Jane Eyre

Capítulo XV

Capítulo XV

CAPÍTULO XV

L SEÑOR

Rochester me lo explicó, en efecto, en una ocasión posterior. Fue una tarde en que se encontró con Adèle y conmigo por casualidad en el jardín; y mientras ella jugaba con Piloto y con su volante, él me pidió que nos diéramos un paseo por una larga avenida de hayas, sin perderla de vista.

Me dijo entonces que era hija de una cantante de ópera francesa, Céline Varens, hacia la que había albergado una

grande passion

[1]

, según la llamó él. Céline había asegurado corresponder a aquella pasión con un ardor mayor incluso que el suyo. Él se había creído su ídolo, a pesar de su fealdad; había creído, según me dijo, que ella prefería su

taille d’athlète

[2]

a la elegancia del apolo del Belvedere.

—Y, señorita Eyre, tanto me halagó aquella preferencia de la sílfide gala por su gnomo británico que la instalé en una mansión; le puse una casa completa con criados, coche, ropa de cachemir, diamantes, encajes, etcétera. En suma, emprendí el proceso de arruinarme a la manera acostumbrada, como cualquier otro amartelado. Al parecer, no tenía la originalidad suficiente para ir a la deshonra y a la destrucción por un camino nuevo, sino que seguía la senda habitual con una precisión tan estúpida que no me desviaba ni una pulgada de su centro más trillado. Mi suerte fue la de todos los demás amartelados, como me tenía merecido. Una noche que fui a visitar a Céline cuando no me esperaba, no la encontré en casa; pero como la noche era templada y estaba cansado de pasearme por París, me senté en su

boudoir

[3]

, contento de respirar el aire que su presencia había consagrado hacía tan poco. No… exagero: nunca creí que tuviera ninguna virtud consagradora; lo que había dejado ella era, más bien, un perfume de pastillas de olor, un aroma de ámbar y almizcle, más que un olor de santidad. Empezaba a ahogarme con los efluvios de las flores de invernadero y las esencias y pensé abrir la ventana y salir al balcón. Había luna, además de farolas de gas, y la noche estaba muy despejada y serena. El balcón estaba provisto de una o dos sillas; me senté y saqué un cigarro puro… sacaré ahora otro, si usted me dispensa.

Se produjo aquí una pausa, durante la que él extrajo y encendió un cigarro puro; cuando se lo hubo llevado a los labios y hubo exhalado un rastro de incienso de La Habana en el aire helado y sin sol, siguió diciendo:

—En aquellos tiempos también me gustaban los bombones, señorita Eyre, y estaba

crocando

(disimule usted el barbarismo), estaba crocando confites de chocolate y fumando, alternativamente, mientras contemplaba los carruajes que rodaban por las calles de moda hacia la ópera cercana, cuando reconocí con claridad, en la noche bañada en luz de la ciudad, en un elegante carruaje cerrado tirado por un hermoso par de caballos ingleses, la

voiture

[4]

que había dado yo a Céline. Volvía a casa; naturalmente, el corazón me palpitó con impaciencia contra la barandilla de hierro en la que me apoyaba. El carruaje se detuvo, tal como había esperado yo, a la puerta de la mansión; se apeó mi llama (es la mejor manera de llamar a una amante operística), aunque embozada en un manto (carga innecesaria, dicho sea de paso, en una noche de junio tan calurosa); la reconocí al punto por su piececito que vi asomar bajo el borde de su vestido al saltar ella del estribo del carruaje. Asomándome al balcón, estaba a punto de murmurar

mon ange

[5]

(por supuesto, en un tono que sólo sería perceptible por el oído del amor), cuando saltó del carruaje tras ella una figura, también embozada; pero los talones que habían sonado sobre el pavimento llevaban espuelas, y la cabeza que pasó bajo el arco de la

porte cochère

[6]

de la casa llevaba sombrero.

