Capítulo XXV
Capítulo XXV
CAPÍTULO XXV
L MES
de noviazgo había pasado; se contaban sus últimas horas. Ya no se podía retrasar el día que se avecinaba, el día de la boda, y se habían ultimado todos los preparativos para su llegada. Yo, al menos, no tenía nada más que hacer: mis baúles estaban listos, cerrados, atados y dispuestos en fila a lo largo de la pared de mi cuartito. Al día siguiente, a aquella misma hora, ya irían camino de Londres, y yo también, Dios mediante; o, más bien, no sería yo, sino una tal Jane Rochester, una persona a quien yo no conocía todavía. Sólo faltaba clavar en los baúles las tarjetas con las señas: allí estaban, cuatro cuadraditos, en el cajón. El propio señor Rochester había escrito la dirección en cada una: «Sra. Rochester, Hotel de ***, Londres»; yo no me animaba a fijarlas ni a hacerlas fijar. ¡La señora Rochester! No existía: no nacería hasta el día siguiente, en algún momento a partir de las ocho de la mañana; y yo me esperaría a asegurarme de que había venido al mundo viva antes de asignarle todas aquellas posesiones. Ya era bastante que en aquel armario, frente a mi mesa de tocador, hubiera ropa que se decía suya y que había suplantado a mi vestido de paño negro y a mi sombrero de paja de Lowood; pues no me pertenecía a mí aquel equipo de novia: el vestido color perla; el velo vaporoso que colgaba de la maleta usurpada. Cerré el armario para ocultar los atuendos extraños, como fantasmales, que contenía; que a aquella hora de la noche, las nueve, llenaba las sombras de mi cuarto de un resplandor francamente espectral. «Te dejaré solo, sueño blanco —dije—. Estoy febril; oigo soplar el viento; saldré al aire libre a sentirlo».
Lo que me había puesto febril no era sólo la prisa de los preparativos, no sólo la expectación de aquel cambio tan grande, de aquella nueva vida que iba a empezar al día siguiente: ambas circunstancias intervinieron, sin duda, para producirme aquel estado de ánimo inquieto y excitado que me hizo precipitarme a aquella hora tardía a los jardines, que se iban quedando a oscuras; pero había una tercera causa que influyó en mi ánimo más que éstas.
Guardaba dentro de mi corazón un pensamiento extraño y angustioso. Había pasado algo que no era capaz de comprender; nadie lo sabía ni lo había visto más que yo. Había sucedido la noche anterior. El señor Rochester había estado ausente de la casa y no había regresado: había tenido que hacer una visita de negocios a una pequeña finca de dos o tres granjas que poseía a treinta millas de distancia; eran unos negocios que debía atender necesariamente en persona antes de marcharse de Inglaterra, como tenía pensado. Yo esperaba su vuelta, impaciente por quitarme aquel peso del ánimo y por pedirle la solución del enigma que me tenía perpleja. Espera a que vuelva, lector; compartirás la confidencia cuando yo le desvele mi secreto.
Busqué la arboleda para refugiarme del viento, que había estado soplando todo el día del sur con fuerza, aunque sin traer una sola gota de lluvia.
En vez de mitigarse con la caída de la noche, pareció aumentar su ímpetu y arreciar su rugido; los árboles se inclinaban regularmente hacia un lado, sin debatirse y apenas volviendo atrás sus ramas una sola vez cada hora: tan constante era el empuje que doblaba hacia el norte sus copas frondosas. Las nubes volaban de un polo al otro, siguiéndose de cerca, masa tras masa; aquel día de julio no se había visto ningún atisbo del cielo azul.
