se te pide.

Rosa descendió y regresó un instante después con dos duelas de barril y una gran venda de tela.

Cornelius había empleado aquel tiempo en quitar la chaqueta al carcelero y en subirle las mangas.

—¿Esto es lo que deseáis, señor? —preguntó Rosa.

—Sí, señorita —asintió Cornelius posando los ojos sobre los objetos traídos—. Sí, eso es. Ahora, acercad esta mesa mientras sostengo el brazo de vuestro padre.

Rosa empujó la mesa. Cornelius colocó el brazo roto encima, a fin de que se hallara plano, y con una habilidad perfecta, reajustó la fractura, adaptó la cuña y apretó las vendas.

Con el último alfiler, el carcelero se desmayó por segunda vez.

—Id a buscar vinagre, señorita —pidió Cornelius—, le frotaremos las sienes y volverá en sí.

Pero en lugar de cumplir la prescripción que le ha­bía hecho, Rosa, después de asegurarse de que su padre se hallaba realmente sin conocimiento, avanzó hacia Cornelius.

—Señor —dijo—, servicio por servicio.

—¿Es decir, mi bella niña? —preguntó Cornelius.

—Es decir, señor, que el juez que debe interrogaros mañana ha venido a informarse hoy de la celda en la que os hallábais; que le han dicho que ocupábais la del señor Corneille de Witt, y que a esa respuesta, se ha reído de una forma tan siniestra que me hace creer que no os espera nada bueno.

—Pero —preguntó Cornelius—, ¿qué pueden ha­cerme?

—¿Véis desde aquí ese patíbulo?

—Pero yo no soy culpable en absoluto —replicó Cornelius.

—¿Lo eran ellos, los que están allá abajo, colgados, mutilados, desgarrados?

—Es verdad —dijo Cornelius entristeciéndose.

—Por otra parte —continuo Rosa— la opinión pú­blica quiere que seáis culpable. Pero en fin, culpable o no, vuestro proceso comenzará mañana, pasado maña­na seréis condenado: las cosas van de prisa en los tiem­pos que corren.

—¡Y bien! ¿Qué opináis de todo esto, señorita?

—Opino que yo estoy sola, que soy débil, que mi padre está desmayado, que el perro tiene el bozal pues­to, que nada, por consiguiente, os impide salvaros. Sal­vaos, pues, esto es lo que opino.

—¿Qué decís?

—Digo que no he podido salvar a los señores Corneille y Jean de Witt, por desgracia, y que me gustaría salvaros a vos. Solo que, actuad de prisa, mirad cómo respira ya mi padre, dentro de un minuto tal vez abrirá los ojos, y entonces será ya demasiado tarde. ¿Dudáis?

En efecto, Cornelius permanecía inmóvil, contem­plando a Rosa, pero como si la mirara sin oírla.

—¿No comprendéis? —insistió la joven impaciente.

—Sí, claro que comprendo —contestó Cornelius—. Pero...

—¿Pero...?

—Rehúso. Os acusarían.

—¿Qué importa? —dijo Rosa ruborizándose.

—Gracias, niña —replicó Cornelius—, pero me quedo.

—¡Os quedáis! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡No habéis comprendido, pues, que seréis condenado... condena­do a muerte, ejecutado sobre un patíbulo y tal vez ase­sinado, destrozado como han asesinado y destrozado al señor Jean y al señor Corneille! En nombre del cielo, no os ocupéis de mí y huid de esta celda en que os halláis. Tened cuidado, trae la desgracia a los De Witt.

—¡Eh! —exclamó el carcelero despertándose—. ¿Quién habla de esos bribones, de esos miserables, de esos criminales De Witt?

—No os importa, buen hombre —dijo Cornelius con su dulce sonrisa—. Lo peor que hay para las frac­turas es calentarse la sangre —luego, por lo bajo, dijo a Rosa—: Niña mía, yo soy inocente, esperaré a mis jue­ces con la tranquilidad y la calma de un inocente.

—Silencio —advirtió Rosa.

