Jane Eyre

Capítulo X

Capítulo X

CAPÍTULO X

E RECOGIDO

hasta aquí con detalle los sucesos de mi existencia insignificante: a los diez primeros años de mi vida les he dedicado casi otros tantos capítulos. Pero ésta no ha de ser una autobiografía en regla. Sólo me siento obligada a invocar a la memoria cuando sé que sus respuestas tendrán algún grado de interés; por ello, paso ahora casi en silencio un intervalo de ocho años; basta sólo con algunos renglones para mantener el vínculo de conexión.

Cuando las fiebres tifoideas hubieron cumplido su misión devastadora en Lowood, fueron desapareciendo de allí paulatinamente, pero no antes de que su virulencia y el número de sus víctimas hubiera convertido a la escuela en objeto de atención. Se investigó el origen de la plaga y fueron saliendo a relucir poco a poco diversos datos que suscitaron la indignación pública en grado sumo. La insalubridad del lugar; la cantidad y calidad de los alimentos de las niñas; el agua salobre, maloliente, que se usaba para prepararlos; las pésimas condiciones de vida y de la ropa de las alumnas; se desvelaron todas estas cosas, y la revelación produjo unos resultados que mortificaron al señor Brocklehurst, pero que fueron beneficiosos para la institución.

Varias personas adineradas y benévolas de aquel condado aportaron cantidades importantes para construir un edificio más conveniente, situado en un lugar mejor. Se trazó un nuevo reglamento; se introdujeron mejoras en la alimentación y en la ropa; se encomendó la gestión de los fondos de la escuela a un comité. El señor Brocklehurst mantuvo el cargo de tesorero, pues su riqueza y relaciones familiares no permitían pasarlo por alto; pero asistido en el cumplimiento de sus funciones por otros caballeros de ideas bastante más abiertas y compasivas. También compartieron con él el cargo de inspector otras personas que sabían combinar la severidad con la razón, la comodidad con la economía, la compasión con la rectitud. La escuela, con estas mejoras, se convirtió con el tiempo en una institución verdaderamente útil y noble. Después de su regeneración, la habité durante ocho años: seis como alumna y dos como maestra; y en calidad de una y de otra puedo dar fe de su valor e importancia.

A lo largo de estos ocho años mi vida fue monótona, pero no infeliz, porque no era inactiva. Tenía a mi alcance los medios para obtener una educación excelente; afición a varias de las materias de estudio y el deseo de brillar en todas; me animaba mucho, además, el gusto de agradar a mis maestras, sobre todo a las que yo estimaba. Aproveché plenamente las ventajas que se me ofrecían. Llegué con el tiempo a ser la primera de la primera clase; después me confirieron el cargo de maestra, que ejercí con celo durante dos años; pero pasado ese tiempo cambié de situación.

La señorita Temple había mantenido el cargo de superintendenta del seminario a través de todas aquellas vicisitudes: yo debo lo mejor de mis conocimientos a sus enseñanzas; su amistad y compañía fueron un solaz constante para mí; me sirvió de madre, de aya y, en los últimos tiempos, de compañera. Entonces se casó, se trasladó a un condado lejano con su marido (que era clérigo, hombre excelente, casi digno de tal esposa) y, por tanto, la perdí.

Desde el día de su marcha ya no fui la misma; se habían marchado con ella todos los sentimientos establecidos, todas las asociaciones que en cierta medida habían hecho de Lowood un hogar para mí. Había absorbido una parte de su carácter y una buena proporción de sus costumbres: ocupaban mi mente pensamientos más armoniosos, sentimientos que parecían mejor regulados. Me había comprometido con el cumplimiento del deber y con el orden; era callada; me consideraba satisfecha; aparentaba a ojos de los demás, e incluso a los míos propios, habitualmente, un carácter disciplinado y dócil.

Pero el destino, en la figura del reverendo señor Nasmyth, se interpuso entre la señorita Temple y yo: la vi montarse en un coche de postas vestida de viaje, poco después de la ceremonia de la boda; contemplé cómo el coche subía la cuesta y se perdía tras su cima; y me retiré después a mi propio cuarto y pasé allí a solas la mayor parte de la media jornada de asueto que nos habían otorgado para celebrar la ocasión.