»Usted no ha sentido nunca celos, ¿verdad, señorita Eyre? Claro que no: no es menester que se lo pregunte, porque usted no ha sentido nunca el amor. Todavía le falta vivir ambos sentimientos: su alma está dormida; le falta por recibir el sobresalto que la despertará. Cree usted que toda la vida transcurre en un fluir tan tranquilo como aquél en que se ha deslizado hasta ahora su juventud. Dejándose llevar por la corriente, con los ojos cerrados y las orejas tapadas, no ve usted las rocas que se levantan a corta distancia en el lecho del río, ni oye los rápidos que borbotean alrededor de ellas. Pero yo le digo (y tome usted nota de mis palabras) que un día llegará a un desfiladero rocoso en el que todo el río de la vida se agitará en torbellinos y tumulto, espuma y ruido: o quedará usted aplastada en las aristas de las peñas, o una ola mayor la levantará y la llevará a una corriente más tranquila… como lo estoy yo ahora.

»Me gusta este día; me gusta ese cielo acerado; me gusta la severidad y la quietud del mundo bajo esta helada. Me gusta Thornfield, su antigüedad, su apartamiento, sus viejas grajeras y espinos, su fachada gris y las hileras de ventanas oscuras que reflejan esa bóveda celeste metálica; y, sin embargo, ¡durante cuánto tiempo he aborrecido su recuerdo mismo, la he evitado como a un gran lazareto! ¡Cómo aborrezco aún…!

Apretó los dientes y calló: detuvo el paso y dio un pisotón con la bota en el suelo duro. Parecía que se había apoderado de él un pensamiento odiado, y que lo sujetaba con tanta fuerza que no era capaz de avanzar.

Cuando se detuvo de esa manera íbamos subiendo por la avenida; teníamos ante nosotros la mansión. Levantando la vista hacia sus almenas, les echó una mirada furibunda que no había visto jamás en él ni volví a verle nunca. Pareció por un momento que el dolor, la vergüenza, la ira, la impaciencia, el asco, el odio, se debatían temblorosos en las grandes pupilas dilatadas bajo sus cejas de ébano. La lucha por la supremacía fue violenta; pero surgió otro sentimiento que triunfó: era algo duro y cínico, terco y decidido que asentó su pasión y petrificó su semblante. Siguió hablando.

—Durante este momento que he pasado en silencio, señorita Eyre, he estado arreglando un punto con mi destino. Lo tenía aquí delante, de pie junto al tronco de esa haya; era una bruja como las que se aparecieron a Macbeth en el campo de Forres. «¿Te gusta Thornfield?», me dijo, levantando el dedo; y después, levantando el dedo, escribió en el aire un recordatorio que cubría de jeroglíficos espeluznantes toda la fachada de la casa, entre la hilera superior de ventanas y la inferior: «¡Que te guste si puedes! ¡Que te guste si te atreves!».

»Me gustará —dije yo—; me atrevo a que me guste; y cumpliré mi palabra (añadió con melancolía); derribaré los obstáculos que me impiden llegar a la felicidad, a la bondad… sí, a la bondad. Quiero ser mejor hombre del que he sido, del que soy; como el leviatán de Job, que rompía la lanza, el dardo y la cota de malla, impedimentos que para otros son de hierro y bronce serán para mí de paja y madera podrida.

En ese instante pasó corriendo ante él Adèle con su volante.

—¡Vete! —exclamó él con aspereza—. ¡No te acerques, niña, o ve a casa con Sophie!

Una vez que emprendió de nuevo su marcha en silencio, me atreví a recordarle hasta dónde había llegado en su narración antes de desviarse bruscamente.

—¿Salió usted del balcón, señor, cuando entró mademoiselle Varens? —le pregunté.

Casi esperé que esta pregunta poco oportuna fuera recibida con un desaire; pero, por el contrario, salió de su abstracción malhumorada, volvió los ojos hacia mí y pareció que se le despejaba la sombra de la frente.