—Silencio, ¿y por qué?

—Es preciso que mi padre no sospeche que hemos conversado.

—¿Qué mal habría?

—¿Qué mal habría...? Me impediría volver aquí para siempre —explicó la joven.

Cornelius recibió esta inocente confidencia con una sonrisa, le parecía que un poco de felicidad lucía en su infortunio.

—¡Y bien! ¿Qué masculláis los dos ahí? —dijo Gryphus levantándose y sosteniendo su brazo derecho con el brazo izquierdo.

—Nada —respondió Rosa—. El señor me prescri­be el régimen que habéis de seguir.

—¡El régimen que debo seguir! ¡El régimen que debo seguir! ¡Vos también, vos también tenéis uno que seguir, bonita!

—¿Cuál, padre mío?

—No venir a la celda de los prisioneros, o, al menos, salir lo más aprisa posible; ¡caminad, pues, delante de mí, y ligerita!

Rosa y Cornelius intercambiaron una mirada.

La de Rosa quería decir:

«Ya veis.»

La de Cornelius significaba:

«¡Que sea lo que el Señor quiera!»

XI

El Testamento De Cornelius

Van Baerle

Rosa no se había equivocado. Los jueces acudieron al día siguiente a la Buytenhoff, e interrogaron a Cor­nelius van Baerle. Por lo demás, el interrogatorio no fue muy largo; estaba comprobado que Cornelius había guardado en su casa aquella correspondencia fatal de los De Witt con Francia.

No lo negó en absoluto.

Solamente existía, a los ojos de los jueces, la duda de que aquella correspondencia le hubiera sido entregada por su padrino, Corneille de Witt.

Pero como, después de la muerte de los dos márti­res, Cornelius van Baerle no tenía nada que ocultar, no solamente no negó que el depósito le había sido confia­do por Corneille en persona, sino que todavía contó cómo, de qué forma y en qué circunstancias le había sido confiado.

Esta confidencia implicaba al ahijado en el crimen de su padrino.

Existía complicidad patente entre Corneille y Cor­nelius.

Cornelius no se limitó a esta confesión: dijo toda la verdad con respecto a sus simpatías, sus costumbres y sus familiaridades. Explicó su indiferencia en políticas, su amor por el estudio, por las artes, por las ciencias y por las flores. Contó que nunca, desde el día en que Corneille había venido a Dordrecht y le había confiado aquel depósito, lo había tocado ni incluso mirado.

Se le objetó que a ese respecto era imposible que dijera la verdad, ya que los papeles estaban encerrados justamente en un armario donde cada día se hundían las manos y los ojos.

Cornelius respondió que eso era verdad, pero que él no metía la mano en el cajón más que para asegurarse de que sus cebollas estaban bien secas; y que solamente dirigía la mirada a él para asegurarse de si sus cebollas comenzaban a germinar.

Se le objetó que su pretendida indiferencia con res­pecto a ese depósito no podía sostenerse razonablemen­te, porque resultaba imposible que habiendo recibido semejantes documentos de mano de su padrino, no conociera su importancia.

A lo que él respondió que su padrino Corneille le amaba mucho y, sobre todo, que era un hombre dema­siado prudente como para haberle dicho nada acerca del contenido de aquellos papeles, ya que esta confidencia no hubiera servido más que para atormentar al deposi­tario.

Se le objetó que si el señor De Witt hubiera actua­do de esa forma, habría añadido al paquete en caso de accidente, un certificado constatando que su ahijado era completamente extraño a esa correspondencia, o bien, durante su proceso, le habría escrito alguna carta que pudiese servir para su justificación.

Cornelius respondió que probablemente su padrino no había pensado que su depósito corriera ningún pe­ligro, oculto como estaba en un armario que era consi­derado tan sagrado como el Arca por toda la casa Van Baerle; que por consiguiente había juzgado el certifica­do inútil; que, en cuanto a una carta, tenía algún recuer­do de que un momento antes de su arresto, y cuando estaba absorto en la contemplación de una cebolla de las más raras, el servidor del señor Jean de Witt había en­trado en el secadero y le había entregado un papel; pero que de todo aquello no le había quedado más que un recuerdo parecido al que se tiene de una visión, que el sirviente había desaparecido, y que en cuanto al papel, tal vez se encontraría si se le buscaba bien.

