Jane Eyre

Capítulo XII

Capítulo XII

CAPÍTULO XII

A PERSPECTIVA

de una carrera profesional sin tropiezos que me había presentado aparentemente mi llegada tranquila a Thornfield no encontró contradicción al irme familiarizando con la casa y sus habitantes. La señora Fairfax resultó ser lo que parecía: una mujer amable y plácida, de educación adecuada e inteligencia normal. Mi alumna era una niña vivaracha a la que habían mimado y consentido, y en consecuencia era a veces desobediente; pero como estaba confiada por entero a mis cuidados y no tenía ninguna intromisión imprudente por parte de nadie que frustrara jamás mis planes para su formación, se le olvidaron pronto sus pequeños caprichos y se volvió obediente y dócil. No tenía gran talento, ni rasgos marcados de carácter, ni sentimientos ni gustos cuyo desarrollo especial la levantara un solo dedo por encima del nivel corriente de la infancia; pero tampoco tenía ninguna falta ni vicio que la hundiera por debajo de dicho nivel. Hacía progresos razonables; me tenía un afecto vivaz, aunque no demasiado profundo quizá; y, con su sencillez, su cháchara alegre y sus ganas de agradar inspiraba en mí, a su vez, un cierto apego que nos bastaba a las dos para estar satisfechas con la compañía de la otra.

Dicho sea entre paréntesis, esta manera de hablar parecerá fría a las personas que mantienen doctrinas solemnes sobre la naturaleza angelical de los niños y sobre el deber de las personas a las que se encomienda su educación de albergar hacia ellos una devoción idólatra; pero no escribo con intención de adular el egoísmo de los padres, ni de repetir frases hechas, ni apoyar tonterías: me limito a contar la verdad. Cuidaba a conciencia y con solicitud del bienestar de Adèle y de sus progresos y sentía un aprecio tranquilo por su personita, del mismo modo que sentía agradecimiento hacia la señora Fairfax por su amabilidad y placer en su compañía, en correspondencia a la consideración tranquila que sentía ella por mí y la moderación de su ánimo y su carácter.

Añadiré, y cúlpeme quien quiera, que de tarde en tarde, cuando me daba un paseo a solas por la finca, cuando bajaba hasta el portón y me asomaba a la carretera, o cuando, mientras Adèle jugaba con su niñera y la señora Fairfax preparaba gelatinas en la despensa, yo subía las tres escaleras, levantaba la trampilla de la buhardilla y, tras llegar al tejado, miraba los campos y las colinas lejanas y el horizonte confuso, entonces anhelaba tener una vista tan penetrante que pudiera superar aquellos límites, que alcanzara el mundo bullicioso, las regiones llenas de vida de las que había oído hablar pero que no había visto nunca; deseaba entonces tener más experiencia práctica de la que poseía; más trato con mi especie, relacionarme con caracteres más diversos de los que tenía allí a mi alcance. Valoraba lo que tenía de bueno la señora Fairfax y lo que tenía de bueno Adèle; pero creía en la existencia de otras clases de bondad más vivas, y quería contemplar aquello en lo que creía.

¿Quién me culpa? Muchos, sin duda, y me llamarán desagradecida. No podía evitarlo: la inquietud era natural en mí; a veces me agitaba hasta extremos dolorosos. En esas ocasiones, mi único alivio era pasearme de un extremo al otro del pasillo del tercer piso, sintiéndome segura en el silencio y la soledad de aquel lugar, y dejar que mi mente contemplara las visiones luminosas que surgían en ella; y, desde luego, eran muchas y brillantes; dejar que agitara mi corazón el movimiento jubiloso que, aunque lo hinchaba de inquietud, lo dilataba de vida; y, lo mejor de todo, abrir el oído interior a un cuento interminable, un cuento que creaba y narraba continuamente mi imaginación, sazonado con todos los incidentes, vida, fuego, sentimientos que yo deseaba y no tenía en mi existencia real.