—¡Ah, me había olvidado de Céline! Bueno, sigamos. Cuando vi que mi encantadora entraba acompañada de un caballero, me pareció oír un silbido, y la serpiente verde de los celos, irguiéndose del balcón iluminado por la luna sobre sus espirales ondulantes, se me metió bajo el chaleco y me devoró por dentro hasta llegarme al corazón en dos minutos. ¡Es cosa rara! —exclamó, desviándose de pronto del asunto una vez más—. Es cosa rara que la haya elegido a usted como confidente de todo esto, señorita; es harto extraño que me escuche usted en silencio como si fuera lo más corriente del mundo que un hombre como yo cuente la historia de su amante operística a una muchacha especial y sin experiencia como usted. Pero esta segunda singularidad explica la primera, como ya le dije una vez: usted, con su gravedad, su consideración y su prudencia, ha nacido para ser receptora de secretos. Por otra parte, sé cómo es la mente que he puesto en comunicación con la mía: sé que no es susceptible de infectarse; es una mente peculiar, es única. Afortunadamente, no tuve intención de dañarla; pero aunque la tuviera, no se dejaría dañar por mí. Cuanto más conversemos usted y yo, mejor, pues, aunque yo no puedo marchitarla a usted, usted sí puede refrescarme a mí.

Tras esta digresión, continuó:

—Me quedé en el balcón. «Vendrán al

boudoir

, sin duda —pensé—; les tenderé una emboscada». Así pues, pasando la mano por la ventana abierta, corrí la cortina dejando sólo una abertura que me permitiera observar; después, cerré la ventana dejando sólo una ranura lo bastante ancha para dar salida a las promesas de amor susurradas; me retiré después a mi silla y, cuando volví a ocuparla, entró la pareja. Llevé enseguida los ojos a la abertura. Entró la doncella de Céline, encendió una lámpara, la dejó en la mesa y se retiró. Así se me manifestó con claridad la pareja: los dos se quitaron los mantos y allí estaba «la Varens», reluciente de satén y joyas (regalos míos, claro está), y allí estaba su compañero, con uniforme de oficial; y reconocí en él a un joven vizconde libertino, un mozo vicioso y sin seso al que había tratado yo a veces en reuniones sociales y al que no había pensado siquiera en odiar, tan absoluto era el desprecio que sentía por él. Al reconocerlo, se quebraron al instante los colmillos de la serpiente de los celos, pues en ese mismo momento se extinguió como bajo un apagavelas mi amor por Céline. No valía la pena disputar por una mujer capaz de traicionarme con un rival como aquél; ella no merecía más que desprecio; si bien más lo merecía yo, que había sido su burlado.

»Se pusieron a hablar. Su conversación me tranquilizó por completo: frívola, materialista, sin corazón ni sentido común, tendía más bien a aburrir al oyente que a enfurecerlo. Había una tarjeta mía en la mesa; al advertirla, se pusieron a hablar de mí. Ninguno de los dos estaba dotado de la energía ni del ingenio necesarios para criticarme a fondo; pero me insultaron con toda la grosería que pudieron dentro de su insignificancia: sobre todo Céline, quien llegó a extenderse con cierta brillantez sobre mis defectos personales, o deformidades, como las llamaba ella. Pues bien, había tenido por costumbre deshacerse en alabanzas fervientes de la que ella llamaba mi

beauté mâle

[7]

, cosa en la que difería diametralmente de usted, que me dijo a quemarropa, en nuestro segundo encuentro, que no me consideraba hermoso. Aquel contraste me llamó la atención en aquel momento y…

Llegó corriendo otra vez Adèle.

—Monsieur, John acaba de venir a decir que ha llegado su administrador y desea verlo.