Corrí delante del viento no sin cierto placer salvaje, comunicando las inquietudes de mi mente al torrente inmenso de aire que tronaba por el espacio. Bajando por el camino de los laureles, me encontré frente a los restos del castaño; estaba negro y destrozado; el tronco, hendido por el centro, mostraba una herida espantosa. Las dos mitades partidas no se habían separado del todo, pues la base firme del árbol y sus raíces fuertes las mantenía unidas por abajo; sin embargo, había quedado destruida su vitalidad común: ya no podía correr la savia; las grandes ramas de ambos lados estaban muertas, y las tormentas del invierno próximo derribarían sin duda una de las mitades o ambas. No obstante, todavía podía decirse que constituían un solo árbol: una ruina, pero una ruina entera.
—Habéis hecho bien en sujetaros la una a la otra —dije, como si las astillas monstruosas fueran seres vivos capaces de oírme—. Con todo lo destrozadas que parecéis, quemadas y abrasadas, creo que todavía debéis de tener dentro un poco de sentimiento de vida, que surge de vuestra unión en las raíces fieles y sinceras. Ya no volveréis a tener hojas verdes; no veréis más a los pájaros hacer nidos y cantar idilios en vuestras ramas; ha terminado para vosotras el tiempo del placer y del amor; pero no estáis desoladas: cada una tiene una compañera que la consolará en su deterioro.
Mientras los miraba, apareció un momento la luna en la parte del cielo que llenaba su fisura. Tenía el disco de color rojo de sangre y semicubierto de nubes; pareció que me echaba una mirada de desconcierto, triste, y volvió a ocultarse al instante tras las nubes profundas. El viento abatió un instante en los alrededores de Thornfield; pero, a lo lejos, sobre los bosques y las aguas, vertió un lamento melancólico y salvaje: era triste escucharlo, y hui corriendo otra vez.
Vagué aquí y allá por la arboleda; recogí las manzanas que estaban dispersas en abundancia por la hierba que rodeaba el pie de los árboles. Después me dediqué a separar las maduras de las verdes; las llevé a la casa y las guardé en la despensa. Luego me retiré a la biblioteca para cerciorarme de que estaba encendida la lumbre, pues sabía que, aunque era verano, al señor Rochester le gustaría ver un alegre fuego al volver a casa en una noche tan mala: sí, hacía rato que habían encendido la lumbre, y estaba ardiendo bien. Coloqué su sillón junto a la esquina de la chimenea; hice rodar la mesa para dejarla cerca; corrí la cortina e hice traer las velas, dispuestas para encenderlas. Más intranquila que nunca, una vez ultimadas aquellas disposiciones no fui capaz de quedarme quieta, ni siquiera de permanecer en la casa: un reloj pequeño de la sala y el antiguo reloj del vestíbulo dieron a un tiempo las diez.
«¡Qué tarde se hace! —me dije—. Bajaré corriendo hasta el portón: brilla la luna a ratos; veré un buen trecho de carretera. Puede que esté volviendo ya, y si salgo a su encuentro me ahorraré unos minutos de inquietud».
El viento bramaba con fuerza en los grandes árboles que daban sombra al portón; pero la carretera estaba vacía y solitaria hasta donde me alcanzaba la vista, a derecha e izquierda: era una franja larga y pálida no interrumpida por una sola mancha a excepción de las sombras de las nubes que la cruzaban a intervalos cuando se asomaba la luna.
Una lágrima infantil empañó mis ojos mientras miraba; una lágrima de desilusión e impaciencia. Avergonzada, me la limpié. Me quedé allí. La luna se encerró del todo en su aposento y corrió su cortina de nubes densas; la noche se hizo oscura; el vendaval trajo la lluvia.
—¡Que venga! ¡Que venga! —exclamé, dominada por presagios hipocondríacos. Había esperado que llegara desde la hora del té; ya había oscurecido: ¿por qué se habría retrasado? ¿Habría sufrido un accidente? Volví a recordar lo que había pasado la noche anterior. Lo interpreté como presagio de un desastre. Me temía que mis esperanzas fueran demasiado optimistas para hacerse realidad; y había disfrutado de tanta dicha en los últimos tiempos que me imaginaba que mi fortuna ya había pasado su culminación y debía decaer.