Es inútil decir que los seres humanos deben contentarse con la tranquilidad: necesitan la acción, y si no la encuentran se la inventan. Existen millones de personas condenadas a un destino más sosegado que el mío, y hay millones que se rebelan en silencio contra su suerte. Nadie sabe cuántas revueltas, además de las políticas, fermentan en las masas de vida que pueblan la tierra. Se supone que las mujeres son, en general, muy calmadas; pero las mujeres sienten igual que los hombres; tienen la necesidad de ejercitar sus facultades y encontrar campo para su trabajo, al igual que sus hermanos; cuando están limitadas con demasiada rigidez, cuando están estancadas de manera demasiado absoluta, sufren tanto como sufrirían los hombres; y sus compañeros, que gozan de más privilegios, dan muestras de estrechez de miras cuando dicen que debían limitarse a hacer pasteles y calceta, a tocar el piano y bordar bolsos. Es una falta de consideración condenarlas o reírse de ellas cuando aspiran a hacer más o a aprender más de lo que la costumbre dicta como necesario para su sexo.

En esa soledad solía oír con cierta frecuencia la risa de Grace Poole: la misma carcajada, la misma risotada grave y lenta que me estremeció la primera vez que la oí. También oía sus murmullos excéntricos, más extraños que su risa. Había días en que estaba callada del todo; pero había otros en que no me explicaba los ruidos que hacía. La veía a veces: salía de su cuarto con una palangana, un plato o una bandeja en la mano, bajaba a la cocina y volvía al poco rato, llevando generalmente (¡perdóname que cuente la pura verdad, lector romántico!) una jarra de cerveza negra. Su aspecto apagaba siempre la curiosidad que suscitaban sus rarezas orales: con sus rasgos duros y serios, no tenía ningún aspecto que pudiera suscitar interés. Intenté varias veces entablar conversación con ella, pero parecía persona de pocas palabras: solía cortar con un monosílabo todos mis intentos en este sentido.

Los otros empleados de la casa, a saber, John y su esposa Leah, la doncella, y Sophie, la niñera francesa, eran personas formales, pero no tenían nada de notable; yo solía hablar con Sophie en francés, y a veces le preguntaba cosas acerca de su país; pero ella no era dada a las descripciones ni a las narraciones, y en general solía darme unas respuestas muy imprecisas y confusas, como si pretendiera evitar mis preguntas más que animarlas.

Pasaron octubre, noviembre y diciembre. Una tarde de enero, la señora Fairfax me había pedido que diera el día libre a Adèle, porque estaba resfriada; y en vista de que Adèle secundaba la moción con un ardor que me recordaba cuánto había valorado yo los pocos días libres que había tenido en mi propia infancia, se lo concedí, pensando que hacía bien al dar muestras de flexibilidad. Era un día hermoso y despejado, aunque muy frío; yo estaba cansada de estar sentada en la biblioteca toda la larga mañana, y como la señora Fairfax acababa de escribir una carta que debía llevarse al correo, me puse el sombrero y el capote y me ofrecí a llevarla a Hay; la distancia de dos millas sería un paseo agradable para una tarde de invierno. Después de encargarme de que Adèle se quedara sentada cómodamente en su sillita junto a la lumbre, en el saloncito de la señora Fairfax, y de haberle dado su mejor muñeca de cera (que yo solía tener guardada en un cajón, envuelta en papel de plata) para que jugara con ella, y un libro de cuentos para que variara de entretenimiento, y después de responder con un beso a su

Revenez bientôt, ma bonne amie, ma chère mademoiselle Jeannette

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, me puse en camino.

El terreno estaba duro, el aire tranquilo, mi camino era solitario; anduve deprisa hasta que entré en calor, y luego anduve despacio para disfrutar y analizar los diversos deleites que encerraba para mí aquella hora y lugar. Eran las tres de la tarde; la campana de la iglesia dio la hora cuando pasé junto al campanario; daba encanto a aquella hora el crepúsculo que se aproximaba, el sol bajo y de rayos pálidos. Estaba a una milla de Thornfield, en un camino campestre notable por las rosas silvestres en el verano, por las nueces y las moras en el otoño, y que aún entonces contenía algunos tesoros de coral en forma de escaramujos y bayas de espino; pero lo más deleitoso que tenía en invierno era su soledad absoluta y su quietud desprovista de hojas. Si se levantaba brisa, no producía allí ningún sonido, pues no había ningún acebo, ni un solo árbol de hoja perenne que susurrara, y los espinos y avellanos desnudos estaban tan inmóviles como las losas blancas y desgastadas que empedraban el centro del camino. A lo lejos, a cada lado, no había más que campos donde no pastaba entonces ningún ganado, y los pajarillos pardos que se movían de vez en cuando por el seto parecían hojas sueltas de color ocre que se habían olvidado de caer.

