El Tulipán Negro

Conclusión

El Tulipán Negro

Conclusión

Van Baerle, conducido por cuatro guardias que se abrían camino por entre el gentío, atravesó oblicuamen­te hacia el tulipán negro, al que devoraban sus miradas cada vez más próximas.

La vio por fin, la flor única que debía, bajo unas combinaciones desconocidas de calor, de frío, de som­bra y de luz, aparecer un día para desaparecer para siem­pre. La vio a seis pasos; saboreó sus perfecciones y sus gracias; la vio detrás de las jóvenes que formaban una guardia de honor a esta reina de la nobleza y de la pure­za. Y, sin embargo, cuanto más se aseguraba por sus pro­pios ojos de la perfección de la flor, más sentía desgarra­do su corazón. Buscaba a su alrededor para formular una pregunta, una sola. Mas por todas partes veía rostros desconocidos; por todas partes la atención se dirigía ha­cia el trono en el que acababa de sentarse el estatúder.

Guillermo, que acaparaba toda la atención, —se levan­tó, paseó una tranquila mirada sobre la muchedumbre enajenada, y su ojo agudo se detuvo alternativamente en las tres extremidades de un triángulo formado frente a él por tres intereses y por tres personajes muy distintos.

En uno de los ángulos, Boxtel, temblando de impa­ciencia y devorando con toda su atención al príncipe, a los florines, al tulipán negro y a la asamblea.

En otro, con Cornelius jadeante, mudo, no tenien­do mirada, vida, corazón, amor, más que para el tulipán negro, su hijo.

Por último, en el tercero, de pie sobre una tarima entre las vírgenes de Haarlem, una bella frisona vestida de fina lana roja bordada de plata y cubierta de encajes que caían en oleadas desde su casco de oro.

Rosa, en fin, que se apoyaba desfallecida y con los ojos anegados, en el brazo de uno de los oficiales de Guillermo.

El príncipe, entonces, viendo a todos sus auditores dispuestos, desenrolló lentamente la vitela y, con voz tranquila, clara, aunque débil, pero de la que no se per­día ni una sílaba gracias al silencio religioso que se aba­tió de repente sobre los cincuenta mil espectadores, encadenó su aliento a sus labios:

—Sabéis —dijo— con qué fin habéis sido reunidos aquí. Se ha prometido un premio de cien mil florines a quien hallara el tulipán negro. ¡El tulipán negro! Y esta maravilla de Holanda está aquí expuesta ante vuestros ojos; el tulipán negro ha sido hallado y con todas las condiciones exigidas por el programa de la Sociedad Hortícola de Haarlem. La historia de su nacimiento y el nombre de su autor serán inscritos en el libro de honor de la ciudad. Haced aproximarse a la persona que es propietaria del tulipán negro.

Y al pronunciar estas palabras, el príncipe, para juz­gar el efecto que las mismas producirían, paseó su cla­ra mirada sobre los tres ángulos del triángulo.

Vio a Boxtel saltar de su grada.

Vio a Cornelius hacer un movimiento involuntario.

Vio finalmente al oficial encargado de velar por Rosa, conducirla o más bien empujarla delante de su trono.

Un doble grito partió a la vez de la derecha y de la izquierda del príncipe.

Boxtel fulminado, Cornelius desatinado, habían gri­tado: ¡Rosa! ¡Rosa!

—Este tulipán es realmente vuestro, ¿verdad, mu­chacha? —preguntó el príncipe.

—¡Sí, monseñor! —balbuceó Rosa, a la que un mur­mullo universal venía a saludarla en su tierna belleza.

« ¡Oh! —murmuró Cornelius—. Ella mentía, pues, cuando decía que le habían robado esta flor. ¡Oh! ¡Por esto era por lo que había abandonado Loevestein! ¡Ol­vidado, traicionado por ella, por ella a quien creía mi mejor amiga!»

«¡Oh! —gimió Boxtel por su parte—. Estoy per­dido! »

—Este tulipán —prosiguió el príncipe— llevará, pues, el nombre de su inventor, y será inscrito en el catálogo de las flores con el título de Tulipa nigra Rosa Barloensis, a causa del nombre de Van Baerle, que será de ahora en adelante el nombre de casada de esta joven.

Y al mismo tiempo, Guillermo cogió la mano de Rosa y la puso en la mano de un hombre que acababa de abalanzarse, pálido, aturdido, anonadado de alegría, al pie del trono, saludando alternativamente a su prín­cipe, a su novia y a Dios que, desde el infinito del azur del cielo, contemplaba sonriente el espectáculo de dos corazones felices.

Al mismo tiempo, también caía a los pies del presi­dente Van Systens, otro hombre, herido por una emo­ción muy diferente.

Boxtel, aniquilado bajo las ruinas de sus esperanzas, acababa de perder el sentido. Lo levantaron, reconocie­ron su pulso y su corazón; estaba muerto.

Este incidente no turbó gran cosa la fiesta, dado que ni el presidente ni el príncipe parecieron preocuparse mucho de él.

Cornelius retrocedió espantado: en su ladrón, en su falso Jacob, acababa de reconocer al verdadero Isaac Boxtel, su vecino, del que en la pureza de su alma, no había jamás sospechado ni por un solo instante una ac­ción tan malvada.

Fue por lo demás una gran suerte para Boxtel que Dios le hubiera enviado tan a punto ese ataque de apo­plejía fulminante, ya que ello le impidió ver por más tiempo cosas tan dolorosas para su orgullo y su ava­ricia.