«Bueno, no puedo volver a la casa —reflexioné—; no puedo quedarme sentada junto a la lumbre mientras él está a la intemperie con este mal tiempo: prefiero cansarme el cuerpo a forzarme el corazón. Saldré a su encuentro».
Me puse en camino; caminé deprisa, pero no llegué lejos: antes de haber cubierto un cuarto de milla oí ruido de cascos; llegaba un jinete al galope; corría un perro a su lado. ¡Fuera, malos presentimientos! Era él: allí estaba, cabalgando a Mesrour y seguido por Piloto. Me vio, pues la luna había despejado un espacio azul en el cielo y se paseaba por él con brillo acuoso. Se quitó el sombrero y lo agitó sobre la cabeza. Corrí entonces hacia él.
—¡Está visto que no puedes vivir sin mí! —exclamó, mientras me tendía la mano y se inclinaba en la silla—. Pon el pie en la punta de mi bota; dame las dos manos; ¡monta!
Le obedecí: la alegría me había vuelto ágil; subí tras él de un salto. Me recibió con un fuerte beso y cierto orgullo triunfal, que yo me tragué como pude. Contuvo su júbilo para preguntarme:
—Pero ¿pasa algo, Janet, para que salgas a esperarme a estas horas? ¿Pasa algo malo?
—No; pero creí que no llegaría usted nunca. No soportaba esperarlo en la casa, sobre todo con esta lluvia y este viento.
—¡Sí que llueve y hace viento! Sí, estás empapada como una sirena; abrígate con mi capote. Pero creo que tienes fiebre, Jane: te arde la mejilla y la mano. ¿Pasa algo? Te vuelvo a preguntar.
—Ya nada; no estoy asustada ni triste.
—Entonces, ¿lo has estado?
—Bastante; pero se lo contaré todo enseguida, señor, y me parece que lo único que sacaré en limpio será que usted se ría de mí.
—Me reiré de ti de buena gana cuando haya transcurrido el día de mañana; hasta entonces no me atrevo: no tengo seguro el botín. ¿Eres tú, la que llevas un mes escurridiza como una anguila y espinosa como una rosa silvestre? Antes no podía ponerte el dedo encima sin pincharme, y ahora es como si hubiera recogido en brazos una oveja perdida. ¿Has dejado el redil para salir en busca de tu pastor, Jane?
—Quería estar con usted; pero no presuma. Ya hemos llegado a Thornfield; déjeme bajar.
Me depositó en el empedrado. Mientras John se hacía cargo del caballo y él pasaba tras de mí al vestíbulo, me dijo que me pusiera enseguida algo seco y volviera a reunirme con él en la biblioteca; y cuando me dirigí a la escalera me detuvo para hacerle prometer que no me demoraría. Y no me demoré; me reuní con él a los cinco minutos. Lo encontré cenando.
—Toma asiento y acompáñame, Jane: si Dios quiere, ésta será la penúltima comida que harás en Thornfield en una temporada muy larga.
Me senté cerca de él pero le dije que no era capaz de comer.
—¿Es por el viaje que esperas hacer, Jane? ¿Te quita el apetito pensar que vas a ir a Londres?
—No veo con claridad mis perspectivas esta noche, señor; y casi no sé qué pensamientos tengo en la cabeza. Todo lo que hay en mi vida me parece irreal.
—Salvo yo. Soy bien sólido: tócame.
—Usted, señor, es lo más fantasmagórico de todo: es un puro sueño.
Me tendió su mano riéndose.
—¿Acaso es esto un sueño? —dijo, acercándomela a los ojos. Tenía la mano rolliza, musculosa y vigorosa, y el brazo largo y fuerte.
—Sí; aunque la toque, es un sueño —dije yo, apartándomela de la cara—. ¿Ha terminado usted de cenar, señor?