Este camino transcurría cuesta arriba hasta Hay; cuando llegué a la mitad, me senté en una cerca que daba acceso a un prado. Arrebujada en el manto y con las manos abrigadas por el manguito, no sentía el frío, a pesar de que estaba helando con fuerza, como lo indicaba una capa de hielo que cubría el camino, por donde había corrido un arroyuelo, ahora congelado, que se había desbordado días atrás en un deshielo rápido. Veía Thornfield desde mi asiento: la mansión gris, almenada, era el objeto principal del valle que yacía a mis pies; sus bosques y su grajera oscura se levantaba hacia poniente. Me quedé allí hasta que cayó el sol entre los árboles y se hundió tras ellos, claro y carmesí. Me encaminé entonces hacia el este.

La luna naciente estaba sobre la cumbre de la colina que subía yo; pálida aún como una nube, pero aclarándose por momentos, dominaba el pueblo de Hay, que, semiperdido entre los árboles, elevaba al cielo un humo azul de sus pocas chimeneas; todavía estaba a una milla de distancia, pero yo oía claramente, en el silencio absoluto, sus leves murmullos de vida. Mi oído percibía también el correr del agua; no sabía en qué hondonadas y cañadas, aunque más allá de Hay había muchas colinas, y habría sin duda muchos arroyos que serpentearían entre ellas. Aquella calma de la tarde desvelaba por igual el ruido cantarín de las corrientes más próximas y el murmullo de las más remotas.

Un ruido brutal interrumpió esos borboteos y susurros delicados, tan lejanos y tan claros a la vez: unos verdaderos pisotones, un traqueteo metálico que ahogó los suaves murmullos del mismo modo que, en un cuadro, la masa sólida de un peñasco o el tronco nudoso de un gran roble, dibujados con líneas oscuras y fuertes en primer plano, ahogan la lejanía etérea de las colinas azules, el horizonte soleado y las nubes entremezcladas cuyos tintes se confunden entre sí.

El estrépito transcurría por la calzada: venía un caballo; las revueltas del camino lo ocultaban todavía a la vista, pero se aproximaba. Yo me disponía a bajar de la cerca; pero, como el camino era estrecho, me quedé sentada para dejarlo pasar. Yo era joven en aquellos tiempos y tenía la mente llena de todo tipo de fantasías, luminosas y oscuras: allí estaban, entre otros disparates, los recuerdos de los cuentos infantiles; y cuando éstos volvían a salir a relucir, la madurez de la juventud les añadía un vigor y una viveza superiores a los que podía darles la infancia. Al acercarse este caballo, mientras esperaba el momento de verlo aparecer a la luz del crepúsculo, recordé algunos cuentos de Bessie en los que figuraba un espíritu llamado Gytrash en las leyendas del norte de Inglaterra, que recorría los caminos solitarios en forma de caballo, mula o perro grande y que se aparecía a veces a los viajeros rezagados, como se me estaba apareciendo entonces aquel caballo.

Estaba muy cerca, aunque todavía no a la vista, cuando, además de las pisadas, oí un correteo junto al seto y llegó corriendo a lo largo de los brotes de avellano un perro grande, cuyo color blanco y negro permitía distinguirlo con claridad contra los árboles. Era precisamente una de las formas que adoptaba el Gytrash de que hablaba Bessie: una criatura semejante a un león, de larga melena y cabeza enorme; sin embargo, pasó a mi lado en silencio, sin detenerse a mirarme a la cara con ojos sobrecaninos, como casi había esperado yo. Llegó a continuación el caballo, un corcel de buena alzada, montado por un jinete. El hombre, el ser humano, rompió al instante el hechizo. El Gytrash no llevaba nunca jinete alguno; y según tenía entendido, aunque los diablos podían ocupar los cuerpos mudos de las bestias, mal podían refugiarse en la vulgar forma humana. Aquél no era ningún Gytrash: sólo un viajero que iba a Millcote por el atajo. Pasó de largo y yo seguí adelante. A los pocos pasos me volví: me había llamado la atención un sonido como de algo que se desliza, una exclamación de «¿Qué diantres pasa ahora?» y el ruido de una caída aparatosa. Hombre y caballo habían caído; se habían resbalado en la placa de hielo que cubría la calzada. El perro volvió atrás dando saltos y, al ver a su amo en situación apurada y oír los quejidos del caballo, se puso a ladrar hasta que las colinas del anochecer devolvieron el eco de su voz, que era grave para el tamaño del animal. Olisqueó el grupo tendido en tierra y después corrió hacia mí: no podía hacer otra cosa, pues no había nadie más a quien recurrir. Le obedecí y caminé hasta el viajero, que ya se debatía por librarse de su corcel. Sus esfuerzos eran tan vigorosos que no me pareció que pudiera estar muy lesionado; pero se lo pregunté:

—¿Se ha hecho daño, señor?