Luego, al son de las trompetas, la procesión reem­prendió la marcha sin que nada hubiera cambiado en su ceremonial, sino que Boxtel estaba muerto y que Cor­nelius y Rosa caminaban lado a lado y la mano de uno en la mano de la otra. Cuando llegaron al Ayuntamien­to, el príncipe, señalando con el dedo la bolsa de los cien mil florines de oro a Cornelius, dijo:

—No se sabe claramente quién ha ganado este dine­ro, si vos o Rosa; porque si vos habéis hallado el tulipán negro, ella lo ha criado y hecho florecer; así pues, no ofrecérselo a ella como dote sería injusto. Por otra parte, éste es el regalo de la ciudad de Haarlem al tu­lipán.

Cornelius esperaba para saber dónde quería ir a parar el príncipe. Éste continuó:

—Doy a Rosa cien mil florines, que bien se los ha ganado y que podrá ofrecéroslos a vos; son el precio de su amor, de su coraje y de su honestidad. En cuanto a vos, señor, gracias una vez más a Rosa, que ha traído la prueba de vuestra inocencia —y diciendo estas palabras, el príncipe tendió a Cornelius la famosa hoja de la Bi­blia sobre la que estaba escrita la Carta de Corneille de Witt, y que había servido para envolver el tercer bul­bo—, en cuanto a vos, digo, nos hemos dado cuenta de que fuisteis encarcelado por un crimen que no habíais cometido. Con esto quiero deciros, no solamente que sois libre, sino, además, que los bienes de un hombre inocente no pueden ser confiscados. Vuestros bienes os serán, pues, devueltos. Señor Van Baerle, vos sois el ahi­jado de Corneille de Witt y amigo de Jean. Permaneced digno del nombre que os ha confiado el uno en las fuen­tes del bautismo, y de la amistad que el otro os había profesado. Conservad la tradición de los méritos de ambos, porque esos señores De Witt, mal juzgados, mal castigados, en un momento de error popular, eran dos grandes ciudadanos de los que Holanda se siente hoy orgullosa.

El príncipe, después de estas palabras que pronun­ció con voz emocionada, contra su costumbre, dio sus dos manos a besar a los futuros esposos, que se arrodi­llaron a su lado.

Luego, lanzando un suspiro, exclamó:

—¡Ay! Vosotros sois realmente felices, ya que al soñar con la verdadera gloria de Holanda y, sobre todo, con su verdadera dicha, no buscáis conquistarle más que nuevos colores de tulipanes.

Y lanzando una mirada hacia el horizonte, por don­de quedaba Francia, como si hubiera visto nuevas nubes amontonarse por aquel lado, subió de nuevo a su carro­za y partió.

Cornelius, por su parte, salió el mismo día para Dordre­cht con Rosa, quien, por medio de la vieja Zug, a la que se expidió en calidad de embajador, hizo prevenir a su padre de todo lo que había ocurrido.

Los que, gracias a la exposición que hemos hecho, conocen el carácter del viejo Gryphus, comprenderán que se reconcilió difícilmente con su yerno. Conserva­ba en su corazón los garrotazos recibidos, los había contado por las magulladuras; mostraban, decía, cuaren­ta y uno; pero acabó por rendirse, para no ser menos generoso, decía, que Su Alteza el estatúder.

Convertido en guardián de tulipanes, después de haber sido carcelero de hombres, fue el más celoso car­celero de flores que se hubiera encontrado nunca en Flandes. Así, había que verlo, vigilando las mariposas peligrosas, matando los ratones campestres y espantan­do las abejas demasiado hambrientas.

Cuando supo la historia de Boxtel y furioso por haber sido engañado por el falso Jacob, se dedicó a de­moler el observatorio elevado anteriormente por el en­vidioso detrás del sicomoro; porque el recinto de Box­tel vendido en subasta, se incluyó en las platabandas de Cornelius, que aumentó su hacienda de modo que pu­diera defenderse de todos los telescopios de Dordrecht.

Rosa, cada vez más bella, fue aprendiendo cada vez más y al cabo de dos años de matrimonio, sabía leer y escribir tan bien, que pudo encargarse sola de la educa­ción de dos hermosos niños, que le habían nacido en los meses de mayo de 1674 y 1675, como los tulipanes, y que le dieron mucho menos trabajo que la famosa flor a la que debía el haberlos tenido. Y no hay que decir que uno era un muchacho y el otro una chica, y que el pri­mero recibió el nombre de Cornelius, y la segunda, el de Rosa.

Van Baerle permaneció fiel a Rosa como a sus tuli­panes; toda su vida se ocupó de la felicidad de su mu­jer y del cultivo de las flores, cultivo gracias al cual ha­lló un gran número de variedades que están inscritas en el catálogo holandés. Los dos principales ornamentos de su salón estaban enmarcados en marcos de oro, y eran las dos hojas de la Biblia de Corneille de Witt; sobre una, como se recuerda, su padrino le había escrito que quemara la correspondencia del marqués de Louvois.

Sobre la otra, había legado a Rosa el bulbo del tuli­pán negro, a condición de que con su dote de cien mil florines se casara con un guapo muchacho de veintiséis a veintiocho años, al que amara y que la quisiera.

Condición que había sido escrupulosamente cumplida, aunque Cornelius no hubiera muerto y justamen­te porque no había muerto.

Finalmente, para combatir a los envidiosos del por­venir, a los que la Providencia tal vez no hubiera teni­do el placer de desembarazarse de ellos como lo había hecho con Mynheer Isaac Boxtel, escribió encima de su puerta esta frase que De Grotius había grabado el día de su huida, en el muro de su prisión:

Se ha sufrido muchas veces lo bastante para tener el derecho de no decir jamás: soy demasiado feliz.

FIN

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