—Sí, Jane.
Hice sonar la campanilla y mandé que retiraran la bandeja. Cuando volvimos a quedarnos solos, aticé la lumbre y me senté después en un taburete bajo junto a las rodillas de mi señor.
—Es casi medianoche —dije.
—Sí; pero recuerda, Jane, que prometiste velar conmigo la noche anterior a mi boda.
—Lo prometí, y cumpliré mi promesa al menos una hora o dos; no tengo ganas de acostarme.
—¿Has terminado de preparar todas tus cosas?
—Todas, señor.
—Lo mismo digo por mi parte —replicó—; lo he dejado todo dispuesto, y saldremos mañana de Thornfield a la media hora de volver de la iglesia.
—Muy bien, señor.
—¡Con qué sonrisa tan extraordinaria has pronunciado estas palabras, Jane! «Muy bien, señor». ¡Qué color tan vivo tienes en las mejillas! ¡Y qué brillo tan extraño en los ojos! ¿Te encuentras bien?
—Creo que sí.
—¡Crees! ¿Qué te pasa? Dime lo que sientes.
—No puedo, señor; no hay palabras para decirle lo que siento. Quisiera que no terminara nunca este momento: ¿quién sabe qué destino puede acarrear el momento siguiente?
—Eso es hipocondría, Jane. Estás demasiado emocionada o demasiado cansada.
—¿Está usted tranquilo y feliz, señor?
—Tranquilo, no; pero feliz, hasta el centro de mi corazón.
Lo miré para interpretar las señales de felicidad en su rostro: lo tenía ardiente y sonrojado.
—Confía en mí, Jane —dijo—; descarga de tu mente cualquier peso que la oprima, comunicándomelo. ¿Qué temes? ¿Que no seré buen marido?
—Nada más lejos de mis pensamientos.
—¿Te produce aprensión la nueva esfera en la que vas a entrar, la nueva vida a la que pasas?
—No.
—Me desconciertas, Jane: tu mirada y tu tono de atrevimiento apesadumbrado me producen perplejidad y dolor. Quiero una explicación.
—Escuche, pues, señor. ¿Salió usted de casa anoche?
—Salí, ya lo sé; y hace un rato diste a entender que había pasado algo durante mi ausencia; lo más probable es que no se trate de nada importante, pero, en suma, te ha inquietado. Cuéntamelo. ¿Es que ha dicho algo la señora Fairfax, quizá? ¿O has oído alguna conversación de los criados? ¿Está herido tu amor propio tan sensible?
—No, señor.
Dieron las doce. Esperé a que el reloj de mesa terminara de dar su repique argentino, y el grande sus campanadas roncas y vibrantes, y seguí hablando.
—Ayer pasé todo el día muy ocupada y muy contenta con mi tarea constante; pues, al contrario de lo que parece creer usted, no me inquieta ningún temor sobre la nueva esfera y todo lo demás: me parece glorioso tener la esperanza de vivir con usted, porque lo amo. No, señor; no me acaricie usted ahora; déjeme hablar en paz. Ayer confiaba en la providencia y creía que las cosas iban saliendo adelante para el bien de usted y mío. Hacía buen día, como recordará usted; la calma del aire y del cielo impedían que me preocupara por su seguridad o la comodidad de su viaje. Después de tomar el té me paseé un poco por el empedrado, pensando en usted; y lo vi tan cerca de mí en mi imaginación que apenas echaba de menos su presencia real. Pensé en la vida que tenía por delante; en la vida de usted, señor, en una existencia más abierta y bulliciosa que la mía, tanto más como es más profundo el mar que el estrecho cauce del riachuelo que desemboca en él. Me pregunté por qué dicen los moralistas que este mundo es un triste desierto: para mí florecía como una rosa. Cuando se ponía el sol, el aire se enfrió y el cielo se cubrió de nubes. Entré en la casa; Sophie me llamó al piso de arriba para que viera mi vestido de novia, que acababan de traer; y encontré debajo, en la caja, el regalo de usted: el velo que ha hecho traer de Londres, con generosidad principesca; supongo que, ya que no he querido aceptar joyas, usted habrá optado por burlarme haciéndome aceptar algo igualmente costoso. Sonreí al desplegarlo y pensé el modo de burlarme de sus gustos aristocráticos y de sus intentos de disfrazar a su novia plebeya con el atuendo propio de una dama noble. Pensé en llevarle el cuadrado de blonda sin bordar que me había preparado yo misma para cubrirme esta cabeza de baja cuna, y preguntarle si aquello no bastaba para una mujer que no podía ofrecer a su marido ni dote, ni belleza ni buena familia. Vi con claridad la cara que pondría usted y oí sus respuestas impetuosas y republicanas y las palabras altivas con que negaba ninguna necesidad por su parte de aumentar su riqueza ni de elevar su categoría social casándose con una bolsa o un escudo nobiliario.