En cuanto a Craeke, era imposible hallarlo, tenien­do en cuenta que había abandonado Holanda.

Y en lo tocante al papel, era tan poco probable que se encontrara, que no se tomaron el trabajo de buscarlo.

El mismo Cornelius no insistió mucho sobre ese punto, ya que, suponiendo que aquel papel se hallara, podía no tener ninguna relación con la correspondencia que constituía el cuerpo del delito.

Los jueces parecieron querer empujar a Cornelius a defenderse mejor de lo que lo hacía; utilizaron frente a él aquella benigna paciencia que denota o bien a un magistrado interesado por el acusado, o bien a un ven­cedor que abate a su adversario, y que, siendo comple­tamente dueño de él, no tiene necesidad de oprimirlo para perderlo.

Cornelius no aceptó en absoluto esta hipócrita pro­tección, y en la última respuesta que profirió con la nobleza de un mártir y la calma de un justo, dijo:

—Me preguntáis, señores, cosas a las que no tengo nada que responder, sino la exacta verdad. Ahora bien, la exacta verdad es ésta. El paquete entró en mi casa por el camino que he explicado; protesto delante de Dios que ignoraba y que ignoro todavía su contenido; que solamente en el día de mi arresto supe que ese depósi­to era la correspondencia del ex gran pensionario con el marqués de Louvois. Protesto, finalmente, que ignoro cómo ha podido saberse que ese paquete estaba en mi casa, y sobre todo cómo puedo ser culpable por haber recogido lo que me traía mi ilustre y desgraciado pa­drino.

Éste fue todo el alegato de Cornelius. Los jueces deliberaron.

Consideraron:

Que todo brote de disensión civil es funesto por cuanto resucita la guerra que a todos interesa extinguir.

Uno de ellos, y era un hombre que pasaba por un profundo observador, estableció que ese joven tan fle­mático en apariencia, debía de ser muy peligroso en realidad, supuesto que debía ocultar bajo su manto de hielo que le servía de envoltura un ardiente deseo de vengar a los señores De Witt, sus allegados.

Otro hizo observar que el amor a los tulipanes se alía perfectamente con la política, y que está histórica­mente probado que varios hombres de los más peligro­sos han trabajado en un jardín ni más ni menos como si fuera su oficio, aunque en el fondo estuvieran ocupados realmente en otra cosa. Ejemplo, Tarquino el Viejo, que cultivaba adormideras en Cumas, y el gran Condé, que regaba sus claveles en la fortaleza de Vicennes, y ello en el momento en que el primero meditaba su re­greso a Roma y el segundo su salida de la prisión.

El juez concluyó con este dilema:

O Cornelius van Baerle quiere mucho a los tulipa­nes o quiere mucho a la política; en uno a otro caso, nos ha mentido: en primer lugar porque está probado que se ocupaba de la política y ello por las cartas que se han hallado en su casa; a continuación porque se ha proba­do que se ocupaba de los tulipanes. Los bulbos que es­tán allí dan fe de ello. Finalmente, y aquí está la enor­midad; ya que Cornelius van Baerle se ocupaba a la vez de los tulipanes y de la política, el acusado era, pues, de una naturaleza híbrida, de una organización anfibia, trabajando con igual ardor la política y el tulipán, lo que le otorgaría todos los caracteres de la especie de hom­bres más peligrosos para la tranquilidad pública, y una cierta o más bien, una completa analogía con los gran­des cerebros de los que Tarquino el Viejo y el señor De Condé proporcionaban hace un momento un ejemplo.