Creo que estaba maldiciendo, aunque no estoy segura de ello; en todo caso, pronunciaba alguna fórmula que le impidió responderme en esos momentos.

—¿Puedo hacer algo? —volví a preguntar.

—Lo único que debe hacer es apartarse a un lado —me respondió mientras se levantaba, primero de rodillas y después de pie. Así lo hice; al mismo tiempo comenzó un proceso de tirones, pisotones y ruido de cascos acompañado de ladridos y relinchos que tuvo el efecto de hacerme apartar a varias varas de distancia; pero no quise marcharme del todo hasta ver en qué acababa el incidente. Acabó bien: el caballo se puso de pie, y el viajero hizo callar al perro con un «¡Calla, Piloto!». Acto seguido se agachó, se tocó el pie y la pierna, como para determinar si estaban sanas; al parecer, les pasaba algo, pues llegó cojeando hasta la cerca de la que me acababa de levantar y se sentó en ella.

Yo tenía intención de resultar útil, o al menos oficiosa, creo, pues me acerqué a él otra vez.

—Si se ha hecho usted daño y necesita ayuda, señor, puedo hacer venir a alguien de Thornfield o de Hay.

—Gracias; me las arreglaré; no tengo ningún hueso roto, sólo un esguince —dijo; y se levantó e intentó caminar de nuevo; pero el resultado le hizo arrancar un «¡Ay!» involuntario.

Todavía quedaba algo de luz diurna y la luna iba cobrando brillo: lo vi bien. Iba envuelto en un capote de montar, con cuello de piel y broche de acero; no se apreciaban los detalles, pero advertí como rasgos generales que era de estatura media y tenía el pecho bastante ancho. Tenía la cara morena, rasgos severos y frente ancha; los ojos y las cejas pobladas indicaban ira y enfado en esos momentos; ya no era joven, pero tampoco había llegado a la edad madura; tenía quizá unos treinta y cinco años. No me producía miedo, sólo un poco de timidez. Si hubiera sido un caballero joven, hermoso y de aspecto heroico, no me habría atrevido a quedarme allí plantada, interrogándolo en contra de su voluntad y ofreciéndole mis servicios sin que me lo pidiera. Yo no había visto casi nunca a un joven hermoso; en mi vida había hablado con ninguno. Profesaba una veneración y respeto teóricos a la belleza, la elegancia, la valentía, el encanto; pero si hubiera encontrado estas cualidades encarnadas en una forma masculina, habría sabido por instinto que no tenían correspondencia con ninguna cualidad mía ni podían tenerla, y habría huido de ellas como huimos del fuego, del rayo o de cualquier otra cosa brillante pero incompatible con nosotros.

Si aquel desconocido hubiera sonreído y me hubiera contestado con buen humor cuando le hablé; si hubiera rechazado con alegría y agradecimiento mi oferta de ayuda, yo habría seguido mi camino sin la menor intención de hacer más averiguaciones; pero el ceño del viajero, su rudeza, me tranquilizaron; cuando me indicó con un gesto que me marchara, volví al lugar anterior y anuncié:

—Señor, no puedo dejarlo tan tarde en este camino solitario, sin asegurarme de que está en condiciones de subirse a su caballo.

Cuando dije esto, me miró; hasta entonces apenas había vuelto los ojos hacia mí.

—Creo que usted misma debería estar en su casa —dijo—, si es que tiene casa por los alrededores. ¿De dónde viene usted?

—De allí abajo, y no me da el menor miedo salir tarde cuando hay luna; si usted lo desea, iré corriendo a Hay con gusto para dar recado; la verdad es que iba allí a llevar una carta al correo.

—Que vive allí abajo… ¿quiere decir, en esa casa que tiene almenas? —me preguntó, señalando Thornfield, sobre la que arrojaba la luna una luz blanquecina que la hacía destacar, pálida, entre los bosques, que ahora, a diferencia del cielo de poniente, parecían una masa de sombras.

—Sí, señor.