—¡Qué bien me conoces, brujilla! —me interrumpió él—; pero ¿qué encontraste en el velo, aparte de sus bordados? ¿Acaso encontraste veneno, o una daga, para estar ahora tan apesadumbrada?
—No, no, señor; aparte de la delicadeza y la riqueza del tejido, sólo encontré el orgullo de Fairfax Rochester, que no me asustó, porque estoy acostumbrada a ver a ese demonio. Pero, señor, al ir oscureciendo se levantó viento; anoche no soplaba como ahora, fuerte y desenfrenado, sino con un ruido sordo, triste, mucho más pavoroso. Deseé que estuviera usted en casa. Entré en este cuarto, y sentí escalofríos al ver el sillón vacío y la chimenea apagada. Después de acostarme, pasé un rato sin poder dormir: me acongojaba una sensación de emoción angustiosa. Me pareció como si el vendaval, que iba en aumento, ahogase un rumor lúgubre; no sabía al principio si era dentro de la casa o fuera, pero se repetía a cada silencio del viento, dudoso aunque lastimero; decidí por fin que debía de ser algún perro que aullaba a lo lejos. Me alegré cuando cesó. Una vez dormida, seguí en mis sueños con la idea de una noche oscura y ventosa. Seguí también con el deseo de estar con usted y sentí la noción extraña y pesarosa de que había alguna barrera que nos separaba a los dos. Pasé todo mi primer sueño siguiendo las revueltas de un camino desconocido; me rodeaba una oscuridad total; me azotaba la lluvia; yo tenía que cargar con un niño, con una criatura muy pequeña, demasiado joven y débil para andar, y que tiritaba en mis brazos fríos y lloraba de manera lastimera en mis oídos. Creí, señor, que usted iba por el camino, muy por delante de mí, y apliqué todas mis fuerzas para alcanzarlo, e intenté una y otra vez pronunciar su nombre y suplicarle que se detuviera; pero estaba atada, y mi voz se apagaba sin llegar a sonar, mientras sentía que usted se alejaba más y más de mí a cada instante.
—¿Y te pesan ahora estos sueños en el ánimo, Jane, cuando estoy cerca de ti? ¡Nerviosilla! ¡Olvídate de las visiones temibles y piensa sólo en la felicidad verdadera! Has dicho que me amas, Janet; sí, no lo olvidaré, y tú no lo puedes negar.
Estas
palabras sí que no se han apagado en tus labios sin llegar a sonar. Las he oído, claras y suaves; un poco demasiado solemnes, quizá, pero dulces como una música: «Me parece glorioso tener la esperanza de vivir con usted, Edward, porque lo amo». ¿Me amas, Jane? Repítelo.
—Sí, señor; lo amo con todo mi corazón.