—¡Ah! En tal caso, debo abreviar. Abrí la ventana y me presenté ante ellos; liberé a Céline de mi protección; le di aviso de que desocupara la mansión; le ofrecí una cantidad para sus gastos más inmediatos; desatendí sus gritos, histerias, plegarias, protestas, convulsiones; quedé citado con el vizconde en el Bois de Boulogne. A la mañana siguiente tuve el placer de enfrentarme con él; dejé una bala en uno de sus tristes brazos demacrados, débiles como las alas de un polluelo, y creí entonces que había acabado con toda aquella gente. Pero, por desgracia, la Varens me había dado seis meses antes a esta

filette

[8]

, Adèle, que era hija mía según afirmaba; y puede que lo sea, aunque no veo escrita en su semblante prueba alguna de tan triste paternidad. Piloto se parece más a mí que ella. Algunos años después de mi ruptura con la madre, ésta abandonó a su hija y huyó a Italia con un músico o cantante. No reconocí ningún derecho natural por parte de Adèle a que yo la mantuviera, ni lo reconozco, pues no soy su padre; pero al enterarme de que estaba abandonada, saqué a la pobre del barro y el lodo de París y la trasplanté aquí, para que se criara con limpieza en el terreno sano de un jardín campestre inglés. La señora Fairfax la buscó a usted para que la educara; pero ahora que usted sabe que es hija ilegítima de una cantante de ópera francesa, quizá tenga un concepto distinto de su puesto y de su protegida: algún día vendrá usted a darme aviso de que ha encontrado otro empleo, de que me ruega que me busque una nueva institutriz, etcétera. ¿Eh?

—No; no se puede culpar a Adèle de las faltas de su madre ni de las de usted: le tengo cariño, y ahora que sé que en cierto modo no tiene padres (abandonada por su madre y no reconocida por usted, señor), estaré más unida a ella que antes. ¿Cómo iba yo a preferir a la niña mimada de una familia rica, que odiaría a su institutriz, una molestia para ella, a una huerfanita sola que ve en ella a una amiga?

—¡Ah, de modo que lo ve usted de esa manera! Bueno, ahora debo entrar en la casa, y usted también: está oscureciendo.

Pero me quedé fuera unos minutos más con Adèle y Piloto: reté a la niña a una carrera y jugué con las raquetas y el volante. Cuando entramos y le hube quitado el sombrero y el capote, la subí a mis rodillas y la tuve allí una hora, dejándola parlotear todo lo que quiso, y sin reñirla siquiera por unas ligeras libertades y trivialidades en las cuales tendía a caer cuando le prestaban mucha atención y que desvelaban en ella una superficialidad de carácter que habría heredado probablemente de su madre, poco acordes con la mentalidad inglesa. Pero la niña tenía sus méritos, y yo estaba dispuesta a apreciar al máximo todo lo que tenía de bueno. Busqué en su semblante alguna semejanza con el señor Rochester, pero no encontré ninguna: ningún rasgo, ningún matiz de la expresión anunciaban un parentesco. Era una pena; si se hubiera podido demostrar algún parecido con él, él la habría estimado más.

Sólo cuando me hube retirado a mi cuarto por la noche repasé con detenimiento el relato que me había contado el señor Rochester. Tal como había dicho él, lo más probable es que lo esencial de la narración no tuviera nada de extraordinario: la pasión de un inglés rico por una bailarina francesa, la traición de ésta, eran cosas cotidianas en la sociedad, sin duda; pero había habido algo francamente extraño en el paroxismo de emoción que lo había invadido de pronto cuando estaba expresando la satisfacción actual de su ánimo y el nuevo agrado que encontraba en la vieja mansión y en su entorno. Reflexioné sobre este incidente con perplejidad; pero, al encontrarlo inexplicable de momento, lo fui dejando y pasé a considerar el modo en que me trataba a mí misma mi señor. La confianza que había depositado en mí parecía un homenaje a mi discreción: la consideré y la acepté como tal. Desde hacía algunas semanas me había tratado de manera más uniforme. Ya no parecía que lo estorbara nunca; no tenía arrebatos de altivez fría; cuando se encontraba conmigo inesperadamente, parecía agradarle el encuentro; siempre tenía una palabra para mí, y a veces una sonrisa; cuando me hacía acudir a su presencia con una invitación formal, me honraba recibiéndome con una cordialidad que me hacía sentir que yo tenía, verdaderamente, el poder de divertirlo, y que él buscaba en aquellas veladas tanto su agrado como mi instrucción.