Pasé casi todo el rato paseándome por la habitación. Creí que no hacía más que lamentar mi pérdida y pensar el modo de repararla; pero cuando hubieron concluido mis reflexiones y levanté la vista y descubrí que había caído la tarde y ya había avanzado la noche, hice otro descubrimiento: a saber, que había sufrido en aquel intervalo un proceso de transformación; que mi mente había desechado todo lo que había tomado de la señorita Temple, o, más bien, que ésta se había llevado consigo toda la atmósfera de serenidad que yo había estado respirando cerca de ella, y que me había quedado ahora en mi elemento natural y empezaba a sentir el despertar de emociones antiguas. No era como si me hubieran retirado un apoyo, sino más bien como si hubiera desaparecido una motivación; no era que me faltase la capacidad de estar tranquila, sino que ya no tenía una razón para estarlo. Mi mundo se había reducido a Lowood durante varios años; mi experiencia, a sus reglas y sistemas. Recordé entonces que el mundo real era ancho y que existía una gran variedad de esperanzas y temores, de sensaciones y emociones, que esperaban a los que tenían el valor de salir a él, de buscar un verdadero conocimiento de la vida entre sus peligros.

Fui a mi ventana, la abrí y me asomé al exterior. Allí estaban las dos alas del edificio, el jardín, los alrededores de Lowood, el horizonte montañoso. Mis ojos dejaron atrás todos los demás objetos para posarse sobre los más remotos, los picos azules: eran aquellos los que anhelaba superar; todo lo que estaba dentro de sus límites de rocas y brezales me parecía una prisión, un lugar de destierro. Seguí con la vista la carretera blanca que serpenteaba por la base de una montaña y se perdía en un desfiladero entre dos: ¡cómo anhelaba yo seguirla más allá! Me acordé de la ocasión en que yo había recorrido aquella misma carretera en diligencia; recordé el descenso de aquella cuesta al crepúsculo; me parecía que había transcurrido un siglo desde el día en que había llegado por primera vez a Lowood, y no había salido de allí desde entonces. Había pasado siempre las vacaciones en la escuela: la señora Reed no me había llamado nunca a Gateshead; ni ella ni nadie de su familia habían venido nunca a visitarme. No me comunicaba con el mundo exterior, ni por carta ni por recados. Las reglas de la escuela, los deberes de la escuela, las costumbres y los conceptos de la escuela, sus voces, sus rostros, sus expresiones, sus vestidos, sus favoritismos y antipatías: he aquí lo que sabía yo de la vida. Y sentí entonces que aquello no bastaba; en una sola tarde me había cansado de la rutina de ocho años. Quise tener libertad; ansié libertad; elevé una oración pidiendo libertad; pareció como si se la llevara el viento que soplaba entonces levemente. La dejé y esbocé una súplica más modesta, de cambio, de estímulo: esta petición también pareció perderse en el espacio impreciso. «¡Entonces, otórgame al menos una servidumbre nueva!», exclamé, casi desesperada.

Entonces sonó la campanilla que me anunciaba la hora de la cena, y tuve que bajar.

No tuve libertad para tomar de nuevo el hilo de mis reflexiones hasta la hora de acostarme; aun entonces, una maestra que compartía habitación conmigo me impidió, con su charla intranscendente, concentrarme en la cuestión a la que quería volver. ¡Cuánto deseé que el sueño la hiciera callar! Tenía la impresión de que con sólo que volviera a aquella idea que me había venido a la mente cuando estaba de pie ante la ventana se me ocurriría algún recurso para aliviarme.

La señorita Gryce se puso a roncar por fin; era una recia galesa, y hasta entonces yo no había considerado sus acordes nasales más que como una molestia; aquella noche recibí con satisfacción sus primeras notas: estaba libre de interrupciones; mis pensamientos semiborrados resurgieron al instante.

«¡Una servidumbre nueva! No es ninguna tontería —me dije (mentalmente, se entiende; no pronuncié palabra)—. Sé que no lo es porque no suena demasiado bonito; no es como las palabras tales como Libertad, Emoción, Gozo: de sonido delicioso, en verdad, pero nada más que sonidos para mí; y tan vacíos y pasajeros que escucharlos es una pura pérdida de tiempo. Pero ¡la Servidumbre! Eso debe de ser real. Cualquiera es capaz de servir: ya he servido aquí ocho años; lo único que quiero ahora es servir en otra parte. ¿Acaso no puedo hacer valer mi libre albedrío ni siquiera en eso? ¿No es factible una cosa así? Sí, sí, el objetivo no es tan difícil; me bastaría con tener un cerebro lo bastante activo para desentrañar el medio de alcanzarlo».