—Bien —dijo, tras unos minutos de silencio—, es extraño, pero esa frase se me ha clavado en el pecho de manera dolorosa. ¿Por qué? Pienso que es porque la has pronunciado con tanta energía sincera, religiosa, y porque la mirada que levantas hacia mí ahora es la sublimación misma de la fe, la verdad y la devoción: esto se asemeja demasiado a tener a mi lado a un espíritu. Pon cara de mala, Jane, como tú sabes bien: esboza una sonrisa salvaje, tímida, provocadora, de las tuyas; dime que me odias; hazme rabiar; fastídiame; haz lo que sea menos conmoverme: prefiero enfadarme a entristecerme.
—Ya le haré rabiar y lo fastidiaré todo lo que quiera cuando haya terminado mi cuento; pero escúcheme usted hasta el final.
—Pensaba que ya me lo habías contado todo, Jane. Creía haber encontrado el origen de tu melancolía en un sueño.
Negué con la cabeza.
—¡Cómo! ¿¡Hay más!? Pero no creo que tenga importancia. Te prevengo que no me creeré nada. Sigue.
Me sorprendió la inquietud de su aspecto, la impaciencia y alguna aprensión de su tono; pero seguí adelante.
—Tuve otro sueño, señor: que la casa de Thornfield era una ruina desolada, refugio de murciélagos y búhos. Me pareció que de su grandiosa fachada no quedaba más que un muro como una cáscara, muy alto y de apariencia muy frágil. Me paseaba, una noche de luna, por el recinto cubierto de hierba del interior: aquí me topaba con una chimenea de mármol y allá con un trozo caído de cornisa. Yo seguía llevando en brazos a la criatura desconocida, envuelta en un chal: no podía dejarla en parte alguna, con todo lo cansados que tenía los brazos; debía conservarlo, con todo lo que obstaculizaba su peso mi marcha. Oí a lo lejos, en el camino, el galope de un caballo; estuve segura de que era usted, que se marchaba para pasar muchos años en un país lejano. Me subí al muro delgado con precipitación frenética y temeraria, deseosa de verlo desde lo alto: las piedras me rodaban bajo los pies; las ramas de hiedra a que me asía cedían; el niño se me aferraba al cuello, aterrorizado, casi estrangulándome; alcancé por fin la cima. Lo vi a usted como una mancha en una pista blanca, más pequeña a cada instante. El viento soplaba con tanta fuerza que no pude ponerme de pie. Me senté en el borde estrecho; hice callar al niño asustado que tenía en el regazo; usted tomó una vuelta del camino; yo me incliné hacia delante para echarle una última mirada; la pared se desmoronó; me sobresalté; el niño se me cayó de las rodillas, perdí el equilibrio, me caí y me desperté.
—¿Y eso es todo, Jane?
—Todo el prólogo, señor; todavía no ha empezado el cuento. Al despertarme, me deslumbró una luz. «¡Ay, ya es de día!», pensé. Pero me equivocaba: no era más que la luz de una vela. Supuse que había entrado Sophie. Había una luz en la mesa de tocador, y estaba abierta la puerta del armario donde yo había colgado mi vestido de novia y mi velo antes de acostarme; oí allí un rumor. «¿Qué haces, Sophie?», pregunté. No me respondió nadie, pero salió una forma del armario; tomó la luz, la levantó e inspeccionó la ropa que colgaba de la percha. «¡Sophie! ¡Sophie!», volví a exclamar; y siguió en silencio. Me había incorporado en la cama; me incliné hacia delante. Me dominó primero la sorpresa, después la confusión; y, por fin, se me heló la sangre en las venas. Señor Rochester, aquella no era Sophie; no era Leah; no era la señora Fairfax. No era… no, estoy segura y lo sigo estando: no era esa mujer extraña, Grace Poole.
—Tenía que ser una de ellas —me interrumpió mi señor.
—No, señor: le aseguro solemnemente lo contrario. La figura que tenía delante no se había presentado a mi vista dentro de la casa de Thornfield hasta entonces; su altura, su silueta, eran nuevas para mí.