El resultado de todos esos razonamientos fue que el príncipe estatúder de Holanda sentiría, sin duda alguna, un agradecimiento infinito hacia la magistratura de La Haya por simplificarle la administración de las Siete Provincias, al destruir hasta el menor germen de cons­piración contra su autoridad.

Este argumento privó sobre todos los otros, y para destruir eficazmente el germen de las conspiraciones, fue pronunciada por unanimidad la pena de muerte contra Cornelius van Baerle, culpable y convicto de haber participado, bajo las inocentes apariencias de un aficionado a los tulipanes, en las detestables intrigas y en los abominables complots de los señores De Witt con­tra la nacionalidad holandesa, y en sus secretas relacio­nes con el enemigo francés.

La sentencia llevaba subsidiariamente que el susodi­cho Cornelius van Baerle sería sacado de la prisión de la Buytenhoff para ser conducido al cadalso erigido en la plaza del mismo nombre, donde el ejecutor de las condenas le cortaría la cabeza.

Como esta deliberación había sido formal, había durado una media hora, y durante esta media hora, el prisionero había sido reintegrado a su prisión.

Fue allí donde el escribano de los Estados vino a leerle el fallo.

Maese Gryphus estaba retenido en su lecho por la fiebre que le causaba la fractura de su brazo. Sus llaves habían pasado a las manos de uno de sus criados su­pernumerarios, y detrás de ese criado, que había intro­ducido al escribano, Rosa, la bella frisona, había venido a colocarse en el rincón de la puerta, con un pañuelo so­bre la boca para ahogar sus suspiros y sus sollozos.

Cornelius escuchó la sentencia con un rostro más asombrado que triste.

Leída la sentencia, el escribano le preguntó si tenía algo que objetar.

—Por mi fe, no —respondió—. Confieso solamen­te que entre todos los motivos de muerte que un hom­bre precavido puede prever para evitarlos, no hubiese sospechado jamás éste.

Tras esta respuesta, el escribano saludó a Cornelius van Baerle con toda la consideración que ese tipo de funcionarios conceden a los grandes criminales de todo género.

—A propósito, señor escribano —dijo Cornelius, cuando aquél se disponía a salir—. ¿Para qué día es la cosa, si me hacéis el favor?

—Pues, para hoy —respondió el escribano, un poco molesto por la sangre fría del condenado.

Un sollozo estalló detrás de la puerta.

Cornelius se inclinó para ver quién había dejado escapar aquel sollozo, pero Rosa, adivinando el movi­miento, se había echado hacia atrás.

—Y —añadió Cornelius—, ¿a qué hora es la eje­cución?

—Al mediodía, señor.

—¡Diablo! —exclamó Cornelius—. Me parece que he oído dar las diez hace menos de veinte minutos. No tengo tiempo que perder.

—Para reconciliaros con Dios, sí, señor —dijo el escribano inclinándose hasta el suelo—, y podéis solici­tar al ministro de vuestra preferencia.

Diciendo estas palabras, salió andando hacia atrás, y el carcelero suplente iba a seguirle, cerrando la puerta de Cornelius cuando un brazo blanco y tembloroso se in­terpuso entre ese hombre y la pesada puerta.

Cornelius no vio más que el casco de oro con ore­jeras de puntillas blancas, tocado de las bellas frisonas; no oyó más que un murmullo al oído del carcelero; pero éste entregó sus pesadas llaves a la blanca mano que se le tendía y, descendiendo unos escalones, se sentó en medio de la escalera, guardada así en lo alto por él, y abajo por el perro.

El casco de oro dio media vuelta, y Cornelius reco­noció el rostro surcado de lágrimas y los grandes ojos azules anegados de la bella Rosa.

La joven avanzó hacia Cornelius apoyando sus dos manos sobre su desgarrado pecho.

—¡Oh, señor, señor! —exclamó.

Y no acabó.

—Mi bella niña —replicó Cornelius emocionado—, ¿qué deseáis de mí? De ahora en adelante no tengo ya ningún poder sobre nada, os lo advierto.