—¿De quién es esa casa?

—Del señor Rochester.

—¿Conoce usted al señor Rochester?

—No, no lo he visto nunca.

—¿No reside allí, entonces?

—No.

—¿Sabría decirme usted dónde está?

—No, no lo sé.

—Usted no es criada de la mansión, claro. Usted es…

Calló, me pasó los ojos por el vestido, que era muy sencillo, según mi costumbre: un capote de lana merina negra, un sombrero de castor negro, ninguno de los dos dignos, ni mucho menos, de la doncella de una señora. Parecía incapaz de determinar lo que era yo. Le ayudé.

—Soy la institutriz.

—¡Ah, la institutriz! —repitió—. ¡Que se me lleven los diablos, lo había olvidado! ¡La institutriz!

Y mi atuendo sufrió un nuevo escrutinio. Al cabo de dos minutos se levantó de la cerca: el dolor se le reflejó en la cara cuando intentó moverse.

—No puedo encargarle que vaya a buscar ayuda —dijo—; pero podría ayudarme un poco usted misma, si tiene la bondad.

—Sí, señor.

—¿No tendrá un paraguas que pudiera servirme de bastón?

—No.

—Intente tomar a mi caballo de las riendas y traérmelo: ¿le dará miedo?

A mí me habría dado miedo tocar a un caballo estando sola, pero habiéndomelo pedido alguien estaba dispuesta a obedecer. Dejé mi manguito en la cerca y me acerqué al alto corcel; intenté atrapar las riendas, pero el animal era fogoso y no me permitía acercarme a su cabeza; repetí mis esfuerzos en vano, con miedo mortal a las pisadas de sus cascos delanteros. El viajero pasó algún rato esperando y observando, hasta que por fin se rio.

—Veo que, como la montaña no quiere venir a Mahoma, lo único que puede hacer usted es ayudar a Mahoma a ir a la montaña —dijo—; debo suplicarle a usted que acuda aquí.

Acudí.

—Dispense —siguió diciendo—: la necesidad me obliga a servirme de usted.

Me puso en el hombro una mano pesada y, apoyándose en mí con algo de fuerza, fue cojeando hasta su caballo. En cuanto tomó las riendas lo dominó al instante y subió a la silla de un salto, con una fea mueca al hacer el esfuerzo, pues se había forzado el esguince.

—Ahora sólo tiene que alcanzarme la fusta —dijo, dejando de morderse con fuerza el labio inferior—; está allí, bajo el seto.

La busqué y la encontré.

—Gracias; ahora dese prisa en llevar la carta a Hay y vuelva en cuanto pueda.

Un toque con las espuelas hizo que el caballo se encabritara primero y saliera después al galope; el perro siguió sus pasos corriendo; los tres desaparecieron, como el brezo que se lleva el viento violento en un paraje desolado.

Recogí mi manguito y seguí caminando. El incidente había sucedido y había terminado para mí: había sido, en efecto, un incidente sin importancia, sin romanticismo, sin interés en cierto sentido; sin embargo, había dado variedad a una hora de una vida monótona. Alguien había necesitado de mi ayuda y me la había pedido; yo se la había prestado: me agradaba haber hecho algo; con todo lo trivial y transitorio que había sido aquello, no dejaba de ser una obra activa, y yo estaba cansada de una existencia tan pasiva en todo. La nueva cara, además, era como un cuadro nuevo en la galería de retratos del recuerdo, y era diferente de todas las demás que estaban allí expuestas; en primer lugar, porque era masculina, y, en segundo lugar, porque era morena, fuerte y severa. Todavía la tenía delante cuando llegué a Hay y dejé la carta en la estafeta de correos; la veía mientras caminaba deprisa, cuesta abajo, hasta la casa. Cuando llegué a la cerca, me detuve un instante, miré a mi alrededor y me puse a escuchar, pensando que podían sonar de nuevo en la calzada los cascos de un caballo y que podía manifestarse de nuevo un jinete con capote y un perro de terranova con aspecto de Gytrash; sólo vi ante mí el seto y un sauce desmochado, que se alzaba recto e inmóvil a recibir los rayos de la luna; sólo oí una ráfaga levísima de viento que vagaba a rachas entre los árboles que rodeaban a Thornfield, a una milla de distancia; y cuando miré hacia abajo, hacia el lugar de donde provenía el murmullo, mis ojos vieron encenderse una luz en una ventana: aquello me recordó que me había retrasado, y seguí caminando aprisa.