—Descríbemela, Jane.
—Me pareció, señor, una mujer alta y grande, de pelo espeso y negro que le caía muy largo por la espalda. No sé qué ropa llevaba: era blanca y lisa, pero no sé decir si era un vestido, una sábana o una mortaja.
—¿Le viste la cara?
—Al principio, no. Pero entonces tomó mi velo de su sitio; lo levantó, pasó un rato largo mirándolo y después se lo echó a la cabeza y se volvió hacia el espejo. Entonces vi con mucha claridad en el vidrio oscuro y oblongo el reflejo de su rostro y rasgos.
—¿Y cómo eran?
—Me parecieron terribles y espantosos… ¡Ay, señor, no había visto nunca una cara como aquélla! Era una cara descolorida… una cara salvaje. ¡Ojalá pudiera olvidar aquellos ojos enrojecidos y saltones, y la inflamación terrible, ennegrecida, de los rasgos!
—Los fantasmas suelen estar pálidos, Jane.
—Aquél estaba morado, señor: tenía los labios hinchados y oscuros; la frente, fruncida; las cejas negras, muy levantadas sobre los ojos inyectados en sangre. ¿Le digo a qué me recordó?
—Dímelo.
—A ese vil espectro alemán, el vampiro.
—¡Ah! ¿Y qué hizo?
—Señor, se quitó el velo de la cabeza demacrada, lo partió en dos y, tras arrojar al suelo las dos mitades, las pisoteó.
—¿Y después?
—Descorrió la cortina de la ventana y miró al exterior; quizá vio llegar el alba, pues, tomando la vela, se retiró hacia la puerta. La figura se detuvo junto a mi cama; los ojos de fuego me miraron con rabia; me acercó la vela a la cara y la apagó ante mis ojos. Supe que su cara espeluznante ardía sobre la mía y perdí el sentido: me quedé insensible de terror por segunda vez en mi vida, sólo por segunda vez.
—¿Quién estaba contigo cuando volviste en ti?
—Nadie, señor; sólo el pleno día. Me levanté; me eché agua en la cabeza y en la cara; bebí un largo trago; me pareció que, aunque débil, no estaba enferma, y tomé la determinación de no contar aquella visión a nadie más que a usted. Ahora, señor, dígame quién era esa mujer.
—La creación de un cerebro demasiado estimulado; es seguro. Debo cuidarte, tesoro mío: unos nervios como los tuyos no están hechos para soportar un trato duro.
—Tenga usted por seguro, señor, que no ha sido culpa de mis nervios: aquello fue real; el hecho tuvo lugar verdaderamente.
—¿Y tus sueños anteriores también fueron reales? ¿Acaso está en ruinas la casa de Thornfield? ¿Me separan de ti obstáculos insalvables? ¿Te dejo sin una lágrima, sin un beso, sin una palabra?
—Todavía no.
—¿Y me dispongo a hacerlo? Si acaba de empezar el día en que nos hemos de unir inseparablemente; y cuando estemos unidos, no volverán a aparecer estos terrores mentales, te lo garantizo.
—¡Terrores mentales, señor! Ojalá pudiera tomarlos por tales; ahora lo deseo más que nunca, en vista de que ni siquiera usted puede explicarme el misterio de aquella visitante espantosa.
—Y como no puedo explicarlo, Jane, tiene que haber sido irreal.
—Pero, señor, eso mismo me dije yo esta mañana al levantarme; y al recorrer el cuarto con la vista para cobrar ánimo y valor del aspecto alegre de todos sus objetos familiares, a plena luz del día, vi allí, en la alfombra, algo que desmintió mi hipótesis: ¡el velo, rasgado en dos mitades de arriba abajo!
Advertí que el señor Rochester se sobresaltaba y se estremecía; me abrazó al instante.