—Señor, vengo a reclamar de vos una gracia —dijo Rosa tendiendo sus manos mitad hacia Cornelius, mi­tad hacia el cielo.

—No lloréis así, Rosa —advirtió el prisionero—, porque vuestras lágrimas me enternecen mucho más que mi próxima muerte. Y, vos lo sabéis, cuanto más ino­cente es el prisionero, con más calma debe morir a in­cluso con alegría, ya que muere mártir. Vamos, no llo­réis más y decidme vuestro deseo, mi bella Rosa.

La joven se dejó caer de rodillas.

—Perdonad a mi padre —pidió.

—¡A vuestro padre! —exclamó Cornelius asom­brado.

—Sí, ¡ha sido tan duro con vos! Pero es así por na­turaleza, es así con todos, y no es a vos particularmen­te a quien ha tratado con brutalidad.

—Ha sido castigado, querida Rosa, incluso más que castigado por el accidente que le sobrevino, y yo le per­dono.

—¡Gracias! —contestó Rosa—. Y ahora, decidme, ¿puedo hacer a mi vez algo por vos?

—Podéis secar vuestros bellos ojos, querida niña —respondió Cornelius con su dulce sonrisa.

—Pero por vos... por vos...

—El que no dispone más que de una hora para vi­vir, es un gran sibarita si tiene necesidad de alguna cosa, querida Rosa.

—¿Ese ministro que os han ofrecido?

—He adorado a Dios toda mi vida, Rosa. Le he adorado en sus obras, bendecido en su voluntad. Dios no puede tener nada contra mí. No os pediré, pues, un ministro. El último pensamiento que me ocupa, Rosa, se relaciona con la glorificación de Dios. Ayudadme, que­rida, os lo ruego, en el cumplimiento de este último pensamiento.

—¡Ah, señor Cornelius, hablad, hablad! —exclamó la joven inundada en lágrimas.

—Dadme vuestra bella mano, y prometedme no reíros, niña mía.

—¡Reír! —exclamó Rosa desesperada—. ¡Reír en este momento! Pero entonces ¿vos no me habéis mira­do, señor Cornelius?

—Os he mirado, Rosa, con los ojos del cuerpo y los ojos del alma. Jamás mujer más bella, jamás alma más pura se había ofrecido a mí; y si no os miro más a par­tir de este momento, perdonadme, es porque, dispues­to a salir de la vida, prefiero no tener nada que echar de menos en ella.

Rosa se sobresaltó. Cuando el prisionero decía es­tas palabras, sonaban las once en la torre de la Buyten­hoff.

Cornelius comprendió.

—Sí, sí, apresurémonos —dijo—. Tenéis razón, Rosa.

Entonces, sacando de su pecho, donde lo había ocultado de nuevo cuando pasó el temor de ser registra­do, el papel que envolvía los tres bulbos, explicó:

—Mi bella amiga, he amado mucho las flores. Era en los tiempos en que ignoraba se pudiera amar otra cosa. ¡Oh! No os ruboricéis, no interpretéis mal, Rosa, aun­que os hiciera una declaración de amor, esto, pobre niña, no tendría ninguna consecuencia; abajo, en la Buyten­hoff, hay un cierto acero que dentro de sesenta minutos dará cuenta de mi temeridad. Así pues, decía que amaba las flores, y había hallado, por lo menos así lo creo, el se­creto del gran tulipán negro que se creía imposible, y que es, lo sepáis o no, el objeto de un premio de cien mil flo­rines propuesto por la Sociedad Hortícola de Haarlem. Esos cien mil florines, y Dios sabe que no me lamento por ellos, esos cien mil florines los tengo aquí en este papel; están ganados con los tres bulbos que encierra, y que podéis coger, Rosa, porque os los doy.

—¡Señor Cornelius!

—¡Oh! Podéis cogerlos, Rosa, no causáis ningún mal a nadie, niña mía. Estoy solo en el mundo; mi pa­dre y mi madre han muerto; no he tenido nunca herma­na ni hermano; no he pensado nunca en enamorarme de nadie, y si alguien se ha enamorado de mí, no lo he sa­bido jamás. Por otra parte, ya podéis ver, Rosa, que estoy abandonado, ya que en esta hora solamente vos estáis en mi calabozo, consolándome y socorriéndome.