Me incorporé en la cama con el fin de despertarme el cerebro en cuestión. La noche era fría; me abrigué los hombros con un chal y me puse a pensar otra vez con todas mis fuerzas.

«¿Qué es lo que quiero? Un empleo nuevo, en una casa nueva, entre caras nuevas, en circunstancias nuevas: quiero esto porque es inútil querer algo mejor. ¿Cómo se las arregla la gente para encontrar un empleo nuevo? Supongo que recurren a sus amigos: yo no tengo amigos. Existen otros muchos que no tienen amigos, que deben arreglárselas solos y valerse por sí mismos: ¿a qué recurren ellos?».

No lo sabía: no encontraba solución alguna. Ordené entonces a mi cerebro que encontrara una respuesta rápida. Éste empezó a funcionar cada vez más deprisa: lo sentía palpitar en mi cabeza y sienes; pero pasó casi una hora funcionando de manera caótica, sin que su trabajo diera ningún fruto. Enfebrecida por el esfuerzo baldío, me levanté y di un paseo por la habitación; corrí la cortina, observé una estrella o dos, tirité de frío y me metí en la cama de nuevo.

Sin duda, un hada buena había dejado en mi almohada, durante mi ausencia, el consejo que necesitaba; pues, cuando me acosté, me vino a la mente en silencio y con naturalidad. «Los que quieren empleos se anuncian: debes anunciarte en el

Heraldo

del condado».

«¿Cómo? No sé nada de anuncios».

Las respuestas ya me surgían con regularidad y prontitud:

«Debes enviar el anuncio y el dinero que cuesta en un sobre dirigido al director del

Heraldo

; debes llevarlo a la estafeta de correos de Lowton en cuanto tengas ocasión; las respuestas deberán ir dirigidas a J. E., en la misma estafeta; una semana después de haber enviado tu carta podrás ir allí a enterarte de si ha llegado alguna, y obrarás en consecuencia».

Repasé este plan dos veces, tres; lo digerí después en mi mente; le di forma clara y práctica; me sentí satisfecha y me quedé dormida.

Me levanté al alba; antes de que sonara la campanilla para despertar a la escuela, ya había redactado mi anuncio, lo había metido en un sobre y había puesto la dirección. El anuncio decía así:

Señorita joven, acostumbrada a la enseñanza (¿acaso no había ejercido yo dos años de maestra?), desea un puesto de institutriz en una familia con hijos menores de catorce años (como yo apenas tenía dieciocho, me pareció que no me estaría bien encargarme de enseñar a alumnos casi de mi edad). Está cualificada para impartir las asignaturas habituales de una buena educación inglesa, además de francés, dibujo y música. (Lector, este catálogo de conocimientos, que ahora es limitado, se consideraba bastante amplio en aquellos tiempos).

Dirección: J. E., oficina de correos, Lowton, condado de ***.

Este documento quedó guardado bajo llave en mi cajón todo el día; después del té, pedí permiso a la nueva superintendenta para ir a Lowton a hacer unos recados sin importancia para mí misma y para alguna de mis compañeras; se me concedió el permiso de buena gana; fui. Era un paseo de dos millas y hacía una tarde lluviosa, pero los días todavía eran largos; visité un par de tiendas, dejé la carta en la estafeta y volví bajo una fuerte lluvia, con la ropa empapada, pero con el corazón ligero.

La semana siguiente se me hizo larga; sin embargo, tuvo fin, como lo tienen todas las cosas de este mundo; y una vez más, a última hora de un día agradable de otoño, me encontré camino de Lowton. Era un camino pintoresco, dicho sea de paso; transcurría junto al arroyo y por los recodos más lindos de la cañada; pero aquel día iba pensando más en las cartas que podían estar esperándome o no en la pequeña villa donde me dirigía que en los encantos de los prados y las aguas.

En aquella ocasión había dicho que iba a que me tomaran medidas para encargar un par de zapatos; de manera que atendí primero a aquel asunto y, cuando estuvo resuelto, crucé la calle limpia y tranquila para ir de la zapatería a la estafeta de correos; administraba ésta una señora anciana que llevaba anteojos de concha en la nariz y mitones negros en las manos.

—¿Hay cartas para J. E.? —le pregunté.

Me atisbo por encima de los anteojos; abrió después un cajón y revolvió su contenido durante mucho rato; tanto, que mi esperanza empezó a desvanecerse. Por fin, después de haber sostenido un documento ante sus anteojos durante casi cinco minutos, me lo tendió sobre el mostrador, acompañando a este acto de otra mirada inquisitiva y desconfiada. Iba dirigido a J. E.