No me gustó entrar de nuevo en Thornfield. Cruzar su umbral era volver al estancamiento; atravesar el vestíbulo silencioso, subir la escalera oscura, buscar mi cuartito solitario y reunirme después con la sosegada señora Fairfax, y pasar la larga velada de invierno con ella, y sólo con ella, equivalía a suprimir del todo la leve emoción que me había suscitado mi paseo; volver a cargar mis facultades de las cadenas invisibles de una existencia cuyos privilegios mismos de seguridad y comodidad empezaba a ser incapaz de apreciar. ¡Qué bien me habría venido entonces verme azotada por las tormentas de una vida incierta, combativa, y haber aprendido de las experiencias rudas y amargas a anhelar la calma de la que me quejaba entonces! Sí, me vendría tan bien como dar un largo paseo al que está cansado de estar sentado en una tumbona demasiado cómoda; y tan natural era mi deseo de moverme, en mis circunstancias, como lo sería el de aquél en las suyas.

Me rezagué en el portón; me rezagué en el césped; me paseé por el empedrado; los postigos de la puerta de vidrio estaban cerrados; no pude ver el interior, y tanto mis ojos como mi espíritu parecían rehuir aquella casa tenebrosa (aquella hondonada gris llena de celdas sin luz, como me parecía a mí), atraídos por aquel cielo que se extendía ante mí, un mar azul sin mancha de nubes, por el que ascendía la luna en marcha solemne. Su esfera parecía mirar hacia arriba al dejar atrás, cada vez más atrás, las cumbres de las colinas de las que había salido, persiguiendo el cenit, oscuro como la medianoche en su profundidad insondable y su lejanía inmensa. Y esas estrellas temblorosas que seguían su curso me hacían temblar el corazón, arder las venas, cuando las veía. Las cosas pequeñas nos vuelven a la tierra. El reloj dio la hora en el vestíbulo; con eso bastó; volví de la luna y las estrellas, abrí una puerta lateral y entré.

El vestíbulo no estaba a oscuras, ni tampoco estaba iluminado más que por la enorme lámpara de bronce, suspendida a mucha altura; lo llenaba un brillo cálido que alcanzaba también a los escalones inferiores de la escalera de roble. Este brillo rojizo salía del comedor grande, cuya puerta de dos hojas estaba abierta, dejando ver un fuego acogedor en la chimenea, que lamía el hogar de mármol y los morillos de bronce y difundía un fulgor muy agradable sobre las cortinas moradas y los muebles bruñidos. También desvelaba un grupo de personas próximo a la repisa de la chimenea: apenas lo había advertido, y apenas fui consciente de una mezcla alegre de voces, entre las que me pareció distinguir la de Adèle, cuando se cerró la puerta.

Fui aprisa al cuarto de la señora Fairfax; allí también había lumbre, pero no había vela ni estaba la señora Fairfax. En su lugar, vi a un perro que, solo y sentado tieso en la alfombra, contemplaba el fuego con gravedad. Era grande, blanco y negro, de pelo largo, tan semejante al Gytrash del camino que me adelanté y lo llamé: «¡Piloto!», y el animal se levantó, se acercó a mí y me olisqueó. Lo acaricié, y él sacudió la cola enorme; pero me pareció que era una criatura demasiado misteriosa como para estar a solas con ella, y yo no sabía de dónde había salido. Hice sonar la campanilla, pues quería una vela, y también quería que me explicaran quién era aquel visitante. Entró Leah.

—¿Qué perro es éste?

—Vino con el amo.

—¿Con quién?

—Con el amo, con el señor Rochester; acaba de llegar.

—¡Vaya! ¿Y está con él la señora Fairfax?

—Sí, y también la señorita Adèle; están en el comedor, y John ha ido por un médico; pues el amo ha sufrido un accidente: se cayó su caballo y se ha hecho un esguince en el tobillo.

—¿El caballo se cayó en el camino de Hay?

—Sí, bajando la cuesta; resbaló en el hielo.

—¡Ah! Tráeme una vela, Leah, haz el favor.

Leah la trajo; entró tras ella la señora Fairfax, que repitió la noticia añadiendo que ya había llegado el señor Carter, el médico, y que estaba con el señor Rochester; después salió aprisa para encargarse de que se sirviera el té, y yo subí a mi cuarto a quitarme mis cosas.

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