—Pero, señor, cien mil florines...

—¡Ah! Seamos formales, querida niña —dijo Cor­nelius—. Cien mil florines serán una hermosa dote a vuestra belleza; obtendréis los cien mil florines porque estoy seguro de mis bulbos. Los tendréis pues, querida Rosa, y no os pido a cambio más que la promesa de casaros con un muchacho valiente, joven, al que vos améis y que os ame tanto a vos como yo amaba las flo­res. No me interrumpáis, Rosa, que no dispongo más que de unos minutos...

La pobre chica se ahogaba bajo sus sollozos.

Cornelius le cogió la mano.

—Escuchadme —continuó—, así es cómo procede­réis. Coged tierra en mi jardín de Dordrecht. Pedid a Butruysheim, mi jardinero, tierra de mi platabanda nú­mero 6; plantad en ella y en una caja profunda esos tres bulbos, que florecerán en el próximo mayo, es decir, dentro de siete meses, y cuando veáis la flor en su tallo, pasad las noches protegiéndola del viento, los días sal­vándola del sol. Florecerá negra, estoy seguro. Enton­ces haced llamar al presidente de la Sociedad Hortícola de Haarlem. Hará constatar por el congreso el color de la flor, y os entregará los cien mil florines.

Rosa lanzó un gran suspiro.

—Ahora —continuó Cornelius enjugando una temblorosa lágrima en el borde de su párpado y que era causada más bien por este maravilloso tulipán negro que no debía ver nunca— no deseo ya nada, sino que el tuli­pán se llame Rosa Barloensis, es decir, que recuerde al mismo tiempo vuestro nombre y el mío, y como no sa­biendo latín, podríais olvidar seguramente esta palabra, procuradme un lápiz y un papel para que os la escriba.

Rosa estalló en sollozos y le tendió un libro encua­dernado en piel, que llevaba las iniciales C. W.

—¿Qué es esto? —preguntó el prisionero.

—¡Ay! —respondió Rosa—, es la Biblia de vuestro pobre padrino, Corneille de Witt. De ella tomó la fuerza para sufrir la tortura y oír sin palidecer su sentencia. La hallé en esta habitación después de la muerte del már­tir, y la he guardado como una reliquia; hoy os la traía, porque me parecía que había en este libro una fuerza verdaderamente divina. No habéis tenido necesidad de esta fuerza que Dios ya había puesto en vos. ¡Dios sea loado! Escribid encima lo que debéis escribir, señor Cornelius, y aunque tengo la desgracia de no saber leer, lo que escribáis será cumplido.

Cornelius cogió la Biblia y la besó respetuosamente. —¿Con qué escribiré? —preguntó.

—Hay un lápiz en la Biblia —contestó Rosa—. Es­taba ahí y lo he conservado.

Era el lápiz que Jean de Witt había prestado a su hermano y que éste no había pensado en devolverle.

Cornelius lo cogió, y en la segunda página —por­que, como se recuerda, la primera había sido arranca­da—, próximo a morir a su vez como su padrino, escri­bió con una mano no menos firme:

Este 23 de agosto de 1672, a punto de rendir, aun­que inocente, mi alma a Dios sobre un cadalso, lego a Rosa Gryphus el único bien que me queda de todos mis bienes en este mundo, ya que los otros han sido confis­cados; lego, digo, a Rosa Gryphus, tres bulbos que, en mi convicción profunda, deben dar en el mes de mayo próximo el gran tulipán negro, objeto del premio de cien mil florines ofrecido por la Sociedad de Haarlem, de­seando que ella cobre esos cien mil florines en mi lugar y como mi única heredera, con la sola condición de ca­sarse con un hombre joven de aproximadamente mi edad, que la ame y a quien ella ame, y de dar al gran tu­lipán negro que creará una nueva especie el nombre de Rosa Barloensis, es decir, su nombre y el mío reunidos.