En realidad, yo hablaba relativamente poco, pero le oía hablar con deleite. Era comunicativo por naturaleza; le gustaba presentar a una mente que no conocía el mundo atisbos de sus escenas y sus costumbres (no me refiero a sus escenas de corrupción ni a sus malas costumbres, sino a las que tenían interés por la gran escala a que se representaban, por la novedad extraña que las caracterizaba); y a mí me producía un agudo placer recibir las ideas nuevas que presentaba él, imaginarme los cuadros nuevos que retrataba y seguirlo con el pensamiento por las regiones nuevas que me revelaba, sin sobresaltarme ni turbarme nunca con ninguna alusión perniciosa.

La naturalidad de su comportamiento me liberaba de trabas dolorosas; la franqueza amistosa, tan correcta como cordial, con que me trataba, me atraía hacia él. Alguna vez me sentía como si fuera pariente mío, más que mi señor; si bien seguía siendo imperioso a veces, aunque a mí no me importaba; vi que era su forma de ser. Aquel nuevo interés en mi vida me hacía tan feliz, me gratificaba tanto, que dejé de anhelar la compañía de mi prójimo. El estrecho horizonte de mi destino pareció agrandarse, como si se llenaran los vacíos de mi existencia; mejoró mi salud corporal; engordé y cobré fuerzas.

¿Y seguía siendo feo a mis ojos el señor Rochester? No, lector: el agradecimiento, y muchas asociaciones placenteras y amables, hicieron de su cara el objeto que más me gustaba ver; su presencia en una habitación la alegraba más que la lumbre más viva. Sin embargo, yo no había olvidado sus defectos; no podía olvidarlos, en verdad, pues él me los ponía delante con frecuencia. Era orgulloso, sarcástico, duro ante todo tipo de inferioridades: yo sabía en lo más hondo de mi alma que su gran amabilidad conmigo estaba contrarrestada por una severidad injusta con muchos otros. También tenía el humor cambiadizo, sin explicación aparente. Más de una vez que me hicieron llamar para que le leyera en voz alta, me lo encontré sentado a solas en su biblioteca, con la cabeza gacha sobre los brazos cruzados; y, al levantar la vista, le oscurecía la cara un ceño moroso, casi maligno. Pero yo creía que su ánimo cambiadizo, su aspereza y sus antiguas faltas de moralidad (digo antiguas porque parecía que ahora se había enmendado de ellas) tenían su origen en alguna contrariedad cruel del destino. Yo lo consideraba, por naturaleza, hombre de mejores tendencias, principios más elevados y gustos más depurados que los que se le habían desarrollado por las circunstancias, instilado por la educación o fomentado por el destino. Pensaba que tenía materiales excelentes, aunque de momento estuvieran un poco embrollados y estropeados. No puedo negar que me dolía su dolor, fuera el que fuera, y habría dado mucho por aliviárselo.

Aunque ya había apagado mi vela y estaba acostada en la cama, no podía dormir recordando su expresión cuando hizo aquella pausa en la avenida y me dijo que se le había presentado el destino y le había retado a que fuera feliz en Thornfield.

«¿Por qué no? —me pregunté a mí misma—. ¿Qué es lo que lo aparta de la casa? ¿Volverá a dejarla pronto? La señora Fairfax dijo que no solía pasar aquí más de quince días seguidos, y ya lleva residiendo ocho semanas. Si se marcha, el cambio será triste. Si está ausente durante la primavera, el verano y el otoño… ¡qué sombríos parecerán los días de sol y de buen tiempo!».