—¿Sólo hay una? —pregunté.

—No hay más —dijo ella; y yo me lo guardé en el bolsillo y emprendí el camino de vuelta a casa. No podía abrirlo entonces: pasaban de las siete y media, y el reglamento me obligaba a estar de vuelta a las ocho.

Cuando llegué me esperaban varios deberes. Tenía que sentarme con las muchachas durante su hora de estudio; después me tocaba a mí leer las oraciones y acompañarlas hasta que se acostaran; más tarde cené con las demás maestras. Por fin, cuando nos retiramos, seguía teniendo por compañera inevitable a la señorita Gryce; en nuestra palmatoria sólo quedaba un cabo de vela, y temí que no dejara de hablar hasta que se hubiera consumido del todo; por fortuna, sin embargo, la cena pesada que había comido le produjo un efecto soporífero: estaba roncando antes de que yo hubiera terminado de desvestirme. Quedaba todavía una pulgada de vela. Saqué entonces mi carta: el sello era una F mayúscula; lo rompí. Su contenido era breve.

Si J. E., que se anunció en el

Heraldo

del condado de *** el jueves pasado, está dotada de los conocimientos citados, y si está en condiciones de proporcionar referencias satisfactorias en cuanto a su honradez y competencia, se le puede ofrecer un puesto en el que sólo habrá una alumna, una niña pequeña, de menos de diez años, y con un sueldo de treinta libras al año. Se solicita a J. E., que envíe referencias, nombre, señas y todos los detalles a la dirección siguiente:

Señora Fairfax, Thornfield, cerca de Millcote, condado de ***.

Examiné el documento largo rato: la letra era anticuada y más bien vacilante, propia de una señora mayor. Esta circunstancia me parecía satisfactoria: había tenido el temor secreto de que, al obrar de aquella manera, por mi cuenta y riesgo, corriera el peligro de meterme en algún lío; y quería por encima de todo que el resultado de mis gestiones fuera respetable, decente,

en regla

. Me pareció entonces que la presencia de una dama anciana no era mal componente para el asunto que me traía entre manos. ¡La señora Fairfax! Me la imaginé con vestido negro y tocado de viuda; fría, quizá, pero no descortés: el prototipo de la anciana inglesa respetable. ¡Thornfield! Ése era, sin duda, el nombre de su casa: un lugar bien ordenado, no me cabía duda; aunque, por más que me esforcé, no pude trazarme un plano correcto de la finca. Millcote, en el condado de ***; repasé mis recuerdos del mapa de Inglaterra: sí, vi el condado y la ciudad. El condado de *** estaba setenta millas más cerca de Londres que el condado remoto donde yo residía entonces: aquello me parecía favorable. Anhelaba ir donde hubiera vida y movimiento: Millcote era una ciudad industrial grande, a

orillas del A——

; era un lugar muy bullicioso, sin duda. Tanto mejor: al menos, el cambio sería completo. Tampoco es que me cautivaran mucho las altas chimeneas y las nubes de humo… «Pero lo más probable es que Thornfield esté bastante lejos de la ciudad», me dije.

Entonces cayó la base de la vela y se apagó el pabilo.

Al día siguiente tuve que dar algunos pasos; ya no podía seguir guardándome mis planes: debía comunicarlos para que tuvieran éxito. Habiendo solicitado y conseguido audiencia con la superintendenta durante el recreo de mediodía, le dije que tenía en perspectiva un nuevo puesto con el doble de sueldo del que estaba recibiendo entonces (pues en Lowood sólo ganaba quince libras al año); y le pedí que planteara la cuestión en mi nombre al señor Brocklehurst o a algún otro miembro del comité, y se enterara de si éstos me consentirían citarlos como referencias. Ella accedió a servir de mediadora en el asunto. Al día siguiente expuso la cuestión al señor Brocklehurst, quien dijo que era preciso escribir a la señora Reed, que era mi tutora nata. En consecuencia, se envió una nota a dicha señora, quien respondió diciendo que yo podía hacer lo que quisiera, pues ella había renunciado hacía mucho tiempo a intervenir en mis asuntos. Los miembros del comité inspeccionaron sucesivamente esta nota y, por fin, tras una demora que a mí me pareció muy tediosa, se me concedió permiso formal para mejorar de situación si podía; acompañado de la promesa de que, en vista de que siempre me había portado bien en Lowood, como alumna y como profesora, se me extendería un certificado de honradez y capacidad firmado por los inspectores de dicha institución.