¡Dios me halle en gracia y a ella en salud!

CORNELIUS VAN BAERLE.

Luego, devolviendo la Biblia a Rosa:

—Leed —dijo.

—Ya os he dicho —respondió la joven— que, por desgracia, no sé leer.

Entonces Cornelius leyó a Rosa el testamento que acababa de hacer.

Los sollozos de la pobre niña se redoblaron.

—¿Aceptáis mis condiciones? —preguntó el prisionero sonriendo con melancolía y besando la punta de los dedos temblorosos de la bella frisona.

—¡Oh! No sabría, señor —balbuceó ella.

—No sabríais, niña mía, y ¿por qué?

—Porque hay una condición que no podría man­tener.

—¿Cuál? Creo, sin embargo, haber hecho lo conve­niente para nuestro tratado de alianza.

—¿Me dais vos los cien mil florines a título de dote?

—Sí.

—¿Y para casarme con el hombre que ame?

—Sin duda.

—¡Pues bien!, señor, ese dinero no puede ser para mí. No amaré jamás a nadie y no me casaré.

Y después de estas palabras penosamente pronun­ciadas, Rosa dobló las rodillas y estuvo a punto de des­mayarse de dolor.

Cornelius, asustado al verla tan pálida y desfalleci­da, iba a cogerla en sus brazos, cuando un paso pesado, seguido de otros ruidos siniestros, sonó en las escaleras acompañado por los ladridos del perro.

—¡Vienen a buscaros! —exclamó Rosa retorciéndo­se las manos—. ¡Dios mío! ¡Dios mío! Señor, ¿no tenéis nada más que decirme?

Y cayó de rodillas, con la cabeza hundida en sus brazos, y completamente sofocada por los sollozos y las lágrimas.

—Tengo que deciros que guardéis celosamente vuestros tres bulbos y los cuidéis según las prescripcio­nes que os he dado, y por mi amor. Adiós, Rosa.

—¡Oh, sí! —murmuró ésta, sin levantar la cabeza—. ¡Oh, sí! Haré todo lo que vos habéis dicho. Excepto ca­sarme —añadió por lo bajo—. Porque esto, ¡oh!, esto, lo juro, es para mí una cosa imposible.

Y hundió en su seno palpitante el querido tesoro de Cornelius.

Este ruido que habían oído Cornelius y Rosa, era el que hacía el carcelero que volvía a buscar al condenado, seguido del ejecutor, de los soldados destinados a la guardia del patíbulo, y de los curiosos habituales de la prisión.

Cornelius, sin debilidad, pero sin fanfarronería, los recibió como amigos más que como perseguidores y se dejó imponer las condiciones que quisieron aquellos hombres para la ejecución de su oficio.

Luego, de una ojeada lanzada sobre la plaza por su pequeña ventana enrejada, percibió el patíbulo, y a vein­te pasos del patíbulo, la horca, de la cual habían sido descolgadas por orden del estatúder, las reliquias ultra­jadas de los dos hermanos De Witt.

Cuando se dispuso a descender para seguir a los guardias, Cornelius buscó con los ojos la mirada angelical de Rosa; pero no vio detrás de las espadas y las ala­bardas más que un cuerpo tendido al lado de un banco de madera y un rostro lívido medio velado por unos largos cabellos.

Pero al caer inanimada, Rosa, para seguir obedecien­do a su amigo, había apoyado su mano sobre su corpi­ño de terciopelo, a incluso en el olvido de toda vida, continuaba recogiendo instintivamente el precioso de­pósito que le había confiado Cornelius.

Y al abandonar el calabozo, el joven pudo entrever en los dedos crispados de Rosa la hoja amarillenta de aquella Biblia sobre la que Corneille de Witt había es­crito tan penosa y dolorosamente aquellas líneas que, si Cornelius las hubiese leído, habrían salvado infalible­mente a un hombre y a un tulipán.

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