No sé si dormí o no después de estas reflexiones; en cualquier caso, me desperté del todo, sobresaltada, al oír un murmullo confuso, peculiar y lúgubre, que me pareció que sonaba precisamente encima de mí. Lamenté haber apagado mi vela: hacía una noche tristemente oscura; estaba deprimida. Me incorporé y me quedé sentada en la cama, escuchando. El sonido se apagó.

Intenté dormir de nuevo, pero el corazón me palpitaba con angustia; se me había roto la tranquilidad interior. El reloj, muy lejos, abajo en el vestíbulo, dio las dos. Entonces me pareció que tocaban la puerta de mi cuarto; como si unos dedos hubieran rozado los cuarterones al caminar a tientas por la galería oscura. «¿Quién está ahí?», dije. Nada me respondió. Estaba helada de miedo. Recordé entonces que podía ser Piloto, quien, cuando se dejaban abierta por casualidad la puerta de la cocina, solía saber llegar hasta la puerta del cuarto del señor Rochester; yo misma lo había visto allí tendido por las mañanas. La idea me tranquilizó un poco; me acosté. La ausencia de ruido calma los nervios; y como volvía a reinar un silencio ininterrumpido por toda la casa, empecé a sentir que me volvía el sueño. Pero yo no estaba destinada a dormir aquella noche. Apenas se me había acercado un sueño al oído cuando huyó asustado, espantado por un incidente que bastaba para helar la médula de los huesos.

Fue una risa demoníaca, grave, reprimida y profunda, emitida, al parecer, en la cerradura misma de la puerta de mi cuarto. La cabecera de mi cama estaba cerca de la puerta, y creí al principio que el diablo que reía estaba junto a mi cama; o, más bien, agachado junto a mi almohada; pero me levanté, miré y no vi nada. Mientras seguía mirando, se repitió aquel sonido antinatural, y comprendí que procedía de detrás de los cuarterones de la puerta. Mi primer impulso fue levantarme y echar el cerrojo; el siguiente, volver a decir en voz alta: «¿Quién está ahí?».

Algo gorgoteó y gimió. A poco, unos pasos se retiraron por la galería hacia la escalera del tercer piso. Poco tiempo atrás habían puesto una puerta para cerrar dicha escalera; la oí abrirse y cerrarse, y todo quedó en silencio.

«¿Sería Grace Poole? ¿Y estará poseída por un demonio?», pensé. Imposible quedarme sola más tiempo: tenía que ir con la señora Fairfax. Me puse apresuradamente el vestido y un chal; retiré el pestillo y abrí la puerta con mano temblorosa. Había una vela encendida justo afuera, sobre la alfombra de la galería. Esta circunstancia me sorprendió, y mi asombro aumentó cuando percibí que el aire estaba muy turbio, como lleno de humo; y, cuando miré a derecha e izquierda buscando de dónde procedían aquellas volutas de humo azulado, percibí también un fuerte olor a quemado.

Algo crujió: era una puerta que se abría, y esa puerta era la del señor Rochester, y salió de allí una nube de humo. Dejé de pensar en la señora Fairfax; dejé de pensar en Grace Poole y en la risa: estuve dentro de la alcoba al cabo de un instante. Bailaban lenguas de fuego alrededor de la cama: las alcalas estaban ardiendo. Entre el fuego y el humo estaba tendido inmóvil el señor Rochester, dormido profundamente.

—¡Despierte! ¡Despierte! —grité. Lo sacudí, pero él se limitó a murmurar y a volverse sobre sí mismo: el humo lo había atontado. No había un momento que perder: las sábanas mismas se estaban prendiendo. Corrí a su jofaina y aguamanil; por fortuna, la primera era ancha y el segundo profundo, y los dos estaban llenos de agua. Los llevé en vilo, inundé la cama y a su ocupante, volví volando a mi cuarto, traje mi propio aguamanil, volví a bautizar el lecho y, con la ayuda de Dios, conseguí extinguir las llamas que lo devoraban.