Recibí dicho certificado al cabo de una semana, aproximadamente; envié una copia a la señora Fairfax y recibí la respuesta de esta señora, en la que se daba por satisfecha y fijaba una fecha de allí a quince días para que asumiera en ella el puesto de institutriz en su casa.

Me afané entonces con los preparativos: la quincena transcurría con mucha rapidez. No tenía un vestuario muy amplio, aunque era adecuado para mis necesidades, y me bastó el último día para llenar mi baúl, el mismo que había traído conmigo de Gateshead, hacía ocho años. Se cerró el baúl atándolo con cuerdas, se le fijó una etiqueta. El mozo de cuerda debía pasarse media hora más tarde para llevarlo a Lowton, donde debía ir yo misma a la mañana siguiente, a hora temprana, para esperar la diligencia. Me había cepillado el vestido de viaje de paño negro; preparado mi sombrero, guantes y manguito; rebuscado en todos mis cajones para asegurarme de que no me dejaba nada; y cuando ya no me quedaba nada por hacer, me senté e intenté descansar. No podía; aunque llevaba todo el día en pie, no era capaz de reposar un solo instante, pues estaba demasiado emocionada. Aquella noche se cerraba una etapa de mi vida; a la mañana siguiente se abriría otra: era imposible dormir en el intervalo; tenía que quedarme en vela, febril, mientras se realizaba el cambio.

—Señorita —me dijo una criada que me encontró en el pasillo, por donde vagaba yo como alma en pena—, abajo está una persona que quiere verla.

«El mozo de cuerda, sin duda», pensé, y bajé las escaleras corriendo sin preguntar más. Cuando pasaba, camino de la cocina, ante el salón de atrás, o cuarto de estar de las maestras, cuya puerta estaba entreabierta, salió corriendo alguien.

—¡Es ella, estoy segura! ¡La reconocería en cualquier parte! —exclamó la persona en cuestión, que me detuvo y me tomó de la mano.

Miré y vi a una mujer con ropa de criada bien vestida, tirando a matrona aunque todavía joven; de muy buen aspecto, pelo y ojos negros y complexión vivaz.

—¿Quién soy, pues? —me preguntó, con una voz y una sonrisa que reconocí a medias—. Supongo que no se habrá olvidado usted de mí, ¿verdad, señorita Jane?

Al cabo de un segundo la estaba abrazando y besando arrebatadamente.

—¡Bessie! ¡Bessie!

No dije más; ella rio y lloró a la vez, y entramos ambas en el salón. Estaba de pie junto al fuego un muchachito de tres años, con ropa y pantalón a cuadros.

—Éste es mi pequeño —dijo Bessie enseguida.

—Entonces, ¿te has casado, Bessie?

—Sí, hace casi cinco años, con Robert Leaven, el cochero; y tengo una niña pequeña aparte de este Bobby, a la que he puesto Jane.

—¿Y no vives en Gateshead?

—Vivo en la portería; el portero viejo se ha marchado.

—Bueno, ¿y cómo les va a todos? Cuéntamelo todo, Bessie; pero, antes, siéntate; y tú, Bobby, ven a sentarte en mis rodillas, ¿quieres?

Pero Bobby prefirió acercarse a su madre.

—No ha crecido usted tanto, señorita Jane, ni ha engordado mucho —siguió diciendo la señora de Leaven—. Me atrevería a decir que no le han dado demasiado bien de comer en la escuela: la señorita Reed le saca a usted la cabeza y los hombros, y la señorita Georgiana es como dos veces usted de gruesa.

—Supongo que Georgiana está guapa, ¿verdad, Bessie?

—Mucho. El invierno pasado estuvo en Londres con su mamá, y allí la admiraba todo el mundo, y un joven lord se enamoró de ella; pero la familia de él se oponía al matrimonio y… ¿qué le parece? La señorita Georgiana y él pensaron huir juntos, pero los descubrieron y se lo impidieron. Fue la señorita Reed quien los descubrió; creo que tenía envidia, y ahora su hermana y ella viven juntas como el perro y el gato: siempre están riñendo…

—Bien, y ¿qué hay de John Reed?

—Ah, a él no le va tan bien como quisiera su mamá. Fue a la universidad y le dieron… calabazas, creo que se llama así; y después sus tíos quisieron que estudiara derecho y fuera abogado; pero es un joven tan disipado que creo que no harán nada de él.

—¿Qué aspecto tiene?