—¡Demos gracias a Dios porque, si se te acercó anoche algo maligno, sólo quedó dañado el velo! —exclamó—. ¡Oh, sólo de pensar en lo que podía haber pasado!
Tenía la respiración entrecortada, y me apretó tanto contra sí que yo apenas era capaz de jadear. Tras unos momentos de silencio, siguió diciendo con alegría:
—Ahora te lo explicaré todo, Janet. Ha sido mitad sueño, mitad realidad. No dudo que ha entrado en tu cuarto una mujer, y esa mujer ha sido, ha tenido que ser, Grace Poole. Tú misma dices que es un ser extraño; tienes motivos para llamarla así, con lo que has visto: ¿qué me hizo a mí? ¿Qué hizo a Mason? En un estado entre el sueño y la vigilia, la viste entrar y actuar, pero estabas febril, casi delirante, y le atribuiste un aspecto diabólico distinto del suyo: el pelo largo y desordenado, la cara negra e hinchada, la estatura desmesurada, han sido ficciones de tu imaginación, frutos de una pesadilla; el acto de despecho de rasgar el velo ha sido verdadero, y es propio de ella. Veo que quieres preguntar por qué tengo en mi casa a una mujer así: te lo explicaré cuando llevemos casados un año y un día, pero ahora no. ¿Estás satisfecha, Jane? ¿Aceptas la solución que te doy al misterio?
Reflexioné, y me pareció de verdad que era la única solución posible; no me había quedado satisfecha, pero me esforcé por aparentarlo para darle gusto (sí que me sentía aliviada, desde luego) y le respondí con una sonrisa de contento. Y entonces, como ya pasaba con mucho de la una, me dispuse a dejarlo.
—¿No duerme Sophie con Adèle en el cuarto de juegos? —me preguntó mientras yo encendía mi vela.
—Sí, señor.
—Y en la camita de Adèle hay sitio para ti. Debes compartirla con ella esta noche, Jane: no es de extrañar que te haya puesto nerviosa el incidente que has contado, y prefiero que no duermas sola: prométeme que irás al cuarto de juegos.
—Lo haré con mucho gusto, señor.
—Y cierra bien la puerta por dentro. Cuando subas, despierta a Sophie con la excusa de pedirle que te despierte temprano mañana; pues deberás estar vestida y desayunada antes de las ocho. Y ahora se acabaron los pensamientos sombríos: fuera tristezas, Janet. ¿No oyes en qué suaves susurros se ha quedado el viento? Y la lluvia ya no azota los cristales; mira —dijo, apartando la cortina—: ¡hace una noche preciosa!
La hacía. La mitad del cielo estaba límpida y sin manchas; las nubes huían ante el viento, que había rolado al oeste, y se alejaban hacia el este en largas columnas plateadas. La luna brillaba en paz.
—Y bien —dijo el señor Rochester, mirándome a los ojos, inquisitivo—; ¿cómo está ahora mi Janet?
—La noche está serena, señor, y yo también lo estoy.
—Y esta noche no soñarás con separaciones ni penas, sino con un amor feliz y una unión dichosa.
Esta predicción sólo se cumplió a medias; en efecto, no soñé con penas, pero tampoco soñé con alegrías, pues no dormí en absoluto. Con la pequeña Adèle en brazos, contemplé el sueño de la infancia, tan tranquilo, tan libre de pasiones, tan inocente, y esperé la llegada del día; toda mi vitalidad estaba despierta y agitada en mi cuerpo, y en cuanto se levantó el sol, yo me levanté también. Recuerdo que Adèle se aferró a mí al dejarla; recuerdo que la besé al soltarle las manitas de mi cuello, y que lloré con ella con una emoción extraña, y que la dejé porque temía que mis sollozos alteraran su sueño, todavía profundo. Adèle parecía un símbolo de mi vida pasada, y aquél para quien me iba a ataviar entonces, parecía el parangón temido, aunque adorado, de mi futuro ignoto.