El silbido del elemento apagado, el ruido que hizo al romperse una jarra que dejé caer de la mano al vaciarla y, por encima de todo, la mojadura de la ducha que le había aplicado con generosidad, despertó por fin al señor Rochester. Aunque ahora estábamos a oscuras, supe que estaba despierto al oírle fulminar extraños anatemas por encontrarse tendido en un charco de agua.

—¿Hay una inundación? —gritó.

—No, señor —contesté yo—; pero ha habido un incendio. Haga el favor de levantarse; ya está usted a salvo; le traeré una vela.

—En nombre de todos los duendes de la cristiandad, ¿es usted, Jane Eyre? —preguntó—. ¿Qué ha hecho usted conmigo, bruja, hechicera? ¿Quién está con usted en el cuarto? ¿Han tramado ahogarme?

—Le traeré una vela, señor; y levántese, en nombre del cielo. Alguien ha tramado algo: cuanto antes se entere usted de quién y de qué, mejor.

—¡Ya está! Ya estoy levantado; pero la conmino a que me traiga una vela: espere dos minutos a que me ponga ropa seca, si la hay… sí, aquí está mi batín. ¡Apresúrese!

Salí precipitadamente y regresé con la vela que había quedado en el pasillo. Él la tomó de mi mano, la levanto e inspeccionó la cama, quemada y ennegrecida; las sábanas empapadas; la alfombra hecha un charco de agua.

—¿Qué es esto? ¿Y quién ha sido? —preguntó. Le relaté brevemente lo que había sucedido: la risa extraña que había oído en la galería, los pasos que subían al tercer piso, el humo, el olor a quemado que me había llevado hasta su cuarto, lo que me había encontrado allí y cómo lo había bañado con toda el agua que había tenido a mano.

Él me escuchó con mucha seriedad; mientras yo hablaba, su cara manifestaba más inquietud que asombro. Cuando terminé, no respondió inmediatamente.

—¿Llamo a la señora Fairfax? —pregunté.

—¿A la señora Fairfax? No; ¿para qué demonios va a llamarla? ¿Qué podría hacer ella? Déjela dormir en paz.

—Entonces iré por Leah y despertaré a John y a su mujer.

—Nada de eso: quédese quieta. Lleva usted puesto un chal. Si no está bastante abrigada, puede tomar mi capote, que está ahí; abriguese con él y siéntese en el sillón; así, yo se lo pondré. Ahora, coloque los pies en el taburete para que no se le mojen. Voy a dejarla sola unos minutos. Me llevaré la vela. Quédese donde está hasta que yo vuelva; estese callada como un ratón. Debo hacer una visita al tercer piso. Recuerde, no se mueva ni llame a nadie.

Se marchó; vi alejarse la luz. Subió muy despacio por la galería, abrió la puerta de la escalera con el menor ruido posible, la cerró a su espalda y desapareció el último rayo de luz. Me quedé en una oscuridad total. Escuché por si oía algún ruido, pero no oí nada. Pasó un rato muy largo. Me cansé: tenía frío, a pesar del capote; y tampoco vi la necesidad de quedarme, ya que no debía despertar a la casa. Estaba a punto de arriesgarme a incurrir en un enfado del señor Rochester desobedeciendo sus órdenes cuando volvió a brillar tenuemente la luz en la pared de la galería y oí sus pies descalzos pisar la alfombra. «Espero que sea él y no alguien peor», pensé.

Volvió a entrar, pálido y sombrío.

—Me he enterado de todo —dijo, poniendo su vela en el lavabo—; es lo que había creído.

—¿Qué, señor?

En lugar de responder, se quedó mirando el suelo con los brazos cruzados. Al cabo de unos minutos me preguntó con tono más bien peculiar:

—No recuerdo si me dijo usted haber visto algo cuando abrió la puerta de su cuarto.

—No, señor; sólo la vela en el suelo.