—Es muy alto; algunos dicen que es un joven bien parecido; pero ¡tiene los labios tan gruesos…!

—¿Y la señora Reed?

—La señora parece robusta y está bastante bien de cara, pero creo que no tiene la cabeza muy tranquila. La conducta del señor John no le agrada; gasta mucho dinero.

—¿Vienes aquí enviada por ella, Bessie?

—Desde luego que no; pero hace mucho que quería verla a usted, y cuando me enteré de que se había recibido carta suya y se marchaba usted a otra parte del país, pensé ponerme en camino para verla antes de que se fuera donde yo no pudiera alcanzarla.

—Me temo que te habrás llevado una desilusión conmigo, Bessie —dije, riéndome: había percibido que la mirada de Bessie, aunque manifestaba afecto, no indicaba la menor admiración.

—No, señorita Jane, no precisamente: usted está bastante fina, parece una señora, y yo no esperaba más de usted: tampoco era ninguna belleza de niña.

La respuesta de Bessie me hizo sonreír con su franqueza: me pareció correcta, pero confieso que su sentido no me resultó indiferente del todo: la mayoría de las personas quieren gustar cuando tienen dieciocho años, y la seguridad de que no tienen un aspecto externo con posibilidades de apoyar ese deseo no resulta nada gratificante.

—Aunque estoy segura de que es muy lista —siguió diciendo Bessie, a modo de consuelo—. ¿Qué sabe hacer? ¿Sabe tocar el piano?

—Un poco.

Había uno en la sala; Bessie se acercó a él y levantó la tapa, y me pidió que me sentara y la obsequiara con una pieza; toqué uno o dos valses, y se quedó encantada.

—¡Las señoritas Reed no saben tocar así de bien! —dijo con regocijo—. Siempre dije que usted aprendería más que ellas. ¿Y sabe dibujar?

—Ese cuadro que está sobre la repisa de la chimenea es mío.

Era un paisaje pintado a la acuarela que yo había regalado a la superintendenta en agradecimiento por haber tenido la amabilidad de mediar ante el comité en mi nombre, y al que ella había hecho poner marco y vidrio.

—¡Vaya, qué bonito, señorita Jane! Es un cuadro tan bueno como cualquiera que pudiera pintar el maestro de dibujo de la señorita Reed, y mucho más lindo que los de las propias señoritas. ¿Y ha aprendido usted francés?

—Sí, Bessie: lo leo y lo hablo.

—¿Y sabe hacer labores de muselina y lienzo?

—Sí.

—¡Ah, es usted toda una dama, señorita Jane! Ya sabía yo que lo sería: usted saldrá adelante aunque sus parientes la desprecien. Quería preguntarle una cosa. ¿Ha tenido alguna noticia de la familia de su padre, de los Eyre?

—Nunca, en toda mi vida.

—Pues bien, ya sabe usted que la señora decía siempre que eran pobres y despreciables; y puede que sean pobres, pero yo creo que son tan hidalgos como los Reed; pues un día, hace casi siete años, llegó a Gateshead un señor Eyre que quería verla a usted; la señora le dijo que usted estaba en la escuela, a cincuenta millas de distancia; él pareció llevarse una gran desilusión, pues no podía quedarse: dijo que salía de viaje a un país extranjero y que el barco iba a zarpar de Londres dentro de un día o dos. Parecía todo un caballero, y creo que era hermano de su padre de usted.

—¿A qué país extranjero dijo que iba, Bessie?

—A una isla que está a miles de millas de distancia, donde hacen vino… me lo dijo el mayordomo…

—¿Madeira? —aventuré yo.

—Sí, eso es; así se llamaba.

—¿Y se marchó?

—Sí; no pasó muchos minutos en la casa. La señora estuvo muy altiva con él, y después dijo que era «un comerciante rastrero». Mi Robert cree que era tratante de vinos.

—Muy posible —repuse—; o quizá fuera empleado o agente de algún tratante de vinos.

Bessie y yo pasamos una hora más hablando de los viejos tiempos, y después tuvo que dejarme; volví a verla unos minutos a la mañana siguiente, en Lowton, mientras esperaba la diligencia. Nos despedimos por fin a la puerta de la posada del escudo de Brocklehurst. Nos fuimos cada una por nuestro lado; ella se encaminó a la cumbre de la colina de Fell para esperar allí el carruaje que la llevaría de nuevo a Gateshead; yo subí al vehículo que me llevaría a unos nuevos deberes y vida nueva en el entorno desconocido de Millcote.

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