—Pero ¿oyó una risa extraña? Creo que habrá oído antes esa risa, o una parecida, ¿no es así?

—Sí, señor; aquí hay una mujer que cose, llamada Grace Poole; se ríe así. Es una persona singular.

—Precisamente. Grace Poole: lo ha adivinado. Como usted dice, es singular; mucho. Bueno, reflexionaré sobre la cuestión. Mientras tanto, me alegro de que haya sido usted la única persona, aparte de mí mismo, que haya conocido los detalles concretos del incidente de esta noche. Usted no es ninguna tonta parlanchina: no diga nada. Yo daré explicaciones del estado de esto —dijo, señalando la cama—; y ahora vuelva usted a su cuarto. Estaré muy bien en el sofá de la biblioteca el resto de la noche. Son casi las cuatro: los criados se levantarán dentro de dos horas.

—Buenas noches, pues, señor —dije, marchándome. Pareció sorprenderse; cosa muy ilógica, pues acababa de decirme que me marchara.

—¡Cómo! —exclamó—; ¿me deja usted ya, y de esta manera?

—Usted me ha dicho que me marchara, señor.

—Pero no sin despedirme; no sin una o dos palabras de reconocimiento y buena voluntad; no, en suma, de esa manera tan seca y lacónica. Vaya, ¡me ha salvado usted la vida! ¡Me ha arrancado de una muerte horrible y penosísima! ¿Y se marcha usted como si no nos conociésemos? Deme usted la mano, al menos.

Me tendió la mano; yo le di la mía; él la tomó primero en una de las suyas, después con las dos.

—Me ha salvado usted la vida; me complace tener con usted una deuda tan inmensa. No puedo decir más. No soportaría ser acreedor de tal manera a ningún otro ser; pero con usted… es diferente. ¡No me parece una carga deberle tal beneficio, Jane!

Hizo una pausa; me miró fijamente; le temblaron en los labios unas palabras casi visibles… pero contuvo la voz.

—Buenas noches de nuevo, señor. No hay ninguna deuda, beneficio, carga ni obligación en todo esto.

—Ya sabía yo que usted me haría un bien, de alguna manera y en algún momento —prosiguió—; lo vi en sus ojos cuando la contemplé por primera vez: no en vano su expresión y su sonrisa… —se interrumpió nuevamente, pero continuó apresurado— llenaron de placer lo más íntimo de mi corazón. La gente habla de afinidades naturales; yo he oído hablar de los genios buenos: hasta la fábula más fantástica tiene su punto de verdad. ¡Buenas noches, mi salvadora querida!

Tenía una energía extraña en la voz, un fuego extraño en la mirada.

—Me alegro de haber estado despierta —dije; y me dispuse a marcharme.

—¡Cómo! ¿Se marcha usted?

—Tengo frío, señor.

—¿Frío? Sí… ¡y está de pie en un charco! ¡Márchese usted, pues, Jane! ¡Márchese!

Pero seguía sujetándome la mano, y yo no podía soltarla. Pensé un recurso.

—Creo que oigo moverse a la señora Fairfax, señor —dije.

—Bueno, déjeme —concedió, relajando los dedos, y yo me marché.

Volví a la cama, pero no pensé siquiera en dormir. Hasta que amaneció, estuve flotando en un mar agitado, donde se levantaban olas de inquietud entre torbellinos de gozo. A veces creí ver entre sus aguas turbulentas una orilla tan dulce como las colinas de Beulah; y de cuando en cuando una brisa fresca, despierta por la esperanza, llevaba mi espíritu en triunfo hacia puerto; pero yo no era capaz de alcanzarlo, ni siquiera en mi fantasía: soplaba desde tierra una brisa contraria que me hacía retroceder constantemente. El sentido común se resistía al delirio; el buen juicio ahuyentaba a la pasión. Estaba demasiado febril para descansar, y me levanté en cuanto alboreó el día.

Descargar Newt

Lleva Jane Eyre contigo